Czytaj książkę: «Encontrar al padre »
A don Roberto,
a Elena
y a todos los amigos
del Centro Universitario
de via Zabarella, Padua.
El Padrenuestro
se ha tornado
junto a ellos
no solamente
una oración íntima,
sino el manifiesto compartido
del mundo que construimos
sin dejar de soñar.
Prefacio
El hombre de hoy tiene una enorme necesidad de rezar el Padrenuestro, de confiarse al Padre. A menudo le cuesta «atreverse» a hacerlo, asediado como está por el extendido convencionalismo contrario a la fe y, más en general, en su hostilidad frente a toda experiencia de escucha profunda de sí mismo y de la realidad. Pero el hombre moderno no solamente tiene necesidad, sino también un gran deseo del Padrenuestro, como se ve muy rápidamente en la psicoterapia tan pronto como se atraviesan los barnices o las incrustaciones de la superficie, los intelectualismos poco originales, y aparecen la carne, el alma, la sangre y el dolor de la persona. El padre –y un padre compartido con los demás seres humanos no puede ser prisionero del restringido «teatro familiar» (como lo llamaba Freud) o de otras visiones de variado tenor ideológico-terapéutico– es hoy la gran nostalgia de los ciudadanos de la «sociedad líquida», en la que parecería estar ya ahogado junto con la naturaleza y otras formas constitutivas de la vida.
El libro Encontrar al Padre. El Padrenuestro entre el cielo y la tierra, de Fratel MichaelDavide, acoge y acompaña de forma eficaz este deseo. Según me parece, su mérito particular consiste en la capacidad y la determinación del autor de evitar las frecuentes e infinitas amplificaciones interpretativas del Padrenuestro, para presentarlo nuevamente en su forma originaria de oración transmitida a nosotros directamente por Jesús a través de los evangelios. Palabra sagrada e «instrumento de trabajo» transformador que libera su fuerza y sus dones simplemente siendo repetida tal como es, con la mayor frecuencia posible, convirtiéndose de ese modo en alimento y sustancia para la formación de nuevos y diferentes contenidos de la personalidad.
Se trata de una fuerza transformadora experimentada en los dos milenios precedentes, pero cuyas potencialidades son confirmadas también hoy por las neurociencias, que, desde el descubrimiento de la plasticidad del cerebro, han demostrado cómo, efectivamente, este se nutre de los contenidos que le brindamos. Las mismas ciencias han ilustrado después en múltiples investigaciones y experiencias cómo también las imágenes y las palabras que más utilizamos pasan a construir, a través de la repetición, nuevos circuitos neurales, dejando que se agoten los viejos, que hemos dejado de frecuentar y han perdido validez. Uno de los campos más recientes de la ciencia confirma así también una intuición ya presente en los trabajos y las experiencias de los Padres de la Iglesia, con particular intensidad en Agustín.
La entrega confiada y la transformación
Así pues, a través de su acción renovadora y transformadora, ante todo espiritual, pero también bioquímica –campos que no están en absoluto separados en la observación desarrollada por la psicología analítica de Jung–, la repetición asidua y participada del Padrenuestro puede ponernos de verdad a cada uno de nosotros en la posición del profeta, que legítimamente dice: «Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo» (Is 43,19). La regeneración, en el nombre del Padre, que desde siempre la quiere, es posible.
La renovación puede darse no solamente por el poder transformador de la oración del Padrenuestro, sino también por la ayuda que ofrece la posición psicológica y afectiva que asume aquel que lo reza siguiendo las indicaciones de Fratel MichaelDavide. En efecto, se trata de una postura de plena entrega confiada, totalmente distinta de la actitud activa y «performativa», característica que asume en cada momento de su vida del hombre de la modernidad tardía, en particular en Occidente. Se trata de una actitud de exhibición exteriorizada que, como denuncia también la más reciente observación filosófica de nuestro tiempo –por ejemplo, en los trabajos de Byung-Chul Han–, termina inhibiendo cualquier auténtica relación e intercambio con los otros, encerrando al individuo dentro de la propia coacción narcisista que realizar y demostrar. Esta auténtica prisión afectiva, comunicativa y simbólica del individuo moderno, hiperactivo también cuando está deprimido, resulta por fin invertida con la posición psicológica propuesta en estas páginas, es decir, el paso del pensamiento «performativo» a la invocación que da acogida a la acción sabiamente dejada en manos del verdadero protagonista de nuestra vida: no nosotros, sino el Padre, en quien tenemos origen.
