Encontrar al padre

Tekst
0
Recenzje
Książka nie jest dostępna w twoim regionie
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La realidad que colocamos bajo la palabra «Dios» está, posiblemente, en ese silencio, entre las líneas, entre las palabras, entre la inspiración y la espiración. Ese silencio de donde proviene y hacia donde regresa el hálito, de donde viene y hacia donde regresa el pensamiento, de donde viene y hacia donde regresa la vida… ¿No es acaso ese silencio el que Jesús llamaba su «Padre» y «nuestro Padre»? ¿No es acaso la Fuente de su ser, de su pensamiento, de su palabra y de su acción, el lugar de donde brotan el ser, el pensamiento, la palabra y el acto justos… el acto humano, creado, ajustado a su fuente divina increada, un deseo humano muy humano y, por tanto, en armonía con el deseo mismo de la gran Vida, en nosotros una oración…? 11

Toda la vida se nos entrega para realizar dos operaciones que, en realidad, son una sola: aprender a amar y prepararse a morir. La oración representa el apoyo necesario para no fracasar en esta operación no solamente necesaria, sino también tan estimulante y amable. La oración transforma nuestra vida en una semilla de esperanza y nos permite atravesar el desierto florido de ese silencio de nosotros mismos que nos pone frente al Otro: en él reconocemos el rostro del Padre como el recién nacido siente el perfume de su madre. De este silencio se da cuenta el discípulo innombrado del evangelista Lucas, y de este intimísimo silencio Jesús nos hace partícipes con las palabras de «su» indecible e inenarrable oración. El primer paso para que esto ocurra es saber reconocer que no se es autosuficiente y que la propia vida se realiza necesariamente –sería esperable que fuera, también, gozosamente– en un límite no solo asumido, sino incluso amado. De este límite asumido y amado es memoria necesaria el solo hecho de ponerse a orar. Lo dice, una vez más, de manera clara y fuerte hasta el psicoanálisis, que intenta sondear los procesos de nuestra psychḗ. Lo que llamamos «psique» indica en griego no solo el alma pensante, sino también la mariposa, con su fascinante misterio de transformación:

¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer del desencanto una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración, ¿no es, tal vez, la experiencia central de toda auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical? 12

La oración del Padrenuestro desarrolla para nosotros esta función iniciática. Una célebre frase de Tertuliano la define como breviarium totius evangelii 13: resumen de todo el Evangelio. Si el Padrenuestro es el resumen de todo el Evangelio, entonces es también el compendio de toda la vida. De modo que repetir la oración del Señor dejando ascender dentro de nosotros una de sus siete invocaciones se torna un modo de hacer correr por las venas de nuestra alma la sabiduría del Evangelio y sus exigencias. Orando con estas palabras aprendemos a dirigirnos a Dios «como el Señor nos enseñó». Estas son las palabras que expresan ante todo la fe de Jesús, que nos pone en condiciones de hacer madurar nuestra fe como se dio para el mismo Señor. Es bueno recordar que la oración por excelencia del cristiano no es «cristiana», sino judía. Por eso, como discípulos, estamos llamados a entrar en el mismo proceso de confianza que Jesús aprendió en la escuela de los padres y las madres de Israel. Se trata de entrar en aquel camino de éxodo y en aquel dinamismo pascual que se revelan como una escuela de libertad duramente conquistada a través de las grandes batallas del corazón.

