Metamanagement - Tomo 2 (Aplicaciones)

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Z serii: Metamanagement #2
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Observaciones efectivas

Una observación efectiva está fundamentada en evidencias. Al efectuar una observación, quien habla se compromete a ofrecer evidencias como respaldo. Si alguien cuestiona que Marcos esté en su oficina, podemos decirle que mire. Si alguien quiere comprobar que la radio está encendida, podemos indicarle que oiga. Si alguien duda de que hay una puerta de vidrio frente a él, podemos indicarle que toque. Ante un desafío, el observador debe recurrir al imperativo “pruebe”. El fundamento último de toda observación es la experiencia del observador. Una observación está solidamente fundamentada cuando se asienta en la realidad sensorial de los interlocutores.

Una observación efectiva es verdadera. Las observaciones pueden ser verdaderas o falsas. Si uno mira la silla y ve que es roja, dirá que la observación es verdadera; si ve que es azul, dirá que la observación es falsa. La forma de constatar la verdad de una afirmación es verificar que sus palabras se ajustan al mundo que aparece ante los sentidos. Si las palabras son congruentes con la experiencia de los interlocutores, la observación será verdadera (para ellos). Si las palabras no son congruentes con su experiencia, la afirmación será falsa. Lo crucial para la veracidad de la afirmación es que debe ser indiscutible. La verdad debe ser tan comprobable y obvia para quien se halle ante ella, que cualquiera que la cuestione se encontrará bajo la sospecha de ser ciego, de no entender el idioma, estar bromeando o estar desequilibrado.

Una observación efectiva es “experimentable”. Es posible que haya desacuerdos sobre proposiciones fácticas. Por ejemplo, mientras algunos afirman que “los objetos más pesados caen más rápido que los livianos”, otros aseveran que “los objetos caen a la misma velocidad independientemente de su peso”. Estas proposiciones contradictorias sólo pueden existir con antelación a la experiencia. Al comparar la velocidad efectiva de caída de dos objetos de distinto peso, la verdad o falsedad de la afirmación se manifiesta en forma irrefutable. El llamado “método científico” es el proceso de verificación empírica de las afirmaciones fácticas (Durante cientos de años personas inteligentes argumentaron en forma teórica sobre si el peso tenía influencia en la velocidad de caída de los objetos. Fue Galileo Galilei quien puso fin a esta discusión con su experimento en la Torre de Pisa).

Cuando en una conversación uno se encuentra discutiendo en forma teórica sobre hechos, conviene abandonar el razonamiento abstracto y salir a buscar datos concretos (o crearlos mediante un experimento). Por ejemplo, imagine a dos managers (de producción y compras) discutiendo si un material es suficientemente robusto para resistir las condiciones de campo en las que deberá usarse. En vez de argumentar teóricamente, podrían diseñar una prueba que les diera datos objetivos sobre la capacidad del material.

Hablamos de “experiencia sensorial común”, en vez de mundo real”, porque nuestra definición de “observación verdadera” no necesita determinar que hay (o no) una realidad externa independiente del observador. La “realidad” con la que alguien compara las observaciones, es aquella que experimenta en el contexto de su biología y su comunidad lingüística. Como explicamos en “Modelos mentales” (Capítulo 5, Tomo 1), esta realidad está determinada por los límites sensoriales del ser humano. La realidad-experimentada está, además, condicionada por el lenguaje y la cultura de la comunidad. El lenguaje no es sólo un conjunto de palabras para describir algo que preexiste, sino el sistema de estructuras al cual la experiencia debe ajustarse para tener sentido.

Una observación efectiva tiene sentido. Las observaciones siempre existen dentro del marco de las estructuras de sentido de una comunidad. “Hoy es martes”, es una observación, aun cuando su corroboración científica no sea posible. Uno sabe que hoy es (o no es) martes, en razón de las normas usualmente aceptadas dentro de su comunidad. La institución del calendario está tan arraigada en nuestra sociedad (mediante la educación y otros procesos aculturantes), que es imposible disputar si hoy es o no martes más allá de los instantes necesarios para consultar la norma, en este caso el almanaque. Un visitante de la Edad de Piedra, sin embargo, no podría estar de acuerdo (o en desacuerdo) con la afirmación de que hoy es martes, debido a que en su lenguaje no existe una distinción para aquello que nosotros llamamos “martes”. Del mismo modo, “La silla es roja” es una proposición plena de sentido para quienquiera que la mire, a menos que sea ciego o daltónico. En este último caso, el observador no es un testigo válido ya que no puede evaluar la veracidad de la proposición.

