Historia de África desde 1940

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Una vez que las sociedades francesa y británica tuvieron que pensar por qué merecía la pena defender los estados democráticos, el tipo de preguntas planteadas previamente por la intelectualidad de las colonias, y por algunos intelectuales antirracistas en el propio país, adquirieron una nueva pertinencia. El colonialismo desarrollista era, en parte, una respuesta a los constreñidos fundamentos sobre los que se pudiera basar una justificación convincente del ejercicio del poder estatal sobre personas que fuesen «diferentes». Ahora se consideraba que la sociedad africana era maleable, y no solo por cambios graduales dentro del marco de los esquemas «tradicionales» africanos. Algunos africanos, cuando menos, podían quedar fuera de esos esquemas, al convertirse en trabajadores «modernos», o prósperos agricultores orientados al mercado. Las ideologías desarrollistas implicaban que las diferencias podían irse emborronando con el tiempo. ¿Cuándo iba a llegar el momento de declarar que los atrasados estaban lo suficientemente desarrollados como para ponerse a funcionar por su cuenta? ¿Quién podía dilucidar si el poder de «tutela» estaba actuando en interés de sus obligaciones y no en su propio beneficio? Tales preguntas no eran nuevas, pero fueron resultando mucho más apremiantes a lo largo de la guerra.

Los líderes europeos no iban a tener la oportunidad de reflexionar tranquilamente sobre sus incertidumbres. En esta atmósfera de incertidumbre ideológica, se enfrentaron a una escalada de demandas provenientes del propio continente africano. Las demandas no se centraban necesariamente en hacerse con el poder. Por el contrario, se concentraron en aquello a lo que realmente se dedicaban los estados: educación, impuestos, inversión en servicios sociales y recursos productivos, sistemas judiciales y la cuestión de quién iba a participar en la toma de decisiones vitales.

Una bibliografía completa para este libro puede encontrarse en la web de Cambridge University Press en www.cambridge.org/CooperAfrica2ed

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[1] Palabra procedente del árabe talib «estudiante, buscador de conocimiento». Diversos idiomas, de culturas influidas por la religión de Mahoma, la han asumido sin apenas cambios; como por ejemplo en persa, cuyo plural es taliban. (N. del T.).

[2] BAZENGUISSA–GANGA 1997, p. 12.

3. Ciudadanía, autogobierno y desarrollo: las posibilidades en el momento de la postguerra

ECHANDO LA VISTA ATRÁS DESDE LA DÉCADA de 1960, es fácil ver por qué la historia política de la postguerra a menudo se interpreta como si todo condujera a un resultado único e inevitable: la independencia nacional. Resulta más difícil entrever qué es a lo que aspiraba y confiaba en lograr cualquier persona en 1945 o 1947. Verbigracia, un joven africano con planteamientos políticos y que retornara a casa tras haber recibido educación superior en el extranjero. O una familia que se acabara de establecer en una ciudad minera después de años de separaciones periódicas, echando de menos la sociabilidad familiar de la vida aldeana, aunque tal vez no las restricciones que marcaban sus mayores, y que esperaba que sus hijos pudieran recibir educación. O un agricultor que vendía su cacao en el floreciente mercado mundial, consciente de que las juntas de comercio coloniales le retenían bastantes beneficios de sus cultivos, y que se preguntaba si sus hijos le iban a seguir ayudando en la cosecha.

Los africanos se enfrentaban a las restricciones y humillaciones de un estado colonial, pero, por encima de todo, eran seres humanos intentando sobrevivir, establecer relaciones, encontrar oportunidades y dar sentido al mundo. No se pueden reducir a monigotes dentro de un drama con dos actores, colonizador y colonizado, o una historia con una sola trama: la lucha por la nación. Y lo sorprendente de los años de postguerra es cuán posible se antojaba esto último.

Este capítulo versa sobre las conjeturas políticas, las restricciones y los conflictos en la década de postguerra. Examina la inventiva colonial, puesto que los gobernantes de los imperios coloniales no pensaban en 1945 que sus imperios estuvieran a punto de finiquitarse, si bien se percataron de que debían cavilar en torno a nuevas maneras de ejercer su dominio. Su ensueño era que creían que iban a poder controlar la evolución política. De hecho, los imperios más reformistas y flexibles, como eran los de Francia y Gran Bretaña, fueron los primeros en desmoronarse; el imperio más pertinaz, el de Portugal, fue el que perduró más tiempo. La dinámica de reformas y la movilización política resultaron cruciales. A finales de la década de 1940, los movimientos políticos y laborales africanos entendieron que disponían de una oportunidad; pero lo que vieron como un objetivo en 1945 no fue lo que terminaron consiguiendo veinte años después.