En el corazón del Padre
Verdaderamente importante es asimismo el acento que el libro pone en la intimidad –ya recomendada por el evangelista–, la atención al diálogo a dos entre el orante, que ha entrado en su propio cuarto, y el Padre. Ese es el momento de silencio más propicio para que la oración se eleve y resuene en su profunda totalidad. Hoy, en la sociedad de consumo y, particularmente, del consumo de comunicación, ruidoso, distractor y ansiógeno, es fácil confundir el «estar con» y la multitud, las voces superpuestas, el ruido. El Padrenuestro debe salir del corazón antes que de los labios; y el silencio y la mirada bien fija en el Padre, que está en los cielos, son elementos valiosos para reencontrar aquella intimidad perdida y deseada.
También aquí, como en la postura psicológica de invocación al Padre y acogimiento gozoso de su invocada voluntad, se presenta una inversión respecto de los modos y las modas sugeridos –cuando no impuestos– por el siglo, así como por sus instrumentos de persuasión y, a menudo, de coacción (aunque solo sea publicitaria o de estilo). Como no se cansa de repetir Simone Weil –que, junto a la delicada Etty Hillesum, acompaña profundamente este libro–, el Padrenuestro es un grito de invocación y alabanza a la voluntad del Padre, la única en la que se realiza nuestra libertad. Toma forma de ese modo, en la intimidad y en el silencio, un itinerario de profunda transformación psicológica, espiritual y existencial que inspira un modo diferente de estar en el mundo y dentro del mundo.
Buena lectura.
CLAUDIO RISÉ 1
1
Desear al Padre
En la escuela de la compasión
A modo de cita de encabezamiento para la oración del Padrenuestro podríamos colocar las palabras que el Altísimo dirige a Jonás: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?» (Jon 4,9). Con estas palabras, el Señor parece justificarse ante el profeta, enfadado por la compasión y la piedad de su corazón misericordioso.
La oración del Señor se convierte día tras día en una escuela en la que aprendemos a captar los tonos y colores de la vida sobre el trasfondo de la compasión y del amor divino. Aprendemos así a descubrir el rostro de un Dios que renuncia a su poder ilimitado para no humillar nuestra debilidad y permitirnos no solamente respirar, sino también reconocerlo como nuestro Padre. Con estas palabras, heredadas de los padres y entregadas a sus compañeros de camino más íntimos, el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de sus discípulos y se hace maestro de oración para la vida en cada rincón del mundo y en cada segmento del tiempo. Repitiendo las palabras de la oración, entramos en un verdadero trabajo de orientación adecuada en el camino de la vida, que exige siempre la capacidad de distinguir, aclarar y elegir.
La oración, tal como nos la enseña el Señor Jesús, haciéndose, a la vez, modelo de ella para nosotros, es ante todo un instrumento para trabajar sobre nosotros mismos a fin de hacer crecer una relación con Dios que nos cure de nuestras derivas y nos libere de nuestros miedos. De ese modo nos volveremos cada vez más capaces de construir puentes de hermandad y de reconciliación. Mientras nuestro corazón se abre a la oración recibimos el pan de la piedad y del perdón, sin los cuales la vida no sería posible. La vida correría el peligro de revelarse imposible de vivir o, con toda seguridad, sería menos gozosa. La oración que nos ha enseñado el Señor es un verdadero aprendizaje del arte de vivir y una escuela cualificada de compasión. Un aprendizaje semejante pasa por la decisión de asumir nuestra pobreza hasta integrar amorosamente la de los hermanos y hermanas con los que compartimos el camino de la existencia, a veces tan duro. La oración, lejos de ser una fuga opiácea de la realidad, se convierte, por el contrario, en una escuela cotidiana de sabiduría y de caridad creativa. Esta escuela se prolonga durante toda la vida y es el trabajo interior que nos impulsa a zarpar hacia espacios cada vez más amplios de la existencia para no permanecer encallados en puertos tan seguros como mortíferos. Orar en la lógica encarnada e involucrada que subyace a las palabras del Padrenuestro nos pone ante la urgencia y el desafío de vivir de manera auténtica hasta el punto de tener que ponernos cada día en la escuela de la oración, que no es simplemente informativa, sino formativa en sentido amplio y pleno. En efecto, la oración es una «prodigiosa destilería de lo invisible» 2.
