Historia de África desde 1940

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Resulta aún más importante comprender cómo las grietas que aparecieron en el edificio del dominio colonial tras la Segunda Guerra Mundial propiciaron a un amplio abanico de personas —trabajadores asalariados, campesinos, estudiantes, comerciantes y profesionales cualificados— una oportunidad para articular sus aspiraciones, ya fuese la esperanza de tener canalizaciones de agua limpia en una aldea rural, o la de ocupar un lugar distinguido en las instituciones políticas internacionales. Un reputado historiador ghanés, Adu Boahen, comenta sobre la vida intelectual en la década de 1950: «Era algo realmente grande vivir aquellos días…»[1]— una frase que transmite no solo la emoción de ser parte de una generación que podía diseñar su propio futuro, sino que también insinúa que «aquellos días» fueron mejores que los que vinieron después.

El estado colonial que se desmoronó en la década de 1950 representaba el colonialismo en su forma más intrusivamente ambiciosa, y los nuevos gobernantes que entraron a gobernar los estados independientes tuvieron también que hacerse cargo de las deficiencias del desarrollismo colonial. Aun cuando la producción minera y agrícola de África se hubiera incrementado durante los años de la postguerra, el agricultor y el obrero africanos no se habían convertido en el trabajador predecible y ordenado con el que soñaban las autoridades europeas. Los gobiernos africanos heredaron tanto la parca infraestructura colonialista —orientada a la exportación y que el colonialismo orientado al desarrollo no había superado—, como los limitados mercados para productores de materias primas que el auge de la postguerra en la economía mundial solo había mejorado temporalmente. Sin embargo, ahora tenían que costear la estructura administrativa que el desarrollismo colonial de los años 1950 había establecido y, lo que es más importante, cumplir con las elevadas expectativas de un pueblo que esperaba que el estado fuese realmente suyo.

La secuencia histórica esbozada en los primeros capítulos de este libro condujo al nacimiento de estados con apariencia de «soberanía» internacionalmente reconocible. Sin embargo, las características particulares de aquellos estados eran consecuencia de la secuencia, y no propiamente soberanía. Los estados coloniales habían sido regímenes «celadores» o «Custodios de la Puerta» (o Cancela)[2]. Contaban con instrumentos endebles para penetrar en el ámbito social y cultural que administraban, pero se encontraban con un pie a cada de lado de la encrucijada entre el territorio colonial y el mundo exterior. Su principal fuente de ingresos eran los aranceles sobre los bienes que entraban y salían de sus puertos; tenían la capacidad de decidir quién podía ir a la escuela y qué tipo de instituciones de enseñanza podían implantarse; instauraron normas y licencias que establecían quién podía participar en el comercio interno y externo. Los africanos intentaron construir redes que no solo emplearan, sino que también eludieran el control de la administración colonial sobre el acceso al mundo exterior. Crearon redes económicas y sociales dentro del territorio, que superaban el ámbito estatal. En las décadas de 1940 y 1950, el acceso a instituciones y agrupaciones económicas oficialmente reconocidas parecía ensancharse para los africanos. La vitalidad de las asociaciones sociales, políticas y culturales dentro de los territorios africanos se enriqueció, y los vínculos con organizaciones foráneas se diversificaron. La Puerta (o Cancela) se estaba ensanchando, pero solo hasta cierto punto.

El esfuerzo de los regímenes coloniales tardíos por alcanzar el desarrollo no asentó las bases de una economía nacional fuerte tras la independencia. Las economías africanas se mantuvieron orientadas hacia el exterior, y el poder económico del estado siguió concentrado en la Puerta que comunicaba el interior y el exterior. Al mismo tiempo, la propia experiencia de movilización de los líderes africanos contra el estado les proporcionó un agudo sentido de hasta qué punto era vulnerable el poder que habían heredado. El desigual éxito de los esfuerzos coloniales y postcoloniales por el desarrollo no les facilitó a los líderes la confianza en que el desarrollo económico iba a conducir hacia una prosperidad generalizada que generase crédito y actividad nacional boyante, la cual, a su vez, proveyese de ingresos al gobierno. En diferentes grados, los gobiernos de los años inmediatamente posteriores a la independencia trataron de alentar el desarrollo económico, pero también se dieron cuenta de que sus propios intereses podrían sacar tajada de una especie de estrategia de estado custodio o régimen celador, como la que habían empleado las potencias coloniales antes de la Segunda Guerra Mundial: accesos controlados a la carrera funcionarial, a fin de aminorar el riesgo de que el ascenso en la función pública se convirtiera en una plataforma para la oposición.

