Metamanagement - Tomo 3 (Filosofía)

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Z serii: Metamanagement #3
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De buenas intenciones a conflictos de valores (vía temores)

¿Por qué las buenas intenciones de cambiar las conductas descritas en la pregunta 2 son tan inefectivas? ¿Por qué hasta nuestra intención más sincera falla en convertir estas resoluciones de año nuevo en modificaciones permanentes de comportamiento? Para mantener el equilibrio deben estar operando fuerzas iguales y opuestas. Es necesario poner estas fuerzas sobre la mesa para comprender y transformar la situación.

Para esto podemos usar la siguiente pregunta: Cuándo consideras cambiar (o hacer lo opuesto) de lo que respondiste en la pregunta anterior, ¿sientes algún miedo o preocupación? ¿Qué te preocupa? ¿Qué temes que podría suceder?

Algunas respuestas de nuestros modelos

1. Cuando considero no controlar el trabajo de mis colaboradores o dejar que tomen decisiones sin consultarme, temo que el trabajo salga mal hecho o que tomemos decisiones equivocadas.

2. Cuando pienso en conversar con mi jefe e intentar comprender qué es importante para él, temo pasar vergüenza o que se enoje conmigo. También temo quedar como obsecuente frente a mis compañeros si dejo de hablar mal de él a sus espaldas.

3. Cuando pienso en comportarme más decisivamente proponiendo el diálogo con mis colegas, me preocupa quedar marginado, ser rechazado y considerado agresivo. También temo perder autonomía si permito que otros influyan en cómo hago las cosas en mi sector.

4. Cuando pienso en enfrentar a mi jefe por el tema de las reuniones nocturnas, temo que crea que no estoy comprometido con el trabajo, y que eso afecte mi empleo. Sé que mi esposa ya está bastante enfadada conmigo, y que si saco el tema la voy a irritar aún más y terminaremos discutiendo agriamente.

5. Cuando pienso en enfrentar a mi jefe y pedirle más autonomía, me preocupa ganarme su enemistad. Por otro lado, si me deja de controlar, ¿quién me dirá que hacer? ¿Quién encontrará los errores que se me escapen? ¿Quién se hará responsable de la calidad del trabajo?

6. Confieso que me produce gran ansiedad sacar el tema de la atención al público con mis compañeros. Temo quedar en el ostracismo, que me consideren un paria, que me excluyan. No quiero convertirme en la “persona-problema” del equipo.

7. Cuando pienso en romper la cadena del chisme, me preocupa quedar aislada. Temo que nadie quiera hablar conmigo y me dejen de lado.

8. Me imagino que si no ayudo a los demás, van a creer que no soy un buen compañero, que soy egoísta y desconsiderado. No quiero que los demás piensen que sólo me preocupo por mí mismo.

9. Temo que se den cuenta de que no sé qué tengo que hacer. No quiero parecer ignorante. Tampoco quiero molestar a los demás con mis preguntas, no quiero que crean que soy un cargoso.

Estos temores no son los que impiden el cambio por sí mismos. Más bien, son señaladores que apuntan a la verdadera fuerza que mantiene el equilibrio. Como se analiza en detalle en el Capítulo 22, “Inteligencia emocional”, el miedo se deriva siempre de suponer que algo valioso para uno está en peligro. Para tener miedo a perder algo es necesario valorarlo primero, y creer que corre riesgo. Por ejemplo, el jefe de ventas está preocupado por la marcha de las negociaciones con un cliente, porque quiere conseguir la cuenta y porque cree que si esas negociaciones no van bien, la perderá. O el inversor está preocupado por una posible recesión ya que tiene dinero –dinero que aprecia– invertido en acciones que perderán valor si la economía se enfría.

En las respuestas a la pregunta anterior se manifiestan valores y principios ocultos. La preocupación, la ansiedad, el temor y el miedo son simplemente la expresión superficial de otros objetivos –tal vez inconscientes y probablemente contradictorios con los objetivos primarios– que alguna de nuestras subpersonalidades está comprometida a perseguir. Este dilema entre objetivos primarios y secundarios es el que genera el campo de fuerzas equilibrantes en el que quedamos atrapados.

Para encontrar el compromiso subyacente en el miedo, podemos usar los siguientes tallos de oración:

Mi preocupación por impedir que... indica que también aspiro a...

