Los conquistadores españoles

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V.

NUEVA ESPAÑA (1517-1519)

El relato de la caída de la civilización azteca ante los invasores españoles ha ocupado merecidamente un lugar preeminente en la imaginación popular, pues de cada página trasciende lo fabuloso, y, desde luego, muy pocos novelistas —o quizá ninguno— han concebido un argumento tan pletórico de incidentes o han llevado sus héroes a la victoria frente a mayor desproporción. Por otra parte, la existencia de la civilización de los aztecas —imperio organizado con ciudades construidas de piedra y rico en oro y piedras preciosas— conmovió al Viejo Mundo como cosa casi increíble.

PEDRO MÁRTIR

El pasaje arriba citado no proviene de alguna decorativa divagación histórica, sino de una sobria aportación científica a la arqueología mejicana. Prescott comenzó su famosa narración —que, con un siglo ya, se mantiene siempre nueva— haciendo notar que «el aniquilamiento de un gran imperio por un puñado de aventureros, considerado en todas sus exóticas y pintorescas manifestaciones, más parece novela que seria historia». Al intentar la descripción de «esta zambullida en lo desconocido y la lucha triunfante de unos cuantos españoles aislados contra una raza poderosa y avezada a la guerra»[1], el narrador se siente desde el principio sobrecogido de asombro.

Sin embargo, ninguna parte de la conquista se conoce mejor que ésta. El mismo Cortés nos cuenta su historia en cinco despachos[2] dirigidos al emperador Carlos V, y además, existen otros textos contemporáneos o basados en testimonios de la época. En 1552, cinco años después de morir Cortés, su capellán Gómara publicó su Historia de la Conquista de Méjico. Este libro, inspirado por Cortés, indignó vivamente a un veterano soldado de la conquista, Bernal Díaz del Castillo, porque Gómara, aunque relataba con claridad y esmero, atribuía todos los éxitos a su protector Cortés. Bernal Díaz, ya anciano y regidor de la ciudad de Guatemala, había vivido allí muchos años en paz, ayudado por sus vasallos indios, cuando comenzó a componer su Verdadera historia de los sucesos de la Conquista de Nueva España[3]. Esta recta obra, vivaz y convincente por su misma sencillez, es una de las más bellas narraciones de entre las escritas en todos los idiomas. El veterano tenía la memoria fiel de quien no lo espera todo de los documentos escritos; aún veía ante sus ojos las cosas que le habían sucedido. De sus camaradas cuenta: «Vivíamos como hermanos... como ahora los tengo en la mente y sentido y memoria, supiera pintar y esculpir sus cuerpos y figuras y talles y manos», y describe el color y las cualidades de cada uno de los 16 caballos —monstruos extraños para los mejicanos— que, aterrándolos con sus embestidas, trocaron repetidas veces una inminente derrota en una victoria.

Leer a Bernal Díaz es como oír el relato de alguno que, sin ninguna preparación literaria ni oratoria, poseyera el arte natural del novelista innato, la facultad de dar un sentido vital a todo lo que cuenta: las penalidades del cansancio, el hambre, las heridas, la fiebre, el peligro; los guerreros aztecas, tan vistosos con sus adornos con plumas en el cabello; la magnificencia fantástica de la corte de Moctezuma, el horror de los sacrificios humanos, la confusa y funesta pesadilla de la noche triste, el redoblar del gran tambor de piel de serpiente cuando los cautivos cristianos subían las escaleras de la pirámide para ser sacrificados, y la victoria final, contada sin una palabra de retórica o de triunfo, pero con la más intensa fuerza narrativa.

Díaz dice francamente lo que piensa de Cortés, censura las imprudencias y terquedades que en ocasiones tenía el caudillo, y le acusa de injusto en el reparto del botín y de las mujeres bonitas, así como que escribiese al emperador: «Hice esto. Ordené a uno de mis capitanes hacer aquello», en vez de reconocer el tanto de mérito de sus bravos compañeros. Pero, en general, habla Díaz con leal y cariñosa admiración del valiente capitán Hernán Cortés, que era el primero en poner la mano en cualquier tarea audaz; ponía gran cuidado en todo y era muy previsor. El viejo soldado cierra su Verdadera historia con un relato brillante y simpático del capitán y compañero que él había estimado y seguido.