El estado postcolonial, al carecer de la capacidad coercitiva externa de su predecesor, era un estado vulnerable. Las ventajas que conllevaba el control de los resortes del mando eran tan elevadas que podían intentar tomarlo varios grupos: oficiales y suboficiales del ejército, mediadores de poder regionales. Un régimen que no dependa tanto de conservar el mando se beneficia del hecho de que los rivales políticos pueden permitirse perderlo; cuentan con otras vías y recursos para lograr dinero y poder. Los regímenes celadores se hallan en peligro por la misma razón que los gobernantes provisionalmente en el poder cuentan con fuertes incentivos para mantenerse en él. Por tanto, las elites dirigentes tendieron a emplear redes clientelares y coerciones, señalar a la oposición como cabeza de turco, y otros procedimientos para reforzar su posición, reduciendo aún más los canales de acceso al poder.

Mientras los precios de exportaciones de productos africanos se mantuvieron altos, los estados pudieron conseguir dos cosas: promover el crecimiento económico, y, a la vez, proteger los intereses de la elite gobernante. Pero la recesión mundial de mediados de los años 1970 inauguró un periodo de varias décadas en el que las elites gobernantes —excepto en los países exportadores de petróleo— tuvieron grandes dificultades para proveer de recursos o bien a sus redes clientelares, o bien a los servicios que los ciudadanos demandaban. Al observar los años de postguerra en su conjunto, se puede empezar a explicar la sucesión de crisis a que se enfrentaron los estados coloniales y postcoloniales, sin entrar en un debate estéril sobre si la culpa es del «legado» colonial o de la incompetencia de los gobiernos africanos. El presente de África no surgió de una abrupta proclamación de independencia, sino de un proceso largo, enrevesado, y que todavía sigue en marcha. Comprender las trayectorias de las diferentes partes de África —y las oscilaciones dentro del continente son considerables— también supone un desafío.

Algunos observadores estaban dispuestos en la década de 1990 a abandonar África a su destino de continente más pobre, menos escolarizado y más repleto de enfermedades del mundo. Sin embargo, en la década de 2000, periodistas y economistas adoptaron el eslogan «África se pone en pie», al destacar altas tasas de crecimiento económico en algunos países. A finales de la década de 2010, ambas interpretaciones parece que eran simples y miopes extrapolaciones de lo que podían ser tendencias temporales. Los altibajos de crecimiento económico y de progreso social y, sobre todo, su desigual distribución —tanto de un país a otro, como dentro de cada país— conforman una dinámica compleja y escurridiza.

TRAYECTORIAS

Cuando echamos la vista atrás con una perspectiva a más largo plazo, los dos acontecimientos de abril de 1994 ilustran las aperturas y posibilidades, y las involuciones y peligros, de la política en África durante el último medio siglo. Comencemos a revisar la historia a partir del más doloroso de los dos acontecimientos, el de Ruanda. La violencia asesina que estalló el 6 de abril no fue un estallido espontáneo de odios antiguos. La estuvo preparando una institución moderna, un gobierno con su aparato burocrático y militar, utilizando medios de comunicación modernos y formas modernas de propaganda. El odio en Ruanda era bastante real, pero era un odio con una historia, no un atributo innato a la diferencia cultural. De hecho, la diferencia cultural en Ruanda era relativamente escasa: hutus y tutsis hablan el mismo idioma, y la mayoría son cristianos. Los ruandeses y los occidentales a menudo piensan que hay rasgos físicos ideales en cada grupo: los tutsis altos, esbeltos; los hutus bajos, achaparrados. Aunque, en realidad, a duras penas se distinguen por la apariencia.