Tomemos por ejemplo la comunidad contable. Los contadores tienen una institución que define qué es “real” para ellos: el Colegio de Graduados de Ciencias Económicas, o su equivalente según el país. Podríamos decir que ese Colegio, que dicta los estándares de pruebas y evidencias para la profesión del contador, tiene un poder “ontológico”: articula las categorías a las cuales la realidad contable debe ajustarse. Por ejemplo, los contadores deben utilizar estándares muy estrictos para determinar las ganancias de una compañía. Es curioso ver que las ganancias que aparecen en el balance que se presenta a los accionistas son distintas de las que se presentan a la entidad recaudadora de impuestos. Esto es así porque la comunidad impositiva tiene sus propias “reglas de realidad”, que definen el sentido de las “ganancias” en forma diferente de aquello que define la comunidad contable. Cada comunidad técnica como los abogados, ingenieros, bailarines, peluqueros, etc., desarrolla lenguajes especializados y categorías que habilitan o impiden la aparición de realidades particulares.

Así es posible darle carácter fáctico a aquello que hasta la definición del estándar fue una opinión. Por ejemplo, en una compañía los ejecutivos pueden definir que el nivel de crecimiento “satisfactorio” en las ventas es el 30% anual. Con esta precisión, los miembros de la empresa pueden “observar” si el crecimiento de las ventas es satisfactorio, o no. Sin esta precisión, algunos podrían sentirse satisfechos con un 20% y otros demandarían un 40%. La definición del estándar y de las categorías de observación es una de las tareas más importantes para quienes intentan estructurar una organización. El sistema de categorías para sistematizar el mundo (lenguaje), es la estructura fundamental de la cultura organizacional.

Para alcanzar el objetivo conversacional, el observador necesita compartir con el oyente un contexto de sentido, un sistema de prácticas sociales y lingüísticas que den un significado coherente a la observación. Por ejemplo, cuando un jefe pregunta: “¿Cuánto dinero tenemos en el banco?”, el empleado podría contestar “U$S 150.000” (el saldo de la compañía) o “U$S 28.000” (la suma del saldo que tienen las cuentas personales del jefe y del empleado). La segunda sería una respuesta honesta, pero ineficiente; no serviría para satisfacer el interés del jefe. Dentro del contexto de significados usuales, la pregunta del jefe se refiere a los activos de la compañía, no a los de las cuentas personales. Muchos problemas conversacionales ocurren cuando el orador y el oyente suponen incorrectamente que comprenden el contexto de sentido del otro.

Cuando se cruzan diferentes culturas (nacionales, organizacionales o departamentales), esto puede ser aún más difícil. Por ejemplo, para un francés residente en Normandía, una limousine no es un vehículo sino un tipo de vaca; en los Estados Unidos, un billón no es un millón de millones (1.000.000.000.000) sino mil millones (1.000.000.000); en Japón, no significa “estoy de acuerdo”, sino “lo escucho”. Para una nueva empresa el largo plazo abarca seis meses, mientras que para una corporación establecida, el largo plazo va de los cinco a los diez años. Para el departamento de ventas, un pedido es una expresión de interés del cliente, mientras que para el departamento de producción significa una orden firme de fabricación. Cuando existen brechas culturales entre los interlocutores, es crucial tender puentes entre los contextos de sentido para lograr una comunicación efectiva.

Una observación efectiva es relevante. A cada instante hacemos infinitas observaciones. En este mismo momento, el lector puede observar multitud de cosas: las letras escritas sobre esta página, los sonidos del ambiente, su postura corporal, la luz, la temperatura, etc., etc. La lista no termina. El inmenso rango de objetos y fenómenos que es posible percibir en cada ocasión, demanda que uno considere sólo aquellas observaciones que sean relevantes para sus intereses, que seleccione aquello que le resulta importante y deseche lo demás. En el encuentro con Clara, Eduardo podría haber advertido que “el informe no incluye los datos sobre el aumento de la productividad en los distintos departamentos”, lo cual sería relevante. Distinto sería hacer el comentario: “Veo que se ha teñido usted el cabello”.

Esta selección de lo relevante ocurre a menudo en forma inconsciente. La mente está pre-programada para evaluar automáticamente qué es importante y qué no (para la persona, ya que “importante” es una opinión). Esto ayuda a reservar el espacio de la conciencia para lo que uno evalúa como importante. Por ejemplo, Eduardo tal vez ni siquiera advierta que Clara se ha teñido el cabello, aun cuando sus ojos capten el nuevo color. Este proceso de selección está condicionado por las experiencias previas de cada interlocutor. Distintos modelos mentales harán relevantes (los destacarán del trasfondo) distintos hechos, aun cuando se enfrenten a la misma situación. Para comunicarnos en forma efectiva, los seres humanos debemos superar las barreras generadas por nuestros diferentes modelos mentales, que resultan en diferentes opiniones acerca de lo que cada uno considera “relevante” y, por consiguiente, en distintas observaciones. A menos que entendamos por qué cada persona está enfocando distintas partes del horizonte, no lograremos comunicarnos con efectividad.

 

Es digno de destacar que toda observación enunciada en la conversación implica una opinión de relevancia. No hay tales cosas como observaciones totalmente independientes del criterio de relevancia del observador.

Las observaciones efectivas alientan el aprendizaje. Los desacuerdos fácticos son grandes oportunidades de aprendizaje. Cuando distintas personas hacen observaciones diferentes, crean un enorme potencial para aprender acerca de su información empírica, sus modelos mentales, mis patrones de inferencia, sus formas de experimentar el mundo, sus estructuras de sentido y sus intereses. El aprendizaje mutuo facilita que los interlocutores accedan a un nivel de entendimiento más profundo, al permitirles integrar sus experiencias y coordinar sus acciones.

Volviendo al caso de Eduardo y Clara, Eduardo podría hacer una cantidad de observaciones efectivas sobre el informe: “está escrito a mano”; “incluye datos que han sido cuestionados por los auditores”; “tiene 18 páginas”; “no tiene datos sobre la productividad de los distintos departamentos”. Cada aseveración satisface los criterios de observaciones efectivas. Pero las afirmaciones de Eduardo: “es un desastre”, “está mal redactado”, “es muy largo”, etc. no son observaciones; son opiniones. Esto no es un problema en sí mismo. Las opiniones son tan importantes como las observaciones para generar acciones efectivas. La dificultad es que las opiniones de Eduardo no son productivas, sino tóxicas.

Opiniones

Cuando alguien dice “La silla es elegante”, “El informe es escueto”, o “Marcos está en problemas”, está emitiendo opiniones: está expresando su interpretación personal y declarando su posición respecto al mundo que lo rodea. Una opinión es un juicio, una valoración, un dictamen una expresión de la perspectiva de quien habla. Así como las observaciones son “objetivas”, las opiniones son “subjetivas”. Estas no se refieren al mundo sensorialmente experimentable, sino a la evaluación que el observador hace de ese mundo.

El ser humano puede ser definido como “el animal que expresa opiniones”. Juzga a cada momento: al entrar en una oficina, al conocer a un nuevo colega, al escuchar una noticia, al participar en una reunión. Haga lo que haga, dondequiera que esté, uno se descubre con opiniones sobre todo lo que lo rodea; opinar es tan natural como respirar. Un jefe opina que el aspirante es “adecuado” para el trabajo y le ofrece un contrato. Un aspirante opina que la compañía le ofrece “buenas” posibilidades para su carrera y acepta emplearse. Un manager de producto argumenta que el “mejor” momento para el lanzamiento de la nueva línea es marzo. Eduardo reacciona porque evalúa que la calidad del informe de Clara es “baja”. Alguien decide comprar acciones porque cree que están “subvaluadas” y otro decide venderlas porque cree que están “sobrevaluadas”. Opiniones como “adecuado”, “bueno”, “mejor”, “ordinario”, “barato” o “caro” constituyen la base sobre la cual los seres humanos decidimos nuestras acciones.

No todas las opiniones son conscientes. Aunque algunas son meditadas, la mayoría es consecuencia de una reacción automática. Por ejemplo, uno se forma una impresión de otra persona en los primeros quince segundos de conocerla. O reacciona visceralmente al leer una historia en el periódico sin conocer más que mínimos detalles acerca de lo sucedido. Hacer juicios no es una elección voluntaria; permanentemente estamos formándonos opiniones sobre todo aquello que nos incumbe. Algunas de estas opiniones son útiles y efectivas, otras son tóxicas.

Al evaluar que una opinión es contraproducente, uno puede desterrarla a la columna izquierda. Mantener en silencio los juicios tóxicos nos evita ciertos problemas. Pero aun cuando podemos controlar la boca, es imposible controlar la mente; si uno simplemente mantiene la opinión en secreto, terminará creando los mismos problemas (o peores) que los que quería prevenir. Como hemos visto en el capítulo previo, al no compartir toda la información relevante, incluyendo los juicios y las interpretaciones, los verdaderos problemas no salen a la luz, las relaciones se vuelven superficiales e hipócritas y las personas comprometen su integridad. Para maximizar la efectividad, mejorar los vínculos y actuar en forma auténtica, es necesario “procesar” esas opiniones tóxicas de modo de extraer la verdad útil que yace en su interior. Hasta en las opiniones más inconscientes e impulsivas hay materia prima para el aprendizaje individual o colectivo.

Saber evaluar y expresar las opiniones en forma productiva es una competencia crítica para la supervivencia laboral (y hasta biológica). Algunas personas creen que las observaciones son “buenas” y las opiniones no. Nuestra posición es que tanto unas como otras pueden ser efectivas o tóxicas. Ambos son actos cognitivos y conversacionales complementarios; ambos son necesarios para la coordinación de acciones y la efectividad.

Las opiniones son extraordinariamente poderosas porque abren posibilidades a la acción. Si uno piensa que puede llover, por ejemplo, llevará paraguas. Si cree que Sara es una jefa excepcional, intentará trabajar para ella. Si considera que la oferta es “mal negocio”, la rechazará. Si opina que el informe es deficiente, pedirá que sea rehecho. Si está favorablemente impresionado por el trabajo de Juan, recomendará una promoción: si se encuentra decepcionado con su trabajo, intentará tal vez entrenarlo o transferirlo.

Pero así como la opinión puede ser extraordinariamente efectiva, también puede ser extraordinariamente destructiva. Dada su naturaleza subjetiva, una opinión no es válida en forma inmediata para todos los miembros de una comunidad. Cuando las personas tratan las opiniones como si fueran observaciones, la conversación suele degenerar en una confrontación. Hay dos fuentes de disputa: primero, se encuentra en juego la autoestima de los interlocutores y su deseo de “tener razón”; segundo, la opinión pre-orienta las acciones futuras “razonables”. Al argumentar en defensa de una opinión, se está justificando un curso de acción.

Considere el caso de una pareja que está en desacuerdo acerca de la temperatura ambiente. “Hace frío”, dice ella, “prendamos la calefacción”. “Estás equivocada, hace calor”, dice él, “abramos la ventana”. “¿Estás loco? Hace un frío terrible”. Viendo que la conversación no va a ningún lado, deciden consultar el termómetro. “Ves”, dice él con una sonrisa de suficiencia, “hace 19 grados”. “Exactamente”, responde ella con gesto triunfal, “hace frío”. “¡No!, 19 grados no es frío”. Tanto él como ella están de acuerdo en la observación “hace 19 grados”, pero no con lo que eso significa. Al tener opiniones distintas, también tienen propuestas de acciones distintas. De allí nace el conflicto: no en la diferencia de opiniones, sino en la diferencia de las acciones.

Opiniones efectivas

El propósito de una opinión es evaluar la realidad con la que se enfrenta el sujeto, de acuerdo con sus deseos e intereses. La opinión establece una posición personal con respecto a la situación que uno encuentra y las respuestas posibles (dados sus intereses y objetivos). Al igual que las observaciones, las opiniones apuntan a la acción. Por eso, una opinión efectiva es aquella que permite a quien la emite (y a quien la escucha) actuar con eficacia y eficiencia. Por ejemplo, si alguien quiere expandir su equipo con un experto en computación, puede preguntarle a un colega: “A quien me recomendarías como encargado de sistemas?”. La respuesta “Marcos me parece una persona competente para ese trabajo”, provee información relevante para resolver la necesidad de quien pregunta.

Las opiniones son también fundamentales para la coordinación de acciones. Actuamos según cómo interpretamos la situación, así que para operar en armonía, necesita primero armonizar dichas interpretaciones. Para quien cree que el sistema de costes “no es confiable”, será difícil coordinar acciones con el colega que intenta eliminar una línea de productos porque “los costes son irrecuperables”. Tomar decisiones conjuntas requiere que ambos acuerden primero sobre la confiabilidad de la información de costes. Si los dos opinan que los datos son cuestionables, antes de decidir qué hacer con la línea de productos podrían, tal vez, realizar un análisis más detallado.

Las opiniones efectivas buscan ser válidas, no verdaderas. A diferencia de las observaciones (que son verdaderas o falsas: la silla es roja o no lo es), los juicios u opiniones son válidos o no válidos. Eso significa que no hay un “mundo externo” inmediatamente experimentable por cualquier miembro de la comunidad con el cual la opinión necesita concordar. Uno puede observar que Marcos está en su oficina. Pero cuando uno opina que Marcos “está en problemas”, ¿en qué realidad existe el problema? ¿Dónde es posible observar la situación existencial (no física) de Marcos? De hecho, como analizamos en el Capítulo 4 (Tomo 1), un “problema” no es una cosa, sino una evaluación acerca de una situación que contradice los deseos del evaluador. Un problema es una opinión y, como toda opinión, no es un problema-real, sino un problema-paraalguien. Es imposible hablar de la opinión sin hablar del sujeto que opina. Por ejemplo, mientras que para mí la pérdida de mi cliente principal es un grave problema, para mi competidor (quien obtuvo el favor de mi ex-cliente), es un gran éxito.

Las opiniones efectivas son “propiedad” de quien las expresa. Cuando uno dice, “hace calor”, está expresando su sensación térmica y no describiendo la temperatura ambiente. “19 grados” no implica calor ni frío, 19 grados son 19 grados. La validez de la opinión no se basa en su congruencia con el mundo externo sino, por el contrario, en la congruencia entre la declaración y el estado de conciencia de quien la expresa. Expresar una opinión como una verdad, generalmente es el primer paso de una disputa. Mucho más efectivo que “hace calor” es decir “tengo calor”. Cuando Eduardo declara: “Este informe es un desastre”, no está haciendo una observación sobre alguna cualidad intrínseca del informe. Lo que está emitiendo es su apreciación personal. Más genuino y productivo para él sería decir: “El informe no me satisface”.

Hablar en primera persona demanda revelar parte de sí mismo. Cuando digo que “el trabajo es difícil”, puedo mantenerme al margen de mi opinión. Cuando reconozco “no sé cómo hacer este trabajo”, es imposible separarme de la situación. En general, uno llama “difícil” a lo que no sabe hacer, “bonito” a lo que le gusta, “sabroso” a lo que le apetece, “bueno” a lo que le place, “inconveniente” a lo que no le conviene e “incómodo” a lo que no le resulta grato. Uno puede sentirse más a salvo al esconderse como sujeto, pero la única manera de expresar la verdad propia sin imponerla sobre los otros como verdad absoluta, es reconocer la naturaleza subjetiva de toda opinión.

Llamaremos apropiación a este reconocimiento de subjetividad en toda opinión. Apropiarse de una opinión significa expresarla en primera persona, reconocer que la verdad de uno (en materia de opinión) no es la verdad de todo el mundo, y así aceptar la validez de la opinión del otro. Apropiarse de las interpretaciones que uno sostiene, lo lleva a expresarlas con una dosis de humildad, sin absolutismos. Alguien puede estar convencido de la validez de una idea, pero es imposible argumentar que todos los interlocutores deben necesariamente compartirla. Como dice Humberto Maturana, abogar por la “realidad” objetiva de la opinión propia no es más que un recurso retórico para requerir obediencia y desalentar la diversidad.

Cuando el padre dice a sus hijos: “es hora de ir a la cama”, por ejemplo, parece estar describiendo una verdad objetiva. Sin embargo, no existe ningún reloj que indique tal momento. “Hora de ir a la cama” es un eufemismo para decir “quiero que vayas a dormir ahora”. “¿Por qué papá?”, puede preguntar el niño. En la respuesta se juega la ética de la relación padre-hijo: decir “porque es hora” implica hacer una demanda de obediencia antológica. No es un pedido de obediencia personal a la voluntad paterna, sino una solicitud de obediencia trascendente a la verdad universal revelada por el padre, que simplemente actúa como “vocero” de la autoridad suprema.

 

Por el contrario, decir al hijo que uno quiere que se vaya a dormir porque le importa que mañana esté fresco para las actividades del día, implica un respeto por su conciencia. Este respeto no impide que ante la resistencia, “A mí no me importa estar fresco, ¿por qué no puedo quedarme despierto un rato más?”, el padre pueda invocar su autoridad diciendo: “Entonces te vas a dormir porque yo te lo pido”. La diferencia es que al usar el modo imperativo−“Debes acostarte (porque yo te lo pido)”− se ejercita una autoridad responsable; al usar el modo indicativo −”Es hora de ir a acostarse (porque así es la realidad, o porque Dios así lo determina, o porque todos los niños buenos van a acostarse a esta hora)”−, se adopta un absolutismo autoritario.

La técnica más sencilla para apropiarse de una opinión es introducirla con un “Pienso que…” o “Creo que…”. Por ejemplo en vez de: “La fábrica está funcionando en forma ineficiente”, decir: “Pienso que la fábrica está funcionando en forma ineficiente”; en vez de: “Estás equivocada”, decir: “Creo que estás equivocada”. Una alternativa es cambiar el verbo “ser” por el verbo “parecer” y agregar el pronombre de primera persona. Por ejemplo, en vez de: “La reunión fue aburrida”, decir: “La reunión me pareció aburrida”; en vez de: “Es tarde”, decir: “Me parece que es tarde”.

Esta técnica, sin embargo, tiene corto alcance. Decir “Creo que eres tonto” no es mucho mejor que acusar directamente al otro de tonto. Para apropiarse totalmente de las opiniones, además de expresarlas en primera persona, es necesario deshacerse del verbo copulativo (ser, estar, parecer, semejar, etc.) aun en la proposición subordinada. Por ejemplo, uno puede descubrir que jamás encontró un “tonto” que pensara como uno y, por lo tanto, comprender que “tonto” es la manera en que llama a aquellos con los que desacuerda o a quienes no entiende. Entonces, en vez de “eres un tonto” podría decir “estoy en desacuerdo contigo”, o “no comprendo de qué manera tu idea se aplica a nuestra situación”.

Las opiniones efectivas están fundadas en observaciones. Una opinión bien fundada se basa en datos observables. Ante la pregunta del interlocutor, uno debe aportar hechos que respalden su juicio. Aunque el interlocutor no comparta la lógica o los criterios que lo llevan a uno desde sus observaciones a sus conclusiones, el deberá aceptar la coherencia de las bases fácticas de las que se deriva el juicio. Por ejemplo, si Eduardo dijera: “Las 18 páginas del informe exceden mi expectativa. Yo quiero algo que pueda ser leído en no más de cinco minutos”, tal vez Clara estaría en desacuerdo sobre la conveniencia de tal restricción, pero no con el hecho de que el informe tiene 18 páginas y que no es posible leer con detenimiento 18 páginas en cinco minutos.

Los datos no prueban la opinión, solamente la fundamentan. Se puede creer que la acumulación de datos es capaz de demostrar la verdad de una opinión. Las opiniones, sin embargo, no son verdaderas ni falsas. Los datos sólo fundamentan la interpretación; la apoyan y la validan. Ningún dato puede asegurar que la opinión sea verdad. Por otro lado, la falta de datos no invalida la opinión. Se puede tener un presentimiento, a partir del cual juzgar la situación. El problema sólo aparece cuando uno pretende asignar al juicio un fundamento fáctico que no existe. Más legítimo y efectivo es reconocer la fuente intuitiva de la opinión, por ejemplo: “No sé muy bien por qué, pero este negocio no me gusta. No tengo datos concretos, pero mi intuición me está mandando una señal de alerta…”.

Las opiniones efectivas se derivan a través de procesos lógicos. Una opinión surge siempre de comparar observaciones (o inferencias), con estándares. Cuando uno expresa una opinión efectiva, en forma paralela se compromete a ofrecer un razonamiento comprensible para el otro, quien puede comparar los datos que tiene con los criterios de evaluación explicitados. Decir que un trabajo es “satisfactorio”, equivale a declarar que el trabajo satisface los estándares de quien opina. Decir que un negocio es “rentable”, equivale a declarar que la tasa de retorno excede la tasa requerida por el que lo evalúa. Decir que la conducta de un colaborador es “vergonzosa”, equivale a declarar que se halla muy por debajo de las expectativas de quien lo califica.

Muchas veces los criterios son inconscientes. Hacerlos explícitos y comprensibles para otro es un ejercicio esclarecedor. Las opiniones automáticas, aunque pueden parecer muy sólidas, suelen adolecer de vicios insalvables. Por ejemplo, uno puede ser acusado de “no jugar en equipo” por no acoplarse a la idea de la mayoría. Pero al considerar el estándar, es posible considerar que jugar en equipo no significa dejar de lado la conciencia individual para subordinar su criterio al de la mayoría. Tal vez un estándar más productivo sea el que define al jugador de un equipo como aquel que aporta sus recursos y sus pensamientos sin retaceos, en aras del objetivo común.

Al rechazar el informe de Clara, Eduardo está comparando ese documento con ciertas pautas de la compañía y con su criterio personal. El hecho de que el informe presente errores ortográficos, tenga 18 páginas y no incluya información sobre la productividad, lo ubica por debajo de las expectativas de Eduardo. Que Clara haya “trabajado cinco días en el informe” no es argumento para que Eduardo lo acepte; el esfuerzo no cuenta como parámetro de calidad.

Las opiniones efectivas son las expresadas por quien está “autorizado” para hacerlo. Cualquiera puede emitir juicios, pero no cualquiera puede emitir juicios válidos. La validez de un juicio está conectada con la autoridad (propia o delegada) de quien lo emite, para así usarlo como base de acciones futuras.

Los equipos de fútbol invisten al árbitro con autoridad para evaluar si un jugador está actuando dentro de las reglas, o si ha cometido una infracción. Un jurado puede declarar inocente o culpable al acusado de un crimen. En su carácter de jefe, Eduardo tiene la capacidad para evaluar el informe de Clara porque la compañía (y Clara misma, al haber aceptado trabajar para él) le da autoridad para ello. Si el hijo de Eduardo quisiera descalificar el informe de Clara, o si un aficionado del público quisiera cobrar un penal, sus opiniones serían no válidas e ineficaces, ya que no están autorizados para hacer esos juicios.

El permiso para evaluar es sumamente poderoso. En el ámbito empresarial, por ejemplo, ha habido una revolución acerca de quién tiene autoridad para juzgar la calidad de los productos. Antes del movimiento de la calidad total, las compañías consideraban que los ingenieros de control de calidad eran los únicos con autoridad para estimar los defectos en los productos y servicios. Una innovación que trajo la filosofía de la calidad total fue trasladar esa autoridad de los ingenieros a los clientes. El usuario final, interno o externo, terminó siendo el único autorizado para determinar si un producto o servicio es de alta o baja calidad (es decir si lo satisface o no).

En el ámbito personal, es uno el que (tal vez inconscientemente) autoriza a otros a evaluarlo. Si un borracho que me topo en la calle me dice que soy insoportable, mi reacción es muy distinta de si me lo dice mi amigo. La diferencia es que al borracho no le doy permiso para calificarme (o sea, su calificación no tiene importancia para mí, aun cuando no pueda impedir que la exprese), y a mi amigo sí.

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