La historia de Nueva España comienza cuando algunos hombres de la Española, entre ellos Bernal Díaz, cansados de padecer sin provecho y sin gloria el hambre y la peste, se procuraron un barco y abandonaron a Pedrarias, poniendo proa a Cuba. No hallando allí fortuna, se unieron a otros decepcionados y ambiciosos —un centenar en total—, y, con permiso y ayuda de Velázquez, se embarcaron en tres naves en busca de nuevas tierras, eligiendo jefe a Francisco Hernández de Córdoba, caballero capaz y valiente, según su amigo Las Casas. Tras salir del extremo occidental de Cuba, llegaron en febrero de 1517 a la costa del Yucatán. Aquí todo era nuevo para ellos. Les admiró el encontrar gente vestida de algodón teñido, cultivos de maíz, ídolos monstruosos cuidadosamente labrados y una ciudad torreada, construida de albañilería, tan exótica e imponente para sus ojos aún no habituados, que le pusieron el Gran Cairo. Su asombro estaba justificado. Habían tropezado con una cultura elaborada y artística, distinta de cuanto existía en el Viejo Mundo[4].

Pero donde quiera que desembarcaban o trataban de llenar sus pipas de agua, eran asaltados —tras breve muestra de amistad y algunos cambios de abalorios por oro— con chaparrones de flechas y piedras, pues los inteligentes y vigorosos mayas, aunque desconocedores del hierro y el bronce, y viviendo aún en la Edad de Piedra, no sólo eran expertos arqueros y honderos, sino también guerreros decididos nunca sojuzgados por los aztecas de Méjico, que habían dominado a los pueblos vecinos. En esta primera expedición sólo la mitad escasa de los expedicionarios pudo resistir para volver a Cuba, donde a los diez días murió Córdoba de sus numerosas heridas.

Velázquez, al ver las muestras de oro, preparó una segunda expedición, triple que la primera, al mando de su primo Grijalva, hombre de reconocida lealtad y prudencia, para establecer el tráfico con las nuevas tierras. En Campeche hubo una batalla y cayeron 13 españoles. En los demás puntos de su largo viaje costanero, desde el cabo Catoche hasta Tampico —una mitad de la playa caribe de la actual República mejicana—, se presentaron los nativos a Grijalva, en son de amistad, ofreciendo alimentos a los españoles y cambiándoles joyas de oro por cuentas de cristal, pues éstas eran las instrucciones del gran Moctezuma, el magnate azteca, que reinaba en una gran ciudad rodeada de agua salada, en una elevada planicie, más allá de las montañas occidentales, y que se consideraba señor de todos aquellos territorios.

Moctezuma había sabido de la llegada y las proezas de los barbudos hombres blancos durante el año anterior por medio de dibujos hábilmente pintados en paños, que veloces corredores le llevaban a su palacio, y ahora también le informaban de los movimientos de Grijalva. Los habitantes de la costa, señalando hacia el Poniente, dijeron a los españoles que el oro abundaba allá. Grijalva, establecido de esta manera el contacto con la gente de la costa, regresó a Cuba portador no sólo de muestras de oro, sino también de una descripción de la espantosa capilla ensangrentada de la isla de los Sacrificios, donde acababan de ser inmoladas a los dioses cinco víctimas humanas, cuyos corazones les habían arrancado.

Velázquez, molesto de que Grijalva, demasiado fiel a sus instrucciones, no hubiese intentado algo más, preparó una tercera expedición, poniendo a su frente a Hernán Cortés, alcalde de la ciudad de Santiago. Cortés había pasado una juventud alegre y despreocupada en la Universidad de Salamanca y en Medellín, su ciudad natal, donde escapó por milagro de una aventura amo rosa. En 1504 se embarcó para las Indias en busca de fortuna. Señalado por sus eficaces servicios en la «pacificación» de la Española y la galante audacia de sus asuntos amorosos, fue con Velázquez a Cuba como secretario; pero, siendo una persona agradable en sociedad y un compañero solicitado, dejaba a un colega el trabajo pesado de oficinas, mientras él se dedicaba a las aventuras sensacionales, que una vez le condujeron a la cárcel, otra vez a nadar para salvar la vida y, por último, a un matrimonio impremeditado, aunque, una vez casado, declaró a Las Casas que estaba tan satisfecho de su mujer como si hubiera sido la hija de un duque. Velázquez, que le había encarcelado, se reconcilió con tan agradable y animosa persona, fue padrino del hijo de Cortés y dio a éste el mando de la nueva expedición. Cortés poseía todas las condiciones de un caudillo, incluso una discreta independencia que no le comprometía. Un típico caballero español, de inquebrantable lealtad para con el rey; pero, conquistador típico a la vez, estaba decidido a no obedecer a nadie que no fuera el rey.

