Historia de África desde 1940

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Pero si la primera definición de África se debió al aspecto más horrible de su historia, el significado de África empezó a cambiar a partir de la propia diáspora africana. Las poblaciones esclavizadas y sus descendientes comenzaron a considerarse a sí mismas como «africanas», no solo como propiedad de otras personas; eran personas que habían venido de algún otro lugar. En Estados Unidos, algunos cristianos de ascendencia esclava comenzaron a llamarse a sí mismos «etíopes»; pero no porque sus antepasados procedieran de esa parte de África, sino porque evocaba historias bíblicas del rey Salomón y la reina de Saba. «Etiopía» o «África» señalaban su lugar dentro de una historia universal. Más tarde, algunos intelectuales afroamericanos, y también algunos académicos africanos, empezaron a sostener que los antiguos egipcios eran africanos negros y que, a través de Egipto, África había aportado de manera crucial a Grecia, a Roma y a la civilización mundial. Si las evidencias respaldan semejante postulado, o también la propia cuestión de lo que realmente signifique «herencia» o «descendencia», no es el tema que estamos dilucidando. La cuestión estriba en que «África» surgió como una diáspora que ha reclamado su lugar en el mundo. Este libro se acerca a África tal como la define su historia: se centra en el continente africano al sur del desierto del Sahara, pero en el contexto de los vínculos, continentales y de ultramar, que pergeñaron la historia de esa región.

Estudiar los nexos y tramas que se entrecruzaban entre el Océano Atlántico, el Océano Índico y el desierto del Sahara, o a lo largo del propio continente africano, ofrece una imagen de África diferente de los estereotipos de «tribus» africanas. Los musulmanes eruditos en el Sahel del África occidental atravesaban el desierto hacia el norte de África o iban hacia Egipto y Arabia como estudiantes y peregrinos; redes de comunicación islámicas similares se extendían por la costa oriental de África y tierra adentro hasta el lago Victoria y el lago Tanganika. El propio Sahara generó comunidades que medraron gracias al intercambio de mercancías entre distintas zonas económicas al norte y al sur del desierto. Aquellas comunidades a menudo eran conscientes de sus diferencias tanto en términos raciales como culturales. Dentro de África, algunos reinos o imperios se incorporaron poblaciones culturalmente diversas; unas veces las asimilaban, otras veces les permitían una considerable autonomía cultural al tiempo que les exigían obediencia y les recaudaban tributos. En algunas regiones, los clanes de parentesco reconocían su afinidad con familiares que vivían a cientos de kilómetros.

Es cierto que hubo diversidad cultural; y que esa especificidad cultural a veces se cristalizaba en una sensación de ser un «pueblo» diferente es, hasta cierto punto, también cierto. Pero la diferencia no significaba aislamiento, y no acababa con las interconexiones, las relaciones y las mutuas influencias. El mapa cultural de África viene marcado por gradaciones de diferencias y líneas de conexión, no por una serie de espacios delimitados, cada cual con «su» cultura, «su» idioma, «su» sentido de identidad propia. Sin duda, un líder político africano, cuando intentaba organizar a «su» pueblo para luchar por sus intereses colectivos, contaba con un sentimiento grupal compartido al que recurrir, pero es algo que también hace todo líder político o religioso que intente convocar a gente situada a mayores o menores distancias. Cuál iba a ser la tendencia que prevaleciese era una cuestión de circunstancias históricas, no algo determinado por una supuesta naturaleza africana de unidad racial o distinción cultural.

A mediados del siglo XX, el significado político de África podría definirse de diversas maneras. Para un panafricanista, la diáspora era el aspecto unitario relevante. En opinión de Frantz Fanon, la política estaba definida por el imperialismo; él repudiaba la idea de una civilización africana, en favor del concepto de unidad de pueblos oprimidos por la colonización. Cuando el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser desafió al poder británico, francés, estadounidense e israelí en Oriente Próximo, se convirtió, para muchos africanos, en símbolo de un verdadero líder nacional. En la década de 1950, la lucha común contra las potencias coloniales, por la construcción de economías nacionales y por la dignidad nacional, dio pie a una concepción militante del «Tercer Mundo»: ni capitalista, ni comunista, y que unía a Asia, América Latina y África contra las potencias «del norte» o «imperialistas». Otros seguían buscando una unidad específicamente africana, limitada al continente. Los demás líderes políticos se dividían entre sí en bloques ideológicos y conformaron alianzas con los bloques liderados por los Estados Unidos o la Unión Soviética.

