Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri

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4 Luigi Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, pp. 175-176.

5 Ibídem.

LA UNIDAD RECOBRADA

La finalidad del purgatorio es que uno pueda volver a ser él mismo. A lo largo del camino, veremos que el viaje de Dante es un verdadero recorrido de reconstrucción humana para recobrar la unidad de la persona; lo que antes estaba dividido, desarticulado, se va ensamblando poco a poco. La palabra «diablo» —como dijimos en el Infierno1 deriva de la raíz griega dia-ballein, que significa meterse por medio, separar, dividir. El infierno —que empieza cuando la vida terrenal excluye la misericordia— es el reino de la división, de la separación. División de los hombres entre sí y división del hombre dentro de sí mismo: hemos visto a los condenados insultarse reiteradamente y hemos observado sus miembros destrozados. Por el contrario, el purgatorio es el camino hacia la recomposición de la unidad perdida.

En primer lugar, de la unidad de la persona. El yo infernal es un yo dividido, como muestra de forma ejemplar la figura de Bertrán de Born, que tiene la cabeza separada del tronco y la sujeta por el pelo «como si fuese una linterna» (Infierno XXVIII v. 122), «y eran dos en uno y uno en dos» (v. 125). Se trata de una imagen poderosa para ilustrar la división, la separación entre cabeza y corazón, entre juicio y deseo, entre entendimiento y amor. Desde este punto de vista, el camino de Dante es un recorrido que recompone pacientemente esta unidad, que conquista progresivamente un conocimiento nuevo que nace de la coincidencia entre inteligencia y amor, que culminará en el encuentro con Beatriz.

De la reunificación de la persona deriva el restablecimiento de la relación con la realidad, el rescate de la capacidad para ver las cosas por lo que son y, por tanto, para usarlas de forma adecuada según su naturaleza.

En el ámbito de esta reconquista renace también el instrumento por excelencia para expresar la relación con las cosas: la palabra, la capacidad de nombrar las cosas con verdad. A propósito de este tema, en los últimos cantos del Infierno2 vimos cómo el pecado destruye también la palabra, la posibilidad de comunicar, acabando por encerrar a los hombres en una soledad invencible. Sin embargo, desde las primeras frases asistimos aquí al renacer de la palabra, a la resurrección de la poesía: «Resurja, pues, aquí la muerta poesía» (Purgatorio I v. 7). Y Dante le dedicará un amplio espacio al valor de la poesía, a su historia y al modo de emplearla, sobre todo desde los cantos XXII-XXIII en adelante. Lo veremos a su tiempo, pero me parece importante apuntarlo ahora.

Finalmente, en el abrazo de la misericordia que se da en el purgatorio vuelve a ser posible la unidad de los hombres entre sí. Y, de hecho, las almas purgantes siempre se mueven en grupos armónicos y rezan, e incluso hablan a una sola voz.

Por último, aunque en primer lugar por importancia, ¿qué hace posible este recorrido que restablece la unidad del hombre consigo mismo y de los hombres entre sí? El misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). La palabra verdadera, la que nombra a las cosas con verdad, se ha convertido en un hecho del que el hombre puede tener experiencia. Todo aquel que se encuentra con Jesús de Nazaret, la Palabra hecha carne, vive con él una experiencia cargada de fascinación, de un atractivo poderoso; y, por tanto, una experiencia que cambia la capacidad de juicio, que mueve la inteligencia, que vuelve a unir el afecto y la razón. Y la pertenencia común a esta experiencia es el origen de una unidad posible entre los seres humanos que, de otro modo, tenderían siempre a dividirse y a pelear entre sí. «Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

Recapitulando, podemos volver al comienzo de todo nuestro camino con Dante: la palabra «deseo».3 Lo hemos repetido muchas veces, no me alargo: el deseo es el impulso primario de toda la aventura de Dante y de toda existencia humana. Pero, siguiendo este dinamismo del deseo, ¿cuál es la particularidad del Purgatorio? Por decirlo sintéticamente, el Purgatorio es el canto de la purificación del deseo.

