Los conquistadores españoles

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II.

LOS CUATRO VIAJES (1492-1504)[1]

Ahora ya era cosa hecha. La corona ordenó a la villa de Palos que equipara tres carabelas; pero esta labor estuvo a cargo, principalmente, de los tres hermanos Pinzón, ricos navegantes y personas principales de Palos, sobre todo el primogénito, Martín Alonso, «el mayor hombre y más determinado por la mar que por aquel tiempo había en esta tierra», el cual confiaba en el éxito con tanta fe como el mismo Colón, y cuya intención era encontrar Cipango. Martín Alonso reclutó gente, con la esperanza, sin duda, de obtener para sí grandes beneficios, aunque no se sabe qué convino con él Colón ni qué promesas le hizo. Sin la ayuda de Martín Alonso no hubiera logrado Colón encontrar en Palos una tripulación dispuesta a la travesía del Atlántico. Sin embargo, ni Colón ni su hijo mencionan esta ayuda indispensable, plenamente comprobada por otras fuentes. Las Casas supone, sin tener pruebas de ello, que Pinzón prestó el dinero con que Colón estaba obligado a contribuir al coste de la expedición.

El viernes 2 de agosto de 1942 tres carabelas atravesaron la barra de Palos (o Saltés). Los tripulantes eran 90, y 30 más entre criados, oficiales y otros pasajeros. Colón se embarcó en la carabela mayor, la Santa María, que era también la más lenta, llevando como piloto al famoso navegante Juan de la Cosa. Martín Alonso Pinzón capitaneaba la Pinta, cuyo piloto era su hermano Francisco. El tercero de los hermanos Pinzón, Vicente Yáñez, mandaba la Niña —la más pequeña—, pilotada por su propietario, Pedro Alonso («Peralonso») Niño. Al principio navegaban por aguas que les eran familiares, pues pusieron rumbo a las islas Canarias, que en su mayoría habían sido sometidas a la Corona de Castilla. La verdadera aventura comenzó el 6 de septiembre, cuando la pequeña escuadra, saliendo de Gomera, la más occidental de las citadas islas, emprendió el viaje que iba a marcar una nueva dirección a la historia del mundo. Se dieron órdenes de que, después de navegadas 700 leguas, se detuvieran las naves durante la noche, ya que para entonces estarían aproximándose a tierra.

Colón escribió años después, recordando la intensa ansiedad de aquellas semanas, que durante treinta y tres días no probó el sueño. Navegaron sin cesar con rumbo a Poniente, llevados por el viento perenne del Noroeste, a través de aires templados, y en un mar tranquilo; un viaje magnífico. Pero la incertidumbre, la alarma que causó la variación de la brújula, repetidas y falsas señales de tierra próxima, el descontento entre los tripulantes, las amenazas de motín por el miedo a que no fuera posible regresar, todo ello se registró en el diario que llevó Colón hasta su regreso a España, y que se conserva a través de un resumen de Las Casas, en el que se salva, sin embargo, la directa aportación personal de Colón, dándonos a menudo sus mismas palabras.

Pasados quince días —a 400 leguas de las Canarias—, Colón y Pinzón coincidieron en opinar que se estaban aproximando a las islas señaladas en la carta de navegar de Colón, la cual pasó de barco a barco y fue ávidamente estudiada. Pero, en realidad, aún quedaban quince días para alcanzar tierra. El 7 de octubre se puso rumbo al Suroeste, pues las aves volaban en aquella dirección hacia tierra, según parecía. El día 10, los tripulantes, alarmados por la distancia, cada vez mayor, que les separaba de su país, se negaron a seguir adelante; pero Colón, prometiéndoles grandes recompensas, siguió firme en sus propósitos. Al día siguiente eran ya ciertas las señales de tierra. Colón, después de la habitual oración de la tarde, habló amablemente con la tripulación. El viernes 12 de octubre de 1492, al alba, anclaron cerca de una pequeña isla, una de las Bahamas. Colón fue a tierra con los otros dos capitanes y un notario. Blandiendo el estandarte real, y mientras los desnudos e imberbes isleños se agolpaban a su alrededor, hizo testigos a sus compañeros de que tomaba posesión de esta isla para Fernando e Isabel. Una isla de «árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras... Es el arbolado en maravilla, aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como el abril en Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras, que es maravilla». Sobre los habitantes, dice Colón que eran «gente muy pobre de todo» —aunque algunos llevaban piezas de oro colgando de sus narices perforadas—. «Nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras muchas cosas, y nos las trocaban por muchas otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrios y cascabeles.» Gente agradable, según Colón, desconocedora de las armas: «Ellos no tienen armas ni las cognoscen, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban por ignorancia; buenos siervos y fáciles conversos.»

