Historia de África desde 1940

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Para algunos africanos, la «religión del hombre blanco» podía servir para propósitos instrumentales —en las escuelas misioneras se aprendía a leer y escribir, así como ciertas destrezas de utilidad laboral— o también podía propiciar un camino de integración dentro del mundo cosmopolita de la ciudad, un mundo vinculado a la «sociedad colonial», pero que no se reducía sólo a ella. También podía dar lugar a movimientos —como los de los vecindarios de Salisbury, o a lo largo de las rutas migratorias de mano de obra en el norte de Rhodesia— que recalcaban un distanciamiento de los valores y la autoridad de los colonizadores, los jefes y los clanes.

La diversidad de las organizaciones religiosas que proliferaban en África, y que siguen proliferando hasta la actualidad, sugiere las muchas formas en que uno podía sintetizar y combinar diferentes sistemas de creencias. Muchos misioneros reducían las creencias africanas a mera «superstición», y aunque los antropólogos de la era colonial a menudo eran más comprensivos, ese campo de investigación tendía a recalcar la naturaleza holística de las creencias y de la organización social dentro de cada «tribu». Una concepción más actual sobre la religión en África subraya la flexibilidad, adaptabilidad y naturaleza participativa de las prácticas religiosas. Cada cual hacía juegos malabares con diferentes sistemas de creencias y códigos morales contradictorios. El emprendedor de éxito, por ejemplo, podía estar sujeto a presiones para repartir su riqueza entre los parientes y vecinos, con tal de que no se lo acusara de haber empleado fuerzas ocultas para «comerse» a sus competidores. Tal tipo de persona podía, a su vez, usar sus recursos para contratar los servicios de un adivino o de otros especialistas en rituales, y así atraerse el favor de lo sobrenatural, o bien podía asumir la práctica del islam para señalar que se alejaba del dominio moral de su exigente parentela y que se adentraba en lo que se le podía antojar como un universo moral más inclusivo.

Por tanto, la ambigüedad sobre las normas colectivas formaba parte de una tensión dentro de las relaciones sociales: ¿qué significaba para una persona vivir dentro de un clan o de una comunidad aldeana, o insertarse en la vida escolar, laboral o el mercado agrícola? ¿Cuál era la relación entre los logros personales y el cuerpo social? Las acusaciones por violar las normas de la comunidad podían ser un mecanismo de equilibrio —dirigido contra un acopio egoísta—, o bien funcionar como mecanismo de distanciamiento que señalara a los marginales en los extramuros del círculo protector de una comunidad.

Estas tensiones estaban vinculadas a las incertidumbres de la vida: cada cual trataba de entender por qué algunos niños enfermaban y morían, mientras que otros sobrevivían; por qué algunos hombres tenían buenos trabajos y cosechas abundantes, mientras que otros padecían de miseria; por qué algunas mujeres se situaban en el meollo de sólidas relaciones familiares, mientras que otras no. Un médico podía explicarles que los parásitos de la malaria o el agua contaminada causaban una alta incidencia de enfermedades, o un dirigente sindical podía explicarles los devastadores efectos del capitalismo colonial, pero ni uno ni otro podía explicarles por qué una persona en concreto padecía y otra no. A finales de la década de 1930 en el África central, una región que se enfrentaba a la degradación de la agricultura y a formas disruptivas de migración laboral, proliferaron las cazas de brujas; se atravesaban las lindes del idioma y de la cultura, para identificar a quienes transgredieran las normas sociales, y cuya fortuna pudiera parecer que se debía al uso de fuerzas sobrenaturales contra los demás.

En resumidas cuentas, a finales de los años 1930 y 1940, la invención y la innovación eran características del mundo religioso. La cuestión de si los individuos podían forjar nuevos tipos de nexos a través de territorios y culturas, o bien debían procurar fortificar las defensas de una comunidad percibida como tal contra las agresiones externas, afectaba a gran parte de África. Sin embargo, cualquiera de las posiciones obligaba a todo el mundo a replantearse la función de los intérpretes de ritos religiosos, a considerar qué es lo que compartían con los vecinos y en qué se diferenciaban de ellos, y a preguntarse qué tipo de códigos morales debían regir sus relaciones con los allegados y desconocidos con quienes se tuviera contacto.