No es nuestra intención decir en estas páginas nada «nuevo» (Ecl 1,9) sobre un texto meditado desde siempre en la tradición y enriquecido por las emociones de las innumerables personas que lo han repetido en tiempos y situaciones extremadamente diversos. Si pudiésemos registrar las emociones que se han experimentado –y se experimentan aún– en el corazón de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares al rezar el Padrenuestro, pienso que tendríamos una vista maravillosa del panorama del misterio mismo de nuestra humanidad. Si bien eso no nos es posible a nosotros, ciertamente sí le es posible al corazón del Padre, que está en los cielos, que se inclina continuamente para acoger nuestras alegrías y acompañar nuestros dolores. Como se recuerda en un salmo que no se reza en la Liturgia de las Horas, porque está catalogado entre los «imprecatorios», en cualquier situación en que vivamos queremos «ser oración» (Sal 109,4) para llegar a ser cada vez más humanos y fraternos. A las palabras del salmo adjuntamos una vez más las de Massimo Recalcati antes de entrar a meditar, una por una, las siete invocaciones que han acompañado los caminos de una multitud innumerable de peregrinos en la vida antes de nosotros:

Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay forma de escapar de la dependencia estructural del Otro. En este sentido, somos una oración. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado.

2

Invocar al Padre

PADRE NUESTRO,

QUE ESTÁS EN EL CIELO

Amplitud en forma de cruz

La primera palabra con la que el Señor Jesús nos hace entrar en el misterio de su oración para que se convierta en el camino de nuestra misma apertura al encuentro con Dios resuena así: «Padre nuestro». Estas dos palabras están, por decirlo así, en forma de cruz. La palabra abbá nos impulsa hacia lo alto de nuestra relación con Dios y arraiga dicha relación en nuestra intocable conciencia filial. Pero eso no basta: enseguida, y sin que medie otra palabra, el adjetivo «nuestro» nos pone en relación con nuestros hermanos. Así, nos encontramos inmersos en un dinamismo de verticalidad y horizontalidad inseparables. Mucho antes de ser un símbolo de sufrimiento, la cruz es un símbolo de orientación que, como afirman los Santos Padres, no es más que «el gran libro del cual aprendemos el arte de amar». Se trata de estar abiertos a los cuatro vientos y de ser sensibles a los cuatro puntos cardinales para no tener miedo de amar y de consentir en el deseo que llevamos dentro como sello y semilla de eternidad. El hecho de tener que recomenzar siempre la oración con esta doble orientación hacia los cuatro puntos cardinales de nuestra vida filial y fraterna se torna el mejor modo de encontrar la dirección justa de nuestro camino de discípulos. Esta amplitud de la oración nos permite no perdernos en formas demasiado verticales y mistificadoras ni agotarnos en actitudes tan altruistas como pobres, a veces, en cuanto a una verdadera atención a la necesidad del otro, que se funda siempre en la percepción del misterio del Otro.

Después de haber trazado las coordenadas de nuestro itinerario hacia la Fuente de nuestra vida, sin olvidar nunca el lugar fraterno de nuestra existencia concreta en el tiempo y en el espacio, el Señor nos hace añadir una nota que puede parecer alienante, pero que es, por el contrario, radicalmente orientadora: «Que estás en el cielo». Simone Weil es lapidaria cuando comenta, de manera apasionada:

Está en los cielos, no en otra parte; si creemos tener un padre en este mundo, no es él, sino un falso Dios. […] A él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de saber que está infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenemos así la certeza de que el mal que hay en nosotros, aun cuando invada nuestro ser, no mancha de ningún modo la pureza, la felicidad y la perfección divinas 14.

El misterio de la oración que Jesús Maestro nos entrega y confía como discípulos suyos es una brújula para orientarnos en el exigente recorrido de la relación con Dios por los caminos y senderos del mundo en el que vivimos y por el cual estamos llamados a consumirnos. Este misterio se funda en un principio de alteridad absoluta. Él nos coloca frente a Dios como Padre siempre disponible, pero nunca manipulable. No busquemos poner las manos sobre el Altísimo para reducirlo a imaginaciones que son el fruto de nuestros miedos y de nuestras necesidades inmediatas y a veces engañosas. Eugen Drewermann se lanza en una suerte de elevación espiritual que se hace oración en la oración: «Te llamamos Padre en la soledad, en ti confiamos en nuestra desprotección. Tú transformas este mundo transitorio en nuestro hogar» 15.