Al navegar entre las Bahamas y costear las islas mayores, todo presenta la novedad de lo desconocido: las canoas construidas ahuecando el tronco de un árbol, algunas de ellas capaces para 40 hombres, que «remaban con una pala como de fornero y anda a maravilla; y si se trastorna, luego se echan todos a nadar, y la enderezan y vacían con calabazas»; los tejidos lechos colgantes, que se llamaban hamacas; hombres y mujeres que pasean fumigándose con un tizón encendido (un cigarro); un «rey» desnudo, que se entusiasma con el regalo de un par de guantes.

Con la esperanza de encontrar Cipango, salió Colón para Cuba, después de haber capturado seis indígenas para llevarlos a España, y empleó seis semanas en explorar la costa septentrional —una costa tan extensa que se imaginó pudiera ser parte del Continente asiático—. Encantado con los puertos naturales, el clima, la belleza y la fertilidad de la nueva tierra, pero no encontrando más que habitantes desnudos en sus chozas, envió dos hombres tierra adentro para que buscasen un «rey y grandes ciudades». Sólo hallaron algunas aldeas, «no cosa de regimiento»; pero, pensando aún en Asia, Colón llamó indios a sus habitantes, nombre que les ha quedado, y las colonias trasatlánticas de la corona española se conocieron de allí en adelante con la denominación de las Indias.

El 21 de noviembre Martín Alonso navegó con rumbo al Este en la rápida Pinta, según Colón, «por cudicia, diz que pensando que un indio que el Almirante había mandado poner en aquella carabela le había de dar mucho oro».

El 6 de diciembre las dos naves restantes alcanzaron la costa noroeste de Haití, que Colón denominó la Isla Española, deleitándose grandemente en aquellas montañas llenas de bosques y en la fértil belleza del paisaje. Allí los habitantes le llevaron piezas de oro y caretas con ojos y orejas de oro, pidiendo a cambio chug-chug (cascabeles). Colón, influido por sus fantasías orientalistas, se figura enormes cantidades de oro por descubrir, y, además, almáciga y especias, aunque estas islas no producen ni lo uno ni lo otro, excepto pimienta. Oye hablar de una provincia interior llamada Cibao, cuya pronunciación se asemeja a Cipango. Pide en sus oraciones descubrir una mina de oro.

En una noche serena de Navidad, mientras Colón, rendido de cansancio, reposaba, encalló la Santa María en un banco de arena. Colón, siempre imbuido de su misión divina, declara que el naufragio fue obra del Señor y un feliz suceso, ya que le obligaba a fundar un puerto. Se salvaron los materiales de la carabela, y con ellos se construyó un fuerte, al que llamaron Navidad, y en él quedaron 39 hombres para conservar lo conquistado. El 6 de enero reapareció Martín Alonso con la Pinta, dando toda clase de explicaciones, pero el almirante dice «que eran falsas todas».

Pocos días después navegaban las dos carabelas hacia la patria, con rumbo al Noroeste, a través de la región de los vientos predominantes del Suroeste. La tormenta las se paró. La Niña, después de tocar en las Azores, entró en el puerto de Lisboa, arrastrada por un temporal del Sur-sudoeste, el 4 de marzo de 1493, y diez días más tarde entraba en el puerto de Palos, tras una ausencia de siete meses. Martín Alonso desembarcó enfermo y tomó el lecho para morir días después. Había tenido su parte en el descubrimiento del Nuevo Mundo para España.