¿Qué quiere decir esto? Para entenderlo, partamos de una afirmación de Dante que puede resultar desconcertante, pero que es extraordinariamente cierta: el amor es una fuerza que puede llevarnos a los actos más sublimes pero también a cometer pecados. De hecho, explica Virgilio en el canto XVIII, el corazón de la reflexión de Dante sobre el amor y la libertad: «es el amor en vosotros semilla de toda virtud y de todo acto merecedor de castigo» (Purgatorio XVII vv. 104-105). El amor es la semilla de toda virtud, pero también de todos los actos que merecen un castigo. Entonces, ¿qué es el pecado? El pecado es un acto de amor equivocado, defectuoso, inadecuado.

El acto de amor defectuoso, ese que se convierte en pecado, puede estar equivocado por tres motivos: «porque su objeto sea malo o por excesiva o escasa intensidad» (Purgatorio XVII vv. 95-96). En estos versos, Dante condensa el otro criterio que utiliza para clasificar los vicios. Los de las tres primeras cornisas, en efecto, son pecados «porque su objeto es malo», porque el amor se fija en un objeto erróneo: los soberbios aman su propia gloria olvidándose de que dependen; los envidiosos se alegran de la infelicidad ajena; los iracundos desean infligir un mal a otros. En la cuarta cornisa se expía la pereza, es decir, el amor a Dios que adolece de «escasa intensidad», de poca energía, de desgana. En las tres últimas encontramos a los avaros, los glotones y los lujuriosos, pecadores que han amado con «excesiva […] intensidad» —de forma exagerada, sin orden ni concierto— objetos que de por sí serían buenos, como los bienes materiales, la comida o el cuerpo humano.

En todos estos casos el pecado nace de un defecto del amor, que equivale a decir que nace de un defecto del deseo, es decir, de un deseo reducido que se obsesiona con un objeto insuficiente, pequeño con respecto a su magnitud; o bien de un deseo que persigue un objeto bueno con una energía desproporcionada, demasiado débil o excesiva. Por ello, el purgatorio es el tiempo que se ofrece a los personajes de Dante, al igual que a cada uno de nosotros, para comprender que ningún objeto —ni el dinero, ni el éxito, ni siquiera el amor de una mujer o de un hombre, ni siquiera los hijos…— basta para satisfacer nuestro deseo. El tiempo de la purificación del deseo sirve para devolverle de nuevo anchura, su alcance ilimitado y su ardor, por tanto, para que vuelva a tender al único objeto adecuado que es Dios mismo, el Misterio infinito. Por ello, la «purificación del deseo» coincide con volver a ser nosotros mismos.

Para ello necesitamos acudir a Cristo, el Misterio encarnado, el único objeto adecuado del deseo humano, necesitamos que él salga a nuestro encuentro, que se haga presente en nuestra vida; y que nosotros estemos disponibles para correr el riesgo de seguir ese signo que nos lo hace presente. Caminar con él hace que el deseo no se corrompa, no se reduzca, y le permite a cada uno encontrar de nuevo su unidad, una unidad de inteligencia y afecto, de palabra y realidad. Y esto significa encontrarse al final «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» (Purgatorio XXXIII v. 145).

1 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., p. 39.

2 Cf. especialmente ibídem, pp. 307; 314-316.

3 Ibídem, pp. 36-40.

CANTO I

[…] tendí hacia él mis mejillas, que habían bañado las lágrimas, y él hizo que quedara al descubierto aquel color que el infierno me había oscurecido.

(I, vv. 127-129)


Dante y Virgilio se hallan a los pies del monte del purgatorio. Dante invoca a las musas (vv. 1-12) y después describe las estrellas que brillan en el cielo (vv. 13-27). Más tarde aparece Catón, al que Virgilio expone las razones de su viaje (vv. 28-84). Entonces Catón le explica que antes de proseguir debe lavarle a Dante la suciedad del infierno y ceñirle un junco (vv. 85-108), y Virgilio sigue su indicación (vv. 109-136).