HOMBRES Y MUJERES, INMIGRACIÓN Y MILICIA

Entre 1935 y 1950 numerosas huelgas afectaron a puertos, minas, ferrocarriles y focos comerciales en África. La huelga de las minas de cobre de Rhodesia del Norte en 1935 reveló que no se trataba de rutinarios conflictos de relaciones laborales. Los mineros del cobre procedían de zonas rurales cruelmente empobrecidas —deliberadamente postergadas por las estructuras coloniales de transporte—, y trabajaban durante periodos de varios meses a varios años. Se les pagaba salarios miserables, vivían en alojamientos inadecuados, estaban sometidos a una disciplina arbitraria, y tenían pocas oportunidades de mejora. Los patronos no pensaban que los mineros fueran realmente obreros; eran aldeanos temporeros que se ganaban unos jornales para cubrir sus necesidades básicas.

Los patronos también tenían un concepto de los trabajadores como hombres solteros. Pero, de hecho, muchas mujeres llegaban a las ciudades mineras para reunirse con sus maridos, y otras mujeres hallaban en estas localidades el tipo de autonomía que sus familiares no les habrían permitido. Del mismo modo que los hombres jóvenes podían destinar los ingresos salariales, para alejarse del control de sus padres en lo relativo a los recursos familiares necesarios para casarse, las mujeres jóvenes podrían encontrar en la ciudad una escapatoria parcial del patriarcado aldeano. En la década de 1930, los ancianos del clan, los jefes y las autoridades coloniales intentaron restringir el movimiento de las mujeres a la ciudad, y los dilatados litigios matrimoniales en los juzgados coloniales generaron un «derecho consuetudinario» más patriarcal y restrictivo de como se había aplicado antes.

La huelga de 1935 en Rhodesia del Norte se extendió de mina en mina y afectó a ciudades enteras. Los obreros de la ciudad iban a la huelga junto a los mineros, y las mujeres contaban con una notable presencia en las manifestaciones. La huelga se reprimió, y mataron a varios mineros. Una comisión de investigación gubernamental —como muchas de las que se establecerían en la década siguiente— concluyó que la mejor manera de prevenir tal tipo de acontecimientos consistía en una rigurosa repatriación de mineros cuyos contratos estuvieran en vigor. Había que meter de nuevo a los genios de la protesta laboral africana dentro de la lámpara tribal.

Este no fue un suceso aislado dentro del Imperio Británico. Entre 1935 y 1938, una serie de huelgas, manifestaciones y disturbios en las islas del Caribe británico conmovieron profundamente el sentido de control gubernamental. La oleada de huelgas también anegó ciertas costas del África británica, sobre todo por medio de huelgas generales que atravesaban demarcaciones coloniales y, a veces, las fronteras entre hombres y mujeres: en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1939; en el ferrocarril y las minas de Costa del Oro a finales de la década de 1930; en el Cinturón de Cobre nuevamente en 1940. Durante la Segunda Guerra Mundial, la oleada de huelgas continuó, con huelgas más contundentes, amagos de huelga y otras amenazas a la continuidad económica en Kenia, Nigeria, Costa del Oro, Rhodesia del Norte, Rhodesia del Sur y Sudáfrica.

El gobierno británico vio esto como lo que era: un problema de todo el Imperio. El Ministerio de las Colonias poco a poco se fue dando cuenta de que solo podrían prevenirse ulteriores desórdenes, si la población colonial en África y en el Caribe británico recibía una atención digna y mejores perspectivas laborales. A raíz de las huelgas, y solo entonces, el Ministerio de las Colonias tomó en serio una idea que se había debatido en algún que otro momento: que un gobierno colonial debe emprender programas sistemáticos de «desarrollo económico» destinados a proporcionar infraestructuras que permitan una producción mayor y más eficiente, a cargo de una fuerza laboral que deje de vivir en la miseria. La Ley de Desarrollo y Bienestar Colonial de 1940 fue la primera legislación con la que Gran Bretaña se comprometía a emplear recursos de la metrópoli para programas destinados a elevar el nivel de vida de las poblaciones colonizadas. El gasto debía centrarse en vivienda, abastecimiento de agua, educación y otros proyectos sociales, principalmente orientados a trabajadores asalariados, así como a infraestructuras y proyectos directamente productivos. Detrás de esa ley estaba la idea de que mejores servicios supondrían un mercado laboral más próspero, más eficiente, y, sobre todo, más predecible y menos conflictivo.