Podemos intuir lo que experimentó «uno de sus discípulos» (Lc 11,1) mientras contemplaba encantado al Maestro en oración. En la oración de Jesús se trasluce la profunda verdad de su relación con un Dios tan íntimo que se revela como «Padre» (11,2). El discípulo, cuyo nombre no se menciona, pero que nos representa a todos, espera pacientemente a que el Señor Jesús termine para pedir que él lo inicie –a su vez, y junto a los otros– en el arte de la oración. Sucede exactamente como cuando se ve a alguien hacer algo hermoso o extraer del horno una comida sabrosa y se le pide con entusiasmo incontenible: «¿Me enseñas cómo se hace?». Como toda madre y como todo maestro, el Señor no se echa atrás y nos enseña el modo de estar frente al Padre como él y con él en calidad de hijos. Por tanto, la oración del Señor tiene consecuencias que hay que reconocer y honrar: encontrar en cada persona a un hermano y saber acogerlo en la libertad de los «hijos» (Gál 4,6), y no en el temor de los esclavos.
Mientras nos adentramos en esta meditación sobre la oración del Señor no podemos más que hacer nuestra la emotiva invocación del discípulo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). En realidad, hemos de decir que, en la tradición bíblica y espiritual, cada vez que se pide: «Señor, enséñanos a orar», se pide, en realidad: «Señor, enséñanos a vivir». La oración es la puerta que introduce en la casa –el castillo, diría Teresa de Ávila– de la relación con Dios a través de la invocación, de la intercesión, del aliento de la contemplación. Por eso toda la Tradición concuerda en el hecho de que la lex orandi, la regla de la oración, es siempre la lex credendi, la regla de la fe, que se torna en lex vivendi, la regla de vida. Este dinamismo no tiene solución de continuidad.
Al acercarnos a la oración del Señor estamos llamados a tomar conciencia de un don que comporta una clara toma de posición: a través de estas palabras buscamos aprender a orar en la esperanza de aprender a vivir.
Los siete colores de la oración
Las siete invocaciones de la oración del Señor, más que un «compendio» de devoción, representan un mapa para movernos y orientarnos de manera segura en nuestra relación con el Padre. Podemos acoger estas invocaciones como si fuesen los colores que hay que tomar continuamente de la paleta de la vida cotidiana para pintar el cielo de nuestro deseo más profundo y verdadero. Siete instrumentos, siete colores, siete caminos… siete fondos como el de una pantalla de ordenador o de un teléfono móvil, para afrontar todas las realidades de nuestro día a día con serenidad y confianza. San Juan de la Cruz explica que el Señor Jesús, al enseñar el camino de la oración a sus discípulos,
solo les enseñó aquellas siete peticiones del Pater noster, en que se incluyen todas nuestras necesidades espirituales y temporales […]. Mas no enseñó variedades de peticiones, sino que estas se repitiesen muchas veces y con fervor y con cuidado; porque, como digo, en estas se encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene 3.
A partir de este texto del doctor carmelita bien podemos decir que la oración del Señor, que se nos ha entregado solemnemente en el momento de nuestro bautismo, representa este posible movimiento existencial. Él mantiene unidas las exigencias de la «voluntad de Dios» y todo aquello «que nos conviene», sin forma alguna de competencia ni, menos aún, de oposición.