Por fin hemos salido del infierno, de ese infierno que es la vida cuando nos dejamos definir por nuestros errores, cuando nos clavamos unos a otros al mal que cometemos. Y de repente, el clima cambia (vv. 1-6):

Para surcar mejores aguas, iza las velas ahora la navecilla de mi ingenio, que deja atrás mar tan cruel, y cantaré de aquel segundo reino donde se purifica el espíritu humano para hacerse digno de subir al cielo.

Recobramos el aliento, reanudamos la marcha con un vigor distinto. Qué espectáculo la imagen del viento que infla las velas de la navecilla, qué alivio escuchar la voz que enseguida se vuelve «canto» —el Purgatorio está lleno de música—, y ver que la subida resulta más ligera gracias a la espera cierta del bien que nos aguarda.

Qué belleza levantarse por la mañana con este ánimo, qué liberación poder afrontar el día con este brío. No porque seamos mejores, más sagaces o éticamente mejores —seguimos siendo pecadores, cada día tenemos que librar la lucha contra el mal—, sino porque alguien nos ha perdonado, porque hemos conocido a alguien que no se detiene ante nuestro mal, sino que nos ofrece su amor y amistad libre y lo hace gratuitamente. Partiendo de aquí, la vida puede renacer, como dice Dante a continuación (vv. 7-12):

 

Resurja, pues, aquí la muerta poesía, ¡oh santas musas!, ya que vuestro soy, y aquí Calíope salga a mi encuentro acompañando mi canto con aquella voz cuyos efectos sintieron de tal modo las míseras Urracas, que desesperaron de obtener su perdón.

La invocación a las musas es ciertamente un lugar común de la tradición poética y hemos visto que Dante se dirige a ellas siempre que se encuentra ante un paso importante. Con respecto a esto, tenemos que subrayar dos cuestiones.

La primera: ¿por qué elige Dante justamente este ejemplo? ¿Quiénes son estas «Urracas»? Son las hijas de Píero, rey de Tesalia, tan orgullosas de su maravillosa voz que osaron desafiar a las mismísimas musas. Naturalmente el canto de las diosas fue mejor y por eso «desesperaron de obtener su perdón». En el mito antiguo no hay espacio para la misericordia; aquel que se atreve a competir con los dioses no puede zafarse de su venganza. De hecho, las diosas transformaron a las nueve jóvenes en urracas —en latín picae—. ¿Por qué se refiere Dante precisamente a ellas? Evidentemente para subrayar la diferencia: él no tiene ninguna intención de desafiar a Dios. Su canto no es obra suya, es un don del cielo que tiene que pedir continuamente. De este modo, aparece desde el principio el tema que hará de hilo conductor de todo el Purgatorio: la humildad. «Si llego a hacer algo grande —empieza diciendo Dante—, será únicamente porque Alguien me concede su favor».

En cuanto a la segunda cuestión, fijémonos en las palabras con las que Dante abre y cierra la invocación: «Resurja, pues, aquí la muerta poesía» y «desesperaron de obtener su perdón». En dos versos sintetiza de modo fulminante la alternativa. ¿Qué es el infierno? Desesperar «de obtener perdón», pensar que el propio mal no puede ser perdonado. Y, en cambio, ¿qué sucede cuando llega el perdón? Que resurge «la muerta poesía», es decir, resucita lo que estaba muerto. Volvemos a la vida.

No olvidemos que el viaje de Dante comenzó la noche entre el jueves y el viernes santo, y ahora nos hallamos en la mañana del día de Pascua: «La vida ha vencido a la muerte / lavando en amor el pecado», como reza un himno de la Liturgia de las horas.1 Con la resurrección de Jesucristo, comienza un mundo nuevo donde reina la misericordia.