La guerra, y particularmente en el África británica, aumentó, por una parte, la demanda de productos africanos —y, en consecuencia, la necesidad de mano de obra africana—, y, por otra parte, redujo la disponibilidad de productos manufacturados europeos que los africanos quisieran comprar. También retrasó la puesta en marcha de la Ley de Desarrollo. Las penurias y tensiones de los años de guerra condujeron a una escalada de conflictos laborales en Kenia, Nigeria, Costa del Oro y Sudáfrica. Las condiciones de vida no mejoraron inmediatamente después de la guerra. Hubo una demanda alta y continuada de mano de obra africana, una continuada escasez de bienes de consumo y, por tanto, inflación, hacinamiento urbano y servicios deficientes; todo dentro de un sistema laboral que trataba a los africanos como unidades intercambiables de fuerza de trabajo, cuyas aspiraciones de desarrollar una carrera o fundar una familia resultaban irrelevantes para las empresas coloniales y el gobierno. Hubo más huelgas generales en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1947, más huelgas e incluso una seria revuelta urbana en 1948 en Costa del Oro, una huelga en la administración civil y en los ferrocarriles a lo largo de toda la colonia de Nigeria en 1945, una severa huelga en las minas de oro de Sudáfrica en 1946, una huelga ferroviaria en 1945, y una huelga general en 1948 en Rhodesia del Sur, aparte de numerosos disturbios más. Estos enfrentamientos, al igual que anteriormente, tendieron a extenderse por ciudades o incluso regiones.

 

Precisamente debido a que la fuerza laboral estaba poco diferenciada, las huelgas tendían a convertirse en acciones masivas. Los trabajadores africanos, ya estuvieran organizados en sindicatos (como en Nigeria o en Costa del Oro) o no (como en Kenia o las dos Rhodesias), notaron que los regímenes coloniales eran económica y políticamente vulnerables. La oleada de huelgas constituyó una zozobra para las aspiraciones ideológicas de los gobiernos coloniales tras la guerra, y una amenaza directa para la senda del desarrollo.

En el África francesa, con un sector de trabajadores asalariados más reducido que el del África británica, la oleada de huelgas llegó más tarde. La experiencia de los años de guerra también fue diferente, puesto que las zonas económicamente más desarrolladas del África francesa quedaron bajo bloqueo británico y de los aliados, toda vez que Francia hubo caído ante Alemania en 1940. La oleada de huelgas arribó al África Occidental Francesa en diciembre de 1945, cuando en Senegal comenzó una huelga de dos meses. Entre 1947 y 1948, todo el sistema ferroviario del África francesa quedó paralizado debido a una huelga muy bien organizada, y gran parte de la administración quedó fuera de servicio durante cinco meses, hasta que finalmente se llegó a un acuerdo en términos relativamente favorables para los ferroviarios africanos.

El gobierno belga no abrió la mano a ninguna forma de organización laboral (o política), y con dificultades mantuvo los resortes en las áreas urbanas, si bien no pudo controlar las rurales. El gobierno portugués empleaba una gran cantidad de trabajo forzado, por lo que la reacción de los enfurecidos trabajadores era más probable que fuese la desbandada que la huelga. Y la versión portuguesa del «desarrollo» dependía en gran medida de los trabajadores blancos que procedían de la metrópoli. Portugal evitó la oleada de huelgas que atenazó al África francesa y la británica a finales de la década de 1940, pero sentó las bases para un contexto de prolongado y letal conflicto durante las décadas de 1960 y 1970.

Sudáfrica, si bien con un gobierno represor, se encontraba relativamente industrializada, y los obreros de sus ciudades constituyeron la vanguardia de una lucha por mejores condiciones de vida para los africanos que había comenzado mucho antes de la guerra, pero que se fue intensificando a medida que la fuerza laboral urbana iba aumentando durante los años de guerra e inmediatamente posteriores. Consciente de la progresiva necesidad de mano de obra en fábricas y en otras empresas de las ciudades, el gobierno se planteó durante un tiempo «estabilizar» la fuerza laboral urbana, estimulando a los trabajadores africanos a establecerse a largo plazo en las ciudades. Sin embargo, tras la victoria de los nacionalistas afrikáners en 1948, el gobierno optó por controlar más rigurosamente la inmigración y por expulsiones masivas de africanos de las ciudades, a excepción de quienes estuvieran debidamente registrados como trabajadores. Esa falta de solución al problema también se le volvería en contra, tiempo más tarde.

A lo largo y ancho de África, la abrumadora mayoría de los trabajadores asalariados en aquel momento eran varones. Los especialistas dilucidan en torno a por qué, a principios del periodo colonial, la mano de obra asalariada era, en primer lugar, a corto plazo y, en segundo lugar, para hombres: los hombres trabajaban por periodos de tiempo limitados en minas, ferrocarriles o ciudades, dejando en las aldeas a sus esposas, hijos y parientes que no fueran población activa. Algunos lo interpretan como un empeño por parte del capital colonial para reducir los costes laborales, toda vez que un obrero con familia en entorno rural iba a recibir un jornal inferior a los costes reales de mantener una familia. Aunque, cualquiera que fuese la intención de la patronal, no queda del todo claro que muchos africanos quisieran comprometerse con una vida de trabajador asalariado, excepto allí donde la extensión del acaparamiento de tierras socavaba la capacidad de los agricultores africanos incluso de disponer de una subsistencia parcial, y de manera más señalada en Sudáfrica. Los potenciales peligros y la pérdida para las economías familiares que suponía dejar que las mujeres jóvenes abandonasen las aldeas era mayor que en el caso de los varones jóvenes. Al comienzo, el mercado laboral colonial dependía de una mezcla de presiones e incentivos: presiones gubernamentales sobre los jefes para suministrar trabajadores de mala gana a empresas coloniales públicas y privadas; la insuficiencia (deliberada o no) de las infraestructuras de comercio y transporte en áreas rurales; impuestos que había que abonar en metálico; y tensiones generacionales dentro de las sociedades africanas que llevaron a los jóvenes a buscar la autonomía de un empleo por cuenta ajena.

La mayoría de las zonas donde había trabajadores asalariados —las minas de Rhodesia del Norte, por ejemplo— estaban rodeadas de vastas áreas donde el cultivo de alimentos y los periodos de trabajo con jornal eran tan probables como necesarios. En la década de 1930, los administradores coloniales y los misioneros criticaron el sistema laboral migratorio, ya que parecía generar un estancamiento tanto en la ciudad como en los entornos rurales, pues privaba a la agricultura de mano de obra y de iniciativa, y dejaba a las ciudades con una fuerza laboral escasamente capacitada para el trabajo industrial, e insuficientemente socializada y aculturada para la vida urbana. En este contexto, los jefes y los ancianos dentro las zonas de contratación laboral del África Central intentaban ejercer el control sobre las mujeres jóvenes, para asegurar que las comunidades rurales no perdieran mano de obra femenina, ni su capacidad para engendrar niños, ni tampoco el dinero ni la mano de obra masculina.

El sistema migratorio requería altos niveles de coerción, para lograr que tanto hombres como mujeres estuvieran en el trabajo cuando resultara necesario, y fuera de la ciudad cuando no se requiriera. En Sudáfrica, la policía hacía cumplir rigurosamente las restricciones de desplazamientos. Los hombres (y las mujeres a partir de finales de la década de 1950) estaban obligados a portar permisos, y un africano, sin un permiso que indicara que se hallaba o se dirigía a un lugar de trabajo, podía ser arrestado. En Rhodesia del Sur, a las mujeres no se les permitía legalmente estar en las ciudades, a menos que pudieran probar que estaban casadas con un hombre a quien se le hubiera autorizado la residencia (o, en ciertos casos, que ellas mismas estaban empleadas y residiendo bajo supervisión). Kenia también contaba con legislación de permisos. Tales restricciones fueron fuente de indignación y de movilización política durante los años de postguerra.