Así pues, partiendo de este modo de entenderla y de vivirla, la oración se torna en aquello que más nos interesa, porque es lo que más llega a entrecruzarse con nuestra experiencia concreta. La existencia de cada uno está siempre ligada a dos aspectos inseparables: el inmanente –concreto y cotidiano– y el más trascendente, no menos cotidiano y concreto. Fuera de la oración, el peligro consiste en absolutizar inadecuadamente solo uno de estos dos elementos, deteniendo en nuestro corazón el largo proceso de relación con Dios, con nosotros mismos y con el mundo. Este proceso interior nos permite una conformación serena y natural al designio y al deseo de Dios sobre nosotros, en plena solidaridad con el camino de esperanza de todos y cada uno. Para comprender el misterio de la oración podemos hacer referencia a las palabras del profeta Isaías, que se expresa de manera simple, pero con particular eficacia:
Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía (Is 55,10-11).
El Padrenuestro es un acto de fe que nos ayuda a captar la misma dinámica de «efecto» en las palabras que lanzamos hacia Dios en nuestra humilde invocación: ellas no volverán vacías, «sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,11). La psicología moderna, como ya antes la sabiduría de los antiguos, identifica precisamente el papel paterno con el de la «palabra» ofrecida. Justamente esta palabra, que limita y estimula, permite al niño crecer, a través de la confianza, en la responsabilidad. Por eso el Señor, al enseñarnos las «siete palabras» de la oración, nos habilita para entrar en el misterio de la voluntad del Padre, cuya palabra, como dice Isaías, realiza lo que promete. Entrar en esta comunión de voluntades nos pone en condiciones de acoger y hacer fructificar aquello que responsablemente elegimos para nuestra misma vida a la luz de su palabra. Estas «siete palabras» que, antes de enseñárnoslas, el Señor Jesús rumió en su propio corazón, son la fuente de aquellas otras «siete palabras» pronunciadas por el Crucificado en el acto solemne y amoroso de su muerte apasionada.
A través de la enseñanza del Señor Jesús, que comparte con nosotros su misma experiencia de oración, se nos ofrece la posibilidad de convertir nuestro enfermizo narcisismo. En lugar de replegarnos sobre nosotros mismos estamos llamados a un camino de relación libre y liberadora a través de un proceso que nos hace personas capaces de tomar la palabra con convicción y con real disponibilidad de escucha. Como explica Eugen Drewermann: «Una poesía solo puede interpretarse mediante una poesía, una canción solo mediante una canción, una oración solo mediante una oración» 4.
Esto puede aplicarse en grado sumo al Padrenuestro. De la oración no se habla: la oración se vive. Del mismo modo que no se habla del amor, sino que se vive dejando que los otros gocen de sus frutos hasta percibir su perfume regenerador que, ciertamente, no se puede explicar con palabras.
Cada vez que hacemos nuestras las palabras del Señor, desde lo profundo del corazón y con una profunda conmoción imploramos y esperamos: «Sé nuestro Padre». No tardará en llegar el momento en que nuestro corazón exhalará, como una brisa ligera, un estremecimiento: «Aquí estoy» (Is 58,9). Como repetimos siempre en la celebración de la eucaristía: «Nos atrevemos a decir» las palabras que el Señor nos ha «enseñado» como para dejarnos contemplar y casi acunar por su mirada misericordiosa. A través del bálsamo regenerador de estas palabras nos dejamos transformar y perdonar hasta en lo más profundo de nuestros tormentos a fin de encontrar paz y compartirla con todos aquellos que caminan y sufren con nosotros y como nosotros. Atreverse a decir las palabras del Señor solo es posible si estamos «formados» por la «divina enseñanza» de su corazón, «manso y humilde» (Mt 11,29), como se nos recuerda justo antes de la comunión cada vez que celebramos la eucaristía.