Mi temor a... nace de mi compromiso con...

Es importante buscar compromisos “sombra”, es decir valores de auto-protección del ego. Es más fácil elegir valores “luz” (“quiero dar autonomía a mi gente, pero también estoy comprometido con la calidad del trabajo”; o, “mi peor defecto es que soy demasiado honesto”), pero estos no son útiles para el ejercicio. Para obtener los beneficios del análisis, es necesario elegir valores de los que no nos sentimos orgullosos (“quiero dar autonomía a mi gente, pero no quiero perder el control”, o “mi peor defecto es que suelo perder los estribos y digo cualquier barbaridad; esto me trae problemas, pero estoy decidido a satisfacer mis caprichos, así que me permito la indulgencia”). La energía para el cambio viene de contrastar la luz con la sombra, los valores con los que está comprometida nuestra subpersonalidad primaria con aquellos con los que está comprometida nuestra subpersonalidad secundaria.

Si la primera indagación genera valores “luminosos” o “nobles”, es necesario bajar de nivel preguntando nuevamente qué miedos se esconden en ese segundo estrato, y así sucesivamente hasta llegar a la napa de auto-protección egoica que está en conflicto con la aspiración inicial. Por ejemplo, si la primera respuesta es “me siento comprometido a ayudar a mis compañeros”, la pregunta sería: “y qué me preocuparía que pase si no ayudara a mis compañeros”. Una posible respuesta menos noble sería, “que dejen de apreciarme o que crean que no sirvo para nada”. Esto expresa una aspiración –tal vez basada en una inseguridad personal– de ser necesitado por los demás.

Las respuestas en esta etapa

1. Mi preocupación por impedir que el trabajo salga mal o que tomemos decisiones erróneas depende en parte de mi miedo a parecer incompetente y al deseo de mantener mi imagen pública.

2. Estoy comprometido a no pasar vergüenza e impedir que alguien con autoridad se enoje conmigo. También aspiro a “ser uno más de los muchachos”, conformándome a las normas del grupo aunque esté en desacuerdo con ellas.

3. Anhelo no hacerme notar para ser aceptado y que mis colegas no me consideren agresivo. Quiero siempre salirme con la mía y estoy comprometido a proteger mi independencia aun a costa de ineficiencias.

4. Aspiro a que mi jefe piense bien de mí para progresar en mi carrera. Quiero mantener una semblanza de paz y armonía superficial con mi esposa aunque haya un tremendo “mar de fondo”.

5. Deseo cuidar mi posición obedeciendo a mi jefe. También valoro la seguridad que me brinda que él se haga responsable de la calidad del trabajo.

6. Estoy comprometido a no antagonizar a mis compañeros. No quiero perder popularidad por sostener ideas distintas de las de los demás. Quiero evitar la reputación de fanático moralista.

7. Valoro que no me dejen de lado. Estoy comprometida a participar de las acciones del grupo para mantener mi reputación de persona afable. No quiero que piensen que soy arrogante.

8. Estoy comprometido a que piensen que soy bueno y generoso (aunque en verdad muchas veces no me siento tan bueno o generoso). Valoro ser necesitado y apreciado por poder brindar ayuda.

9. Aspiro a presentar una imagen de suficiencia y competencia (aunque en verdad no me sienta competente). Quiero aparecer como auto-suficiente y por eso no quiero preguntar nada que indique una debilidad o falta de conocimiento de mi parte.

Combinando las respuestas a las distintas preguntas, se puede percibir el dilema: uno quiere algo –ser más independiente, por ejemplo– pero también quiere evitar algo, como el ser rechazado por su grupo de pertenencia. El problema es que uno cree que para conseguir lo que quiere, debe correr el riesgo de conseguir también lo que no quiere. Por eso, aunque se siente claramente comprometido con su objetivo, se comporta en forma inconsistente con él. Esta incongruencia es perfectamente racional, consecuencia lógica del dilema interno que uno experimenta.

