Dios y el hombre

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4.

LA INVASIÓN DIVINA

EN CIERTA OCASIÓN ME ESCRIBIÓ una mujer hablándome de su hermano, que estaba muriéndose en un hospital y hacía cerca de treinta años que se había apartado de los sacramentos. Decía que, además de haber llevado mala vida, era un hombre malo y nocivo. Hay una diferencia entre ser malo y ser nocivo. Un hombre malo roba; un hombre malo mata. El hombre nocivo puede que no haga nada de eso, pero intenta destruir la bondad que hay en los demás. El caso es que este hombre era nocivo. Había hecho todo lo posible por corromper a los jóvenes y difundido entre ellos toda clase de folletos nocivos con los que destruir la fe y la moral. Esto es lo que escribía su hermana: «Han venido a verle unos veinte sacerdotes y los ha echado a todos de la habitación del hospital. ¿Podría venir usted?». ¡Y ahí va Sheen, el último recurso!

Lo visité esa misma noche y, sabiendo que a mí no me iría mejor que al resto, solo estuve unos cinco segundos; pero, en lugar de hacerle una sola visita, le hice cuarenta. Fui a ver a aquel hombre cuarenta noches seguidas. La segunda me quedé entre diez y quince segundos, y cada noche fui aumentando entre diez y quince segundos más. A final de mes ya pasaba con él diez o quince minutos, pero ni una sola vez saqué el tema de su alma hasta que llegó la noche número cuarenta. La noche número cuarenta me llevé conmigo al Santísimo y los santos óleos y le dije:

—William, vas a morir esta noche.

—Lo sé —contestó él.

Se estaba muriendo de cáncer, un cáncer facial: una de las visiones menos atractivas que se pueden contemplar.

—Estoy convencido de que esta noche querrás reconciliarte con Dios —dije.

—¡No! ¡Largo de aquí!

—No estoy solo —le dije.

—¿Quién ha venido con usted? —me preguntó.

—Me he traído al Señor. ¿Quieres que también se vaya Él?

No contestó nada, así que me quedé unos quince minutos junto a su cama de rodillas, porque llevaba conmigo al Santísimo. Le prometí al Señor que, si ese hombre daba alguna señal de arrepentimiento antes de morir, construiría una capilla para los pobres en la zona sur de Estados Unidos: una capilla de 3.500 dólares. ¿Te parece poca cosa para una capilla? Para una capilla sí, pero para mí era una cantidad ingente de dinero.

Después de rezar insistí:

—William, estoy convencido de que esta noche querrás reconciliarte con Dios.

—¡No! ¡Largo de aquí!

Y empezó a llamar a gritos a la enfermera. Para que se callara, corrí hacia la puerta haciendo ademán de irme. Luego volví rápidamente, recliné la cara sobre la almohada junto a la suya y le dije:

—Solo una cosa más, William. Prométeme que esta noche, antes de morir, dirás: «Jesús, ten piedad».

—¡No! ¡Largo de aquí!

No tuve más remedio que irme. Le dije a la enfermera que volvería si el hombre preguntaba por mí a lo largo de la noche. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando me llamó la enfermera para decirme:

—Acaba de morir.

—¿Y cómo ha muerto? —pregunté.

—Pues casi al minuto de irse usted empezó a decir: «Jesús mío, ten piedad»; y no paró de decirlo hasta que murió.

Como veréis, no fui yo quien influyó en él. Lo que se produjo fue una invasión divina en el interior de alguien que en su día tuvo fe y la perdió. Da igual si se tiene fe o no se tiene: esa intrusión desde fuera es invariable. Y nos ocurre a todos de un modo tan sutil que muchos la rechazan. A san Agustín le ocurrió por medio de una voz infantil cuando llevaba una vida turbulenta y desenfrenada. Entonces escribió esta frase: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1). Y tenemos el caso de Charles Foucauld, un conocido vividor que, en medio de su turbulenta vida, durmiendo al raso en el Sahara, padeció lo que Francis Thompson llamó «el descarado escrutinio de las estrellas». Foucauld se encontró con la gracia y dedicó su vida a ejercer el sacerdocio entre los musulmanes del Sahara, donde murió mártir: algo que ha sucedido prácticamente en nuestros días.