En el evangelio según Lucas, cuando el Señor enseñó la oración a sus discípulos, se encontraba «orando en cierto lugar» (Lc 11,1). A diferencia de lo que leemos en la versión de Mateo, el contexto no es el de la enseñanza del Sermón de la montaña, sino el de una participación de vida. La oración es una experiencia personal e íntima que se comparte a través de una narración que solo puede ser evocativa, nunca exhaustiva. Viene aquí a la memoria la sugerente expresión de Etty Hillesum: «Estos asuntos son casi más íntimos que el tema del sexo» 5. Según el evangelista Lucas, el Señor Jesús no enseña a orar, sino que es visto por sus discípulos mientras ora, y ora de una manera tan atractiva que hace que ellos sientan la necesidad de participar en ese misterio de relación. Todo eso parece entrar casi en contradicción con lo que encontramos en el evangelio según Mateo, donde el Señor censura a todos aquellos que oran «para que los vean los hombres» (Mt 6,5) y enseña: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6,6). Por tanto, si el Señor no se esconde en el acto de hacer oración, no pretende ciertamente «dar espectáculo», sino que comparte lo que él mismo vive en la oración. En efecto, cuando queremos transmitir algo importante, no hablamos de ello, sino que lo hacemos ver. El Señor Jesús es el maestro de la oración no con las palabras, sino antes que nada con su ejemplo. Él nos transmite el gusto de la intimidad de la oración, que no tiene nada que ver con el intimismo enfermizo de un cierto modo de orar desabrido y desencarnado.
Las invocaciones del Padrenuestro nos ofrecen así la estructura fundamental de toda oración auténticamente discipular. Ella se funda en una práctica cotidiana y amorosa, y ciertamente no en una teoría abstracta. Como recuerdan los Santos Padres, a orar se aprende orando, del mismo modo que a amar se aprende amando.
Aprende el arte y déjalo de lado
Uno de los primeros Padres que comentó la oración que el Señor entrega a sus discípulos fue Cipriano de Cartago, que dice así:
¡Qué misterios, amadísimos hermanos, se encierran en la oración del Señor, cuántos y cuán grandes, breves en las palabras, pero especialmente fecundos por su eficacia! En este resumen de la doctrina celestial no queda nada omitido de cuanto se refiere a la oración 6.
Retomando lo que el apóstol Pablo enfatiza varias veces en su predicación, podríamos decir que el Padrenuestro debe considerarse y custodiarse como el corazón mismo del «evangelio» (Gál 2,6). La fórmula más breve y concisa que nos transmite Lucas parece tener una eficacia aún mayor. Cuando el Señor Jesús responde a la petición de uno de sus discípulos, comienza diciendo así: «Cuando oréis, decid: “Padre…”» (Lc 11,2), y concluye con una invocación: «No nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4).
Si releemos el Padrenuestro a partir de la primera y de la última palabra, parece poder decirse que esta oración es el antídoto contra la tentación del miedo, que a veces nos induce a hacer trampas con nuestra vida para no molestar ni ser molestados. La oración asidua nos lleva de nuevo a la continua necesidad de purificar nuestros corazones de todo aquello que nos hace temer a Dios, a los demás y, tal vez antes que nada, a nosotros mismos. Si cada día aprendemos a través de la oración a dirigirnos a Dios con el nombre de «Padre», la oración se convierte en una escuela de libertad y en una academia de verdad encarnada en la vida y no envuelta en fórmulas. Si repetimos con la mente y con el corazón la oración que el Maestro nos enseñó, aprendemos a mencionar todos los aspectos y todas las coordenadas de nuestra vida. Y así aprendemos también a recibir y a atravesar todo ello sin caer en la trampa siempre amenazante del disimulo, que nos hace ajenos a nosotros mismos e incomprensibles para los demás.
En la oración aprendemos a nombrar el «reino» sin olvidar «el pan de cada día», en la oración recordamos que tenemos un «Padre» sin olvidar que no solamente somos hijos, sino también hermanos. Esto exige que cada día no solo comamos, sino que también «perdonemos» (Lc 11,4). La oración evita convertirse así en una realidad paralela a aquello que vivimos y nos ayuda a amalgamar nuestra tierra con el cielo de Dios sin dejarnos atrapar por la «tentación» de inútiles y perjudiciales «purismos angélicos» 7, para ser, en cambio, simples discípulos del Evangelio. En ese sentido nos amonesta santo Tomás de Aquino:
Ante un semejante, la oración sirve, primero, para manifestar los deseos y las necesidades y, segundo, para inclinar su ánimo en nuestro favor. Pero esto no es necesario en la oración a Dios, pues cuando oramos no nos proponemos manifestar a Dios nuestras necesidades o deseos, porque lo conoce todo […]. La oración dirigida a Dios es necesaria por causa del mismo hombre que ora, a fin de que considere sus defectos e incline su corazón a desear ferviente y piadosamente lo que espera conseguir orando, y de este modo se haga idóneo para recibir 8.