Este capítulo se estructura en torno a tres casos que ilustran las aperturas e involuciones de posibilidades tras la guerra. El primero es el África francesa. Las autoridades creían que la paulatina admisión de los africanos en la categoría de ciudadanos preservaría la unidad del Imperio Francés. De hecho, la estrategia acabó resultando una trampa, en tanto que los movimientos sociales y políticos africanos emplearon el lenguaje de la legitimidad imperial para reclamar todos los derechos sociales y económicos de los ciudadanos de la metrópoli. El segundo caso es el de Costa del Oro, donde Gran Bretaña, después de la guerra, parecía haber adoptado una estrategia opuesta. Los líderes británicos sostenían que su política había consistido durante mucho tiempo en llevar a los súbditos coloniales al gobierno local, en primer lugar, y luego, poco a poco, y según se viera si estaban a la altura, al «autogobierno» de su territorio dentro de la Commonwealth británica. Sin embargo, el gobierno no fue capaz de concretar cambios políticos en tales términos: la juventud urbana y sectores sindicales organizados se unieron a intelectuales radicales en una súbita presión por el autogobierno africano total, no local, ni de cada colonia. Primaron las manifestaciones callejeras, huelgas generales y boicots de consumidores, en vez de optar por reivindicaciones políticas más organizadas. Las colonias británicas que en 1945 parecían modélicas —las que progresaban hacia el desarrollo y el autogobierno dentro del imperio— se tornaron, en sorprendentemente pocos años, en territorios desde donde se iba a ir extendiendo a otras colonias una rápida transición de poder.

 

Por último, está Sudáfrica. En su sistema electoral únicamente para blancos, se produjo un serio debate en torno a los problemas a los que también se enfrentaba la gente del África colonial; incluyendo si los africanos que en realidad no viven en tribus aisladas se han convertido en un componente potencialmente útil de una economía parcialmente urbana, y parcialmente industrial. Sin embargo, lo que acabó decidiéndose fue diferente: las elecciones de 1948 trajeron a un gobierno que controlaba las migraciones de manera cada vez más enérgica, expulsando a millones de africanos de las ciudades, reprimiendo la actividad sindical y política, y reforzando la segregación residencial urbana y la exclusión de los africanos de los terrenos agrícolas. En la década de 1950, la consigna de los gobernantes coloniales en torno a una progresiva toma de consciencia —el desarrollo— se fue mudando en una proclama para mantener diferenciados y grotescamente desiguales los destinos de las supuestas razas de Sudáfrica: el «desarrollo por separado».

Estos casos son ilustrativos; y las variantes son numerosas. Cada cual, de diferentes maneras, muestra cómo los movimientos sociales fueron pioneros en diferentes formas de involucración y simpatía colectivas, no simplemente «nacionalismo». La política africana no se desarrolló en un mundo autónomo, sino a través de la interacción y el conflicto, y la lucha como tal reconfiguró el tipo de proyectos políticos que se podían o no plantear. El giro de franceses y británicos hacia un colonialismo con mentalidad desarrollista —el deseo de expandir los recursos del imperio a la vez que se legitimaba el dominio colonial— se convirtió en la base de un profundo compromiso de los actores africanos y europeos, lo cual a su vez alteró el significado de palabras como «desarrollo», «ciudadanía» y «autogobierno». En las secciones finales, examinaré otros tipos de proyectos políticos que quedaron postergados en la coyuntura de finales de los años 1940 y la década de 1950, a medida que los movimientos políticos africanos iban siguiendo otros derroteros con cierto buen resultado, y a medida que los estados coloniales estaban intentando delimitar qué formas de hacer política les resultaban aceptables. Comenzaremos preguntándonos qué nuevos planes podían estar cavilando los intelectuales, obreros, comerciantes y agricultores africanos, al final de la Segunda Guerra Mundial, y cómo esos planes se pusieron en marcha.