Podría seguir mencionando muchos otros casos de invasión divina. No obstante, vamos a dejar las anécdotas para pasar a la forma que adopta esa invasión divina. Se trata de una gracia, pero hasta el momento no sabemos qué significa exactamente la palabra «gracia». Quizá pueda anticiparme un poco y decir que hay dos tipos de gracia: la gracia blanca, que nos hace agradables a Dios, y la gracia negra, en la que notamos su ausencia. En el mundo de hoy son muchos los que notan su ausencia, incluidos los ateos. No es el hombre quien busca a Dios: ¡es Dios quien busca al hombre! Nos hace sentir inquietos. La primera pregunta que aparece en las Escrituras es esta: «Hombre, ¿dónde estás?» (Gn 3, 9).

No hay ningún poeta que haya expresado mejor esa invasión divina que Francis Thompson en su espléndido poema «El Sabueso del cielo». En su día Thompson estudió Medicina y prácticamente lo único que aprendió fue a consumir droga. Acabó viviendo como un mendigo, durmiendo en el Covent Garden londinense debajo de los carros de verduras, y se planteó suicidarse. El matrimonio Meynell lo acogió en su casa y en uno de sus bolsillos encontró un poema que, a los pocos años de morir, había vendido cincuenta mil copias. Treinta años después se estudiaba en japonés en la Universidad de Tokio. Es un poema que casa muy bien con el actual estado de ánimo, porque los hombres están empezando a notar ese movimiento del dedo de Dios. Thompson va explicando las distintas vías que empleó para escapar de Dios, el Sabueso del cielo; y la primera es el subconsciente o la inconsciencia de la mente. Pensaba que, sumergiéndose en el subconsciente, sería menos consciente del Sabueso que lo perseguía. Huía –dice– de Dios:

Huía de Él por la áspera pendiente

de las noches y días;

huía de Él, cruzando las arcadas

de los años sombrías;

y por los laberintos de mi mente

huía de Él; y en brumazón de llanto

de su faz me escondía con espanto,

y me aturdía en ondulantes risas.

Corrí tras vislumbradas ilusiones

con alocadas prisas,

hasta rodar por breñas y peñones

al titánico horror de negro abismo,

donde repercutían

esos Pies que implacables me seguían.

Mas en la cacería sosegada

pulsan los Pies con majestad serena,

urgentes en su prisa mesurada;

y, sobre el ruido de esos Pies, resuena

una Voz apremiante que pregona:

«Todo, pues Me traicionas, te traiciona»1.

Thompson prueba entonces con la naturaleza, refiriéndose de un modo curioso y muy peculiar a los secretos de la ciencia: «Corro el pestillo», dice, de los secretos de la Naturaleza. Uno casi puede imaginarse a alguien empujando un pestillo gigantesco para abrir una puerta por la que van saliendo todos los secretos de la ciencia y la naturaleza.

Veo cumplido mi anhelo

y entro a gozar la intimidad sin duelo

de la Naturaleza.

Corro el pestillo de sus secretos;

miro la faz del cielo, y con presteza

sus volubles mudanzas interpreto;

descubro por qué escala al cielo sube,

tenue espuma del mar, la airosa nube,

cuando salvaje el huracán resopla;

mi corazón inquieto,

al encumbrarse o decaer, se acopla

con cuanto nace y muere.

Thompson tantea otra vía de escape para huir del Sabueso: el amor ilícito, que oculta la historia de alguien a quien llama «un capullo desprendido de la corona de la primavera». Utiliza el ejemplo de una ventana de cuarterones del norte de Inglaterra, donde vivía una muchacha a la que conocía: «Di mis quejas de tantos corazones a las rejas, cortinaje escarlata, celosía de enlazados amores». Prosigue contando cómo buscó el amor en pequeños brotes de afecto que nunca llegaron a satisfacerle plenamente. Luego menciona sus temores: «Que aun sabiendo el amor de Quien seguía, vivía con terrores de que nunca los celos de este Amado otro amor consintieran a su lado». ¿Cuántos hay que ven en Dios a una especie de rival?: «Si opto por Él, piensan, tengo que renunciar a todo lo demás». Y sigue diciendo Thompson: «Y si de par en par algún postigo se me abría de quedo, su ráfaga lanzábase a cerrarlo. Mañas no tiene para huir el miedo cuantas tiene el Amor para acosarlo»: en otras palabras, no sabía cómo lograr que mi huida fuese tan veloz como el amor que quería darme caza. Tiene miedo, en definitiva. ¿Quién es ese que le persigue? Quizá Él pueda permitirle cierta libertad y Thompson se pregunta: «¡Ay! ¿es tu amor acaso la invasora maleza inmarcesible de amaranto, que donde sus corolas desparrama no tolera el encanto de otras flores en torno?».