Es más, uno de los aspectos terribles de aquel genocidio fue que las milicias, incapaces de saber quién era tutsi a simple vista, exigieron que la gente se hiciera con documentos de identificación que indicaran su grupo étnico, y, entonces, empezaron a matar a las personas que llevaban la etiqueta de tutsi o que se negaban a tener este documento. En los años anteriores a los asesinatos en masa, una brumosa organización de elite hutu, vinculada a los cabecillas del gobierno, había organizado sistemáticamente una campaña de propaganda, sobre todo en radio, contra los tutsis. En un principio, aún había que convencer a muchos hutus de que existía una conspiración tutsi contra ellos, y había que organizar con esmero la debida presión social, pueblo por pueblo, para ir encuadrando a la gente. Pero miles de hutus no accedieron a estas presiones, y, al comenzar el genocidio, los propios hutus a los que se veía como demasiado simpatizantes de los tutsis fueron asesinados de manera reiterada; pues muchos hutus actuaron con coraje para salvar a sus vecinos tutsis.

Pero hace falta retrotraerse aún más. Existió una amenaza «tutsi», al menos contra el gobierno. Tenía sus orígenes en la violencia previa. En 1959, y otra vez a principios de la década de 1970, hubo pogromos contra los tutsis que ocasionaron que miles de ellos huyeran a Uganda. A partir de entonces, el gobierno se esforzó en consolidar su posición en lo que sus líderes consideraban tanto una revolución social —contra el supuesto orden feudal dominado por quienes controlaban las tierras y los rebaños—, como una revolución hutu contra los tutsis. Algunos de los refugiados tutsis llegaron a ser aliados del líder rebelde ugandés Yoweri Museveni, cuando, en la década de 1980, este se empeñaba en hacerse cargo de un estado que la dictadura de Idi Amin Dada y sus brutales sucesores había dejado sumido en el caos. El presidente Museveni les estaba agradecido por su ayuda, pero ansiaba que se marcharan a casa. El Ejército Patriótico de Ruanda (RPA), entrenado en Uganda, atacó a Ruanda en 1990 y volvió a atacar con más intensidad en 1993. Si su objetivo era apoderarse de Ruanda, o reintegrarse en «su» país, es algo que estaba en discusión. En 1994, los mediadores dentro y fuera de África intentaron pergeñar un acuerdo para compartir el poder que proporcionase seguridad tanto a los hutus como a los tutsis. El presidente Habyarimana tomó su fatal vuelo en abril para asistir a una conferencia con el propósito de resolver el conflicto. Puede que los extremistas del «poder hutu» lo asesinaran, o no, por temor a que él alcanzara un compromiso, y para provocar una masacre ya planificada. Algunos piensan que su avión fue abatido por el RPA, aunque no queda claro si disponía del armamento, la posición o el acicate para hacerlo. En cualquier caso, y a las pocas horas del accidente, la caza de tutsis cercó la capital, y en poco tiempo se extendió. Cuando los vecinos y autoridades de un municipio no se mostraban lo suficientemente entusiasmados con su sangrienta empresa, el ejército de Ruanda intervenía para poner en marcha la máquina de matar.

 

Pero hace falta retrotraerse todavía más. La campaña de radio no generó odio de la nada. Ruanda había sido colonizada originalmente por Alemania a finales del siglo XIX; luego, tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, fue traspasada a Bélgica. Las autoridades belgas asumieron que los tutsis eran la aristocracia nativa, o sea, menos «africanos» que los hutus. Solo se aceptaba a tutsis como jefes bajo tutela colonial; y contaban con más posibilidades de que los misioneros los acogieran en las escuelas y los convirtieran al catolicismo. Las autoridades belgas se convencieron de que necesitaban saber quién era tutsi y quién era hutu, de modo que clasificaron a las personas como lo uno o lo otro, y las obligaron a llevar documentos de identificación. Costó trabajo encajonar las diferencias y desigualdades en contornos grupales y étnicos.