CIUDADANOS DEL IMPERIO: EL ÁFRICA FRANCESA (1944–1952)

A medida que la derrota alemana resultaba inevitable y la liberación de la Francia continental era cuestión de tiempo, las fuerzas de la Francia Libre instalaron su gobierno en la recién reconquistada Argelia. El establishment colonial pregonaba que las colonias habían ayudado a salvar la metrópoli y que habría que replantear la importancia de la «Gran Francia». En febrero de 1944, en presencia del general De Gaulle y en ausencia de súbditos coloniales, los principales funcionarios se reunieron en Brazzaville, en el África Ecuatorial Francesa, para planificar el futuro. Dividieron a la sociedad africana en dos categorías, la de los évolués (africanos educados a la occidental, literalmente los «evolucionados») y la de los paysans (campesinos). Los obreros, comerciantes y artesanos apenas existían dentro del esquema oficial, y el principal problema laboral pendiente era el trabajo forzado, cuyos perjuicios eran plenamente reconocidos, pero que se consideraba muy esencial, dados los supuestos hábitos de trabajo de los africanos; así, los administradores coloniales se dieron a sí mismos cinco años más para acabar con él. Los évolués se irían incorporando a las instituciones francesas; su cantidad era demasiado pequeña como para suponer una amenaza. Los campesinos se irían beneficiando de impuestos más bajos y de la abolición del trabajo forzado; los africanos que cosechaban dentro de sus propias comunidades harían que el imperio fuese más productivo y elevara el nivel de vida de sus súbditos. Una nueva iniciativa desarrollista reduciría la necesidad de mano de obra en el transporte. La industrialización se iría llevando a cabo con lentitud y prudencia.

Esos altos funcionarios eran inflexibles en un aspecto: el Imperio Francés permanecería unificado e intacto. Cuando se enfrentaron a la militancia opositora dentro de los pueblos colonizados —que implicaban incluso un limitado grado de violencia—, los administradores y las fuerzas policiales a veces reaccionaban con brutalidad étnica, como en los incidentes de Thiaroye en Senegal (1944), Sétif en Argelia (1945), y más tarde una rebelión más amenazante en Madagascar (1947). Sin embargo, y según el espíritu de Brazzaville, Francia permitió que un limitado número de africanos votara en las elecciones de 1945, con elecciones separadas y segregación de representantes para «súbditos» y para «ciudadanos». Un escueto número de africanos ocupó sus escaños en la cámara legislativa parisina, y pronto se convirtieron en un factor relevante. Participarían en la redacción de una constitución para la Unión Francesa, tal como era la nueva denominación del Imperio. Pudieron decir sobre la política colonial lo que de otro modo habría resultado clandestino; sus votos podían determinar la diferencia, cuando los diputados metropolitanos estaban divididos a partes iguales (como solía ser); y estos diputados africanos (igual que sus adversarios que representaban a los colonos blancos) se preocupaban apasionadamente de la política colonial, mientras que la mayoría de los políticos se centraba en otros asuntos. Los colonos contaban con el apoyo en la derecha parlamentaria, los diputados africanos contaban con el apoyo de la izquierda, pero a veces también de un grupo pendular de «católicos sociales», centristas que buscaban superar el conflicto y combatir el comunismo mediante el impulso de salarios dignos, una política de ayuda familiar y la armonía social. Ha habido interminables debates sobre si estas reformas constitucionales representaban el progreso o la hipocresía. Ambos planteamientos pierden de vista lo fundamental: las reformas dependían nada más y nada menos que del modo como se emplearan.

En la primavera de 1946, Léopold Sédar Senghor (Senegal), Lamine–Guèye (Senegal), Félix Houphouët–Boigny (Costa de Marfil), Aimé Césaire (Martinica) y otros diputados resultaron decisivos en la aprobación de dos medidas cruciales. La primera, conocida como la ley Houphouët–Boigny, debido al diputado que presentó la ley a la Asamblea Nacional, acabó definitivamente con el trabajo forzado en todas las colonias francesas, tres años antes de lo previsto en Brazzaville. Esta iniciativa tuvo sus raíces en el África rural: el apoyo a Houphouët–Boigny en Costa de Marfil provenía de las víctimas de las remesas de trabajos forzados que habían impuesto los jefes locales a quienes apoyaba el gobierno para abastecer a los granjeros blancos, así como de los cultivadores africanos de cacao que se negaban a sustentar la servidumbre. La segunda de estas medidas, la ley Lamine–Guèye (más tarde de rango constitucional), convirtió a los súbditos sin derechos, a lo largo y ancho de los territorios de ultramar, en ciudadanos de derecho de Francia, sin especificar cómo se llevaría a cabo tal premisa. Mientras tanto, se abolió el degradante régimen judicial que daba a los administradores de distrito franceses poder arbitrario para castigar a los no ciudadanos.

La finalización del trabajo forzado apenas se debatió: simplemente mentarle al mundo que existía en el África francesa un sistema similar a la esclavitud lo hacía indefendible. La decisión relativa a la ciudadanía era más compleja, y su discusión era parte de un debate más amplio sobre cómo iban a participar exactamente los pueblos de las colonias en los asuntos del Imperio. Fue un vívido testimonio de que Francia se tomaba en serio asumir el Imperio como una unidad, al tiempo que se reservaba para el parlamento de París —con una dilatada mayoría metropolitana— el derecho de, sin más, determinar qué tipo de instituciones funcionarían en la práctica en cada territorio dentro del Gran Francia. Mientras que Gran Bretaña recalcaba la especificidad de cada territorio colonial, haciendo más difícil reformar los desafueros del sistema colonial, Francia insistía en una autoridad centralizada, la cual concedía a los africanos una voz minoritaria en el centro parlamentario, a la vez que las instituciones de cada territorio seguían en gran medida bajo el control ministerial de París.

Las discusiones en torno a la ciudadanía conllevan una carga particular, debido a que las autoridades esperan que la ciudadanía implique tanto obligaciones como derechos, lo cual otorga legitimidad a los gobernantes, al mismo tiempo que da voz al pueblo. Los principales administradores franceses confiaban en que su planteamiento pudiera ser realmente cierto: que los africanos, siguiendo patrones franceses, acreditaran que eran integrantes de orden dentro de la política, y contribuyentes netos al crecimiento económico. La ley Lamine–Guèye y la Constitución francesa de la postguerra extendieron a los ciudadanos de ultramar un derecho que los ciudadanos de la Francia europea no tenían: mantener su estatus personal bajo la ley islámica o «consuetudinaria», por encima del Código Civil francés. Esta disposición implicaba que los asuntos de matrimonio y herencia funcionaban bajo diferentes reglas. La diferencia que más se menciona concernía al matrimonio: los hombres musulmanes, por ejemplo, podían tener hasta cuatro esposas, según la ley islámica, mientras que el Código Civil francés imponía la monogamia. La consecuencia del régimen de ciudadanía de 1946 era que no todo el mundo tenía que ser ciudadano de la misma manera —una cuestión histórica, en gran parte olvidada, cuando se discute sobre ciudadanía en la Francia actual.

El diálogo entre uno y otro punto de la demarcación colonial no se limitaba a la asamblea legislativa de París. También en 1945 y 1946, en Dakar y en Senegal, el movimiento sindical abrió un espacio formidable para reivindicaciones y reconfiguración política. Los sindicatos reprimidos por Vichy volvieron a funcionar bajo el régimen de la postguerra, menos represor. En diciembre de 1945, los trabajadores en el puerto de Dakar se declararon en huelga para mejorar sus miserables salarios, y en enero la huelga se extendió a toda la ciudad, incluyendo a trabajadores no cualificados, dependientes en bancos y empresas que sabían leer y escribir, obreros cualificados en el comercio del metal, y funcionarios. Durante doce días, Dakar estuvo bloqueada por una huelga general bien organizada, y otras ciudades también se vieron afectadas. La corriente de protestas trascendía del lugar de trabajo: participaron y se manifestaron las mujeres; los vendedores del mercado se negaron a suministrar alimentos a los blancos; y se realizaron masivas reuniones diarias para mantener involucrado a todo el público. Las autoridades francesas no fueron capaces de recuperar el control. Finalmente, un nuevo tipo de experto llegó a Dakar desde la metrópoli: un especialista en temas laborales. Y se dedicó a abordar esta huelga sin precedentes como si fuera un conflicto laboral igual que otros, negociando con cada grupo de obreros y admitiendo concesiones substanciales. Los obreros lograron importantes aumentos salariales, y los funcionarios públicos obtuvieron ayudas familiares; una victoria de particular importancia simbólica, ya que implicaba que las necesidades de las familias africanas eran las de cualquier familia francesa. A lo largo de la huelga, el lema de los trabajadores había sido «igual salario por igual trabajo». Literalmente, no lograron la igualdad, pero se empeñaron mucho en demostrar que, políticamente, los trabajadores africanos y sus familias debían ser considerados en los mismos términos que los trabajadores y las familias francesas.

La huelga de 1946 reveló que la distinción entre ciudadano y súbdito se estaba resquebrajando incluso en los meses previos a su abolición formal por parte del parlamento. Tanto ciudadanos africanos —de las antiguas ciudades coloniales en las que se hubiera otorgado el derecho de ciudadanía—, como súbditos africanos —inmigrantes del interior— habían participado codo con codo. La larga huelga ferroviaria de 1947 a 1948 a lo largo y ancho de toda el África Occidental Francesa hizo que se comprendiera la lección de que los trabajadores africanos iban a insistir no solo en la igualdad, sino también en que tenían algo que decir sobre todas las características y aspectos de sus condiciones laborales.

 

A partir de 1947, los sindicatos dieron paso a un código laboral unificado, que, como principal objetivo político, no hacía distinciones basadas en la raza u orígenes del trabajador. Había mucho en juego en cada estipulación, y el debate se prolongó durante cinco años. Cuando llegó a su punto culminante, una huelga general de un día organizada con contundencia en toda el África Occidental Francesa incrementó la presión. Los diputados africanos en París desempeñaban funciones clave, para asegurarse de que el resto de diputados entendieran los peligros que conllevaba poner en riesgo los principios de igualdad universal de salarios y servicios. Ejercieron influencia más allá de su (escaso) número, pues bastantes diputados se dieron cuenta de que un código impuesto contra las objeciones de los parlamentarios africanos no tendría legitimidad, y también porque los católicos sociales en el parlamento querían promover su visión de la familia y asegurarse de que los comunistas no se hicieran con el control exclusivo del movimiento de progreso social. Mientras que los sindicatos querían un código que garantizara los derechos de los trabajadores, las autoridades querían que fuese un libro en blanco de qué era negociable, qué procedimientos habría, y qué sanciones podría haber contra los infractores, ya fueran obreros o patronos. Tanto el gobierno como el movimiento sindical tenían delante de sus ojos una perspectiva de un sistema «moderno» de relaciones laborales, con una parte recalcando la estabilidad y la previsibilidad, y la otra parte subrayando los derechos de los otros trabajadores y la dignidad del trabajo; mientras que los católicos sociales aspiraban a ambas cosas. Cuando por fin el código se convirtió en ley francesa en 1952, garantizó a todos los trabajadores asalariados del sector privado una semana laboral de cuarenta horas, vacaciones pagadas, el derecho a sindicarse y a la huelga, y otros derechos. Tan pronto como se hubo ganado esta batalla, los sindicatos comenzaron a luchar por los subsidios familiares para los trabajadores por cuenta ajena del sector privado —los empleados públicos africanos acababan de conseguir la igualdad de estas ayudas—, objetivo que se logró en 1956.

Aquí había un aspecto que, gracias a un movimiento obrero africano y a sus representantes elegidos, se introdujo en la terminología de la ciudadanía, la universalidad y el derecho —o sea, el aparato conceptual del estado moderno—, y que supuso inyectar dinero en el bolsillo de los trabajadores. El ensueño de los administradores coloniales de que el africano fuese un trabajador genérico nunca se hizo realidad —los obreros, en su puesto de trabajo y en sus hogares, tenían sus propias ideas sobre cómo vivir y trabajar—, sin embargo, esta percepción, para los trabajadores sindicados, constituía una ficción muy práctica.

Lo que quedó fuera el código laboral también tiene su importancia: el debate se ciñó solo a los trabajadores por cuenta ajena. Excluía a los «trabajadores familiares», aquellos cuya tarea se realizaba dentro de la familia nuclear, o bien la familia en sentido amplio. Era ambiguo en lo tocante al tipo de relaciones que muchos trabajadores agrícolas tenían con los terratenientes, ya que gran parte de su compensación procedía no de salarios, sino del derecho a usufructuar la tierra y de los cultivos, así como a la protección que ejercía el terrateniente. Excluía a los aprendices de oficios en las ciudades. Los políticos africanos, los líderes sindicales y la patronal acordaron dejar estas categorías fuera del código de 1952: tales formas de trabajo estaban demasiado extendidas, demasiado impregnadas de relaciones sociales que los burócratas no entendían, y, en algunos casos, demasiado vitales dentro de las relaciones cliente–patrono que las elites africanas mantenían con los terratenientes rurales que no querían que se cuestionaran sus prácticas laborales. Pocas mujeres tenían un empleo asalariado, mientras que muchas estaban en sectores económicos no remunerados o no regulados. En el debate sobre el código laboral, el papel de la mujer se hallaba, en lo que respecta a la mayoría de los diputados, en la familia.

Por lo tanto, el sector del trabajo por cuenta ajena, que se acababa de reformar, contrastaba embarazosamente con un entorno social desconocido, no regulado y no reformado, donde vivía y se afanaba mucha más gente. Las autoridades pretendían «estabilizar» lo primero, y temían que lo segundo sobrepasara cualquier progreso que se consiguiera. Esta división entre una clase protegida —con mano de obra asalariada— y todas los demás volvería a incomodar a los gobiernos y las sociedades del África independiente.

El programa de desarrollo, que empleaba recursos fiscales de Francia, se había propuesto como objetivo llegar al África rural lo mismo que a la urbana, y trasladar a las colonias la gama de servicios característicos de un estado moderno, desde escuelas hasta agua corriente. En comparación con lo sucedido antes de la guerra, la inversión en infraestructuras y recursos productivos se disparó. Las complicaciones aumentaron pronto. La vieja infraestructura era tan mala, que el material que se trajo para carreteras, edificios, presas y otros proyectos atoró rápidamente puertos, ferrocarriles e instalaciones de almacenamiento. La inversión privada no salió como se esperaba, dejando a muchas colonias con instalaciones de alto coste y pobre funcionamiento, las cuales aún no estaban propiciando el crecimiento esperado en la producción.

Incluso en medio de una expansión a gran escala de las exportaciones agrícolas y minerales, impulsadas por los altos precios en los mercados occidentales, la iniciativa desarrollista fue, en el mejor de los casos, un éxito parcial. Y lo más importante: los regímenes coloniales habían establecido un estándar, en gran medida, inalcanzable. Europa se había erigido en el modelo de cómo debería ser una economía desarrollada. En consecuencia, se puede ver en los registros de archivo de la década de 1950 la decepción de las autoridades con el empeño desarrollista, incluso cuando los resultados, medidos en exportaciones, salarios e ingresos de los agricultores, fueron relativamente buenos. El problema estaba en el propio concepto de desarrollo colonial, y, en particular, en su desapego de lo que sucedía en el campo y en las ciudades de África.

Al mismo tiempo, el desarrollo, igual que el mercado laboral, era un concepto en torno al cual se podían formular y se formulaban demandas. Las autoridades francesas no podían, sin más, desestimar tales demandas, pues su propia legitimidad dependía de los conceptos de ciudadanía y desarrollo. Lo más crucial para la política, durante finales de la década de 1940 y la década de 1950, fue que el papel clave del estado en el acceso a los recursos estimulaba la participación en sus instituciones. Los líderes africanos se iban a involucrar profundamente en el estado desarrollista incluso antes de llegar al poder.

Las cuestiones laborales y de desarrollo se debatían ahora en las instituciones políticas en las que participaban los africanos. La política asumía diferentes formas en el África francesa. En Senegal, los ciudadanos de los cuatro asentamientos coloniales originales habían estado representados, desde 1914, por un africano negro en la cámara legislativa de París. Suprimida durante la guerra, la política electoral resurgió con renovado vigor después, y los líderes que habían aprovechado la iniciativa de las primeras elecciones legislativas en 1945 continuaron haciéndolo. Los dos diputados de Senegal en la Asamblea Nacional francesa diferían en un aspecto importante: Lamine–Guèye era un reputado y curtido abogado de las Cuatro Comunas, y el brillante y erudito político Léopold Sédar Senghor provenía de una aldea del interior.