Y con la vida resurgen la poesía, la palabra, la comunicación. En los últimos cantos del Infierno, Dante ha mostrado lo que sucede en el abismo de la desesperación: incluso la palabra pierde su capacidad de comunicar; cada uno se vuelve prisionero de sí mismo y ya no nos entendemos entre nosotros. ¿Cuántas personas conocemos que no hacen más que rumiar las típicas quejas de siempre, incapaces de entablar un diálogo real? Sin embargo, cuando tienes un encuentro bonito que te abre de nuevo a la vida, te entran ganas de contárselo a todos, te levantas cantando por la mañana. Pues bien, este es el principio del Purgatorio: un hombre que desesperaba de «obtener su perdón», que creía estar clavado a su error y en cambio es perdonado. Y se levanta por la mañana rebosante de deseo de emprender nuevamente el camino, de vivir y de contarle a todo el mundo lo que le ha pasado.

Esto no es solo literatura, es la vida. Lo testimonia estupendamente la carta que me escribe un preso:

«Purificado y dispuesto a subir a las estrellas» (Purgatorio XXXIII v. 145). Este fue mi primer pensamiento el día que salí de permiso, mi primer día de permiso tras más de diez años de cárcel… Un día soleado, con mucho espacio y tiempo para mí, aunque con un poco de agorafobia… Un día dedicado a recuperar mis cinco sentidos.

Enseguida pensé que el purgatorio, mi purgatorio, estaba a punto de terminar, y ahora, con la conciencia de hoy, volvía a observar la realidad, la sentía dentro de mí, en el corazón palpitante y en las venas, como si fuese nueva, algo que se me regalaba de nuevo… ¡Qué gusto tan distinto, qué colores y perfumes, qué atractivo, qué belleza! […]

Sí, la vida es justamente así, hay momentos que […] sirven para hacerte reconocer que todo es un don, que en nuestras manos está la intención, pero no el resultado.

Ahora lo estoy viviendo todo intensamente, cada día como si fuese el primero, acompañado por la memoria de los tercetos de Dante que, a través de mis amigos, me han llegado al alma con una contemporaneidad que me desarma.

¿No es como si Dante hubiese escrito para mí la Divina comedia? En un momento, quedan anulados el tiempo y el espacio gracias al encuentro y al testimonio.

Es cierto que después queda el trabajo de la vida, queda «la fatiga interminable, el esfuerzo de estar vivo hora tras hora, la noticia del mal ajeno, del mal mezquino, fastidioso como las moscas de verano; este es el vivir que corta las piernas»,2 como escribe Pavese3. Es cierto que seguimos siendo «bestiales como siempre, carnales, egoístas y cegatos como siempre»,4 por usar las palabras de Eliot5. La vida se desarrolla en este dinamismo —lo decimos aquí de una vez por todas— entre el «ya» y el «todavía no». La salvación, la vida nueva ya ha empezado, aunque aún no se haya cumplido; para ello hace falta la existencia entera. Sin embargo, en el abrazo de la misericordia ya no están en primer plano el límite, la fatiga y el mal, sino la novedad que Cristo ha introducido, el encuentro que nos ha cambiado la vida. Y todo adquiere una luz distinta.

De hecho, esto es lo que sucede (vv. 13-21):

Un suave color de zafiro oriental que se difundía por el sereno aspecto del aire puro hasta el primer cielo, devolvió el placer a mis ojos en cuanto salí de la atmósfera muerta, que me había entristecido los ojos y el corazón. El bello planeta que convida al amor hacía sonreír a todo el Oriente, echando un velo sobre la constelación de Piscis, que iba en su escolta.