Y, recurriendo a otro ejemplo, se hace esta pregunta: «¡Ay! ¿necesitas reducir a tizón la verde rama antes que puedas dibujar con ella?». Es decir, antes de que la leña se convierta en un carbón con el que poder dibujar, hay que prenderle fuego, hay que quemarla, acabar con ella o sacrificarla. Y otra pregunta más: «¿Necesita la tierra vil majada, abono que la muerte ha corrompido?». ¿Está el sacrificio presente en todas partes? Antes de ofrecerte su respuesta, y por si no te basta la indagación poética que hace Thompson, vamos a profundizar en la invasión divina en nuestros corazones.

Imagina que pudieras sacarte el corazón y sujetarlo en tu mano como una especie de crisol que destilara tus deseos, anhelos y aspiraciones más hondas. ¿Cuáles descubrirías que son? ¿Qué es lo que más deseas? Lo que buscamos en primer lugar es la vida. ¿De qué valen el honor, la ambición y el poder si no hay vida? De noche, en medio de la oscuridad, todos extendemos la mano instintivamente, dispuestos a perderla antes que perder lo que más apreciamos: nuestra vida.

 

A continuación, descubrimos que en esta vida deseamos algo más: la verdad. Una de las primeras preguntas que nos hacemos al llegar a este mundo es: «¿Por qué?». Desarmamos nuestros juguetes para averiguar qué hace girar sus ruedas. Más tarde desarmamos las ruedas del propio universo para descubrir qué las hace girar. Nos empeñamos en conocer las causas y por eso no nos gusta nada que nos oculten secretos. Estamos hechos para conocer.

Aparte de la vida y la verdad, queremos algo más: queremos amor. No hay niño que no demuestre su amor instintivamente pegándose al regazo de su madre. Acude a ella para que le vende la herida que se ha hecho jugando y, más adelante, busca un joven compañero a quien descifrar su corazón con palabras; alguien que coincida con la hermosa definición de amigo; alguien a cuyo lado se pueda guardar silencio.

La búsqueda de amor se extiende desde la cuna hasta la sepultura. No obstante, aunque queramos todas estas cosas, ¿las encontramos aquí? ¿Encontramos aquí la vida en toda su plenitud? Evidentemente, no. Cada tictac del reloj nos acerca a la tumba. Nuestros corazones solo son ahogados tambores que tocan una marcha fúnebre. «Así de hora en hora maduramos, y así de hora en hora nos pudrimos» (II, 7), escribió Shakespeare en Como gustéis. Ni la vida ni la verdad existen aquí en plenitud. Cuanto más estudiamos, menos sabemos, porque descubrimos nuevas vías de conocimiento que podríamos pasarnos toda la vida recorriendo. ¡Ojalá supiera hoy una millonésima parte de lo que creía saber la noche que me gradué en el instituto!

La verdad y el amor no están aquí abajo. Cuando el amor sigue siendo hermoso y noble, llega un día en que vamos dando el último abrazo a los amigos y del último pastel del gran banquete de la vida solo quedan las migas. ¿Estamos destinados a una vida absurda? ¿Tendríamos ojos si no hubiera nada que ver? Preguntémonos: «¿Cuál es la fuente de luz de una habitación?». Desde luego, no la del microscopio, donde la luz se mezcla con la sombras; ni la de debajo de una silla, donde la luz se mezcla con la oscuridad. Si anhelamos encontrar la fuente de la vida, de la verdad y del amor que es la claridad de este mundo, tenemos que dirigirnos hacia una vida que no esté mezclada con su sombra, que es la muerte; una verdad que no esté mezclada con su sombra, que es el error; un amor que no esté mezclado con su sombra, que son el odio y la amargura. Tenemos que alcanzar una vida pura, una verdad pura, un amor puro: y esa es la definición de Dios. Eso es lo que deseamos y para lo que hemos sido creados.