Las conexiones a larga distancia no eran solo un asunto de activistas políticos. Los africanos —que, en búsqueda de una mejor capacitación, desarrollaban carreras profesionales en organizaciones internacionales, o emigraban a economías europeas que entonces buscaban su mano de obra— se hicieron presentes en Europa, la Unión Soviética, Estados Unidos, Canadá y China. A veces interactuaban con la población local, a veces conformaban comunidades de su mismo origen y relativamente autónomas, y a veces interactuaban más intensamente con otros inmigrantes de ascendencia africana.

De cualquier modo, sería un error sustituir la engañosa noción de un África de tribus aisladas, por la imagen de un África inmersa en una infinita trama de movimientos e intercambios. Visto desde dentro, la población de África se distribuía de manera desigual a lo largo de un gran espacio, lo cual implicaba que la circulación era posible, aunque el transporte resultara costoso. Se pagaba por el intercambio de mercancías de alto valor que no se encontraban en ciertas regiones, pero se gastaba menos en construir densas y variadas redes de comunicación y de comercio. Los líderes africanos podían encontrar sitios para que su gente prosperase, pero había otros lugares con baja densidad de población adonde otras personas podían huir y sobrevivir, lo cual dificultaba la consolidación del poder y la intensificación de la explotación, en contraste con la Europa de los siglos XVII al XIX. El comercio con países de ultramar tendía a centrarse en una gama limitada de materias primas, algo aún más terrible en el caso de la trata de esclavos. Centros concretos de producción —por ejemplo, de oro o de productos de palma—, o rutas comerciales concretas —los comerciantes de marfil que conectaban el interior de África oriental con la costa— funcionaban muy bien.

Lo que hicieron fue forjar conexiones específicas y concretas desde el interior de África hacia economías fuera de África, en lugar de desarrollar economías regionales diversificadas y densas. Los regímenes coloniales, tras la conquista europea, construyeron sus ferrocarriles y carreteras para extraer cobre o cacao y traer productos manufacturados europeos, y gestionaron la circulación de bienes, personas e ideas, en la medida en que favorecían los vínculos con la metrópoli. Los regímenes coloniales basaron gran parte de su poder en su capacidad para controlar los enclaves cruciales, como los puertos de gran calado, dentro de un sistema relativamente acotado de transportes y comunicación. También crearon obstáculos para la circulación: restricciones raciales a la movilidad, rechazo a aceptar a africanos en instituciones sociales o docentes. Mientras tanto, los africanos intentaron forjar sus propios tipos de vínculo —desde rutas comerciales en el interior del continente hasta relaciones políticas con otros pueblos colonizados—, con, más o menos, cierto éxito. Sin embargo, en cuanto los imperios coloniales se desmoronaron, los líderes africanos también se enfrentaron a la tentación de fortalecer su control sobre esas vías acotadas, en lugar de ampliarlas y profundizar en otras formas de comunicación de un lugar a otro. Este es un tema que retomaré.

CADA ÁFRICA BUSCA SU MOMENTO

Los historiadores africanos a menudo dividen la historia del continente en épocas «precoloniales», «coloniales» y «postcoloniales». La primera y la última de estas categorías se caracterizan por el funcionamiento autónomo de las sociedades africanas. La primera época fue un periodo de reinos, imperios, señoríos, comarcas aldeanas, sistemas de clanes, y la última un periodo de estados–nación, cada cual con su propia bandera, pasaporte, sistema postal, moneda, su asiento en las Naciones Unidas y sus planes para regular y gravar la producción y el comercio dentro de sus fronteras. El historiador nigeriano J. F. Ade Ajayi denominaba al periodo intermedio el «episodio colonial»; otros se refieren al «paréntesis colonial». La tesis de Ajayi procedía directamente de una concepción nacionalista de la vida política: quería enfatizar la conexión directa de los «modernos» estados africanos con un pasado africano «auténtico», con lo cual admitía que los nuevos gobernantes de Nigeria, Kenia, o Dahomey asumiesen la legitimidad de los reyes y próceres del pasado. Más recientemente, la desilusión con los gobiernos independientes africanos ha llevado a algunos académicos a plantear lo opuesto: que «el estado» es una imposición occidental, una determinación directa que lo colonial ejerce sobre lo postcolonial, y una completa supresión de lo precolonial.