En una carta escrita en las Azores y enviada a Santángel desde Lisboa, Colón anuncia «la gran victoria que Nuestro Señor me ha dado»; ensalza la belleza y la fertilidad de la Española, las «muchas minas..., ríos muchos y grandes y buenas aguas, las más de las cuales traen oro». Promete a la corona «oro cuanto overen menester», especias, algodón, resinas y «esclavos cuantos mandaran cargar». «Nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimos rey y reina... adonde toda la cristiandad debe tomar alegría... en tornándose tantos pueblos a nuestra santa fe, y después por los bienes temporales; que no solamente la España, mas todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancias.»

Las palabras eran proféticas. Colón no había encontrado lo que buscaba, pero halló regiones de una belleza y productividad más allá de cualquier descripción: magníficas islas situadas en mares tropicales; tierras que, a pesar de los terremotos y los furiosos huracanes, fueron durante muchas generaciones envidia y premio de naciones guerreras; tierras que inspiraron una emocionante literatura y dieron a la sobria Historia un matiz novelesco[2].

Conforme iba Colón cruzando España en dirección Noroeste, la gente se aglomeraba por donde quiera que pasaba para ver las pepitas de oro, los cinturones, las grotescas caretas y los indios de piel roja. En abril de 1493 fue recibido con grandes honores por los soberanos, que le confirmaron el título y prerrogativas de almirante y virrey, con todos los privilegios que habían convenido en la capitulación, y le concedieron, para usarlos en sus armas, los castillos de Castilla y los leones de León. La noticia de su descubrimiento se esparció por Italia y por todas partes, y los relatos que él hizo fueron publicados en Roma en prosa latina y en Florencia en verso italiano. Fue éste el momento más glorioso de su carrera.

 

Los soberanos, con objeto de impedir posibles pretensiones de los portugueses, se apresuraron a procurarse la autorización del papa español Alejandro VI[3] para estas conquistas occidentales, y éste la concedió inmediatamente, con la condición de que los habitantes de aquellas tierras fueran convertidos a la fe católica. Entonces se preparó una gran expedición, surgiendo una multitud de aventureros, ávidos de oro y de una rápida fortuna. Se embarcó ganado: caballos y cerdos —desconocidos en el Nuevo Mundo—, así como semillas y utensilios agrícolas. En septiembre de 1493 partió el almirante de Cádiz para las Canarias con 17 naves, que llevaban 1.200 soldados, aparte de los artesanos, oficiales y algunos sacerdotes, dirigidos por el benedictino fray Bernardo Buil —1.400 hombres en total y ninguna mujer—. El almirante llevaba una comitiva de 10 escuderos y 20 criados. Hay que añadir cerca de 100 polizones que consiguieron introducirse en los barcos.

A partir de Canarias, el almirante se dirigió más al Sur que el año anterior, y, después de un venturoso viaje, llegó a una isla, a la que llamó Dominica. Al no encontrar puerto allí, desembarcó en una isla próxima, a la que se puso Guadalupe, en recuerdo de un famoso santuario español. Aquí hubieron de horrorizarse los españoles al hallar trozos de cuerpos humanos en las chozas indígenas. Habían entrado en contacto con los caribes (de aquí la palabra caníbal), los fieros antropófagos de las Antillas meridionales, cuyas flotillas de piraguas guerreras eran el terror de los tímidos y pacíficos isleños septentrionales, cayendo sobre las costas como una plaga para hacerlos cautivos: a los hombres para comérselos y a las mujeres para convertirlas en concubinas y esclavas.

El paso del almirante por la encantadora cadena de islas tropicales que bordean el mar Caribe nos lo recuerdan los nombres españoles Monserrat, Santa María la Antigua, Santa María la Redonda, Santa Cruz. Navegando a Occidente descubrió la extensa isla de Puerto Rico y, por último, llegó a la Española, donde halló el fuerte de Navidad incendiado y ningún superviviente de entre sus ocupantes, «a los cuales habían muerto los indios, no pudiendo sufrir sus excesos porque les tomaban sus mujeres y usaban dellas a su voluntad, y les hacían otras fuerzas y enojos»; así dice Oviedo, que dio crédito al testimonio de los indios, únicos testigos supervivientes.

Colón disimuló su pesar, con objeto de mantener relaciones amistosas con los indios vecinos; procedió a la ocupación, trazando el plan de una ciudad, a la que llamó Isabela, y nombró regidores y dos alcaldes. Las instituciones municipales habían asegurado en España la Reconquista e iban ahora a ser en América la base de la conquista. Todos los conquistadores posteriores se cuidaban de afirmar su desembarco estableciendo una ciudad, la cual, aunque sólo contuviese unos 20 vecinos viviendo en cabañas de madera, tenía, sin embargo, todo el carácter de una comunidad cívicamente organizada con jurisdicción sobre toda la región circundante.

Una partida exploradora salió para Cibao capitaneada por Alonso de Ojeda, un típico conquistador, pequeño de estatura, pero fogoso, hábil, alegre, valiente y no demasiado escrupuloso, fuerte y experimentado en todas las prácticas atléticas y militares, gustando de los más diabólicos alardes de fuerza y nervios, siempre en lo más fragoso de la batalla, sin haber sido herido hasta su último combate. El mismo almirante, para impresionar a los indios, cruzó las tierras con todos los hombres hábiles, poniendo delante a los pocos jinetes con que contaba, que eran mirados con horror por los indígenas, los cuales imaginaban que el hombre y el caballo formaban un mismo ser monstruoso, hasta que, viendo al jinete desmontado, se renovaba su admiración. Pero hubo que dejar muchos enfermos en la Isabela, pues el lugar era infeccioso; estalló la fiebre y costó muchas vidas. Todos, incluyendo a los sacerdotes y caballeros aventureros, habituados al lujo, tuvieron que sufrir los rigores del acortamiento de raciones y la necesidad de trabajar aun con hambre y fiebre.

Ya había cundido el descontento entre los españoles y habían aumentado los conflictos con los nativos cuando Colón partió en la Niña, en viaje de descubrimiento; dejó como representante suyo en la isla a su hermano Diego y puso a un caballero aragonés, Margarit, al frente de fuerzas suficientes para explorar y dominar el interior, ordenándole tratar bien a los indios, pero autorizándole para «si halláredes que alguno de ellos hurten, castigadlos cortándoles las narices y las orejas, porque son miembros que no podrán esconder».

Cinco meses estuvo ausente el almirante, descubrió la feraz y bella isla de Jamaica y exploró la costa meridional de Cuba, esforzándose por probar su continuidad o conexión con los dominios asiáticos del Gran Kan. Pero, hostilizado por el mal tiempo y enredado en los bajíos e isletas que él llamó el Jardín de la Reina, tuvo que contentarse con obligar a sus hombres a que se juramentasen en la opinión que tenían entonces respecto a Cuba, amenazándoles, si la negaban alguna vez, con perder la lengua, además de otros castigos. Por lo pronto, esta opinión coincidía con su propia esperanza de que Cuba formaba parte de un Continente.

Rendido por la ansiedad y el cansancio, volvió el almirante a la Isabela, sumido en un sopor letárgico, y estuvo enfermo varios meses. Durante su ausencia había llegado de España su hermano Bartolomé, que de entonces en adelante había de ser su mano derecha. El almirante le nombró adelantado de las Indias; pero el gobierno se hacía difícil. Margarit, en vez de explorar y conquistar el interior, se quedó en la fortaleza, maltratando a los indios y a sus mujeres; y, por último, víctima de una enfermedad infecciosa que se extendió entre los españoles, se escapó a España en compañía del sacerdote Buil, para burlarse allí de la quimera del oro y propalar tendenciosos informes. La historia de la Isabela está llena de enfermedades, mortandad, escasez y amenazas de sublevaciones. Los indios mataban a cada español que se extraviaba; pero una masa de hombres desnudos, con cachiporras y estacas puntiagudas, tenía que ser impotente ante las ballestas, arcabuces, lanzas y espadas del pequeño ejército colombino de 200 soldados. Cada batalla era una carnicería, y se soltaban perros salvajes a los indefensos fugitivos, predestinados a desaparecer de estas islas en poco más de una generación. Colón estableció un impuesto de oro en polvo por cabeza, que sus súbditos no podían pagar, y embarcó 500 de ellos para venderlos como esclavos en España, los más de los cuales murieron. Sus últimos esfuerzos para obtener un provecho de sus dominios mediante el tráfico de esclavos se vieron frustrados por la decisión de Isabel de que sus vasallos no debían ser sometidos a la esclavitud[4].

Los nativos, hartos ya de alimentar a estos voraces huéspedes, dejaron de labrar la tierra. Siguió el hambre, dolorosa para los españoles, pero destructora para los indígenas. Aventureros descorazonados regresaban a España sin oro, pero «amarillos como el oro».

En octubre de 1495 llegó un comisionado real que asumió una arrogante autoridad. Seis meses más tarde salió Colón para España acompañado por el representante de la corona, dejando en su lugar a su hermano Bartolomé, al que luego envió órdenes de establecer un puesto en la costa meridional, donde había mucho oro. La ciudad de Isabela fue abandonada a la selva y, según se decía, a los fantasmas e hidalgos que rondaban por las calles desiertas. La ciudad recién fundada de Nueva Isabela, más tarde conocida por Santo Domingo, fue durante medio siglo la residencia central del Gobierno de las Indias españolas. Entretanto, el almirante, que había traído a España algunas muestras de oro y había presentado a la corte un «rey» indio decorado con una pesada cadena de oro, anunció que había descubierto el Ofir de Salomón. Obtuvo una generosa acogida por parte de los soberanos, nueva confirmación de sus privilegios y más distinciones honoríficas.

Pero esta vez no había multitud de voluntarios que acompañara a Colón a su vuelta a la Española. Corrían voces de que eran más las penalidades que el provecho. Tan difícil resultaba reclutar gente, que se indultaba a los criminales que quisieran marchar a las Indias. Al cabo de un año se enviaron provisiones a la Española, y pasados un par de años angustiosos y llenos de contratiempos, zarpó Colón con seis barcos. En el momento del embarque el virrey-almirante derribó y dio de puntapiés a un oficial que le había irritado, incidente que no fue del todo trivial, pues contribuyó, según Las Casas, a que Colón cayera en desgracia dos años después.

El almirante, tras enviar la mitad de su flota directamente a la Española, tomó un rumbo más meridional que la vez anterior, y, alcanzando el objetivo que se proponía, entró entre la isla denominada por él Trinidad y el Continente, a través de los estrechos que llamó Boca de la Serpiente y Boca del Dragón, asombrándose del contraste entre el agua salada y el enorme caudal de agua dulce que manaba de las bocas del Orinoco. Pensó, muy acertadamente, que un río tan ancho debía de correr por un gran Continente que se extendiese hacia el Sur, pero añade que dicho río mana del Paraíso terrenal. Explica que la Tierra no es por completo esférica, sino que tiene forma de pera, y que una proyección representando la cola de la pera se eleva al cielo partiendo del Ecuador, y el Paraíso está en lo alto de esta proyección. Sostiene haber hallado «el fin de Oriente», pero añade, en lo cierto: «Vuestras Altezas tienen acá otro mundo de adonde puede ser acrecentada nuestra santa fe, y de donde se podrán sacar tantos provechos.» Había, en efecto, algo fantástico en esta tierra, cuyos oscuros habitantes llevaban por todo vestido ristras de perlas. Los españoles habían descubierto las pesquerías de perlas de Paria y adquirían perlas al peso, ya por nada, ya cambiándolas por abalorios de vidrio.

Los lugartenientes del almirante cortaron ramas de los árboles en señal de toma de posesión, pues Colón, postrado por una enfermedad y temporalmente ciego, no pudo desembarcar en el Continente recién descubierto por él (agosto de 1498). Tampoco pudo continuar el viaje rumbo al Oeste -lo que hubiera resuelto sus incertidumbres geográficas-, pues las provisiones tan necesarias en la Española se estaban deteriorando por el clima tropical.

Ya en la Española se encontró con que su hermano —un extranjero entre aventureros buscadores de oro— había fracasado en su gobierno. El alimento escaseaba. La población nativa, diezmada en las frecuentes sublevaciones, había disminuido notablemente, y los españoles, divididos en dos campos, luchaban los unos contra los otros. Roldán, dejado por el almirante de juez en la isla, se internó tierra adentro, se invistió de la máxima autoridad, interceptó los suministros que llegaban de España y consiguió arrestar a todos los revoltosos y descontentos. Colón tuvo que pactar con él dos humillantes convenios, aunque después aconsejara a los reyes que los rescindieran. Entonces Colón, valiéndose de la fuerza de las armas y de ejecuciones de procedimiento sumarísimo, consiguió, en parte, establecer el orden. Para satisfacer a los españoles y estimular la formación de colonias, concedió a cada colono un grupo de indios que les sirvieran de criados y labriegos[5], institución de servidumbre que apresuró el rápido exterminio de los nativos, por la mortalidad que causaba un trabajo al cual no estaban habituados, mientras que la comida era escasa, y por la interrupción de la vida de familia y la disminución de los nacimientos. Pero las causas destructoras irresistibles eran las plagas de viruelas y sarampión, importadas de Europa.