La oración que Jesús nos enseña es «exigente» no por su aspecto esotérico, sino por el hecho de que, mientras asciende a la presencia de aquel Dios que reconocemos e invocamos como «Padre», nos hace conscientes y colaboradores del «designio de amor de su voluntad» (cf. Ef 1,5). Este designio nos incumbe a todos, porque asegura a cada uno de nosotros la vida del cuerpo, la libertad del alma y el perdón recibido y ofrecido: sin eso, la existencia no puede más que marchitarse en la violencia del sentimiento de culpa o en el infierno de la aflicción. De esta oración que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos y que nos fue transmitida en el regazo de nuestras madres y de nuestros iniciadores en la fe puede decirse, en verdad, que «quemaba como antorcha» (Eclo 48,1). Para que una antorcha arda es necesario que se la alimente con cuidado y perseverancia. Incluso cuando nuestras jornadas sean más densas que la espesura que nos impide ver más allá de la suma de las urgencias, no olvidemos orar con las palabras que el Señor nos ha enseñado más como madre que como maestro. Estas palabras son como el fuego que hay que custodiar bajo las cenizas de las muchas ocupaciones y preocupaciones de cada día.
Junto a un Padre de la Iglesia como Cipriano de Cartago y un doctor de la Iglesia como Tomás de Aquino podemos ofrecer la sabia reflexión de un psicoanalista contemporáneo que puede considerarse con razón como un maestro: Massimo Recalcati. Uno de sus textos más importantes comienza justamente –y a buen seguro no por casualidad– con la evocación de la dimensión de la oración:
La oración dirigida a Dios pertenece al tiempo de la existencia de Dios. […] La oración preserva el lugar del Otro como irreductible al del yo. Para orar –esto es lo que les he transmitido a mis hijos– hay que arrodillarse y dar gracias. ¿Frente a quién? ¿A qué Otro? No sé responder y no quiero responder a esta pregunta. Y, además, mis hijos no me la plantean. Cuando me lo piden, practicamos juntos lo que queda de la oración: preservamos el espacio del misterio, de lo imposible, del no todo, de la confrontación con la inadmisibilidad del Otro 9.
En el evangelio según Mateo, exactamente en el centro del Sermón de la montaña –cuyo núcleo duro son las bienaventuranzas– encontramos la «oración del Señor», que no se ha de «interpretar» como si fuese una pieza de teatro que se agota en la simple repetición. Por el contrario, la oración nos pone en la condición de dirigirnos hacia Otro para ser restituidos a nosotros mismos de una manera nueva y en todas las dimensiones de nuestro ser: cuerpo, psique y espíritu. Por eso la oración tiene un carácter «performativo» que nos forma, porque siempre nos transforma. La oración que nos fue entregada en el bautismo y que repetimos siempre inmediatamente antes de alimentarnos del cuerpo y la sangre de Cristo en la eucaristía no es una oración que haya que «seccionar», sino una plegaria para repetir sin fin, como las palabras amadas, como se usan todos los días las cosas de siempre con las que se crea una complicidad hasta el punto de convertirse en una forma de identidad. Las dos partes del Padrenuestro son como las dos tablas del Decálogo, que nos ayudan a afrontar todos los aspectos de la vida y las exigencias de la relación con el Otro de Dios y las infinitas diferencias que experimentamos en nuestras relaciones humanas.