Después de tantas tentativas de evasión de la invasión divina del alma, Thompson concluye el poema poniendo estas palabras en boca de Dios:

«¡Oh, ser extraño, lastimoso, inútil!

¿por qué su amor ha de guardarte nadie,

—dijo— si soy el único que irradie

sobre la nada el don de una sonrisa?

El corazón humano amor no ofrece

sino a quien lo merece:

y tú ¿de quién jamás has merecido

que te mire y que te ame,

tú, de la arcilla de hombre que se pisa

el terrón más infame?

¡No sabes cuán indigno siempre has sido

de todo amor!... ¿Y quién será el que quiera,

a ti tan vil, brindarte su cariño?

¿quién sino Yo? ¡ay! ¿quién sino Yo solo?

Cuanto te arrebaté lo hice sin dolo,

no por dañarte, antes buscando plazos

para que al fin pudiera

hallarlo tu extravío entre Mis brazos.

Cuanto tu error de niño

imaginó perdido aquí te espera,

guardado en casa por Mi amor paciente.

¡Ponte de pie, dame la mano y vente!».

[1] El autor de la versión española del poema «The Hound of Heaven» que recogemos aquí es Aurelio Espinosa Pólit. Hemos hecho las modificaciones imprescindibles para ajustar los versos a la interpretación personal que ofrece Fulton Sheen del poema (N. de la T.).

5.

UNA FILA DE CANDIDATOS

A LO LARGO DEL CURSO DE LA HISTORIA son muchos los que han salido a escena declarándose mensajeros de Dios. Todos y cada uno de ellos tenían derecho a que se les escuchara. No hay ningún motivo para escoger a Cristo y no a cualquier otro, pero sí tenemos derecho a sugerir unas cuantas pruebas o patrones con los que poder juzgar a esos candidatos. No podemos limitarnos a permitir que cualquiera aparezca en el escenario de la historia diciendo: «Aquí estoy yo. Creedme»; o bien: «Este es un libro divino que he recibido de un ángel y quiero leéroslo».

Cuando entablamos un debate sobre la religión revelada, nunca debemos abdicar de la razón humana ni perder de vista el hecho de que estamos inmersos en la historia. Por eso, uno de los argumentos que usemos es lo que podríamos llamar el argumento de la profecía o la predicción: ¿alguno de esos candidatos fue anunciado o predicho en algún momento? Lo cierto es que lo mínimo que puede hacer Dios es enviar a la tierra un mensajero para decir: «Yo anuncio a este. Os hago saber que vendrá». Nuestros amigos nos llaman antes de hacernos una visita; en los negocios se conciertan citas; y no cabe duda de que Dios debería hacernos saber que su divino Hijo vendrá a la tierra.

Se puede argumentar que en el mundo hay muchas otras religiones importantes como el budismo o el confucionismo que conviene explorar. En la historia hay muchos mitos y muchos grandes hombres como Buda, Confucio y Sócrates. Todos ellos son como un pájaro que prepara el nido antes de poner los huevos. Los pájaros se rigen únicamente por el instinto y la providencia ha preparado la llegada de una revelación perfecta. La verdad divina debe verse como un círculo. No hay ninguna religión en el mundo sin algún segmento que pertenezca al círculo de la verdad.

Puede que solo sea en un dos por ciento, pero aun así forman parte del círculo. Algunos segmentos de ese círculo son mayores que otros. En todas las religiones se reconoce algo bueno. Algunas desean un redentor. Puede argumentarse que todas las religiones presentan semejanzas, de manera que son todas iguales. Es cierto que existen verdades naturales que son iguales. Y eso es así porque cualquier ser humano de este mundo está dotado de razón: por eso está obligado a llegar a ciertas conclusiones en el orden ético que le guíen a él y a la sociedad. No es sorprendente que muchos principios éticos sean iguales. Afirmar que todas las religiones presentan similitudes y, por lo tanto, tienen la misma causa —los sueños de la humanidad— es totalmente falso. Cuando uno entra en un museo se da cuenta de que los cuadros poseen ciertos colores básicos. El hecho de que posean los mismos colores no lleva a concluir que los ha pintado el mismo artista. Aunque las religiones presenten semejanzas, no hay por qué afirmar que todas las ha hecho Dios.