Por tanto, el primer paso necesario de esta amable transformación es reconocer el propio origen en el otro –«Padre»– y estar dispuestos a reemplazar nuestro instinto infantil, orientado a repetir infinitamente «yo» y «mío», por un adjetivo posesivo compartido: «nuestro». Lo que hace posible nuestra vida es justamente el hecho de que Dios sea Lejano, Diferente, Distante. Esta percepción acertada nos asegura un fundamento estable inconfundible que no es nunca una cómoda confusión. De aquí nace, de manera dolorosa y magnífica, nuestra conversión en hermanos por ser hijos de un mismo Padre. Justamente su distancia y diferencia son las que permiten la circulación y el incremento de la vida en la responsabilidad creciente de una libertad en constante profundización.

Un Dios fiable

Hay quienes gustarían de llamar a Dios con el nombre de «Madre», o bien de «Padre-Madre». La razón profunda de este modo de dirigirse al Altísimo con el nombre de «Padre» no está ligada solamente a motivos socioculturales. Esta necesidad, más que verbal, radica en algo profundo que no pone para nada en duda que en el Creador estén presentes al mismo tiempo los aspectos masculinos y femeninos. Como admirablemente explica Leloup, dirigirse a Dios llamándolo «Padre» significa poner en primer lugar la relación como incremento de naturaleza: esto significa que «no es la sustancia, sino la relación, la que revela y expresa la realidad última y suprema». De modo que

 

para el o los pensadores que se encuentran en el origen de este texto evangélico que es el Padrenuestro, el sentido del ser no es la sustancia que subsiste por sí misma, sino el amor que se comunica. Así, dondequiera que haya un ser que ame o que se entregue se manifestaría el sentido profundo de toda realidad. Creer en «Dios Padre omnipotente», creer que la omnipotencia de la Realidad es «Padre», es cuestionar nuevamente todas nuestras ideas relativas al poder; es creer en la omnipotencia del Don en el cual los universos han sido engendrados, y no solamente causados; es creer en el Amor y en su victoria escatológica sobre la entropía y expresar el compromiso de vivir para este fin 16.

Cada vez que nos dejamos transformar por la oración del Señor en nuestro modo de orar a fin de que se torne nuestro modo de vivir y hasta de morir, se nos llama a crear el espacio apropiado donde contextualizar nuestra palabra dirigida a otro distinto de nosotros mismos: «Padre nuestro, que estás en el cielo». En el evangelio según Lucas, esta es la primera palabra que vemos aparecer en los labios de Jesús y, de una manera totalmente natural, es también la última. En Jerusalén, ante la angustia de sus padres, la respuesta es cortante: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Siempre en Jerusalén, la última palabra de Jesús es un acto de confianza absoluta que parece querer arrastrar consigo el mundo entero: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Desde este punto de vista, la cruz se convierte en símbolo de la redención de un modo de estar en el mundo. La oración representa el método de aprendizaje del modo de estar en este mundo para poder decir, por fin: «Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Allí donde la multitud corre el peligro de ver en la cruz el «espectáculo» (Lc 23,48) de un profeta abandonado por Dios y por los hombres, se revela el Hijo, que vive y muere enteramente abandonado en las manos del Padre.

Como agudamente recuerda Leloup, no podemos ser tan ingenuos como para no tener en cuenta el hecho de que, «para algunos, llamar “Padre” a Dios es un antropomorfismo insoportable», puesto que, a veces, puede evocar «la fuente de todos sus sufrimientos» 17. Pensemos en la imagen registrada por un niño habituado a ver regresar a casa a un padre ebrio y violento. No obstante, en tiempos de Jesús, el padre –a pesar de todas las derivas y abusos posibles– es aquel que ama a la madre y le permite ser tal: la protege, la alimenta y se hace cargo del bienestar de toda la familia a través de su trabajo y de las decisiones necesarias para el bien de todos. Ya para nuestros más remotos antepasados, el papel del varón dejó gradualmente de limitarse al de la inseminación y evolucionó hacia una capacidad de presencia que garantiza no solamente la seguridad, sino también la serenidad. Para decirlo con Osvaldo Poli, en la evolución se conquista gradualmente un «modo masculino de educar» 18 a la prole.

Todos lo sabemos: no basta con ser progenitor para ser padre. Cuando el progenitor está ausente, se reconoce como padre a aquel que cuida de la madre y del niño. Por eso, la tarea del padre es reconocer al propio hijo y darle un «nombre» (cf. Mt 1,25). Es tarea del padre reconocer al recién nacido como otro distinto de sí mismo, ayudando a la madre a hacer lo propio. De ese modo, el pequeño se torna sujeto de un deseo y ya no en objeto de una producción, y así es liberado del peligro del determinismo que lo convertiría en un apéndice de los padres y no en un misterio que está aún enteramente por descubrir y realizar. La larga reflexión de Luigi Zoja nos ha convencido de que, cuando se habla de padre, no se trata de

un simple progenitor biológico, sino de una figura comprometida en la protección y en el crecimiento de los niños. Por tanto, la paternidad no es un simple acto instintivo, sino un gesto cultural a través del cual el varón cuida de los hijos. Por esta razón, la paternidad es fundamentalmente una adopción: necesita intención y consciencia. El derecho romano lo codifica en un ritual: el padre debe levantar en alto al hijo y, de ese modo, lo adopta 19.

Es lo mismo que sucede todavía hoy, aunque de modos diferentes. Como cristianos no debemos olvidar nunca que en la iniciación bautismal el rito prevé la entrega del «nombre» y de la «señal de la cruz» al comienzo, y del Padrenuestro al final. La sabiduría de los ritos, que está arraigada en la sabiduría de los mitos, parece recordar que, al llegar a este mundo, se nos llama a equiparnos de inmediato con la conciencia de que nuestra aventura humana no es, ciertamente, un paseo. La sabiduría iniciática de los ritos nos equipa en atención a la lucha y al combate evocado por la unción prebautismal, que implica la conciencia de tener que salir airoso, sin tener miedo de fracasar. Cada cual en la vida está obligado a ser él mismo sin reducirse a sí mismo. Esto se da aceptando –consciente y dolorosamente– convertirse en una persona autónoma, sabiéndose medir con una relación que limita y contrarresta nuestro delirio de independentismo enfermo y peligroso. En esto, el papel iniciático del padre no solamente es fundamental, sino que es irrenunciable, como explica Claudio Risé haciendo de la iniciación la premisa de la capacidad de donación 20. Saber decir «padre / abbá / papá» significa reconocer que no se es el primero en vivir en este mundo, por lo que se acepta aprender la vida antes de vivirla, e incrementarla a través de los logros y los inevitables fracasos. Una vez más, el psicoanálisis moderno se hace eco de la sabiduría espiritual de siempre:

El psicoanálisis no sostiene el culto supermoderno del rendimiento, sino que teje el elogio del fracaso. El psicoanálisis recoge los restos, los residuos, las vidas descartadas; trabaja sobre las causas y sobre las vidas perdidas. Para hacer de psicoanalista hay que amar las causas perdidas 21.