Dentro de estos esquemas, la historia no constituye un pasado que ya terminó, sino una base para plantear cuestiones que, en gran medida, son del presente. Desde cada punto de vista, al intentar hacer uso de una particular versión del pasado, se puede perder la referencia de la dinámica del propio pasado. Puede que la papeleta electoral sea una institución «europea», pero eso no significa que el modo como se usa en Ghana tenga el mismo sentido y consecuencias que el modo como se emplea en Suiza. Incluso si pudiera demostrarse que el «parentesco de clan» es tan importante en la Tanzania actual, como lo fue para la población de ese mismo territorio a principios del siglo XIX, eso no significa que los grupos de parentesco pongan en funcionamiento recursos similares, o que sus miembros pretendan fines similares Dar un salto hacia atrás a través del tiempo —para hallar en la década de 1780 o de 1930 la causa de algo que sucede en la década de 2000— es arriesgarse a perder de vista cómo se van dando bandazos en distintas direcciones.

 

Este libro supera una de las divisiones clásicas de la historia africana: entre lo «colonial» y lo «postcolonial». En cierto modo, lo hace para que podamos preguntarnos precisamente qué factor diferencial supuso el fin de los imperios, así como qué tipo de procesos continuaron incluso cuando los gobiernos cambiaron de manos. Algunos arguyen que el fin del colonialismo solo supuso un cambio en los ocupantes de los edificios gubernamentales, que el colonialismo dio paso al neocolonialismo. De hecho, resulta esencial preguntarse de cuánta autonomía disponían realmente los gobiernos de los nuevos estados —muchos de ellos pequeños; todos pobres—, y si los estados del Norte —tanto los Estados Unidos como las antiguas potencias coloniales— e instituciones tales como los bancos internacionales y las corporaciones multinacionales continuaron ejerciendo un poder económico y político, incluso cuando la soberanía formal ya estaba transferida. Sin embargo, no hay que sustituir una respuesta precipitada por una buena pregunta. También hace falta examinar hasta qué punto los líderes políticos africanos, la gente corriente de las aldeas y los habitantes de las ciudades asumieron algunas de las pretensiones de las potencias colonizadoras y las tornaron en reivindicaciones y movilizaciones ideológicas propias.

En las décadas de 1940 y 1950, los gobiernos coloniales aseguraban que sus conocimientos científicos, su experiencia en la gestión de estados modernos y sus recursos financieros les iban a permitir generar «desarrollo» en los países atrasados. Tales propuestas se convirtieron rápidamente en contrapropuestas: los sindicatos africanos manifestaban que, si el trabajador africano debía producir según un baremo europeo, debía también recibir un salario acorde con una escala salarial europea y beneficiarse de una vivienda adecuada, servicios de agua y transporte. Asimismo, los movimientos políticos insistían en que, si el desarrollo se iba a aplicar a las economías africanas en interés de los africanos, únicamente los africanos deberían decidir cuáles eran esos intereses. Por tanto, se puede seguir el planteamiento del desarrollismo desde el proyecto colonial hasta dentro del proyecto nacional. Y cabe preguntarse si el proyecto nacional reproducía ciertos aspectos del colonial —como la creencia en que los «expertos» deben decidir en lugar de otros—, y si contribuyó a la implantación de nuevos tipos de posibilidades económicas. Además, cabría preguntarse qué modelo de desarrollo, en tanto que proyecto internacional, ha contribuido, o bien ha mermado, a las opciones de cambio en África.

VISIONES ESTÁTICAS DE SOCIEDADES DINÁMICAS: EL ÁFRICA COLONIAL EN LA DÉCADA DE 1930

Una característica chocante de las sociedades coloniales en vísperas de la Segunda Guerra Mundial era hasta qué punto los ideólogos y funcionarios coloniales habían impuesto una concepción estática en sociedades que se hallaban en transformación. Esta visión estática era congruente con la manera como se desenvolvían los regímenes coloniales. ¿Qué es, a fin de cuentas, una colonia? Un gobierno ejercido por conquistadores foráneos no se ha dado únicamente en África o en Europa: los reinos africanos a veces se expandían en detrimento de sus vecinos. En Europa, las luchas territoriales y las brutalidades de las dos guerras mundiales, los regímenes dictatoriales y racistas de Hitler y Mussolini, y la pervivencia de dictaduras en España y Portugal hasta la década de 1970, implican que, en realidad, lo de que un pueblo se gobierne a sí mismo no va de suyo, simplemente con ser europeo. Los imperios coloniales diferían de otras formas de dominación por la extrema naturaleza de su esfuerzo en reproducir la diferencia social y cultural. En cierto nivel, la colonización implicaba incorporación: el africano conquistado era súbdito de Gran Bretaña o de Francia, y no podía aspirar a otra cosa. Aparte, el gobierno colonial insistía en que el súbdito conquistado e incorporado siguiera siendo distinto; el súbdito podía tratar de aprender y dominar las costumbres del conquistador, pero nunca llegaría a conseguirlo del todo.


Mapa 2: Mapa del África colonial

Tampoco quedaba claro el grado de entusiasmo de los ciudadanos europeos por las colonias, a pesar de los sectores con intereses coloniales que intentaban hacer del imperio una idea algo atractiva. Las empresas francesas menos pujantes presionaban para manejarse en esas colonias como zona protegida en su propio beneficio, mientras que algunas de las más poderosas impulsaban la apertura de mercados, y a veces se tomaban la colonización como una aventura de riesgo. En Inglaterra, las organizaciones misioneras propugnaron un modelo imperial que abría el espacio para la conversión cristiana, y para alentar a los africanos a llegar a ser pequeños productores autónomos. En Francia, los defensores de la «misión civilizadora» favorecieron que las personas que creían en un estado democrático y secular se avinieran a aceptar el imperio, a pesar de que en ocasiones se avergonzaran de las sórdidas acciones de sus compañeros imperialistas.

En ambos países, los que propugnaban la conversión y la civilización tenían que enfrentarse a sus propios compatriotas, para los cuales los africanos eran unidades de trabajo que debían explotarse por cualquier medio posible. Aunque hubo quienes, por conciencia, eran críticos con el imperio, desde posiciones liberales o izquierdistas, hubo también quienes, teniéndose por progresistas, promovieron el imperio como una forma de salvaguardar a los pueblos indígenas de sus gobernantes tiránicos y de su atraso, o incluso para llevar la revolución y el socialismo a África.

A principios del siglo XX el imperio era políticamente viable en Francia y Gran Bretaña, debido a que una serie de gente con influencia tenía mucho interés en las colonias, mientras que otra gente no estaba muy convencida en un sentido o en otro. Las potencias con los imperios coloniales más extensos se empeñaron en que cada colonia tuviera equilibradas sus cuentas; por eso, antes de la década de 1940, apenas comprometían fondos metropolitanos en las colonias, aparte de una limitada red de ferrocarriles y carreteras. La inversión privada se concentraba en minas, comercio y, en algunos casos, plantaciones agrícolas. En la década de 1920, ambas potencias rechazaron planes de «desarrollo» que habrían conllevado el empleo de fondos de contribuyentes metropolitanos, a pesar de que esos planes auguraban una explotación más eficiente a largo plazo de los recursos coloniales. Los críticos argüían que el dinero era mejor invertirlo en el propio país, pero también que demasiados cambios económicos en las colonias supondrían un riesgo de alteración del incierto control que el estado ejercía sobre las poblaciones africanas.

En la década de 1920, la controversia de si los gobiernos coloniales podían transformar a las sociedades africanas —por ejemplo, intentando convertir a los campesinos o esclavos en trabajadores asalariados— ya no estaba en boga. Las autoridades coloniales estaban convencidas de que su acción política no debía consistir en transformar a los africanos a imagen europea, sino en conservar las sociedades africanas dentro de sus tradiciones —depuradas a imagen colonizadora—, para llevarlas de una manera lenta y selectiva hacia la evolución; y, mientras, el imperio se seguiría beneficiando de la producción agrícola de los campesinos, de la extracción minera, y de las granjas de colonos en las relativamente escasas zonas donde eran económicamente viables.