Velázquez comprendió este peligro y revocó la designación; pero ya era demasiado tarde. Cortés había levado anclas en Santiago y se encontraba en el otro extremo de la isla reclutando gente y almacenando víveres que no podía pagar. «A la mi fe, anduve por allí como un gentil corsario», decía luego a Las Casas. Sus hombres ya le querían, y Bernal Díaz asegura que habrían muerto por su caudillo. Con objeto de comprar un caballo para uno de sus capitanes, llamado Puerto Carrero, Cortés se arrancó un botón de oro de su ropa, pues ahora que era jefe llevaba hermosos vestidos y sombrero emplumado. Otros capitanes eran: el fuerte y ambicioso Pedro de Alvarado, el cual había mandado un barco cuando Grijalva y ahora seguía a Cortés con sus cuatro hermanos, llamados por los mejícanos, Tonatiuh (el sol), por su valor, belleza y gentiles modales, más tarde conquistador de Guatemala y destinado a un trágico fin; Cristóbal de Olid, maestre de campo, cuyo valor hubiera sido más eficaz acompañado de otro tanto de prudencia, luego ahorcado por rebelde en la conquista de Honduras; Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, notable capitán, el más joven de todos ellos, en quien más confianza y cariño puso Cortés; murió, aún joven, en Palos, cuando acompañó a Cortés a España.

 

En febrero de 1519 partió para la isla de Cozumel una escuadra de 11 barcos, llevando, aparte de 100 marineros, cerca de 500 voluntarios —entre ellos 32 ballesteros, 13 arcabuceros y también algunos negros y esclavos cubanos—; tenía siete cañones pequeños. Pedro de Alvarado, que alcanzó el primero la isla en un navío más rápido, había ahuyentado a los indios con su imprudencia característica, verificando un pequeño saqueo y haciendo algunos cautivos. Cortés le reprendió severamente, y devolvió lo que había sido robado, haciendo además regalos. Al día siguiente «andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado y mandó Cortés que no se les hiciese enojo alguno». Allí se les unió un extraño recluta, pero que fue bien recibido, el cual venía del Continente en una piragua; un hombre tostado por el sol, medio desnudo, con un canalete al hombro; por las apariencias un esclavo indio. Se presentó con las palabras «Dios y Santa María de Sevilla». Se trataba de un sacerdote español llamado Aguilar, que siete años antes se había escapado de la jaula en la que él y sus compañeros de naufragio eran engordados para la fiesta caníbal del sacrificio; luego fue esclavo de un cacique, y, como había aprendido la lengua maya, podía servirle de intérprete a Cortés. Después de explicar a los isleños un compendio de la religión cristiana, Cortés bordeó la costa continental, llevando con él tan valioso compañero.

Al desembarcar en Tabasco, los indígenas le eran hostiles; entonces se les leyó e interpretó tres veces la «requisitoria» por medio de Aguilar, sin lograr nada con ellos. Tras algunas escaramuzas, una masa de muchos miles de indios avanzó dispuesta al ataque. Iban armados con hondas, arcos, lanzas, jabalinas lanzadas con disparadores y un arma que los españoles llamaron montante, «espada a dos manos». Estaba formada por una hoja de espada de unos cuatro pies de longitud, a cada uno de cuyos lados había una muesca provista de piedra obsidiana, cortante como una navaja de afeitar, aunque se embotaba después de unos cuantos mandobles. Todas las tribus de Nueva España —tlaxcaltecas, aztecas, guatemaltecas y otras— estaban entrenadas en el manejo de estas armas y lanzaban sus proyectiles, piedras redondas, jabalinas y flechas con perfecto tino. La mayoría de las jabalinas, flechas o lanzas, eran sólo de madera puntiaguda endurecida al fuego, pero algunas tenían la punta de hueso o de piedra afilada. Como armas defensivas usaban los indios escudos circulares de madera o se protegían con jubones de algodón acolchado; estos últimos fueron adoptados por los españoles, muy pocos de los cuales tenían cotas de malla. Los españoles sufrieron muchas heridas combatiendo, sobre todo por las piedras que arrojaban las hondas con gran fuerza y precisión; pero en las largas luchas que siguieron no cayeron muchos en los campos de batalla, y es evidente que las armas indígenas no podían enfrentarse con el acero de las espadas, lanzas y dardos de las ballestas, además de unos cuantos arcabuces y las balas de piedra que arrojaba el cañón. Además, los indios carecían de estrategia: si uno de sus jefes caía, sus seguidores solían dispersarse; y los guerreros indios, cuando entraban en batalla con sus nutridas filas, no ansiaban matar a los enemigos sino cogerlos vivos para el sacrificio ritual.