Incluso bajo la estricta vigilancia policial, la vida urbana africana en Sudáfrica, las dos Rhodesias y Kenia resultaba imposible de controlar. Las mujeres reafirmaban su propio lugar dentro de aquel entorno, y la inmigración masculina creaba nichos de tareas u ocupaciones para mujeres, incluyendo la cocina, la elaboración de cerveza y la prostitución. En las ciudades del África occidental, especialmente aquellas como Lagos o Dakar, con tradiciones más antiguas de vida urbana, las poblaciones asentadas estaban en situación de defender sus derechos como propietarios de inmuebles. Los africanos desempeñaban una función activa en el comercio, la producción artesanal y, a veces, en profesiones tales como la abogacía y el periodismo. Los administradores coloniales aún tenían que sobrellevar la presencia de trabajadores «informales» que se movían en la temporalidad laboral, y de ciertos barrios donde la gente podía involucrarse en todo tipo de actividades, legales o de otro tipo, sin control gubernamental.

Para la década de 1940, aquello en lo que los administradores coloniales no querían ni pensar —una sociedad urbanita en la que hombres y mujeres, adultos y niños intentaran conjugar una vida— se había vuelto realidad. La vigilancia y el descuido coloniales solo lograron que la vida resultara más difícil, y potencialmente más explosiva. De modo que, cuando las huelgas se extendieron desde el Cinturón de Cobre hasta Acra y Mombasa, las autoridades coloniales se preguntaron si el sistema de mano de obra inmigrante redundaba, de verdad, en beneficio de las economías coloniales, y si la masiva presencia de población africana entrando y saliendo de las ciudades, sin estar plenamente integrada en el tejido social urbano, redundaba en beneficio de las sociedades coloniales. Podían hacer —lo mismo que durante la huelga del Cinturón de Cobre de 1935— como si el problema fuese a desaparecer solo, o podían tratar de encauzar la problemática laboral dentro de la cuestión del «desarrollo», y confiar en que un poco de inversión de capital y un poco de planificación urbana la resolvieran.

Hubo una tercera reacción colonial más compleja: darse cuenta de que el modo como vivían los trabajadores y sus familias iba a afectar, por una parte, a la eficiencia de lo que produjeran, y, por otra parte, a cuán ordenados y previsibles podían llegar a ser. Los ingenieros sociales en el África francesa y la británica acuñaron un nuevo término: estabilización. No se trataba exactamente de «proletarización», como solía ser en Europa, ya que las autoridades aún no entreveían que el trabajo por cuenta ajena estaba desplegándose por toda África. La estabilización implicaba apartamiento: crear una clase obrera urbana capaz de vivir en la ciudad y de engendrar una nueva generación de obreros dentro de la ciudad, independiente del «atrasado» entorno rural. Lo cual implicaba pagar más a los africanos: «salarios familiares» o «ayudas familiares».

En el Cinturón de Cobre británico, las compañías mineras comenzaron a reivindicar esta política después de la segunda gran huelga de 1940, pero los trabajadores ya habían empezado a estabilizarse por su cuenta antes. En el puerto de Mombasa, los administradores coloniales comenzaron a hablar sobre la estabilización de los estibadores, un trabajo del que dependía toda la economía de importación y exportación de Kenia y de Uganda. Impelido por grandes huelgas portuarias y las huelgas generales de 1939 y de 1947, el gobierno de Kenia se puso manos a la obra. Hasta el momento, se contrataba por días a los trabajadores «informales» para cargar y descargar buques, dependiendo de las fluctuantes necesidades, pero a mediados de la década de 1950 muchos trabajadores empezaron a tener contratos mensuales. Estas políticas llevaron a los regímenes coloniales a toparse con la realidad cotidiana de aquello en lo que consistía el trabajo y la vida urbanas: pautas domiciliarias, conflictos a causa de los regímenes laborales, cuestiones disciplinarias polémicas, relaciones delicadas entre sindicatos y patronal. Más tarde comentaré los verdaderos efectos de tales políticas.