Pero podemos retrotraernos mucho más. El modo como los alemanes y belgas entendían la historia de Ruanda resultaba impreciso, pues no era una historia urdida a partir de una única madeja. Ruanda, como otros reinos en los Grandes Lagos del África Oriental, era tremendamente diversa. Había habido muchos desplazamientos de pueblos en las fértiles colinas de Ruanda, y era una mezcla de pueblos cazadores y recolectores, ganaderos y agrícolas. En algunas interpretaciones de la historia de Ruanda —sobre todo, europeas—, los tutsis son pastores que emigran desde el norte como un pueblo y conquistan a pueblos agrícolas, si bien hay poca evidencia para respaldar esta versión. Lo más probable es que un conjunto de corrientes migratorias se cruzara y se superpusiera, y, cuando determinados clanes reclamaron el poder, desarrollaron sus mitos fundacionales y sus relatos históricos, a fin de justificar su poder.

En vez de una historia de conflicto derivado de las diferencias, las diferencias sociales eran producto de una historia. Varios reinos se habían desarrollado en aquella zona. Se consideraba que la mayoría de las familias reales era tutsi, aunque la mayoría de los tutsis no estaban en el poder. Los hombres de estirpe regia se casaban tanto con mujeres tutsis como hutus, de modo que, desde un punto de vista genético, estas categorías significaban cada vez menos, si es que alguna vez habían significado algo. Las personas adineradas poseían ganado, y, como los más ricos aseguraban ser tutsis, algunos de los hutus que lograron convertirse en propietarios de ganado empezaron a considerarse a sí mismos como tutsis, y así es como fueron reconocidos. La palabra más parecida para describir lo que significaba Tutsi en la Ruanda preeuropea es «aristocracia», si bien se trataba de una aristocracia vinculada con la gente normal y corriente a través del matrimonio, el intercambio de ganado y una forma de vida común. Esto no significa que fuera una sociedad igualitaria; la diferencia entre poseer mucho ganado y poseer poco ganado era importante. Tampoco era una sociedad pacífica. Sin embargo, los conflictos violentos raras veces contrapusieron a tutsis contra hutus, aunque sí los hubo entre reinos rivales, cada uno de los cuales formado tanto por tutsis como por hutus.

Por tanto, si se mira lo suficiente hacia atrás, se puede ver que la «diferencia» es parte de la historia que condujo a abril de 1994, pero no se encuentra una larga historia de «los tutsis» en conflicto contra «los hutus». Interacción y diferenciación son ambas importantes. Pero ¿cuándo se agudizó la polarización? La respuesta parece hallarse en la década de 1950, cuando las estructuras políticas de la era colonial se desmontaron. El favoritismo belga hacia los tutsis, y en particular hacia los jefes tutsis, se volvió cada vez más problemático, cuando los funcionarios del gobierno comenzaron a ser objeto de impugnación en sus mismos términos y por parte de los ruandeses que habían sido educados a la manera occidental, que eran cristianos, y que se preguntaban por qué había que privarlos de voz en sus propios asuntos. Debido a que las escuelas habían discriminado en favor de los tutsis, el movimiento anticolonial comenzó entre la gente catalogada con esta etiqueta. Bélgica, así como la Iglesia Católica, comenzaron a favorecer a los hutus, los cuales ahora se suponía que representaban una «África auténtica» frente a los pretenciosos tutsis. En 1957, un «Manifiesto hutu» acusaba a los tutsis de monopolizar el poder, las tierras y la escuela. Uno de los principales líderes de la política hutu, Grégoire Kayabanda, había sido editor de una revista católica y un crítico de la injusticia social. Las revueltas en 1959 fueron, en parte, un levantamiento de campesinos —muy probablemente eran hutus— con agravios reales y, en parte, pogromos étnicos. El partido político de base étnica Parmehutu (Partido del Movimiento por la Emancipación del Pueblo Hutu) ganó las cruciales elecciones que llevaron a Ruanda al umbral de la independencia.