Las noticias que llegaban a España obligaron a los soberanos a enviar un visitador con plenos poderes, Bobadilla, caballero de la Orden de Alcántara y hombre de buena fama. Bobadilla llegó en agosto de 1500, ocupó la casa de Colón, se posesionó de sus bienes y documentos, encarceló a los tres hermanos —el almirante se sometió con serena dignidad— y, después de haber oído las acusaciones y retenido los tesoros debidos a la corona, los envió a España.

«—Vallejo, ¿dónde me lleváis? —preguntó el almirante al oficial que fue a la cárcel para conducirle a bordo.

»—Señor, al navío va vuestra Señoría a se embarcar —respondió Vallejo.

 

»—Vallejo, ¿es verdad? —preguntó el almirante.

»—Por la vida de vuestra Señoría, que es verdad que se va a embarcar —respondió Vallejo, que era un noble hidalgo, con la cual palabra se conhortó, y cuasi de muerte a vida resucitó.»

Se negó a que le quitaran los grilletes y llegó a Cádiz encadenado. Los reyes, al enterarse de ello, ordenaron su libertad, le enviaron una respetable cantidad de dinero, le recibieron en Granada en una emocionante entrevista y decretaron la devolución de sus bienes en la Española. Reemplazaron a Bobadilla —cuya conducta en este asunto desaprobaron— por Ovando, el cual ocupaba un alto puesto en la Orden de Alcántara, hombre prudente, justo, digno y noble, en opinión de Las Casas. Gómara dice de él: «Ovando pacificó la provincia de Xaragua con quemar 40 indios principales y ahorcar al cacique Guayorocuya y a su tía Anacuona, hembra absoluta y disoluta en aquella isla.»

En realidad, la corona se preocupaba ya de la administración de los nuevos territorios: un Ministerio colonial iba configurándose, que luego se concretó en el famoso «Consejo de Indias» con Juan de Fonseca, más tarde obispo de Burgos, hombre público de prudencia y capacidad probadas, y la Casa de Contratación, que se ocupaba del comercio de ultramar, establecida en Sevilla poco después de marchar Colón en su segundo viaje. La animosidad obstaculizadora que Fonseca mostraba hacia Colón se debía en parte, opina Las Casas, al modo de ser independiente del almirante y a la indiscreta impaciencia de éste ante los fastidiosos trámites oficiales. Esta animadversión fue exagerada probablemente por los amigos de Colón; pero las actuaciones posteriores de Fonseca, sobre todo su antagonismo con Balboa y Cortés, le presentan como un burócrata carente de entusiasmo idealista y de espíritu acogedor. Sin embargo, hay que admitir que no eran los conquistadores personas muy fáciles de tratar.

Ya se lanzaban otros navegantes por las rutas inexploradas. Un real decreto de 4 de abril de 1495 permitía solicitar, bajo estrictas condiciones, licencia de la corona para emprender alguna exploración occidental. Una protesta de Colón dio lugar, si no a la revocación del decreto, por lo menos a una orden (junio de 1497), exceptuando los casos en que dichas expediciones pudieran infringir los derechos del almirante. Colón modificó luego sus pretensiones, insistiendo únicamente en que las licencias reales fueran refrendadas por sus agentes de Sevilla. En 1499-1500, cinco expediciones, capitaneadas por acompañantes de Colón en sus anteriores viajes, y sobre la base de los descubrimientos de éste, cubrieron 3.000 millas de la costa desde el 7° de latitud Sur hasta el istmo. Ojeda, acompañado por dos famosos navegantes, Juan de la Cosa y Américo Vespucio[6], exploró la costa de Guañana y del país que él llamó humorísticamente Venezuela (pequeña Venecia), encontrando cabañas indias sostenidas por pilares sobre al agua del golfo de Maracaibo. El sistema de Ojeda era más combativo que diplomático, y sus frecuentes luchas con los indígenas constituyeron una desafortunada introducción de la civilización europea en aquellas tierras.