¿Qué es lo primero que ve Dante al salir del infierno? La luz, el cielo. Volver a ver el cielo quiere decir levantar la cabeza, alzar la mirada y darse cuenta del ser, de la bondad de lo que existe, de la belleza que nos rodea. Lo primero que Dante ve no es su propia suciedad, el hollín que le mancha; eso lo verá enseguida y dirá que necesita lavarse y purificarse…, ¡pero después! Dante emplea todo su genio poético para comunicar esta claridad, este preludio de alba transparente y purísimo, como el cielo límpido de algunas mañanas de primavera. Una mirada que se estrena contemplando una nueva realidad, un mundo que se contempla como si fuera la primera vez: «Mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Y en este cielo purísimo, ¿qué es lo primero que se impone a la mirada? El amor. «El bello planeta que convida al amor» es Venus, la estrella de la mañana, el planeta dedicado a la diosa del amor. Es un anuncio de lo que nos espera, pues el amor es el tema del Purgatorio.

Inmediatamente después, Dante divisa «cuatro estrellas nunca vistas desde los primeros humanos» (vv. 23-24). Nos hallamos en el hemisferio austral, por lo que estas estrellas solo las vieron Adán y Eva cuando estaban en el paraíso terrenal. Los críticos se preguntan si Dante se refiere a la Cruz del Sur, la constelación que domina el cielo meridional y que figura también en algunos mapas medievales, o si lo que presenta es una imagen genérica. Pero esto es secundario. Lo principal es su valor simbólico: las cuatro estrellas representan las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) que, según la teología cristiana, Dios infundió en Adán y Eva. El hecho de que resulten visibles ahora indica que Dante ha recuperado la posición adecuada para afrontar el camino que le espera.

Luego, Dante baja la mirada y se encuentra ante sí una figura humana: es Catón, el que custodia el acceso al purgatorio.

Salta enseguida a la vista el paralelismo con Caronte, el guardián del infierno. Este, «un viejo de barba y cabellos blancos» (Infierno III v. 83); «larga y blanqueada por las canas era su barba» (v. 34) dice refiriéndose a Catón. Pero esta similitud no hace sino evidenciar el contraste. El primero era brutal y desprendía una luz infernal —«Caronte, demonio con ojos en brasa» (Infierno III v. 109); «que en torno a los ojos tenía un círculo en llamas» (Infierno III v. 99)— mientras que el segundo brilla como si tuviera delante el sol (vv. 37-39):

Los rayos de las cuatro luces santas cubrían de tal modo su rostro de resplandores, que lo veía como si tuviese el sol delante.

Es preciso detenerse en la figura de Catón. ¿Quién es Catón? Es uno de los protagonistas de la historia de la antigua Roma. Gran defensor de la república, cuando ve que César vence y que se avecina una dictadura que él no puede tolerar, se quita la vida. Él, que dedicó su vida a afirmar las libertades republicanas, renuncia a la vida para defender el valor supremo de la libertad.

En la época de Dante, Catón era una figura controvertida. Siendo un pagano, y además culpable de uno de los pecados más graves, el suicidio, tendría que haber ido directamente al infierno; sin embargo, había una corriente de la cultura cristiana que consideraba su gesto como prefiguración del sacrificio de Cristo. Dante se decanta por esta visión y sitúa a Catón en el purgatorio. Y no lo hace en un lugar cualquiera, sino justo en la entrada, como el primero de los salvados. ¿Por qué? Porque quiere subrayar dos conceptos que le importan especialmente. El primero es que la salvación que trae Jesucristo abarca toda la historia. No voy a repetir la reflexión que hice al hablar del limbo a propósito de la salvación de los paganos.6 Al situar aquí a Catón, Dante corrobora que la salvación es posible, por vías misteriosas, incluso más allá de los límites del tiempo y del espacio visibles para los hombres. El segundo concepto es la trascendencia de la libertad. ¿Por qué se suicidó Catón? No lo hizo por desprecio de la vida, como los suicidas condenados en el infierno, sino por defender un valor más alto que la vida misma, un valor sin el cual la vida no es digna de ser vivida. En la salvación de Catón percibo el eco de la afirmación de Jesús: «Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mc 8, 36). Hay algo que vale más que la vida: su valor, su significado. Y por este se puede morir. Como escribió recientemente Benedicto XVI: «Hay bienes que nunca están sujetos a concesiones. Hay valores que nunca deben ser abandonados en nombre de un valor mayor y que están incluso por encima de la preservación de la vida física. […] Dios es más incluso que la supervivencia física. Una vida comprada al precio de la negación de Dios, una vida que se base en una mentira última, no es vida».7 Naturalmente Ratzinger no se refiere al suicidio, sino al martirio; pero sus palabras me ayudan a entender las razones que impulsaron a Dante a situar a Catón entre los salvados, pues él también sacrificó su vida por afirmar el valor supremo de la libertad, sin el cual la vida «no es vida».

Simplificando para que resulte más claro, podríamos decir que el suicidio del condenado en el infierno es un acto de orgullo, mientras que el de Catón es un acto de humildad. Los suicidas del infierno reemplazan a Dios como señores de la vida y Catón ofrece a Dios su vida en sacrificio. A su dios, que es la libertad, naturalmente. Pero se trata en cualquier caso de un acto de sumisión, es decir, de humildad: «ofrezco mi vida por defender esa libertad que Otro ha dado a los hombres».

Tanto es así que ¿con qué luz brilla Catón? En su rostro se reflejan las cuatro virtudes cardinales con una intensidad tal que parece estar iluminado por el mismo sol. Esto equivale a decir que se mantuvo fiel a su corazón, al deseo que Dios puso en él —tan amante fue de la libertad—, que es como si hubiese visto un reflejo de la luz de Dios.

La oposición entre Catón y Caronte se manifiesta además en los diferentes modos de dirigirse a Dante. Caronte le había increpado enseguida: «Apártate de los que ya han muerto» (Infierno III v. 89), es decir: «Vete, no puedes estar aquí». En cambio, Catón, aun estando sorprendido por la presencia de Dante, no lo echa, sino que le pregunta (vv. 40-48):

¿Quiénes sois vosotros, que, contra la corriente del temeroso río, habéis huido de la prisión eterna? —dijo, moviendo aquella venerable barba—. ¿Quién os ha guiado? ¿Quién os alumbró para salir de la honda noche que mantiene siempre oscuro el valle infernal? ¿Se han quebrantado así las leyes del abismo? ¿O se ha dado en el cielo un nuevo decreto que permite a los condenados venir a mis grutas?

 

Una actitud diferente que puede parecer sutil, pero que es sustancial. Mientras que uno dice: «No es posible», el otro pregunta: «¿Cómo es posible?». Es una diferencia crucial en cualquier posición humana. Frente a algo que sucede y que va más allá de nuestros conocimientos, de nuestras expectativas, uno puede concluir: «No es posible, debe de ser un error, se trata de una mentira, de una ilusión»; y otro puede abrirse e interrogarse: «¿Cómo es posible? Pero ¿de verdad se puede? ¿Qué ha pasado para que cambien así las cosas?».

Esto vale tanto para el amor como para la amistad, o para el hecho de que hoy las cosas pueden ser distintas de ayer. El infierno permanece prisionero de lo que se da por hecho, en él no hay novedad posible: el amor no existe, los amigos menos, la vida solo nos reserva decepciones, cualquier cambio en el trabajo es una amenaza, y así sucesivamente. Por no hablar del pensamiento ideológico que aplica a cualquier suceso sus categorías a priori; las ideas prevalecen sobre los hechos, como dice el célebre aforismo atribuido a Hegel: «Si los hechos contradicen la teoría, peor para los hechos».8 En cambio, el purgatorio abre la puerta a una posibilidad inesperada: ¿qué ha sucedido, qué ha cambiado, qué novedad ha tenido lugar? Un hecho prevalece sobre las ideas: si hay un dato nuevo, tengo que cambiar la idea que tenía antes. Una nueva relación, una nueva amistad o un modo nuevo de trabajar constituyen una ocasión.

Si reparamos en ello, esta fue la actitud de la Virgen ante el anuncio del ángel. Ante el anuncio de que daría a luz a un hijo, contestó: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). No dijo: «Es imposible», que habría sido algo normal, algo perfectamente comprensible, sino: «¿Cómo será eso?». Si se quiere, pudo ser un asombro con cierto recelo, pero abierto a una posibilidad inesperada. Esta es la posición más acorde a la naturaleza del hombre, de la razón humana, como aprendí desde muy joven de don Giussani: «Por lo tanto, la posición del hombre […] es de “vigilancia”, de respeto, en espera de cualquier eventualidad, porque “para Dios todo es posible”. La misma sorpresa de que existan las cosas nos obliga a mantenernos en actitud de expectación ante lo imprevisible. Por lo demás, la categoría suprema para la vida de la razón es la categoría de la posibilidad».9 La primera evidencia de la razón es que la realidad la supera, es siempre mayor de lo que alcanza a comprender. Por eso la categoría de la posibilidad es su categoría suprema, porque por naturaleza no puede dejar de mantenerse abierta para reconocer algo nuevo, imprevisto, que sucede y supera todo lo que ya conocía.

Entonces Catón, que ama la libertad más que la vida y está abierto al imprevisto que sucede, es realmente la clave que nos introduce en el purgatorio, en la vida nueva que estrenamos.

Virgilio comienza luego un largo discurso para explicar quiénes son y por qué están ahí: estate tranquilo, las leyes de Dios no han cambiado, nadie puede salir del infierno; tanto es así que yo vengo del limbo y Dante es un vivo. Estaba a punto de perderse, pero «una mujer bajó del cielo» (v. 53) a pedirme que le acompañara en este viaje y, por eso, ahora te pido que nos dejes pasar. Te lo pido —prosigue (vv. 78-84)— por el amor de tu mujer, Marcia, que está en el limbo conmigo y que implora que la sigas considerando tuya.

En resumidas cuentas, Virgilio intenta conmover a Catón con el recuerdo de su amadísima esposa. Pero la respuesta no es la que cabría esperar: mientras estaba en la tierra —replica Catón (vv. 85-87)— la amaba tanto que accedía a todo lo que me pedía, pero (vv. 88-93):

Ahora que [Marcia] habita al otro lado del tenebroso río, ya no tiene poder sobre mí, por la ley que me fue dada cuando dejé mi cuerpo. Pero si una mujer del cielo te mueve y dirige, como has dicho, no son menester halagos; basta que me lo pidas en nombre de ella.

Las cosas han cambiado, querido Virgilio, las súplicas que llegan del infierno ya no me pueden tocar, pero si te ha mandado «una mujer del cielo» no se hable más, obedezco con gusto. Es como si Dante dijera que Virgilio habla todavía según la lógica del mundo antiguo, mientras que Catón le hace saber que estamos en un mundo nuevo. Sale a relucir enseguida la cuestión del amor, de la educación del amor, que es el hilo conductor del Purgatorio: el amor por Marcia fue clave para él, pero ahora Catón ya no obedece a Marcia, que fue signo del Amor en su vida terrena, sino al origen mismo de ese Amor.

Entretanto, en medio de esta peroración, Virgilio utiliza una expresión fundamental (vv. 70-72):

Dígnate acoger con complacencia su venida; va buscando la libertad, que es amada como sabe el que desprecia la vida por ella.

Se trata de una síntesis lapidaria de todo el recorrido de Dante: «Va buscando la libertad». Este es el objetivo del viaje y del camino de la vida: llegar a ser libres.

Y aquí podría surgir una objeción: pero ¿cómo es posible? ¿No habíamos dicho hasta ahora que el objetivo es la felicidad, la satisfacción del deseo? ¿Por qué ahora cambiamos a la libertad? Porque la libertad, tal como la entiende Dante, es la experiencia de una relación tan decisiva, tan capaz de afirmar tu valor y hacerte feliz, que te sientes libre de todo lo demás.

Para explicar esta cuestión a mis estudiantes les proponía un ejemplo.