Lo que los africanos estaban llevando a cabo era mucho más complejo que la «atemporal» tradición africana. En la década de 1920, los plantadores de cacao y cacahuete del África occidental estaban desplazándose para abrir nuevas tierras, y los comerciantes hausas y yulás se dedicaban a cubrir largas distancias. Los mineros del África Central se trasladaban de un sitio a otro entre aldeas y centros mineros. Cerca de ciudades como Nairobi, los agricultores se ponían en contacto con los mercados urbanos de alimentos, así como con los mercados de exportación de cultivos. Sin embargo, las concepciones europeas de qué era África cristalizaban en torno a la idea de «tribus», acotadas y estáticas. La insistencia en esta convicción reflejaba tanto las dificultades a que se enfrentaban los regímenes coloniales, a la hora de gobernar las sociedades africanas —no hablemos ya de transformarlas—, como el miedo a lo contrario: es decir, que los africanos reclamaran que su cumplimiento de obligaciones con el Estado, así como sus logros educativos y económicos, les daban derecho a tener voz en sus propios asuntos. Que muchos africanos hubieran servido a Francia y a Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial les suponía un argumento añadido: el haber pagado el «impuesto de sangre» debía concederles los derechos de un ciudadano.

El concepto británico de «gobierno indirecto» y la idea francesa de «asociación», ambos enfatizados durante la década de 1920, fueron intentos de añadir un prisma positivo al frágil control colonial. Las administraciones coloniales, al sostener que ejercían el poder a través de autoridades «tradicionales» africanas, estaban intentando limitar la política a compartimientos tribales. Los africanos con estudios y los trabajadores asalariados africanos se convirtieron en «nativos destribalizados», identificables solo por lo que no eran. Durante este periodo, la expansión de la investigación etnológica y el creciente interés de las autoridades coloniales en ella fueron parte de este proceso de imaginar un África de tribus y tradiciones. Durante la Gran Depresión que siguió a 1929, la idea del África tribal sedujo por completo a los administradores coloniales, puesto que las consecuencias sociales del hundimiento económico podían irse desperdigando en las comunidades africanas del campo. Los hombres que perdían su trabajo podían, supuestamente, regresar a sus pueblos y al cultivo de subsistencia, mientras que los jefes podían recaudar algo más de impuestos de «su» gente, para compensar la pérdida de ingresos del gobierno derivada de la bajada de precios en las exportaciones. Sin embargo, con el comienzo de la recuperación en 1935, el edificio comenzó a agrietarse. Ahí es donde el siguiente capítulo retomará la trama.

Esta no fue la única manera de imaginar África en la década de 1930. En París, Léopold Sédar Senghor —nacido y criado en Senegal, estudió en Francia filosofía y literatura, y fue uno de los mejores poetas en lengua francesa— conoció a personas de ascendencia africana del Caribe, y adquirió un nuevo sentido de lo que significaba «África» dentro del Imperio Francés. Junto con el escritor antillano Aimé Césaire, Senghor ayudó a fundar el movimiento de la negritud, que aspiraba a captar y poner en valor un legado cultural común de África y de su diáspora —un patrimonio que merecía un lugar dentro de un concepto amplio de humanidad. Senghor y Césaire empleaban la lengua francesa para sus propios propósitos, y participaron plenamente en instituciones francesas, cuando se percataron de su potencial democrático. Insistían en que todos los africanos franceses, tratados hasta el momento como súbditos franceses sin derechos civiles ni políticos, debían tener todos los derechos de un ciudadano francés. Rechazaban la concepción dualista de la ideología colonial que contraponía de manera contundente pueblos «civilizados» y pueblos «primitivos». En lugar de contrarrestar el dualismo con un rechazo hacia todo lo «europeo», dejaron de lado ese modo de pensar, en favor de una concepción del compromiso cultural y político que reconocía las diferentes herencias de la humanidad. No había una sola civilización, sino muchas, cada cual contribuyendo a la herencia de la raza humana. La negritud de Senghor, tal como han comentado algunos críticos dentro de África, simplificaba las prácticas culturales africanas, dándoles un aire romántico y homogéneo, y solo indirectamente abordaba problemas de dominio y explotación dentro de los territorios colonizados. Con todo, era una forma de señalar hacia un futuro a partir de un pasado doloroso.

 

Una bibliografía completa para este libro puede encontrarse en la web de Cambridge University Press en www.cambridge.org/CooperAfrica2ed

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[1] BOAHEN 1996, p. 434.

[2] El término original es gatekeeper, que, en este contexto, podría traducirse de varias maneras, aunque nos ceñiremos a las expresiones «estado celador» y «custodio de la Puerta», puesto que se trata de estados y gobiernos interesados, por una parte, en mantener el poder, y, por otra parte, centrados en disponer y controlar recursos de exportación y aranceles, así como su acceso a los mercados internacionales. (N. del T.).