Bastidas, notario de Sevilla, continuó la exploración por el istmo de Panamá[*]. Aunque en el viaje de regreso perdió sus dos barcos en la costa de la Española, Bastidas y sus hombres consiguieron transportar, viajando a pie, tesoros suficientes para hacer productiva la expedición. Entretanto, Vicente Yáñez Pinzón cruzaba el Ecuador, descubría la desembocadura del enorme Amazonas y costeaba la playa brasileña; pero, habiendo perdido cuanto aventuraba en esta empresa, volvió Pinzón a España con unos cuantos exhaustos supervivientes de la tempestad y del naufragio.

Lepe, piloto de Palos, llegó aún más al sur de la costa brasileña. Pero la aventura más rica en consecuencias fue la de Peralonso Niño, que se embarcó para la costa de las Perlas en un barco de 50 toneladas con 33 hombres y, al regresar al cabo de once meses, causó la admiración de todos mostrando perlas de gran tamaño, además de oro y valioso palo de Campeche. Se sospechó que la tripulación se había guardado muchas perlas, aparte de las que satisficieron los impuestos reales. De otros viajes quedaron algunas vagas referencias. El almirante protestó contra la concesión de licencias sin su intervención, así corno contra las crueldades de algunos aventureros que desacreditaban a la raza blanca y que iban en detrimento de posteriores empresas.

Hasta entonces la corona había obtenido poco provecho de estos descubrimientos occidentales, pero había claros indicios de un posible imperio colonial extensísimo y grandes rentas futuras. Por eso no es de extrañar que el almirante —que había abierto el camino para todo esto— recibiera el encargo de los reyes de ponerse al frente de otra expedición (1502-1504), con jurisdicción civil y criminal sobre 140 hombres, pagados por la corona, por cuya cuenta fueron asimismo arrendadas y equipadas cuatro naves. Se determinó previamente el rumbo a seguir, con órdenes de no tocar en la Española a la ida; también se planeó la busca de tesoros y el establecimiento de una colonia en las tierras que se descubrieran. Acompañaron al almirante su hermano Bartolomé y Fernando, su hijo ilegítimo, de catorce años de edad, el cual cobraba la paga del rey como un miembro más de la expedición. Demuestra que el almirante iba al mando de una escuadra de guerra real, y que se le trataba con señalada confianza, el hecho de que los Reyes Católicos les enviaron orden, poco antes de zarpar, de modificar su rumbo para socorrer a un puesto portugués en África que había sido sitiado por los moros. Los documentos que atestiguan estos preliminares y la historia de este viaje están recogidos por Navarrete, cuya Colección de Viajes (Madrid, 1823-1837) continúa siendo la principal e indispensable autoridad en lo referente a los viajes de Colón, y forma la parte más valiosa de la Raccolta, publicada en 1892. El almirante llevó debidamente a cabo el encargo, para encontrarse con que el sitio de la playa había cesado y la guarnición portuguesa no necesitaba ya la ayuda que él llevaba.

Este último viaje de Colón al mando de una escuadra real se destaca en la historia de las exploraciones y conquistas, pues así como Colón había sido el primero en descubrir las Antillas y el Continente, ahora iba a ser el primero en explorar la región conocida después con el nombre de América Central, con la idea de encontrar un estrecho y establecer una colonia en tierra firme. Fue también el primero que entró en contacto —un rápido contacto en realidad— con la admirable civilización o semi-civilización del Yucatán y de la región mejicana. Su empresa se caracterizó por una gran persistencia en el esfuerzo, a pesar de los desastres que se acumularon y de las enfermedades agotadoras.

Antes de su marcha escribió al Papa: «Gané 1.400 islas y 933 leguas de tierra-firme de Asia, sin otras islas famosísimas... Estas islas (Española) es Tarsis, es Cethia, es Ofir y Ophaz y Cipanga." Con su viaje intentó justificar tales pretensiones hallando ricas tierras hacia Poniente, y más y más oro. «El oro es excelentísimo —escribió—; de oro se hace tesoros, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso.»