Imaginemos a una chica en el colegio, ni guapa ni fea, que sufre un poco por el hecho de ser una persona normal, muy tímida y puede que un poco acomplejada. Y mira tú por dónde, un profesor parece haberla tomado con ella y se divierte asustándola. De manera que, cuando entra en clase, pasa el bolígrafo por la lista de clase y, mientras pronuncia la fatídica frase «hoy examinamos a…», la mira fijamente. Y ella se siente fatal porque luego, en casa, siempre le montan una escena: «Mira qué nota has sacado, ¡siempre igual!». Nuestra chica se siente presionada por la nota que le pone el profesor y ya no lo aguanta. Además, cuando suena el timbre del recreo y todos se dispersan por el colegio, ella piensa que en el patio está él, el más guapo, el Apolo de la historia, el chico que gusta a todas. También a ella le gusta, naturalmente, pero ni por asomo sueña con interesarle a él, al príncipe, rodeado por las más guapas del colegio…

Imaginemos ahora que una mañana suceda lo imprevisible: suena el timbre del descanso, todos salen de la clase y ella se queda ahí sola para repasar la lección e intentar salvar lo salvable mientras se toma un triste bocadillo. En ese momento entra él, el chico guapo, se acerca a ella y le dice: «Mira, ahora que no hay nadie, aprovecho el descanso para decirte que desde hace algún tiempo me interesas, me gustas. Quiero estar contigo, creo que me haría bien estar contigo. ¿Querrías salir conmigo?». ¿Qué le pasaría a la chica en cuestión? Que, a la hora siguiente, cuando llegara el profesor que la aterroriza y dijese: «Veamos… Por ejemplo, María, te pregunto a ti…», esa vez ella respondería: «Perdone, profesor, ¿puedo decir una cosa?». Él se quedaría estupefacto porque María nunca había abierto la boca: «¡Dime!». Ella se levantaría: «¡Al diablo usted, sus notas y su asignatura! ¡Soy libre!».

Pues bien, la Divina comedia es el canto del descubrimiento que hace Dante al encontrarse con Beatriz: siente que es ella la que podría suscitar en él esa libertad. Esa es la razón por la que felicidad y libertad forman un nudo que no se puede romper.

Y, además, ¿cuándo tengo experiencia de ser libre, si no es cuando me perdonan? Es decir, cuando me veo liberado del peso del mal cometido y, por tanto, colmado de una alegría insospechada. Libertad, felicidad y misericordia conforman un trinomio indisoluble.

Después de oír que la llegada de Dante es algo querido desde el cielo, Catón le explica a Virgilio lo que tiene que hacer: debe lavarle el rostro y ceñirle un junco (vv. 94-105). Ambos siguen sus instrucciones. Llegan a la orilla del mar y, con el rocío de la hierba, Virgilio lava las «mejillas, que habían bañado las lágrimas» (v. 127) de Dante, quitándole por fin de encima la negrura de los pecados y devolviéndole «aquel color que el infierno me había oscurecido» (v. 129). Porque inmersos en la mentira y alejados de la verdad nos volvemos irreconocibles para nosotros mismos, dejamos de saber quiénes somos. Al lavar la suciedad que lo cubre, Virgilio le restituye a Dante su identidad, le permite ser él mismo nuevamente. Solo cuando uno está así en el mundo puede decir «yo» sabiendo lo que está diciendo. De otro modo, cuando decimos «yo» nos referimos en realidad a esa superestructura que el poder nos echa encima —todos los poderes: la televisión, la cultura dominante, las convenciones sociales…—. Hay una falsa identidad, una máscara10 como diría Pirandello11, hecha de costumbres, intereses y necesidad de defenderse. Demasiadas veces llamamos «yo» a toda esta careta exterior, pero ¡no! El yo es lo que emerge cuando se lava de alguna manera esa fachada y uno reconoce la relación que lo constituye. Entonces empieza a decir «yo» sabiendo lo que dice.