Díaz, describiendo la batalla de Tabasco, habla de grandes masas que cubrían la llanura. «Se vienen como perros rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta flecha y vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros... y no hacían sino flechar y herir... y nosotros con los tiros y escopetas y ballestas no perdíamos punto de buen pelear... Mesa, nuestro buen artillero, con los tiros mataba muchos de ellos, porque eran grandes escuadrones... y con todos lo males y heridas que les hacíamos no los podíamos apartar... y en todo tiempo Cortés con los de a caballo no venía y temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre... Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silvos y gritos, y echaban tierra y paja en lo alto porque no viésemos el daño que les hacíamos y tañían entonces trompetas y trompetillas, silbos y voces, y decían ala lala.

»Estando en esto, vimos asomar los de a caballo; y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, nos miraban tan de presto los de a caballo, que venían por las espaldas; y como el campo era llano y los caballeros buenos jinetes, y algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dándoles tan buena mano, y alanceando a su placer... dimos tanta priesa en ellos, los de a caballo por una parte y nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas. Aquí creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces... se acogieron a unos montes que allí había... enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos con el unto del indio y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.»

Cortés hizo seguir su victoria de amigables negociaciones, y así por una combinación de firmeza y espíritu conciliador, indujo a los jefes indios a tomar por lo mejor su derrota, aceptando la paz y proveyendo de víveres a los vencedores. La paz fue confirmada por una exposición de la fe cristiana, por la instalación de un altar con la cruz y la imagen de la Virgen y el Niño, por la celebración pública de la fiesta del Domingo de Ramos y por las ofrendas de los indios sometidos —adornos de oro y 20 mujeres indias, las cuales fueron debidamente bautizadas—. Una de esta mujeres, llamada por los españoles doña Marina, señora de noble linaje azteca, había sido vendida como esclava a los mayas en su juventud por una madre cruel. Al observar que hablaba tanto la lengua maya como la azteca, Cortés la tomó a su cargo. Aguilar interpretó a la mujer las palabras de Cortés y ella a su vez las tradujo a los aztecas. Desertora de su pueblo —si es que en verdad debía alguna fidelidad a los aztecas que la vendieron como esclava a los mayas—, esta valerosa e inteligente mujer sirvió a su señor y amante con devota lealtad, y le dio un hijo.

Siguiendo la costa del Oeste y al Noroeste, la flota entró en la ensenada de San Juan de Ulúa. El Viernes Santo de 1519 la tropa acampó en la playa, y allí oficiaron la celebración de la Pascua de Resurrección dos capellanes, el padre Olmedo y el padre Díaz, en presencia de los indígenas. Cuatro meses permanecieron en las inmediaciones de la costa, no en el mismo lugar, pues en él murieron de fiebre 35 hombres. Durante aquellos cuatro meses conquistaron para España dos extensas provincias, sin haber hecho un disparo, y se edificó una ciudad fortificada para mantener el dominio del territorio.

[1] A. P. MAUDSLAY.

[2] El primero de ellos procedía de la municipalidad de Veracruz, pero fue, sin duda alguna, escrito por Cortés, el cual le añadió una carta suya, que se ha perdido, dirigida al emperador. Entre el primero y el segundo despacho hay un vacío que se llena con otros relatos. (Véase HERNÁN CORTÉS: Cartas de relación de la conquista de Méjico. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.)

[3] BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO: Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.

[4] Es raro que antes de esta fecha no se hubiera sabido nada en Cuba ni en Santo Domingo sobre la costa del Yucatán. Si algún explorador desconocido llevó noticias de aquellas tierras, sus informes no dejaron huella. El señor Medina ha probado en su biografía de Salís que es un mito el supuesto viaje de Pinzón y Salís a lo largo de aquella costa en 1506. En 1513, un barco que conducía a un emisario de Balboa desde Santo Domingo a España naufragó en la costa del Yucatán, pero nada se supo acerca de este naufragio en las colonias españolas. La primera noticia se tuvo en España a fines de 1517, y uno de los ministros flamencos de Carlos solicitó la concesión del nuevo territorio. El emperador se lo prometió, pero hubo de rescindir su promesa verbal ante la protesta de Diego Colón. que se hallaba entonces en la Corte.

VI.

LA MARCHA SOBRE MÉJICO (1519-1520)

Y Cortés dijo: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos.»

BERNAL DÍAZ

Que una partida de aventureros armados —sólo hombres— inaugurase tan audaz empresa con la fundación ceremonial de una municipalidad organizada, puede parecer un procedimiento caprichoso. Sin embargo, para el español, imbuido de la gran tradición de los municipios medievales españoles, la forma constitucional adecuada para asegurarse la permanencia de su obra era el establecimiento, al comienzo, de una ciudad. Los hombres de Cortés no estuvieron, sin embargo, unánimes: los partidarios de Velázquez querían volver a Cuba, mientras que sus capitanes y adictos estaban decididos a seguirle a donde fuera. Éstos, de acuerdo con Cortés, pidieron que se edificara una ciudad para tomar posesión de tierra tan rica. Habiendo recibido seriamente esta petición después de mostrar una discreta deferencia hacia los partidarios de Velázquez, llevó a cabo la comedia de dejarse fiscalizar por sus propios soldados, y al efecto nombró regidores y dos alcaldes. El municipio constituido de esta manera nombró a Cortés gobernador y comandante de Nueva España.

Esta audaz combinación vino a ser un burlesco círculo vicioso, puesto que Cortés fue elegido por las autoridades que él mismo había nombrado; pero las personas interesadas no vieron nada anómalo en el hecho de que un organismo cívico, cualquiera que fuese su formación, asumiera una amplia autoridad; y el municipio de la ciudad de Villa Rica de Veracruz contó estos trámites legales en un despacho[1] enviado al rey por medio de dos procuradores, representantes de la ciudad recién fundada. Cortés legalizó en esta forma su situación, que ahora no dependía ya de Velázquez, sino sólo de la corona. Demostró tener singulares dotes para el caudillaje persuadiendo a todos sus hombres para que renunciaran al botín con objeto de mandarle así al rey un argumento convincente en apoyo de sus pretensiones.

Entonces hicieron ceremoniosamente el trazado del plan rectangular de la ciudad, con su plaza central. Colocaron en la plaza el rollo que simbolizaba la justicia y, más allá, una horca. Se marcaron solares para la iglesia, el cabildo y la cárcel. Cortés fue el primero en acarrear piedra para los muros y en cavar los cimientos. Pero el trabajo estuvo a cargo de los labradores indios de la vecindad.

Mientras tanto, las relaciones con los indígenas costaneros eran amistosas; y del «gran Moctezuma» (como siempre le llama Díaz) vinieron mensajeros que incensaron a los extranjeros con incienso de copal y les ofrecieron regalos —paños de algodón, mantos de vistosas plumas tornasoladas, adornos de oro bellamente trabajados, «una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino..., y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores»—. Esta sensacional seguridad de la existencia de tesoros no era precisamente lo más a propósito para que se cumplieran los deseos de Moctezuma, repetidamente expresados en sus mensajes, de que no fueran a Méjico. Las circunstancias favorecieron a los invasores, pues era tradición corriente entre los aztecas que su benéfico dios tutelar Quetzalcóatl, después de enseñar a sus antepasados las artes de la vida, había marchado al Oriente, prometiendo regresar algún día. A este dios lo representaban como un hombre alto y barbado de hermoso cutis; así, cuando —en una época que venía bien con la profecía[2]— llegaron en casas flotantes hombres blancos con barbas, que domaban ciervos gigantes (caballos) y lanzaban el trueno y el rayo, Moctezuma, sacerdote y augur a la vez que rey, temió o casi creyó que el dios, acompañado por otros teules (seres sobrenaturales), había venido a reclamar sus derechos sobre aquellas tierras y que su propio trono estaba en peligro. De aquí su vacilación entre el terror sumiso y la alarma indignada; de aquí las ofrendas propiciatorias y los mensajes urgentes pidiendo que no se dirigieran a Méjico.

 

Además, el dominio de los aztecas, los cuales, partiendo del alto valle de Méjico, habían conquistado el territorio hasta ambos océanos, era una tiranía opresora y odiada. Las tribus de las costas caribes sufrían la conquista reciente, y, recordando sus tiempos de libertad, se quejaban de que los recaudadores de Moctezuma se apoderaban de todos sus bienes y se llevaban a sus muchachos y doncellas para sacrificarlos a los dioses aztecas. Y, sin duda, el tributo pagado en especie debía de ser una carga intolerable para un país que no poseía bestias de carga y tiro, en el que la rueda era desconocida hasta que apareció el cañón de Cortés. Así, sólo se cultivaban los huertos a mano, con utensilios de piedra, madera o cobre blando. Las espaldas de los hombres sustituían a las carretas, y los cereales exigidos por Moctezuma habían de traerse a través del calor tropical y el frío de las grandes alturas en un viaje de muchos días.

Las tribus subyugadas se afanaban, minando sus propias fuerzas, para mantener tres lujosas cortes reales y una ociosa aristocracia guerrera, pues el sistema político azteca se componía de tres reyes confederados que gobernaban desde tres ciudades, a saber: la isla-ciudad de Tenochtitlán-Méjico[3] y las dos ciudades que se hallaban al Este y al Oeste en el territorio adyacente. Cada rey gobernaba en su ciudad y en las cercanías, pero Moctezuma, señor de la ciudad insular, predominaba sobre los tres: era el supremo jefe militar y soberano de los territorios sometidos, que le tributaban. Un tributo singularmente gravoso debe de haber sido el del cacao, que sólo se daba en la costa tropical y había que traerlo a Méjico en grandes cantidades dedicadas a la preparación de una bebida reservada para los nobles y los sacerdotes; las semillas del cacao llenaban un gran almacén de la ciudad imperial.

Cortés, encantando con estos agasajos, visitó la ciudad de Cempoala, capital de la tribu Totonac*. El cacique de la ciudad estaba demasiado grueso para salir a su encuentro a darle la bienvenida; pero fueron a recibirle multitudes que lo condujeron por las calles, cubierto de flores, hasta el lugar en que el cacique se hallaba en pie, sostenido por dos criados, para saludar a los misteriosos y poderosos extranjeros. A Cortés se le presentó la oportunidad en Cempoala y en una ciudad cercana: cinco señores aztecas magníficamente vestidos, aspirando con arrogancia el perfume de las rosas que traían en las manos, llegaron —acompañados por una tropa de servidores y portadores de abanicos que les libraban de las moscas—, para exigir los tributos y 20 jóvenes de ambos sexos con destino al sacrificio, para expiar la buena acogida dispensada a los extranjeros sin recibir órdenes de Moctezuma. Cortés convenció a sus nuevos amigos, que al principio temblaron de miedo, para que se negaran al pago y encarcelaran a los recaudadores. Sin embargo, les contuvo en sus lógicos deseos de sacrificar y devorar a los cinco señores aztecas, y él mismo soltó secretamente a los prisioneros —primero dos y luego los tres restantes—, pidiéndoles que comunicaran al rey Moctezuma que Cortés era amigo suyo y que había salvado a sus súbditos. Toda la provincia de la tribu Totonac —que contenía unas 20 «ciudades»— se sublevó contra Moctezuma y se confió a la sabiduría y al poder de aquellos seres semidivinos.

* Cfr. mapas nn.4 y 5.

Cortés se había asegurado, con su astuta conducta, aliados activos y sumisos que le proveían de víveres y servidores, así como de un equipo de cargadores que los españoles necesitaban urgentemente para transportar los equipajes y la artillería. El «cacique grueso» trató de valerse de sus nuevos aliados en contra de una tribu enemiga —los feudos hereditarios y la guerra intermintente eran la situación normal del país—; pero Cortés insistió en reconciliar a los enemigos y añadió así otra provincia y otra veintena de «ciudades» a los que renegaban de Moctezuma y aceptaban el señorío del emperador Carlos. El cacique de Cempoala, en prueba de más estrecha amistad, presentó a los capitanes españoles ocho damiselas bellamente ataviadas, servidas por criadas. Estas mujeres fueron debidamente bautizadas; pero Cortés, confiando excesivamente en la nueva amistad, estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando derribó violentamente, en presencia de los jefes del pueblo, que lloraban y amenazaban, los repugnantes ídolos a los que diariamente se ofrecían sacrificios humanos. En cada ocasión que le fue posible mostró este mismo celo por las cosas de la fe, refrenado a veces por los prudentes consejos del capellán, padre Olmedo ; la misa se celebraba donde quiera que podía obtenerse vino, y en sus vibrantes alocuciones a los soldados, siempre les recordaba Cortés que eran campeones de la cruz. Nadie tenía la menor duda de que sojuzgar a los paganos y esparcir el cristianismo eran deberes meritorios, y Cortés, aunque le disgustaban sinceramente la carnicería y la destrucción, no retrocedía ante los procedimientos violentos cuando parecían necesarios para una causa tan sagrada.

Ganada ya la región costanera, Cortés estaba dispuesto a marchar sobre Méjico y apoderarse de todo el país por medio de sus mismos habitantes. Por lo pronto, se cortó toda retirada por un acto de audaz confianza que se ha grabado en el pueblo español más que cualquier otra hazaña del conquistador. Mandó destruir todas las naves. Este golpe espectacular y decisivo no sólo forzó a los recalcitrantes a seguir adelante, sino que añadió al reducido ejército los 100 marineros que tripulaban los barcos, refuerzo muy conveniente. Los aparejos, las velas y piezas de metal fueron almacenadas en tierra; luego habían de prestar grandes servicios.

En la guarnición de Veracruz quedaron 150 hombres, y a mediados de agosto de 1519, el ejército español, de 15 caballos y unos 400 de infantería, emprendió la marcha hacia Occidente, acompañado de 200 cargadores indios que arrastraban a los seis pequeños cañones y 40 nobles de Cempoala con sus tropas; 1.000 cempoaltecas en total[4]. Tres meses duró la marcha hacia Méjico a través de 200 millas de terreno montañoso y volcánico. Durante estas doce semanas las tribus que salían al paso de los españoles quedaban amigas o sometidas por las armas o por la diplomacia y singulares cualidades personales de Cortés. Al subir de la tórrida costa tropical a las regiones templadas eran recibidos amistosamente en los lugares que cruzaban y les suministraban víveres, hasta que llegaron, tras quince días de marcha, a un sólido muro que protegía la frontera del pequeño estado independiente de Tlaxcala, cuya población guerrera nunca se había sometido a la soberanía azteca; aunque, estando cercados por los vasallos de Moctezuma, no podían tener sal —producto del lago salado de Méjico— ni algodón, que sólo crecía en la cálida región costera, Moctezuma ni siquiera deseaba su completa sumisión, puesto que la guerra crónica con Tlaxcala era excelente ocasión para que sus soldados se entrenaran y para obtener víctimas que sacrificar a sus dioses.

La breve pero violenta campaña de Tlaxcala, con sus estremecedores peligros y su extraño desenlace, que facilitó a Cortés los medios para apoderarse de toda Nueva España, tiene en sí elementos suficientes para una patética narración; aquí nos bastará un mero resumen. El estrecho paso a través del muro fronterizo estaba indefenso, y Cortés, esperando conseguir el paso libre por el territorio tlaxcalteca, envió mensajeros de paz. La respuesta fue que matarían a esos teules y comerían su carne. La lectura de la «requisitoria» no produjo efecto, y después de algunas escaramuzas, el pequeño ejército español se encontró cercado por una enorme masa armada con hondas, arcos, lanzas, jabalinas, y para el cuerpo a cuerpo, los montantes, que han sido ya descritos. Pero los españoles se arrojaron, disparando, sobre la densa multitud, y los caballos, aunque murieron dos, cumplieron briosamente los 13 restantes su tarea. Cuando cayeron ocho capitanes indios, el combate se debilitó y el enemigo emprendió la retirada.

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