Es posible que una oración que comienza con el nombre de «Padre» y termina con la evocación del «mal» nos atemorice. Sin embargo, en esa completitud y complejidad podemos reconocer la fiabilidad de esta oración que nos coloca en la realidad y casi nos expone a ella en su entera totalidad, hecha de alegría y de trabajo duro. Nuestra vida es un combate entre lo que nos hace reconocer en Dios a nuestro Padre y lo que nos hace sentir la atracción del mal como huida de esta relación exigente. Toda experiencia de mal radica siempre en la tentación de autonomía y de autodeterminación. El fruto más amargo del mal es el extrañamiento respecto de aquellos que, por el contrario, son nuestros hermanos, que, de imperdonables e insoportables, como fue para Caín, se convierten en imprescindibles, como para el Señor resucitado (cf. Jn 20,17).
La oración se inicia con una puesta en escena de tres grandes deseos: la santificación del nombre, la venida de un reino y el cumplimiento de una voluntad. Solo después de la clarificación y de la manifestación de aquello que podría definirse como el escenario de nuestro dirigirnos a Dios siguen cuatro peticiones que solicitan al Altísimo que nos conceda las coordenadas necesarias para la realización de estos tres deseos que contienen y trascienden todo deseo: el pan de la vida corporal, el pan del perdón, que nos permite subsistir como personas, la fuerza ante la tentación y la serenidad frente al mal.
Escuela de libertad
De acuerdo con lo dicho, la oración formada en la escuela del Padrenuestro nos permite pasar de la evaporación del padre a la cristalización del Padre. Este proceso se hace posible por la revelación –en Jesucristo– de la posibilidad de elevarnos del temor de tener que medirnos con un padre-amo, que refleja el imaginario religioso común e idolátrico, al Padre-perdón que nos reconoce como hijos. En este proceso, que nunca se realiza de manera definitiva, recibimos como fundamento una dignidad sobre la cual podemos construir nuestra identidad singular. Una identidad capaz de comunión y de renovadas alianzas a favor del incremento de la vida de todos y de la esperanza de cada uno.
Si «entre el padre y el hijo el silencio es valioso como el oro» 10, entonces la oración es el modo de habitar este silencio sin que él se convierta en una forma de mutismo. Podemos imaginarnos bien que el Señor Jesús aprendió, mucho antes que las palabras, las actitudes de la oración auténtica en el regazo de su padre José, «el carpintero» (Mt 13,55), y junto a él. De este hombre «justo» (1,19), que aparece en el tiempo justo y en el lugar justo, las Escrituras nos transmiten tiernamente los gestos del cuidado y de la protección de aquel que es más débil y corre el peligro de verse expuesto a la violencia, que comienza siempre con la incomprensión. Como recuerda otra psicoanalista –Françoise Dolto–, para hablar es necesario no tener la boca llena, hay que «destetar» la palabra para que sea verdadera, y esto implica una dosis de renuncia. En efecto, el bebé, vinculado a su madre en el acto de la lactancia, tiene que aprender después a hablar, pero para poder hacerlo debe ser destetado, y solo después será capaz de hablar libre y correctamente. Para poder orar y dirigirse a Dios es fundamental haber aprendido a renunciar a la satisfacción inmediata de las propias necesidades y de los propios deseos, para no ser como niños a los que, justamente, se enseña a «no hablar con la boca llena».
La oración es siempre ese paso adelante en nuestra vida en el cual, dirigiéndonos a Dios como «Padre nuestro», pedimos ser liberados de una excesiva concentración en nosotros mismos y en nuestras necesidades, para abrirnos a la vida, percibida y cultivada como algo cada vez más grande y distinto de nosotros. El modelo –el arquetipo– de la vida que vivimos en la tierra viene de más lejos y no se identifica con nosotros mismos, sino que debe ser tomado de otra parte… cada vez de más lejos y de más hondo. Para ser realmente hijos hay que aceptar que un padre «hable de nosotros», para después «hablarnos a nosotros», poniéndonos así en condiciones de hablar, a nuestra vez, también nosotros.
La oración del Padrenuestro, repetida como el mantra de los discípulos de Cristo, se torna así en una palestra de renuncia a la propia autorreferencialidad, para equiparnos con y entrenarnos en aquella capacidad de relación que nos hace personas y no solo individuos. Esto se da cuidando un silencio que hace posible esa palabra porque la libera. De manera admirable explica esto mismo Jean-Yves Leloup: