Los conquistadores españoles

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IV.

EL MAR DEL SUR

¡Al Sur! ¡Al Sur!

T. A. JOYCE

La extraña y emocionante historia del descubrimiento de estas grandes islas, dotadas de fantástica belleza y maravillosa fertilidad, excita la imaginación; sin embargo, la historia de las islas es casi prosaica si la comparamos con las vicisitudes y aventuras de la conquista del Continente[*]. En 1509 concedió la corona dos autorizaciones: una a Ojeda, que iba a colonizar lo que hoy es la costa septentrional de Colombia, y otra asignando la tierra comprendida entre el istmo y el cabo Gracias a Dios (esto es, aproximadamente los actuales países de Panamá, Costa Rica y Nicaragua) a Diego de Nicuesa, a pesar de las protestas del almirante Diego Colón, que reclamaba aquel territorio descubierto por su padre como perteneciente a su jurisdicción. Nicuesa era un hidalgo enriquecido en las minas de oro de la Española. Se había educado de paje de un tío del rey y era «persona muy cuerda y palanciana», dice Las Casas, y «graciosa en decir, gran tañedor de vihuela, y sobre tocio gran jinete, que sobre una yegua que tenía... hacía maravillas... era uno de los dotados de gracia y perfecciones humanas que podía haber en Castilla». Gastó en la empresa toda su fortuna, además de mucho que tomó prestado.

Ojeda se embarcó en noviembre de 1509 con 300 hombres y 12 yeguas. Nicuesa partió pocos días después, llevando seis caballos y unos 700 hombres, pues su atrayente personalidad, junto a la fama dorada de que gozaba Veragua desde el último viaje de Colón, arrastró muchos reclutas para esta segunda expedición. El caballo era aún desconocido en el Continente y sus habitantes se aterraban al verlo. De los 1.000 hombres o más que se lanzaban así, en dos grupos, en busca de fortuna, sólo conservó la vida un centenar escaso al cabo de unos cuantos meses. Unos cayeron en las luchas; otros en algún naufragio; otros, envenenados por las flechas que lanzaban salvajes emboscados en la selva. Pero en su mayoría murieron simplemente por el hambre y las penalidades. Esta tragedia era el prólogo del descubrimiento del mar del Sur y de la conquista de medio Continente.

Ojeda ancló en la amplia bahía donde después se levantó la ciudad de Cartagena. Al momento desembarca con 70 hombres para atacar a los indios, pero su imprudente confianza recibió un duro golpe; sólo él y un compañero lograron burlar a la muerte en la huida, gracias a su agilidad de pies y a su habilidad usando el escudo, que mostró las señales de 23 flechas, mientras que el resto de la compañía, entre ellos Juan de la Cosa, fueron alcanzados por las flechas envenenadas y murieron delirando. Después de tomar una feroz venganza de los habitantes, Ojeda estableció un puesto al oeste del golfo de Uraba; pero sus hombres, aparte de las víctimas causadas por las flechas, se morían de hambre. Por su audacia imprudente él mismo cayó en una emboscada, y una flecha envenenada le atravesó un muslo. Esta vez salvó su vida cicatrizando la herida con hierro candente, amenazando al médico con ahorcarlo si no le aplicaba este terrible cauterio.

Sus acompañantes, menguados diariamente por la muerte, se salvaron de una extinción total por la llegada casual de un barco pirata tripulado por los desertores de la Española, que lo habían robado. Ojeda marchó con los piratas en busca de ayuda, dejando de jefe a un fornido soldado llamado Francisco Pizarro, hasta que su lugarteniente, el letrado Fernando de Enciso, llegase con refuerzos. Después de extraordinarias penalidades, llegó Ojeda a la Española, donde vivió un año más en la pobreza, pero siempre lleno del mismo indomable valor y atemorizando a cualquier agresor de capa y espada.

Enciso, al llegar con los refuerzos y provisiones, tomó en un principio a Pizarro y sus compañeros sobrevivientes por desertores del grupo principal. Entre los recién llegados venía un polizón, Vasco Núñez de Balboa, quien para escapar a sus acreedores de la Española se había ocultado a bordo de uno de los barcos de Enciso, dentro de un tonel vacío. Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, proporcionado, fuerte, inteligente, enemigo de toda ociosidad y muy resistente para el trabajo y el cansancio. Su energía, su capacidad y su conocimiento del terreno —pues ya había visitado esta costa con Bastidas— le hicieron destacar pronto, ya que el bachiller Enciso, aunque oficial estimable, fiel cumplidor de la ley y notable luego por una valiosa obra sobre la geografía de las Indias, dio pruebas de no estar tan capacitado para la tarea de mandar, en un país salvaje, a una compañía de aventureros famélicos y desesperados, ellos también reducidos al salvajismo por la necesidad, el peligro, el cansancio y los primitivos alrededores.

Balboa condujo por mar a sus compañeros hasta un lugar del Darién, «muy fresca y abundante tierra de comida y la gente della no ponía yerba en sus flechas». Todos estuvieron de acuerdo en que Balboa fuera el alcalde de una «ciudad» recién fundada, que recibió —cumpliéndose con este bautizo un voto— el nombre de Santa María la Antigua, pero fue conocida por lo común con el nombre de Darién. No tardó en hallarse un pretexto para desposeer de su autoridad a Enciso, que protestó inútilmente, arrestarlo y enviarlo a España, donde había de contar su caso a la corte, de lo que se derivarían luego trágicas consecuencias para Balboa.

Entretanto, a Nicuesa y sus hombres no les faltaba ninguna tribulación ni adversidad —disensiones, naufragios, agotamiento, enfermedad, inanición—. Un capitán, enviado con un barco para salvar a Nicuesa, le halló abrasado de sed, extenuado de hambre y de espantoso aspecto. Fue conducido con los 40 hombres que le quedaban a Darién, que, según la real licencia, caía bajo su jurisdicción. Aquí, acusado de asumir su autoridad con miras ambiciosas, le embarcaron con unos cuantos tripulantes y escasas provisiones, y nunca más se volvió a saber de él.

Balboa, ejerciendo ahora el mando, capitán general y gobernador interino, pendiente del capricho real, demostró señaladas condiciones de caudillo. Tomó como base su cuartel general de Darién y re corrió en sus bergantines 25 leguas al Oeste, sojuzgando o atrayéndose las tribus costaneras y haciendo incursiones tierra adentro o remontando los ríos en busca de alimentos, oro, esclavos y poder. Aplacó las revueltas de los españoles contra su autoridad con su tranquila astucia, su habilidad para sacarlos de cada dificultad y peligro, su espíritu de justicia al repartir el botín y lo mucho que cuidaba a sus hombres. «He ido adelante por guía y aun abriendo los caminos por mi mano», dice Balboa al rey en una carta. Consiguió ascendiente sobre los indios por una combinación de fuerza, terror, espíritu conciliador y diplomacia. Nos dice mucho sobre sus métodos el que, como a Cortés diez años después, en Cholula, le denunciase una muchacha india que tenía en su casa la conspiración tramada por los nativos para acabar con los españoles. Se casó con la hija de un jefe indio llamado Careta, al cual había derrotado en un a batalla y luego auxiliado en sus guerras contra otras tribus, asegurándose así valiosos aliados y dominando aquellas regiones con ayuda de los mismos habitantes. Su suegro Careta y otro jefe notable llamado Comogre, incluso aceptaron el bautismo y recibieron en la pila nombres cristianos. Métodos más rigurosos empleados en otros casos le valieron súbditos sumisos y esclavos. Llegaron provisiones; sembraron maíz, y sus hombres, reforzados por 450 más procedentes de la Española y España, llegaron a habituarse al género de vida del explorador de las tierras tropicales. Se recogió mucho oro, sobre todo el atesorado en adornos, regalado, o dado a cambio por los indios amigos, y obtenido a la fuerza y por el tormento de los demás. Balboa poseía un perro llamado Leoncillo, hijo del famoso Becerrillo, dotado de la misma habilidad para traer gentilmente por la mano a un fugitivo o destrozarlo si resistía. Leoncillo recibía la parte de un arquero en todo botín, y ganó para su amo mucho oro y esclavos.

En una extensa carta dirigida al rey, documento interesante y característico, fechado en 1513, Balbo a habla de «grandes secretos de maravillosas riquezas», que había descubierto, pero «teníamos más oro que salud, que muchas veces... holgaba más de hallar una cesta de maíz que otra de oro... muchas y mu y ricas minas... lo he sabido en muchas maneras, dando a unos tormento y a otros por amor y dando a otros cosas de Castilla». Solicita 1.000 hombres aclimatados de la Española, armas, provisiones, carpinteros de buques y materiales para construir un astillero. Por último pide que no le envíen letrados, «porque ningún bachiller acá pasa que no sea diablo... hacen y tienen forma por donde hay mil pleitos y maldares».

Balboa, quizá con justicia, habla de su política humanitaria para con los indios, y en una carta posterior (octubre de 1515) la hace contrastar con las crueldades brutales e impolíticas de otros capitanes, que luego causaron la rebelión de todo el país. Pero, por otra parte, aconseja que a una tribu de caníbales o tenidos por tales se les queme vivos, tanto jóvenes como viejos, y para evitar las fugas de esclavos, sugiere que debe trasladarse a los indios desde Darién a las Antillas y traer a otros de éstas a Darién, ya que, arrancados a su suelo patrio, no podrían escaparse. La compasión de un polizón aventurero, que quizá nunca fue muy susceptible, es fácil de embotar con el constante sufrimiento y peligro, y con ver cada día cómo perecían de hambre compañeros suyos. El incendio, la mutilación, el descuartizamiento, el apaleamiento hasta la muerte, todo ello en público, eran castigos corrientes en Europa, y Balboa pudo sin escrúpulo quemar o torturar a un indio, o arrojarle a los perros salvajes que acompañaban a los españoles en todas sus empresas. «Los aventureros españoles en América —dice John Fiske— necesitaban todas las concesiones que la caridad pueda hacerles», y Helps pide al lector que se imagine «qué sería de él si formase parte de una de estas compañías que luchaban en un clima feroz, soportando miserias que no pudo imaginar, perdiendo gradualmente sus hábitos civilizados, haciéndose cada vez más indiferente a la destrucción de la vida —de la vida de los animales, de sus adversarios, de sus compañeros, aun de la suya propia—, conservando del hombre la destreza y la astucia, y haciéndose cruel, atrevido y rapaz, como la bestia más feroz de la selva».

 

Un dramático incidente dio lugar a un nuevo avance. Estaban los españoles pesando las ofrendas de oro en la puerta de la casa de Comogre, cuando el hijo de éste golpeó de pronto las balanzas, esparciendo el oro, y, señalando al Sur, exclamó que en aquella dirección se hallaba un mar y una región más rica en oro que España lo era en cobre; pero, según afirmó, la conquista de aquella región requeriría 1.000 hombres. Balboa decidió llegar a aquel otro mar del que había oído hablar. Con informes exactos de sus amigos indios se embarcó en Darién y navegó al Oeste, hacia la parte más estrecha del istmo —que en este lugar sólo tiene 60 millas de anchura (o menos, si fuera posible atravesarlo en línea recta)—, pero eran 60 millas de terreno montañoso y quebrado, obstaculizado por ríos y pantanos, cubiertos de selva densa, apartado de los lugares de aprovisionamiento y albergando hostiles tribus indias. Balboa se internó al Sur con guías y servidores indios y 190 españoles. Por lo menos dos veces encontró obstruido el camino por tribus indias enemigas; sin embargo, el explorador se proponía la paz, y mediante una combinación de fuerza y diplomacia se abrió paso o convirtió en amigos a los enemigos.

Al aproximarse a la cumbre, desde la cual, según le habían asegurado, se divisaría el mar, se adelantó solo. Desde la altura abarcó con la vista un nuevo Océano que se extendía ante él, y, arrodillándose, levantó las manos al cielo en acción de gracias; entonces hizo señas a sus compañeros para que se acercaran, y, tras un segundo acto de devoción en común, dijo haber llegado el fin y consumación de todos sus trabajos. Había resuelto la principal incógnita de las nuevas tierras, y la fecha, 25 de septiembre de 1513, precisamente veintiún años después del primer desembarco de Colón, es el segundo hito en la historia de los conquistadores.

Después de cortar ramas en señal de toma de posesión, levantar una cruz y un pilar de piedras y grabar en los árboles el nombre del rey, siguió Balboa más al Sur. Pasados algunos días desembarcó en la playa del golfo de San Miguel; allí se adentró en el agua salada hasta la cintura, armado con el escudo y la espada desenvainada, y erguido entre las olas del mar recién descubierto, elevó el estandarte de Castilla e hizo testigos a sus acompañantes de que tomaba posesión de aquel mar y de todas las provincias y reinos adyacentes en nombre de los soberanos castellanos. Aquel mar era el Océano Pacífico.

Con riesgo de su vida, se embarcó Balboa en frágiles canoas sobre las aguas encrespadas. Encontró una rica pesquería de perlas y reservó las mejores para enviarlas al rey con una remesa de oro y la noticia de su descubrimiento. Tras unos cinco meses de ausencia, regresó a Darién cargado de riquezas, orgulloso y rebosante de valor, no habiendo dejado en los países que cruzó sino indios amigos o pacificados. Oviedo, que conocía a Balboa y sus hazañas, da los nombres de 20 jefes indios, cuya alianza se había agenciado en el transcurso de su gobierno; el total era de 30 reyezuelos aliados.

Los mensajeros enviados por Balboa a España, que llevaban el oro y las perlas que evidenciarían sus servicios y su gran descubrimiento, llegaron demasiado tarde a la corte para poder prevenir una tragedia que se estaba incubando. El rey, al recibir las acusaciones de Enciso sobre el proceder de Balboa, había nombrado gobernador de Darién a Pedro Arias de Ávila, llamado corrientemente Pedrarias, hombre ya viejo, afamado por su discreción y sus leales servicios en muchas guerras. Los poderes ilimitados en tierra salvaje debieron endurecer su carácter, pues se le conocía después por furor domini. Cuando los enviados de Balboa fueron al rey con las elocuentes ofrendas de que eran portadores, el rey estuvo dispuesto a revocar el nombramiento de Pedrarias, pero fue disuadido por Fonseca. Sin embargo, accediendo a la petición de hombres que hacía Balboa, ordenó Fernando que acompañaran al nuevo gobernador 1.200 soldados pagados; pero las fábulas del oro —se decía que el oro se sacaba del agua con redes— atrajeron a tantos voluntarios, además de los 1.200 a sueldo, que fue necesario poner un límite —1.500 a la compañía de Pedrarias, que, según se decía, era la compañía más brillante que saliera nunca de España—. Más de 500 de ellos murieron de hambre o de modorra a poco de haber desembarcado en la tierra de promisión; así lo cuenta Oviedo, que acompañaba a la expedición como oficial real. Se consumían de hambre caballeros ataviados de seda y brocados, comprados como alegre equipo para las guerras italianas, incongruentes en el salvajismo de estas tierras extrañas.

Los mensajeros que se adelantaron para anunciar a Pedrarias esperaban hallar a Balboa rodeado de boato oficial. Le encontraron vestido como un labrador y ayudando a sus indios a colocar el techo de paja de su casa.

Aunque sustituido en el gobierno general, Balboa fue nombrado por el rey adelantado del mar del Sur y gobernador de dos provincias costaneras. Dos años se mantuvieron las relaciones amistosas entre ambos; Pedrarias, como prueba de que las rencillas desaparecían y se unían las fuerzas, hasta dio su hija en matrimonio a Balboa, estando ella en España, y desde entonces se dirigió a él como a hijo suyo, empleando el lenguaje de un suegro afectuoso; pero la situación seguía siendo difícil. Balboa escribió al rey, dieciséis meses después de la llegada de Pedrarias, protestando con vehemencia de que su obra estuviera siendo destruida por las desoladoras crueldades perpetradas sobre sus leales aliados por los capitanes de Pedrarias. Entretanto, Balboa quiso continuar su obra navegando por el mar del Sur y descubriendo las ricas tierras que lo bordean.

Desde Acla, puesto establecido por Pedrarias en la costa septentrional de la parte más estrecha del istmo, condujo Balboa hasta el mar del Sur los materiales para cuatro bergantines; trabajo que costó la vida a muchos indios. Se construyeron los cuatro bergantines; Balboa esperaba sólo hierro y resina que habían de traerle de Acla a través del istmo, cuando recibió una citación de Pedrarias. Obedeció al momento ; a la mitad del camino, en su viaje al Norte, encontró a Pizarro, que venía a detenerlo. Pedrarias creyó o alegó que Balboa, en una indiscreta conversación oída y contada por un delator, había mostrado propósitos traicione ros.

El descubridor del mar del Sur fue procesado, condenado a muerte y ahorcado con otros cuatro. Pedrarias no formó parte del tribunal que juzgó a su yerno, pero delegó la tarea en debida forma al alcalde del lugar, Gaspar de Espinosa, el cual se había distinguido por su repugnante barbarie en la caza, matanza y doma de los indios. Por un notable cambio de fortuna, los barcos que Balboa hacía construido en el Pacífico sirvieron ahora para que Espinosa explorase, en una expedición al Oeste, las costas de las tierras no conquistadas.

La muerte de Balboa fue un desastre. Aunque no era indulgente con los indios, deseó, luego de inflingir la primera lección cruel, rodearse de súbditos satisfechos y amigos. Era otra clase de hombre, más noble que Pizarro, y si le hubiera sido dado conquistar el Perú, hubiera tenido aquella conquista más felices consecuencias. «De aquella escuela de Vasco Núñez —dice Oviedo— salieron señalados hombres y capitanes para lo que después ha sucedido.» De todos modos, él es el segundo de los cuatro grandes caudillos que entregaron a España el Nuevo Mundo: Colón, Balboa, Cortés y Pizarro.

En un aspecto, puede decirse que el nombramiento de Pedrarias marcó un hito en la historia de la conquista, pues se intentaron señalar los límites del poder real sobre los indios, tanto para aquel como para los que siguieran. Recibió instrucciones escritas sobre el trato humanitario y político a los nativos, que ya no iban a ser atacados, salvo que fueran ellos los agresores, o que se negasen a someterse pacíficamente. Los indios tenían que ser repartidos o encomendados como esclavos a los conquistadores españoles, pero cuidándose del buen tratamiento y siéndoles regulado un trabajo moderado, sin que su vida doméstica se viera perturbada y dejándoles cultivar su propia tierra. Había que esforzarse en lograr su conversión, a cuyo objeto se nombró un obispo para la diócesis de Darién, asistido por un grupo de clérigos. Se envió también a Pedrarias una «requisitoria» que había que leer a cada grupo de indios contrarios. Era una exposición teológica de la Creación, la autoridad conferida a San Pedro y sus sucesores, la donación que el Pontífice había hecho a los soberanos castellanos «de estas islas y tierra-firme del mar Océano», cuyos habitantes estaban obligados a reconocer la autoridad de aquéllos. «Si así lo hiciéredes, hacéis bien..., si no lo hiciéredes... yo entraré poderosamente contra vosotros... y tomaré vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos, y los haré esclavos.»

Este discurso, ininteligible para los indios —aun cuando hubiese sido posible explicarlo en sus varias lenguas—, fue pronto motivo de burla para aquellos a quienes fue confiado. Las prescripciones reales concernientes al trato humano y discreto de los indios nada significaron para los capitanes que enviaba Pedrarias a explorar y recoger oro. Acerca de uno de ellos, llamado Ayora, dice Oviedo: «Hizo extremadas crueldades y muertes en los indios, sin causa, aunque se le venían a convidar con la paz, y los atormentaba y los robaba... y dejó de guerra toda la tierra alzada... y entrañable enemistad.»

Pedrarias, con todas sus faltas, no carecía de energía. Obedeciendo el mandato del rey, que esperaba que las especias de las Molucas encontraran paso para Europa a través del istmo, aseguró el camino de Acla a Panamá, fundada por él en 1519[**], a cierta distancia al oeste del golfo donde Balboa descubrió el mar del Sur. Naves enviadas por él desde Acla y Panamá exploraron ambas costas y sus territorios. Exploradores y conquistadores avanzaron por ambos mares y también por tierra hacia el Noroeste, tropezando con peligros, privaciones, bajas y tocia clase de penalidades. Algunos de ellos eran capitanes enviados por Pedrarias; otros reclamaban o asumían autoridad independiente. Avanzaban, luchando con los indios, haciéndolos esclavos, y a veces disputaban entre sí por cuestiones de predominio. En la parte occidental de Nicaragua les salieron al paso tribus de guerreros vigorosos y clecicliclos con armas nada despreciables; hubo luchas enconadas y serias pérdidas, pero tocio esto no era sino un retraso pasajero. Su camino estuvo jalonado con excesiva frecuencia por las atroces crueldades inseparables de los nombres de Pedrarias y los suyos. Por último, tras penetrar en Nicaragua y Honduras, se pusieron en contacto con los hombres enviados allá por Cortés después de la conquista de Méjico; dos corrientes conquistadoras se encontraron: una procedente del Sur y otra del Norte, extendiendo el dominio español por toda la región ístmica.

Cuando, mediante los debidos trámites, se iba a sustituir a Pedrarias en el gobierno de Darién, la oportuna muerte de su sucesor le dejó aún siete anos al mando de aquella provincia. Al terminar este período se dio mana para lograr el gobierno de Nicaragua. Allí murió el terrible viejo, en 1530, después de dieciséis anos de tiranía en las Indias. Oviedo, que, justo es decirlo, le odiaba, declara que Pedrarias era responsable de la muerte y esclavitud de dos millones de indios. Aunque, desde luego, no sea esto estadísticamente exacto, es un significativo epitafio.

[*] Cfr. mapa de referencia n. 2.

[**] Cfr. mapa n. 3.