El hecho de que los regímenes británico y francés se vieran arrastrados por primera vez a tomarse en serio el tema laboral resulta en sí mismo crucial. Las masas urbanas, según los planteamientos oficiales, debían convertirse en un factor menos, y los sindicatos un factor más. Las ciudades debían ser crisoles de cambio social, cultural y político a lo largo de los años de postguerra. No es que fuesen intrínsecamente dinámicas, y que las poblaciones rurales estuvieran ancladas en la pasividad cultural. En las ciudades, todo cuanto sucede en una calle o un barrio ocurre muy cerca de todo lo demás. La densidad tiene sus consecuencias y, para un régimen colonial, sus peligros. La yuxtaposición en ciudades de respetables cristianos —que se habían convertido gracias a los misioneros— con jóvenes trabajadores asalariados, de familias asentadas de comerciantes con mujeres que buscaban su propia vida, y de obreros inmigrantes con la proliferación de hogares urbanos, se estaba volviendo cada vez más volátil.

La mezcla cambiaba, no solo a medida que las poblaciones urbanas se iban acrecentando durante la década de 1940, sino también a medida que las mujeres se iban convirtiendo en una amplia proporción de esa población urbana. La creciente diferenciación e interacción entre los africanos urbanitas se daba cerca de inmuebles destinados a residentes blancos y donde se alojaban las instituciones y los símbolos del poder, con todas sus implicaciones de posibilidades y exclusiones raciales. La vida de las agrupaciones se estaba volviendo más rica y variada, construida alrededor de afinidades laborales y proximidad vecinal, vinculaciones a las mismas regiones de origen, iglesias o mezquitas, o bien instituciones religiosas indígenas, la necesidad de mutua ayuda de diversa naturaleza, intereses colectivos de comerciantes o trabajadores, y nuevas formas de música o creación artística. Lo más importante era la mezcla de jóvenes nacidos en la ciudad y jóvenes inmigrantes, una categoría marcada, según lo señala Rémy Bazenguissa–Ganga[2], por su «disponibilidad»: una fuerza vibrante y volátil que debía encauzarse en diferentes direcciones.

 

HOMBRES Y MUJERES NEGROS EN UNA GUERRA DE HOMBRES BLANCOS

La guerra de Europa duró de 1939 a 1945. La lucha de África había comenzado antes y duró más. La época de huelgas generales, que había empezado primero en el África británica, abarcó desde 1935 hasta aproximadamente 1948. También hubo conflicto en zonas rurales debido a la conservación del suelo y otras políticas duramente intervencionistas. La Guerra Mundial debilitó a las potencias europeas tanto militar como económicamente. Principalmente, zarandeó su confianza en sí mismas y destruyó las premisas que habían dado a las ideologías coloniales su frágil coherencia.

Al principio, las potencias beligerantes trataron de utilizar las colonias como se había hecho habitualmente: como un recurso. Antes de que comenzara su breve participación al inicio de las acciones bélicas, Francia ya estaba incrementando la presión sobre los africanos, especialmente a través del trabajo forzado. Cuando Francia cayó en junio de 1940, su imperio africano se resquebrajó, señal evidente de cuán endeble era el control metropolitano. La administración francesa en el África Occidental aceptó el régimen de Vichy, que estaba colaborando con los nazis, mientras que el África Ecuatorial Francesa —no por casualidad administrada por un gobernador general negro nacido en la Guayana Francesa, Félix Éboué— se negó a aceptar órdenes de Vichy, e insistía en que la Francia Libre del general Charles de Gaulle, radicada en Londres, todavía era Francia. Ambos grupos de colonias francesas procuraron movilizar recursos coloniales para sus respectivos bandos. Pero ni uno ni otro pudo desenvolverse de manera muy efectiva: el África Ecuatorial, porque los franceses ya la habían despojado de gran parte de sus activos (maderas macizas y caucho), y poco habían hecho para desarrollar otros; el África Occidental, porque las potencias Aliadas la sometieron a bloqueo. Después, la reconquista de Francia a manos de los aliados comenzó por los territorios franceses en el norte de África; tropas procedentes del África Ecuatorial Francesa participaron en las batallas, mientras que los trabajadores de aquella región, a menudo trabajando bajo coacción, suministraban importantes materias primas a los aliados. Por tanto, los africanos desempeñaron una importante tarea al demostrar que los esfuerzos franceses, no solo los británicos y estadounidenses, contribuyeron a la victoria sobre los nazis. El África Occidental Francesa, una vez que sus gobernantes se dieron cuenta de quién estaba ganando la guerra, desertó de Vichy en favor de la Francia Libre. De Gaulle reconoció la contribución de las colonias africanas a la liberación de Francia, y también que la gratitud y el propio interés requerían de un replanteamiento de la política colonial francesa —un tema al que volveré.

Gran Bretaña perdió muchas de sus colonias asiáticas —con la tremenda excepción de la India— ante Japón, y confió más que nunca en África para obtener productos tropicales. Empleó a tropas africanas en Asia, y precisaba de aún más mano de obra africana. En Kenia y en las dos Rhodesias volvió a poner en marcha el trabajo forzado para cultivos que se consideraban de interés imperial, pero que también beneficiaban a colonos y empresas. Incluso donde el trabajo era voluntario, Gran Bretaña trató lo más posible de restringir las importaciones a las colonias. Un resultado fue la acumulación de excedentes: los presupuestos de las colonias se financiaban con rentas derivadas de un alto nivel de exportaciones —que a las colonias no se les permitía gastar. Los fondos se concentraban en bancos londinenses, y llegarían a convertirse en materia de litigio tras la guerra, en tanto que los líderes políticos africanos exigieron que los excedentes se invirtieran en beneficio de las poblaciones que los habían producido.

Los años de guerra ofrecieron ciertas oportunidades a los productores agrícolas africanos; al menos recibían dinero por sus exportaciones y no dependían de las importaciones de alimentos. La economía de guerra resultaba incluso más rentable para los granjeros blancos. Pero, para los obreros de las ciudades, aquellos años resultaron difíciles; las importaciones eran escasas, y los agricultores de los arrabales podían ganar más dinero produciendo bienes de exportación en vez de alimentos para los mercados locales. Lo que desató la oleada de huelgas en tiempos de guerra descrita anteriormente en este capítulo. Esta dinámica continuó después de la guerra, ya que las fábricas de Gran Bretaña habían quedado muy dañadas por los bombardeos alemanes. Su deuda con los Estados Unidos era muy grande, y su incapacidad para satisfacer las necesidades de su población nacional —la cual, a diferencia de la de sus colonias africanas, votaba en las elecciones— era de tal magnitud, que el suministro de bienes de consumo básicos, como el vestido, siguió siendo limitado en las colonias. La intención de Gran Bretaña de emprender proyectos de desarrollo se vio acotada por la escasez de acero y cemento. La inflación se mantuvo, al igual que la oleada de huelgas.

Tanto Gran Bretaña como Francia pensaron que podrían recuperar el control mediante su nuevo concepto de «desarrollo». El imperialismo de postguerra sería el imperialismo del conocimiento, de la inversión, de la planificación. Se autorizó que la ley británica de Desarrollo y Bienestar Colonial de 1940 asumiera un nivel de gasto mayor en 1945; los franceses aprobaron su Fondo de Inversión para el Desarrollo Económico y Social (bajo el acrónimo francés FIDES) en 1946. Incluso Portugal y Sudáfrica iban a intentar, si bien de manera poco convincente, reivindicar a su nombre la bandera del desarrollo (vid. Capítulo 3).

En Francia y Gran Bretaña, las dos potencias con mayor extensión de territorios en África, las nuevas formas de pensar fueron las más adelantadas. Aquel proceso conllevó una reinvención de la sociedad y de la cultura africanas, e incluso de la percepción que Occidente tenía de sí mismo. Hasta la Segunda Guerra Mundial, las teorías «científicas» de desigualdad racial, las políticas para reprimir la fertilidad de personas cuyos genes fuesen supuestamente inferiores o insalubres, y las diferencias culturales agudas entre lo «primitivo» y lo «civilizado», se consideraban temas controvertidos, pero dentro de unos términos de discusión aceptable. Hitler dio mala fama a las ideologías racistas y a las teorías racistas. La ampliamente publicitada Carta del Atlántico —un acuerdo angloamericano que consignaba la convicción de los Aliados en la «autodeterminación», frente a las guerras de conquista nazis y fascistas— llevó a los africanos a preguntarse por qué no se aplicaba a ellos.