Como dicen Kegan y Lahey, “Hacemos lo que hacemos al servicio de un motivo poderoso, normal y humano: protegernos. No hay nada de qué avergonzarse acerca de la auto-protección; de hecho, la auto-protección es claramente un acto crucial de autorrespeto”. El problema no es que seamos auto-protectores, sino que lo hacemos inconscientemente. Al negar responsabilidad por las maneras en que elegimos protegernos, tendemos a ver nuestros comportamientos recalcitrantes como signos de debilidad. Entonces redoblamos nuestros esfuerzos para eliminarlos, olvidando que sirven (de manera perversa tal vez, pero la mejor que hemos encontrado hasta el momento) a un propósito con el que estamos comprometidos.

Todo comportamiento defensivo defiende algo valioso; ese es su aspecto “bueno”. Pero simultáneamente socava la consecución de algo valioso; este es su aspecto “malo”. Existe siempre una tensión entre nuestros compromisos explícitos (o luminosos) y tácitos (o sombríos). Este es el origen del equilibrio, la médula psicológica que fabrica anticuerpos contra el cambio. Nuestro sistema inmunológico, comprometido con la estabilidad, padece a veces de lupus (enfermedad autoinmune) y ataca al propio organismo que desea crecer y desarrollarse. La clave del cambio es reconocer que, al igual que en los conflictos interpersonales, cada polo de este dilema tiene “derecho” a ser atendido. Para modificar este equilibrio atascado es necesario encontrar estrategias creativas que honren los distintos intereses profundos (Ver Capítulo 13, “Resolución de conflictos”). Este salto cuántico nos permite proteger lo valioso del presente sin cercenar lo valioso del futuro.

 

Kegan y Lahey comparan las buenas intenciones con el conflicto de valores en la siguiente tabla:


Buenas intencionesConflicto de valores
Describen deseos y esperanzas futuras.Describen las contradicciones internas presentes.
Apuntan a descubrir la fuente de estos comportamientos problemáticos.Apuntan a reducir o eliminar los comportamientos problemáticos.
El comportamiento problemático es visto como signo de debilidad, inefectividad o falta de compromiso con el cambio.El comportamiento problemático es visto como una forma efectiva, consistente y hasta brillante de auto-protección.
Asume que la eliminación del comportamiento problemático devendrá en la consecución de los objetivos primarios.Reconoce que el intento simplista de eliminar el comportamiento problemático mediante la fuerza de voluntad tiene pocas probabilidades de conseguir los objetivos primarios.
Atribuye las dificultades del cambio a factores externos (otras personas u obstáculos imprevistos) o a insuficiencias de autocontrol.Reconoce la naturaleza compleja y contradictoria de nuestras intenciones.

Tabla 2. Buenas intenciones vs. conflicto de valores

Lo que hemos hecho hasta este momento es crear un mapa del sistema de fuerzas internas que mantienen el equilibrio aun frente a nuestro deseo de cambio. Al convertirnos en cartógrafos, podemos salir del territorio que estamos describiendo, desapegarnos y adquirir una perspectiva más amplia. A partir de esta objetividad podemos buscar más efectivamente nuevos caminos para la transformación. Pero para cambiar no basta con divisar los caminos; debemos transitarlos.

De las verdades dogmáticas a los supuestos cuestionables

Como vimos en los capítulos sobre modelos mentales (Tomo 1), el hábito es una fuente de eficiencia. Por economizar atención, la mente “se habitúa” a pensar a partir de ciertos supuestos fundamentales. Por ejemplo, buscamos persistentemente un libro perdido porque sabemos sin lugar a dudas que “las cosas no se desvanecen en el aire” y que “tiene que estar en algún lado”. Aun si no lo encontramos, seguiremos creyendo esto. Cualquier explicación que podamos considerar razonable (“alguien debe de haberlo tomado”) respetará este principio. Cualquier explicación que no respete este principio (“tal vez algún espíritu maligno lo hizo desaparecer”) será considerada irrazonable e inaceptable.

Es inexacto pensar que nosotros tenemos estos hábitos; más bien son ellos quienes nos tienen a nosotros. Operando desde la sub-conciencia, nos conducen igual que un piloto automático conduce un avión. Por eso son sumamente peligrosos cuando están mal programados, o programados para navegar en un mundo obsoleto. Al igual que un GPS (global positioning system) mal calibrado, estos hábitos pueden estrellarnos contra obstáculos en el camino. Por ejemplo, si tomamos al supuesto “si alguien a mi alrededor sufre, es culpa mía” como una verdad dogmática, trataremos de evitar desesperadamente que alguien sufra en nuestro entorno; viviremos con ansiedad y una sensación de culpa permanente; seremos fácilmente manipulables y tenderemos a complacer a los demás en detrimento del cuidado por nosotros mismos. Pero lo más insidioso de esta situación es que cualquier explicación de nuestro sufrimiento deberá acordar con el dogma “si alguien a mi alrededor sufre, es culpa mía”. Si no, será inaceptable.

Todo comportamiento basado en estos supuestos inconscientes está fundamentalmente viciado. Por eso es que el mero cambio de acciones (“aprendizaje de tipo 1”, como lo llamamos en el Capíitulo 6, “Del control unilateral al aprendizaje mutuo”) suele producir resultados decepcionantes. Las nuevas conductas, al igual que las viejas, se orientan a resolver los problemas de un mundo que sólo existe en nuestra imaginación. Para lograr nuestros objetivos es necesario transformar el mapa del mundo almacenado en nuestros modelos mentales. Sólo a partir de esta transformación es posible trazar rutas certeras que nos lleven a destino.

La transformación del modelo mental comienza por la investigación de las verdades dogmáticas. Para ello es necesario comprender, como decía Aldous Huxley, que “nuestra experiencia no es lo que nos pasa, sino la interpretación que hacemos de lo que nos pasa”. Esta no es una frase poética, sino totalmente científica. Por eso Richard Gregory, famoso neuropsicólogo inglés, afirma que “Los sentidos no nos dan una imagen directa del mundo, más bien nos proveen de evidencia para verificar las hipótesis [que construimos independientemente −a priori− de cualquier experiencia] acerca de lo que se encuentra a nuestro alrededor”. Y el neurofisiólogo Donald Hebb concluye que “El ‘mundo real’ es una construcción, y algunas de las peculiaridades del pensamiento científico se hacen más inteligibles cuando este hecho es reconocido”.

La distinción crítica es entre el mundo y nuestra experiencia del mundo. Lo que experimentamos no es la realidad externa, sino una construcción de sentido, una forma particular de organizar nuestras percepciones de acuerdo con reglas de interpretación. Estas reglas, los supuestos básicos de nuestro modelo mental, no son verdaderas ni falsas; son sólo reglas. A veces sirven, a veces no; a veces conviene aplicarlas, a veces conviene cambiarlas. Pero es imposible discriminar acerca de su utilidad cuando estas reglas se convierten en verdades dogmáticas. Por eso el primer paso de toda transformación es ver a los supuestos como tales, siempre sujetos a revisión y examen.

El mapa del equilibrio interno que estamos dibujando tiene la siguiente estructura:

Quiero A, porque estoy comprometido a conseguir B. Pero me descubro haciendo cosas, como C, que van en contra de mi objetivo. Hago estas cosas porque también estoy comprometido a conseguir D.

En esta estructura hay varios supuestos implícitos:

a. C es la única manera de conseguir D. Si no hago C, no podré conseguir D;

b. si no puedo conseguir D, ocurrirá algo terrible, sufriré mucho tiempo;

c. este sufrimiento es mayor que el dolor de no conseguir B;

d. por lo tanto, lo mejor es seguir actuando como hasta ahora;

e. dado que C es opuesto a A, no puedo conseguir A;

f. y como A es la única manera de conseguir B, debo resignar B.

Por ejemplo:

Quiero pedirle permiso a mi jefe para hacer un master (con el apoyo de la empresa) porque estoy comprometido con mi desarrollo profesional. Pero me descubro posponiendo la conversación una y otra vez hasta que se me hace tarde y debo esperar otro cuatrimestre. Hago esto porque también estoy comprometido a no sufrir la frustración de una respuesta negativa a mi pedido.

Los supuestos aquí son:

a. no pedir es la única manera de evitar frustrarme. Si no evito pedir, no podré evitar frustrarme;

b. si llego a frustrarme, ocurrirá algo terrible, sufriré mucho tiempo;

c. este sufrimiento es mayor que el dolor de no desarrollarme profesionalmente;

d. por lo tanto, lo mejor es seguir actuando como hasta ahora;

e. dado que no pedir es opuesto a hacer el master, no puedo hacer el master;

f. y como hacer el master es la única manera de desarrollarme profesionalmente, debo resignar mi desarrollo profesional.