Sin ilusiones

A través de las palabras y de los gestos del Señor Jesús, cuya culminación está en el abandono pascual, el Dios omnipotente de la religión de siempre y de todas partes –comprendidas las de nuestro tiempo, que viajan a través del éter– se quita el yelmo del poder, como Héctor ante su hijo Astianacte. Este gesto de renuncia hace posible que se le reconozca como padre indefenso que nos permite crecer hasta llegar a ser más grandes que él (cf. Jn 14,12) y no estar simplemente sometidos a él 22. Decir «Padre nuestro, que estás en el cielo» no es una simple fórmula de cortesía orante, sino un estilo de relación, fruto de una sana autoconciencia en la cual las potencialidades y las fragilidades no solamente permanecen presentes, sino que se reconcilian profundamente. El salmista recuerda que «el cielo pertenece al Señor, la tierra se les ha dado a los hombres» (Sal 115,16). Por eso, el cielo del que hablamos al repetir el Padrenuestro es el que besa la tierra y no el que fue tomado por asalto en Babel con el sueño de una autodeterminación enferma y peligrosa (Gn 11,1-9). En el pensamiento bíblico, el «cielo» no es solamente lo que está por encima de nosotros físicamente hablando, sino el ámbito en que las cosas toman existencia y vida. Por ese motivo se deben respetar su misterio y su trascendencia.

Todo lo que el Señor Jesús enseña a sus discípulos es encontrar a Dios como Padre y, sobre todo, no simplemente como «Padre mío», sino como «Padre nuestro». Las primeras palabras del Señor insisten en la identidad de Dios como Padre, un Padre que no está nunca a disposición del propio consumo y para obtener ventaja propia, sino absolutamente compartido: «nuestro». La oración que el Señor nos ofrece como esquema, como estructura de sustentación de nuestro modo de orar y de pensarnos tiene una primera palabra: «Padre», que nos permite concebir la divinidad no como una entidad filosófica, absoluta, teórica, sino como un Dios que, por su naturaleza, es relación y expectativa de encuentro. El hecho de que comencemos diciendo «Padre nuestro, que estás en el cielo» y terminemos suplicando «líbranos del mal» hace que justamente la oración nos coloque serenamente ante la complejidad de la vida, de la cual nos damos cada vez más cuenta. La certeza de tener un Padre al cual pedirle apoyo y ayuda, unida a la conciencia clara de tener que luchar hasta el final (cf. Heb 12,4), son los dos extremos de la oración y las coordenadas fundamentales de nuestra lucha espiritual. Entre estas dos puntas de la larga cuerda que es nuestra súplica se reflejan los diferentes colores de la oración, en cuyos extremos encontramos el blanco del «Padre nuestro, que estás en el cielo» y el negro del «líbranos del mal». De ese modo reconocemos que nuestra vida está en relación con Dios y, al mismo tiempo, aprendemos a aceptar que es combatida por muchas otras realidades que poco a poco tenemos que convertir, purificar y rectificar.

La palabra que hace de inclusión a la inicial «Padre» es, paradójicamente, «mal». Con este sabio recurso, no estilístico sino sapiencial, el Señor Jesús nos libera de todas las ilusiones, a fin de evitar que la devoción se convierta en la máscara de la mistificación. La mistificación es siempre una manera de huir del drama que significa afrontar la realidad, paso ineludible para transformarla. De este modo, la oración forma una unidad con la realidad concreta de la vida en la que tenemos que asumir continuamente la lucha inevitable. En esta lucha nos acompaña la sensación profunda de que hay Alguien que acompaña, guía, conforta e ilumina nuestra existencia: no solamente la nuestra, sino la de todos. El Señor Jesús, en las primeras palabras de la oración, nos ayuda a relativizarnos absolutamente a nosotros mismos. Sí: hay un Padre, pero el Padre no es un protector, un «patrón» del cual somos clientes. La suya es una presencia que espera y acompaña nuestro crecimiento en la libertad personal, de la cual brota una auténtica responsabilidad en la fraternidad.

Convertir el corazón

El Padre, a quien el Señor nos pide que dirijamos nuestra oración, se presenta en nuestra vida en la forma de una ausencia que nos permite sentirnos estimulados a vivir a la altura de nuestra vocación. Tomás de Aquino hablaba de un Deus otiosus aut absconditus, un «Dios ocioso o escondido», que actúa a través de su ausencia y por medio de su intervención. El Dios que en la oración sentimos presente es aquel que, como Padre, nos pone en relación no solamente de manera vertical, sino en la horizontalidad y circularidad de nuestras relaciones fraternas, ayudándonos así a poner nuestra vida en un contexto más amplio del que marcan nuestros egoísmos. Por ese motivo el evangelista Mateo, a diferencia de Lucas, pone la transmisión de la oración del Padrenuestro en el corazón del denominado Sermón de la montaña.

Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará (Mt 6,5-6).

El Señor Jesús reconoce que la oración presupone y exige la intimidad, a la que va unida la esencialidad. Además, la oración auténtica exige la conciencia de que cada mirada dirigida hacia lo alto nos remite al deber de mirar a nuestro alrededor con atención y disponibilidad. Lucas introduce la transmisión del Padrenuestro a través de la mirada y la pregunta de un discípulo. Mateo, por su parte, antepone a esta transmisión una fuerte exhortación cuyo papel no es el de un simple encabezamiento redaccional, sino que remite a la sustancia imprescindible de la actitud orante:

Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así… (Mt 6,7-9).

Como monje conozco bien el peligro de volverse semejante a los paganos y a los fariseos, incluso en el generoso servicio de la oración. El peligro consiste en que la oración se torne un lugar de exhibición de nuestras adquisiciones, de las que obtendremos privilegios y una sensación de diversidad consistente en una mezcla de sentimiento de superioridad y de conmiseración hacia los otros, cuando no de desprecio. No nos dirigimos a Dios en la oración para que él sea aplacado y enternecido hasta mostrarse soberbiamente comprensivo, sino para dejarnos purificar y formar por este encuentro. De ese modo, la oración deja de ser simple expresión de una actitud cultual y pasa a ser el lugar continuo de la conversión del corazón. El primer paso es superar la tentación y la desilusión de Caín, que es la del hijo que no pudo ser único. Al contrario, estamos llamados a pensar a Dios y a dirigirnos a él siempre en comunión, precisamente como lo hará el Resucitado confiando a María Magdalena el mensaje ardiente de la Pascua: «Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”» (Jn 20,17).

 

Orar con las palabras que nos enseñó el Señor Jesús nos cura de aquellas sutiles enfermedades del alma que crean la ilusión de que somos médicos para las heridas de los demás mientras dejamos que las nuestras se gangrenen. En el evangelio de Juan, Jesús insiste continuamente en que su palabra y sus obras están íntegramente referidas al Padre. La característica propia de la palabra es la de estar en relación, la de no bastarse a sí misma, de tal modo que remite siempre a algo distinto de ella misma. Por eso Jesús es el Verbo hecho carne para comunicarse de manera comprensible. Cristo es la palabra que no se anuncia a sí misma, sino que anuncia lo distinto de sí: el Padre. Desde este punto de vista es muy interesante el modo en que concluye el «libro de los signos» del cuarto evangelio; la insistencia es tan fuerte que da la impresión de que Jesús desvaría.

Porque yo no he hablado por mi cuenta; el Padre, que me envió, es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar […] Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre (Jn 12,49-50).

El desafío de la libertad

Si solo estuviese esta frase tendríamos derecho a sospechar que Jesús sufría de un infantilismo retrógrado. Pero no es así. El asunto está en que el Padre le ha dado y transmitido todo al Hijo, que dará y transmitirá todo a sus discípulos; este es el hilo conductor de la oración sacerdotal: «Todo lo que me has dado se lo he dado a ellos» (en este capítulo encontramos 17 veces el verbo «dar»). Dios no es una realidad para poseer, sino para transmitir y para compartir no solamente «entre nosotros», sino para todos. Por eso el «cómo» se convierte en el gozne esencial: lo que el Padre ha hecho por mí lo he hecho yo por vosotros; lo que yo he hecho por vosotros, hacedlo vosotros los unos por los otros. Como el Padre me ha enviado, así os envío yo. Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Como yo os he amado, amaos los unos a los otros.

Así, cada vez que entramos en el misterio de la oración, diciendo de verdad: «Padre nuestro, que estás en el cielo», nos ponemos realmente en camino hacia Dios reconociendo serenamente que él no está aquí, sino que está siempre más allá, donde nos espera no solamente para darnos su abrazo, sino para restituirnos a la fraternidad. Decir justamente al comienzo de la oración que Dios no está aquí, sino que está «más allá», tanto como para estar apropiadamente lejos y sanamente ausente, nos pone al resguardo del peligro de ser «paganos de corazón». Solo así la oración se torna un puente que no anula la diferencia y que crea las condiciones de la libertad. En las oraciones «según nosotros» nos gustaría decir: «Padre nuestro, que estás aquí, junto a mí». En una tal actitud de oración corremos el peligro de pronunciar «en falso el nombre del Señor» (Ex 20,7). No observar una de las Diez palabras entregadas por Moisés en el Sinaí no significa solamente blasfemar el nombre del Señor, sino también condimentar todas las cosas con la evocación de una presencia que corremos el peligro de manipular, en lugar de adorar.

Por el contrario, orar según el corazón del Señor significa saber llevar la distancia hasta soportar la ausencia de Dios. Al crear el mundo, él ha dado un paso atrás en una confianza infinita que no se contradice ni se deja deshonrar por actitudes presencialistas e intervencionistas, como diríamos en nuestro lenguaje. Bajo la cruz se ha consumado la última tentación de un Dios que se impone, invocada como última prueba «aplastante» por los escribas y los fariseos. El Dios de Jesús es un Padre en cuyas manos el Crucificado se abandona sin miedo a reconocerse «abandonado» (Mc 15,34), con una confianza desarmada y desarmante. El Señor Jesús nos enseña y nos ayuda a entrar en la oración como un verdadero estímulo para madurar una relación con Dios que no le quita nada a nuestra soledad. La oración evangélica no elimina todo aquello que crucifica nuestra vida y la de nuestros hermanos y hermanas en humanidad, que, a menudo, son para nosotros compañeros en el sufrimiento. Si no hay más lugar para el mal, es solamente porque hasta el dolor, el sufrimiento, el fracaso, la contradicción o la ambigüedad pueden vivirse en aquella solidaridad fundamental en virtud de la cual ni siquiera el mal puede hacer mal.

El mal que atenta contra la vida como una serpiente que muerde el talón de nuestra vulnerabilidad pierde su fuerza cuando apretamos las filas de una compasión creativa y duradera. Solo esta compasión radical permite afrontar las contradicciones de la vida y llevarlas con gracia. Así, en la oración pasamos del miedo y de la vergüenza de ser vulnerables (cf. Gn 3,10) a la confianza como terapia capaz de curar de forma profunda y duradera todo temor y terror. Decir «Padre nuestro, que estás en el cielo» significa ponerse frente a una Presencia que nos permite cargar el peso de la Ausencia como posibilidad para crecer en libertad sin renunciar a la relación. Como recuerda Anne Fortin, esta «distancia apropiada se denomina liberación», porque «inscribe una distancia en el corazón de una palabra que permite expresar el deseo de relación allí donde se hace encarnizada la rivalidad entre el “yo” y el “tú”» 23.

A la luz de todo ello, antes de comenzar a orar estamos llamados a preguntarnos si estamos dispuestos a asumir nuestras responsabilidades para evitar hacerlo «con la boca llena» o con el corazón lleno de angustia. El Señor Jesús nos enseña a orar no como los paganos, que piensan ser «escuchados a fuerza de palabras» y, sobre todo, a fuerza de necesidad. Para entrar en la oración, según el Evangelio y el corazón de Cristo, antes que nada hay que destetarse, como nos recordaba Françoise Dolto. En una palabra: hay que asumir la tarea de la distancia para poder gustar la gracia de la oración escuchada o bien entender plenamente el llamamiento de la oración no escuchada, que nos pide un paso más de comprensión y de conversión.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?