Dios eligió hacer una revelación histórica. Hay verdades por encima de la razón humana denominadas verdades reveladas. Cristo vino a anunciarlas como fundador del cristianismo. No hay ningún fundador de otra religión tan absolutamente esencial para esa religión como lo es Cristo para el cristianismo. Es cierto que para fundar algo hace falta un fundador, pero el que cree en cualquier religión no establece la misma clase de encuentro que el cristiano establece con Cristo. La relación personal con Él es fundamental.

Cristo ocupa un lugar distinto en el cristianismo que el que ocupan Buda en el budismo, Confucio en el confucionismo, Mahoma en el Islam e incluso Moisés en el judaísmo. El budismo no te exige creer en Buda, sino que te conviertas en un iluminado y sigas sus enseñanzas acerca de la eliminación de los deseos. El confucionismo no te exige una relación íntima con Confucio: lo importante son los preceptos éticos y se supone que cualquiera que los siga hallará la paz con sus antepasados. Moisés no ordena al pueblo que crea en él, sino que ponga su confianza en Dios: no apunta hacia sí mismo. El islam exige la fe en Dios y en los otro cuatro pilares, pero no necesariamente en Mahoma. En el caso de Cristo, sin embargo, el cristianismo exige un vínculo personal e íntimo con Él. Tenemos que ser uno con Él. No podemos afirmar que somos cristianos si no somos reflejo de la persona, la mente, la voluntad, el corazón y la humanidad de Cristo.

El argumento profético es muy simple. Solo tienes que preguntarte si algún fundador de las religiones del mundo o algún pionero de una religión moderna fue anunciado alguna vez. Ni siquiera su madre podría haberlo anunciado cinco años antes de la fecha exacta de su nacimiento. Nadie conocía la llegada de Buda, Confucio o Mahoma. No obstante, a lo largo de los siglos siempre hubo una vaga expectativa de la llegada de Cristo.

El argumento profético afecta a la historia y a una persona. El cristianismo es una religión histórica. Fíjate en el Credo: cuando nos referimos al Señor, decimos: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato». Lo enmarcamos en un momento concreto de la historia. Ningún fundador de cualquier otra religión ha estado tan ligado a la historia. Lo que nos interesa no es solo el hecho de que naciera y padeciera bajo el poder de Poncio Pilato, sino el contexto de la historia en su conjunto.

El Antiguo Testamento nos dice que Dios estableció una alianza, un acuerdo, con una pequeña parte de la humanidad. Nos dice que desde el principio Dios hizo un pacto con Adán que involucraba a toda la humanidad. Adán fue la cabeza. Todo lo que hizo lo hicimos nosotros. Más adelante Dios establece una alianza y un pacto con Noé que implica promesas y acuerdos por ambas partes. Si la parte humana permanece en la virtud, será bendecida por la parte divina.

Desde el momento de la primera alianza y de su ruptura, Dios dijo que el linaje de una mujer repararía la obra del demonio. Esta tradición fue conservada por los judíos y, en especial, por los profetas. Después de la alianza con Noé, Dios establece una nueva alianza con Abrahán, a quien hace salir de la tierra de Ur. Dios promete a Abrahán:

El Señor dijo a Abrahán: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré; de ti haré un gran pueblo, te bendeciré, y engrandeceré tu nombre que servirá de bendición. Bendeciré a quienes te bendigan, y maldeciré a quienes te maldigan; en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12, 1-3).

A Abrahán se le dijo que el futuro pueblo de Dios que saldría de él sería tan numeroso como las arenas del mar. Más tarde ese pueblo fue esclavizado en Egipto. Se estableció una nueva alianza con Moisés; ellos la rompieron y se volvió a renovar. Los profetas dijeron que de entre ese pueblo de Dios algún día saldría un Salvador y Redentor.