Estos supuestos operan desde la inconciencia como si fueran verdades absolutas. Por eso es que a pesar de todos los argumentos racionales a favor del cambio (“Soy un cobarde, ¿cómo no voy a pedir permiso para estudiar? Igual el ‘no’ ya lo tengo, ¿qué puedo perder?”), uno sigue atascado. La única manera de salir de este pantano es desafiar el dogma comprendiendo que el razonamiento está basado en una cantidad de hipótesis nunca comprobadas. De hecho, cada una de las seis afirmaciones anteriores depende de suposiciones altamente cuestionables:

a. no pedir es una garantía de frustración en vez de una seguridad de no frustración. En el corto plazo, al no pedir uno evita el riesgo de que le digan que no, pero esta “salvación” de la frustración causada por otro se consigue mediante la frustración asegurada que uno mismo se causa al privarse de la oportunidad de perseguir lo que quiere. Esto representa una frustración mucho mayor, ya que implica −además de la no consecución del objetivo− una falta de integridad que destruye la paz interior (ver sección ‘Éxito y paz’ en el Capítulo 2, “Responsabilidad incondicional”);

b. la capacidad de frustración es algo que todo ser humano debe desarrollar para madurar. Es perfectamente posible estar en paz y sentirse feliz aun experimentando un cierto nivel de frustración. Hay muchísimas personas que no pasan por largos períodos de terrible sufrimiento cuando sus pedidos son rechazados;

c. tal vez el dolor de la frustración sea mayor que el del atascamiento profesional, pero tal vez no sea así. Esto es algo a evaluar conscientemente, en vez de simplemente asumirlo en forma automática;

d. si las premisas no son válidas, no es válida la conclusión. Quizás lo mejor sea no seguir actuando como hasta ahora. Quizás lo mejor sea pedir. Esta posibilidad abre la pregunta sobre cómo pedir. La competencia en hacer el pedido (ofreciendo un valor para la compañía, expresando claramente la oportunidad para ambas partes, siendo claro en el compromiso de contraprestación que uno está dispuesto a asumir, etc.) se convierte ahora en un factor fundamental de éxito. A partir de este punto todas las herramientas tratadas en el Tomo 2 se vuelven utilizables;

e. incluso si uno decide que lo mejor es no pedir, esto no implica que sea imposible hacer el master. Tal vez estudiando de noche o participando de un programa de fines de semana, o haciendo la carrera a distancia (por correo o Internet) sea posible hacer estudios avanzados sin el permiso de la compañía (ver la diferencia entre posiciones e intereses en el Capítulo 13, Tomo 2, “Resolución de conflictos”);

f. aun si uno no encuentra la manera de hacer un master, puede buscar otras formas de desarrollo profesional, o al menos empezar a planificar cómo modificar la situación en el futuro para poder seguir con sus estudios. Tal vez deba posponer el master, pero el simple hecho de empezar a trabajar para realizar los sueños tiene un fuerte impacto: uno se siente nuevamente coherente consigo mismo, leal a sus ideales más profundos. Esto restablece la integridad y el equilibrio psico-espiritual de la persona.

Otro ejemplo más personal sería:

Quiero tener un diálogo fluido con mi esposa. Pero me descubro ocultándole mis problemas de trabajo para no preocuparla. Esto me hace parecer hosco y huraño. Ella se molesta por mi falta de comunicación y yo me molesto porque ella no me apoya. Generalmente, ambos terminamos amargados y dolidos. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que estoy tratando de evitar que mi esposa me rezongue. Cuando llego a casa quiero relajarme y no enfrentarme a un fiscal de distrito.

Los supuestos aquí son:

a. no contarle mis problemas a mi esposa es la única manera de evitar preocuparla. Si le cuento, ella se entrometerá y tendré que darle cientos de explicaciones;

b. si ella se inmiscuye en mis cosas, jamás volveré a vivir en paz, sufriré mucho tiempo. Probablemente esto arruine nuestro matrimonio;

c. este sufrimiento es mayor que el dolor de no tener un diálogo fluido con ella;

d. por lo tanto, lo mejor es seguir actuando como hasta ahora;

e. dado que contarle de mis problemas laborales es la única manera de tener un diálogo fluido, debo resignar mi relación con ella para poder protegerla (y protegerme) del sufrimiento.

Al igual que en el caso anterior, cada una de estas seis afirmaciones depende de suposiciones cuestionables:

a. no dialogar es una garantía de incomunicación. Si no le cuento mis problemas a mi esposa, parece que puedo evitar preocuparla, y mantenerla así fuera de mis asuntos. Pero esta “calma” aparente se consigue al precio de una turbulencia mucho más seria: la pérdida de intimidad y confianza en la relación. Esto genera una gran ansiedad, ya que amenaza las raíces mismas de la pareja. Paradójicamente, por “cuidar” la relación, termino destruyéndola;

 

b. la preocupación es una expresión de cariño, el deseo de cuidar de algo valioso para uno (ver Capítulo 22, “Inteligencia emocional”). La manera de resolver la preocupación es actuar para proteger aquello que uno valora y prepararse para hacer frente a su posible pérdida. Esta acción es la forma saludable de hacerse cargo de los riesgos que uno percibe. Suele ser mucho más “preocupante” vivir con fantasías ansiosas, que enfrentarse a la realidad con información fundada. Es perfectamente posible estar preocupado (o saber que un ser querido lo está) sin por ello entrometerse. Este supuesto se basa en una profunda desconfianza en la capacidad del cónyuge como socio de vida;

c. tal vez las dificultades de saber −y enfrentar− la realidad sean más dolorosas que el silencio y la falta de comunicación en la pareja, pero probablemente no sea así. Si uno evalúa la situación conscientemente, en vez de establecer esta “pseudoprotección” en forma automática, descubrirá que el distanciamiento es mucho peor que un diálogo franco;

d. si las premisas no son válidas, no es válida la conclusión. Quizás lo mejor sea no seguir actuando como hasta ahora. Quizás lo mejor sea conversar con mi esposa de los problemas de trabajo y de mi necesidad de contar con su apoyo y no sus recriminaciones. Esta posibilidad abre la pregunta acerca de cómo conversar. La competencia conversacional (distinguiendo hechos de opiniones, explicando sentimientos, escuchando la perspectiva del otro, etc.) se convierte ahora en un factor fundamental de éxito. A partir de este punto todas las herramientas tratadas en el Tomo 2 se vuelven utilizables;

e. incluso si uno decide que no desea contar los problemas de trabajo, esto no implica que sea imposible tener una conversación al respecto. Tal vez el marido −en vez de contarle a la esposa el contenido de sus tribulaciones− comparta con ella el dilema en el que se encuentra: “Querida, por un lado quiero que tengamos una comunicación fluida; por otro lado, temo que si traigo los problemas de trabajo a casa, pueda perder el único oasis de calma que me queda. ¿Qué piensas acerca de esto?” (Ver la sección de conflictos intrapersonales en el Capítulo 13, Tomo 2, “Resolución de conflictos” y el desmantelamiento de las rutinas defensivas ejemplificado en el Capítulo 7, Tomo 1, “Esquizofrenia organizacional”).

Para examinar los supuestos de nuestro modelo mental debemos traerlos a la superficie. Kegan y Lahey recomiendan hacerlo mediante un análisis contra-fáctico. Si existe una negación en la última respuesta, como por ejemplo “estoy comprometido a no aparecer como incompetente frente a mi jefe”, entonces eliminamos el negativo y escribimos: “supongo que si apareciera como incompetente frente a mi jefe...”. Si no existe una negación, como por ejemplo “estoy comprometido a evitar cualquier conflicto con mis colegas”, entonces agregamos el negativo y escribimos: “supongo que si no evitara los conflictos con mis colegas...”. Una vez completado este primer tallo, podemos agregar la dimensión emocional contestando a la pregunta “¿Cómo me sentiría entonces?”.

Sobre los mismos ejemplos, repetiremos las respuestas anteriores y continuaremos con el examen de los supuestos subyacentes.

1. Creo firmemente en el valor de la autonomía de mis empleados y en tomarme el tiempo para pensar estratégicamente.

• Sin embargo, no les tengo confianza. Controlo su trabajo hasta los menores detalles. Me enojo si toman decisiones (que yo considero) importantes sin consultarme.

• Hago esto porque quiero impedir que el trabajo salga mal hecho o que tomemos malas decisiones, ya que temo parecer incompetente y deseo mantener mi imagen pública.

Supongo que si algún trabajo sale mal o si tomamos alguna decisión cuestionable, mi imagen pública será destruida. Si pareciera incompetente, sería el hazmerreír de la compañía, nadie me tendría respeto y arruinaría mi carrera. Esto me haría sentir un fracasado. Probablemente terminaría con una depresión.

2. Estoy comprometido con la creación de un entorno en el que prevalezca la escucha, el respeto mutuo y el trabajo en equipo.

• Sin embargo, no trato a mi jefe con respeto. Hablo mal de él a sus espaldas con mis compañeros. Jamás le he preguntado o intentado comprender qué es importante para él.

• Hago esto porque temo pasar vergüenza por adulón. También aspiro a “ser uno más de los muchachos”, conformándome a las normas del grupo aunque esté en desacuerdo con ellos.

Supongo que hablar mal de mi jefe es la manera de ser aceptado por el grupo. No conversar con él sobre sus intereses es la única manera de no ser segregado por adulón. Si soy rechazado (por mi jefe o por mi grupo), me sentiría solo y separado de todos.

3. Creo firmemente en la importancia de la coordinación efectiva de acciones mediante el diálogo.

• Sin embargo, me comporto pasivamente. En las pocas reuniones que tenemos me mantengo callado. Sólo expreso mis reservas ante mis empleados; nunca frente a mis colegas.

• Hago esto porque anhelo no hacer escándalo para que mis colegas no me consideren agresivo. Además, me gusta hacer lo que quiero sin consultar a nadie.

Supongo que si mis colegas me consideraran agresivo, me harían la vida imposible. Supongo, además, que si permito a otros opinar sobre lo que debería hacer, perderé mi independencia.

4. Creo firmemente en la importancia del equilibrio entre el trabajo y la familia y de cumplir con mis compromisos familiares.

• Sin embargo, acepto participar en las reuniones nocturnas sin protestar. Nunca hablé con mi jefe del tema. Tampoco hable con mi esposa; no sé en realidad qué piensa ella.

• Hago esto porque quiero que mi jefe piense bien de mí para progresar en mi carrera. También porque estoy comprometido con mantener una semblanza de paz y armonía superficial con mi esposa aunque haya un tremendo “mar de fondo”.

Supongo que si mi jefe pensara mal de mí, mi carrera se iría al traste. Si hablara con mi esposa ella se pondría aún más insistente con sus demandas y terminaríamos peleados sin remedio.

5. Estoy comprometido con la creación de un entorno en el que prevalezca la responsabilidad personal y la libertad de criterio.

• Sin embargo, nunca he conversado con mi jefe sobre mi percepción de su falta de confianza y “micromanagement”. No le pregunté qué necesitaría hacer yo para ganar su confianza. Tampoco le pedí que me diera más autonomía o poder de decisión. Debo confesar que, sabiendo que todo lo que hago será controlado, a veces soy descuidado y mi trabajo es de baja calidad.

• Hago esto porque aspiro a cuidar mi posición con la seguridad que me brinda el hecho de que él se haga responsable de la calidad del trabajo.

Supongo que si tuviera más autonomía −es decir, menos controles− bajaría la calidad de mi trabajo. Tendría entonces problemas con mi jefe y probablemente perdería hasta la poca libertad de acción que hoy tengo.

6. Estoy comprometido con la creación de un entorno en el que prevalezca la excelencia y el respeto en la atención del público.

• Sin embargo, a veces yo también tomo café en horario de atención al público. Además, nunca les he dicho a mis compañeros que me parece mal dejar plantada a la gente que espera, ni les he pedido que cambien su conducta.

• Me comporto de esta manera porque estoy comprometido a no discutir con mis compañeros. No quiero perder popularidad por sostener ideas distintas de las de los demás. Quiero evitar la reputación de fanático o moralista.

Supongo que si dijera lo que pienso sería excluido del grupo, que me ganaría fama de antipático y mal compañero. Tendría entonces que trabajar en un contexto muy hostil.