Bélgica hizo poco para preparar una transición pacífica de instituciones políticas que quedaran en manos de los africanos. Sin embargo, en otras partes de África, las colonias francesas y británicas se encaminaban rápidamente hacia el autogobierno y la independencia, y Bélgica no podía escapar de tal tendencia. La independencia de Ruanda en 1962 fue para la mayoría de los ruandeses un momento impacientemente codiciado de liberación del dominio colonial. Aunque muchos tutsis temieron que fueran a convertirse entonces en un grupo minoritario y en peligro, debido a una mayoría hutu resentida, cuyos representantes habían ganado las primeras elecciones. Por otra parte, muchos hutus temían que los tutsis estuvieran conspirando para mantener, por métodos deshonestos, lo que no podían retener mediante elecciones libres. Los pogromos y las elecciones desalojaron a los líderes tutsis de la escena política y originaron la primera oleada de exiliados tutsis. A pesar de que la mayoría de los sacerdotes católicos eran tutsis, la jerarquía de la Iglesia se alió con el nuevo gobierno y guardó silencio sobre su chovinismo hutu.

El régimen ruandés resultante, al igual que otros muchos en África, era clientelar, orientado a entregarles a sus partidarios recursos que controlaba el estado. Como otros regímenes de esa época, era ineficiente e inseguro, y fue depuesto en 1973 por un golpe militar que lideraba Juvénal Habyarimana, el cual se mantendría en el poder hasta su asesinato veintiún años más tarde. Este régimen demostró ser tan corrupto e ineficaz como su predecesor, si bien recibió un considerable apoyo por parte de Francia y de otros proveedores de ayuda extranjera. Cuando los precios de la exportación de cultivos cayeron y el Fondo Monetario Internacional (FMI) hizo que el gobierno se apretara el cinturón en la década de 1980, los partidarios del gobierno sintieron que no estaban recibiendo el botín que merecían. Algunos grupos trataron de organizar la oposición, pero los extremistas hutus vinculados a Habyarimana convirtieron en chivo expiatorio a los tutsis y se empeñaron con mayor dureza en excluirlos de la sociedad ruandesa. Entonces se produjo la invasión de un ejército de refugiados tutsi en 1990, consecuencia de las anteriores oleadas de asesinatos y expulsiones de tutsis. Como respuesta, se amplió el ejército gubernamental (ayudado por Francia), y los extremistas hutus instigaron asesinatos, organizaron milicias locales y suscitaron propaganda anti–tutsi. Las organizaciones internacionales intentaron en 1993 bosquejar un acuerdo de paz. Mientras que algunos líderes hutus, tal vez incluido el propio Habyarimana, accedieron a negociar, con la esperanza de que el reparto del poder aplacara una situación desesperada, otros estaban pensando en otro tipo de solución: la solución final.

En la fronteriza excolonia belga de Burundi, con una estructura social similar, habían surgido complejas luchas de poder entre las elites durante la etapa que condujo a la independencia, y en 1972 los conflictos habían adquirido un carácter étnico y crecientemente violento. La camarilla gobernante que se estaba consolidando era de origen tutsi, y las masacres de hutus provocaron oleadas de refugiados que huían a Ruanda o Tanzania. Los esfuerzos de paz con mediación internacional buscaron algún tipo de reparto de poder interétnico, pero el asesinato del primer ministro hutu Melchior Ndadye en 1993 revirtió aquella iniciativa y se interpretó por parte de los líderes hutus ruandeses como una señal de amenaza a su propia existencia. Tanto en Ruanda como en Burundi, el proceso de descolonización había llevado al poder a gobiernos inseguros e intranquilos: en Ruanda a cargo de una sección de hutus, en Burundi a cargo de una sección de tutsis. En ambos casos, la acción represiva del gobierno y la avidez generalizada se entrecruzaban con relaciones, a menudo estrechas, en las lindes de la división tutsi–hutu, y con la incertidumbre sobre quién, exactamente, era tutsi y quién era hutu. En los meses previos a abril de 1994, los sembradores de odio en Ruanda aún tenían tarea pendiente.

He comenzado mirando hacia atrás, paso a paso, para ver las capas de complejidad histórica que condujeron a los eventos de 1994. En primer lugar, nos topamos con lo que podría parecer simple —y lo fue para la mayoría de los periodistas extranjeros—: un baño de sangre tribal, viejos odios que salían a la superficie. Pero hemos hallado algo más complejo: una historia tanto de interacción como de diferenciación, y una trayectoria asesina que era menos un estallido de enemistad étnica que un genocidio organizado por una camarilla gobernante ávida de permanecer en el poder, y dispuesta a definirse a sí misma y a sus partidarios contra un «otro» étnico.

Volvamos la vista a la historia de Sudáfrica, aunque sea brevemente, y con más detalle en el Capítulo 6. Se puede rastrear la revolución pacífica de 1994 hasta la fundación del Congreso Nacional Africano (ANC) en 1912 y encontrar una trama constante: la creencia de que la democracia multirracial era la forma política ideal para Sudáfrica. Sin embargo, el fin negociado del poder blanco surgió no solo de una oposición democrática y de principios, sino también de una ola de violencia que ni el ANC, ni otros grupos políticos africanos pudieron controlar, desde mediados de la década de 1980 hasta la misma víspera de las elecciones de 1994. No todos los movimientos políticos que desafiaban la dominación blanca se ajustaban al esquema liberal–democrático. También el régimen blanco era algo que resultaba más complejo que un simple hatajo de testarudos racistas trasnochados. El gobierno del apartheid era pragmático y, durante el periodo en que los últimos gobiernos coloniales y los gobiernos independientes, a lo largo y ancho de África, procuraban, con desiguales resultados, conseguir el «desarrollo», presidió la más completa industrialización de toda la economía africana, produciendo gran riqueza y un nivel de vida europeo para su población blanca.

 

En 1940, la segregación, la denegación de voz política a los negros y de su participación en la economía, no diferenciaban a Sudáfrica del África colonial. Pero en la década de 1960, Sudáfrica se había convertido en un paria para gran parte del mundo. Se requirió gran consenso y empeño político e ideológico para que las personas que no vivían bajo el yugo de la dominación colonial entendieran que se trataba de algo anormal e inaceptable, y fue este proceso lo que inició el aislamiento del régimen blanco de Sudáfrica. Esta reconfiguración de lo que es y no es aceptable, según las normas internacionales, puede llevarnos a pararnos a pensar que lo que en el mundo de hoy parece normal —cuando no virtuoso— un día puede llegar a resultar tan repugnante como lo fue el apartheid en los años sesenta y setenta —incluyendo también la irrefrenable desigualdad que caracteriza a sociedades tales como la Sudáfrica contemporánea o los Estados Unidos.

Nada en el pasado de Sudáfrica determinaba que algún día sería gobernada por un partido político no racial y elegido democráticamente. Cuando se fundó el ANC en 1912, su programa de protesta pacífica y de reivindicación de principios democráticos fue una de las varias vías como los africanos se hicieron escuchar. Junto con esta concepción liberal y constitucionalista de libertad, había una concepción cristiana, profundamente influida por un siglo de actividad misionera, y parte de esa tendencia, influida por misioneros afroamericanos, vinculaba el cristianismo con la unidad racial y la redención. Otros funcionaban dentro del planteamiento de los xhosa, los zulús y otras entidades políticas africanas con base étnica y que aspiraban, por ejemplo, a movilizarse tras un caudillo que representara la solidaridad de lo que entendían que era su comunidad. En la década de 1920, la política de «retorno a África» de Marcus Garvey, nacido en Jamaica y afincado en Estados Unidos, enlazó Sudáfrica con un mundo negro del Atlántico a través de marineros negros que recalaban en los puertos sudafricanos y que influyeron en los movimientos políticos del interior. Otras versiones del panafricanismo surgieron de los lazos educativos y culturales con los afroamericanos. Un distrito rural cualquiera de la década de 1920 podía ser testigo de todas estas variedades de movilización política.

Incluso cuando el ANC ligaba exitosamente su lucha con la de los sindicatos y la militancia urbana en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores inmigrantes con menor arraigo en las ciudades —que a menudo dependían de parientes del pueblo y de jefes rurales, si regresaban y querían disponer de una parcela— a veces se sentían atraídos a militar en ideologías de «identidad tribal». En la década de 1980, los enfrentamientos se daban tanto entre diferentes bandas y organizaciones rivales como entre diferentes formas de entender la solidaridad. En Johannesburgo, los «camaradas» —la rama juvenil del ANC— a veces se peleaban, con derramamiento de sangre, contra los «impis» —jóvenes adheridos a la organización cultural y política zulú Inkatha. En Sudáfrica, como en Ruanda, las rivalidades «tribales» no eran parte del paisaje; eran producto de la historia, de las realidades de las conexiones étnicas, las manipulaciones del régimen sudafricano, y la búsqueda por parte de la gente corriente de la forja de un mundo en consonancia con sus valores. Por mucho que se pueda pensar que el racismo encajonaba forzosamente a todos los africanos en una sola categoría y que encaminaba a una única lucha que alcanzó su exitoso clímax en abril de 1994, lo cierto es que la lucha generó tantas rivalidades como afinidades, y tanto asesinato intestino como lucha armada contra el régimen del apartheid.

Echando la vista atrás desde 1994, las elecciones pacíficas se antojan aún más llamativas de lo que parecieron a primera vista. Las elecciones tienen su importancia, pues canalizan la acción política de una determinada manera. Y, si bien la participación en política como mera papeleta electoral limita, en cierto sentido, las opciones de cómo se puede desenvolver una comunidad, también puede desalentar algunas de las formas más letales de rivalidad. Eso es lo que se logró con el entusiasmo por las elecciones de abril de 1994. Los africanos acudieron a las urnas para decidir su futuro. Sin embargo, la historia de cómo los recursos —tierra, minas de oro, fábricas, fincas urbanas— habían acabado en manos de personas concretas, y las consecuencias de semejante reparto tan desigual, es una historia profunda, y una historia que no pasó página de repente aquel 27 de abril.

CADA ÁFRICA BUSCA SU LUGAR

Habitualmente, parece que África es una mezcla de lenguas y culturas variadas; de hecho, desde el mero punto de vista lingüístico, es el continente más diverso de la Tierra. Para empezar a vislumbrar qué es «África», se requiere una perspectiva histórica. Y ¿qué es lo que sale? En cuanto que masa terrestre, África va desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el Delta del Nilo, y abarca tanto a Marruecos como a Mozambique. Pero mucha gente dentro de ese espacio continental, lo mismo que la mayoría de americanos y de europeos, no lo considera un espacio compacto, y distingue claramente entre «África del Norte» y «África subsahariana» o «África negra». A menudo se asume la línea divisoria en términos raciales: África es el lugar de donde proceden los negros. El filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah ha planteado la cuestión de cómo concebir «África», si no se acepta que sea válido clasificar a la población mundial en grupos raciales —algo que los biólogos entienden que carece de base. Los africanos son tan diferentes entre sí como lo son de cualesquiera otras personas, y, solo al conceder al color de la piel la mayor importancia, se puede convenir que los africanos son una raza única.

Pero ¿se puede considerar a todas las personas que viven al sur del desierto del Sahara como un solo pueblo, ya que no una raza? ¿O el hecho de que aproximadamente un tercio de esta población sea musulmana significa que, después de todo, hay que clasificarla en el mismo grupo que sus allegados musulmanes del norte de África, en caso de que estos últimos se puedan o no percibir a sí mismos como africanos? ¿Acaso la pretendida fuerza de los lazos de parentesco entre los africanos, el respeto generalizado que pueblos como los zulús o los wolof conceden a los ancianos y a los antepasados, y la centralidad de las relaciones sociales cara a cara en los asentamientos rurales definen una colectividad cultural que constituye todo el continente, y la cual ha influido en las poblaciones de ascendencia africana en Brasil, Cuba y los Estados Unidos? ¿Y si lo que todos los africanos comparten entre sí es lo que también comparte la mayoría de las comunidades «campesinas»? ¿Lo que se denomina «cultura» en África, o en cualquier otro lugar, representa rasgos duraderos y compartidos, o patrones en constante adaptación a nuevas circunstancias?

Siguiendo a Appiah, se puede argumentar que la noción de África —y más en concreto, el África subsahariana— sí tiene realmente un significado; un significado histórico. A partir del siglo XVI, los traficantes europeos de esclavos comenzaron a emplear varios puertos africanos como puntos de compra de mano de obra esclava. Las características físicas de los esclavos servían como distintivos de quién, a una orilla del Atlántico, podía ser comprado, y quién, en la otra orilla, podía ser esclavizado.