No estamos hablando solamente de un pueblo que continúa una tradición y espera un Salvador. Estamos hablando de muchos detalles acerca de esa persona concreta. Son muchas las profecías relativas al Señor: por ejemplo, que pertenecería a la tribu de Judá y nacería de una virgen. Una de las sorprendentes profecías de Miqueas era que nacería en la ciudad de Belén. Si alguien predijera el nacimiento de una persona que se convertirá en un político importante, no cabe duda de que elegiría una ciudad grande. Pero he aquí que el profeta Miqueas, por inspiración divina, elige la pequeña aldea de Belén, llamada la más pequeña entre todas las ciudades. Miqueas dice que de esa ciudad saldrá el jefe de Israel (Mi 5, 2).

Muchos siglos antes de su venida se anunció que sería manso y humilde de corazón, el Siervo sufriente, Dios y hombre. Coge en algún momento el Antiguo Testamento, vete al capítulo 53 y lee la profecía de Isaías que habla de la muerte y los sufrimientos de Cristo. En su muerte fue contado entre los malhechores, porque lo crucificaron entre dos ladrones y lo sepultaron entre los impíos. Es como si la profecía de Isaías se hubiera escrito al pie de la cruz.

Muchas profecías afirmaban que descendería del linaje real de David. Para que se cumpliera la profecía, durante cerca de mil años en todas las generaciones a partir de David tendría que haber un descendiente varón. Cosa bastante difícil. Una figura tan importante como Abraham Lincoln tuvo cuatro hijos. Ni siquiera después de un espacio de tiempo tan breve como el que ha pasado desde la muerte de Lincoln sigue con vida uno solo de sus descendientes varones. Nunca ha habido ninguna profecía acerca de los fundadores de las religiones que existen en el mundo: solo de Cristo.

 

Según un estudioso judío que se convirtió al cristianismo y conocía muy bien tanto el Antiguo Testamento como las tradiciones judías, en tiempos de Cristo los rabinos habían recogido 456 profecías acerca del Mesías, que nacería de Israel y establecería una nueva alianza con la humanidad. ¡Cuatrocientas cincuenta y seis profecías! Si todas esas profecías se cumplieron en Cristo, ¿qué probabilidad habría de que todas ellas coincidieran en el punto señalado no solo en el espacio, sino también en el tiempo, tal y como predijo el profeta Daniel? Coge un lápiz y escribe «1» en un papel; a continuación traza una línea debajo, escribe «84» debajo de esa línea y, después de «84», si no tienes mucho que hacer, escribe 126 ceros. Esa es la probabilidad de que se cumplieran todas las profecías sobre Cristo. Como verás, es de una entre trillones.

Muchas profecías de otras religiones predijeron la venida de Cristo. Confucio dijo que esperaba a un gran sabio de Oriente. Buda dijo que él no era el sabio, que vendría algún otro. El gran Platón afirmó que vendría un hombre justo y nos diría cuál debía ser nuestra conducta ante Dios y ante los hombres. Los dramaturgos griegos siempre pensaron que tenía que venir algún Dios. Como dice Esquilo en su Prometeo, «no esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios dispuesto a sucederte en los trabajos», es decir, a cargar con nuestros pecados. Sócrates esperaba a alguien a quien llamaba un hombre justo. ¿Recuerdas la égloga IV de Virgilio? Suelen llamarla la égloga mesiánica, porque dice así: «Tú a ese niño que nace, en quien la era de hierro terminará y brotará por el mundo el pueblo de oro, ampáralo tú».

Cuando aparece Cristo, Él mismo dice: «Tiene que cumplirse en mí esto que dicen las Escrituras» (Lc 22, 37). Esa es una de las razones por las que a Herodes no le sorprende que haya nacido un Mesías. Se lo dijeron los rabinos, que conocían las profecías. Herodes sabía que Cristo sería rey, el nuevo Rey de la humanidad; por eso quería matarlo. Cuando el Señor cumplió treinta años, entró en su sinagoga de Nazaret. El ministro le tendió un rollo del profeta Isaías y Él comenzó a leer en voz alta un pasaje acerca de cómo sería el Mesías: sería manso, vendaría las heridas, perdonaría, redimiría a las cautivos. La audiencia le escuchaba atentamente. «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21), dijo. Nadie más puede presentar estos antecedentes. Fijémonos en Cristo y en ningún otro. A partir de ahora mi corazón y mi alma estarán absortos en Aquel que fue anunciado.

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