Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri

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La segunda imagen pertenece a un texto muy querido para mí, Miguel Mañara, del escritor lituano Oscar Milosz9. Se trata de una obra de teatro que reinventa poéticamente una historia real: la de don Miguel Mañara Vicentelo de Leca, un noble español del siglo XVII que, gracias primero al amor de una joven y después al dolor por su muerte —casualmente, es la misma dinámica que vivió Dante—, pasa de una existencia disoluta a una vida de santidad.

En el corazón del relato, Milosz escribe un diálogo fundamental con el abad del convento en el que don Miguel ha solicitado entrar.10

EL ABAD: Conozco vuestros delitos, don Miguel de Leca; pero necesitáis que la negra confesión atraviese vuestra boca como la suciedad del vómito. El arrepentimiento del corazón no es nada si no sube hasta los dientes, e inunda de amargura los labios…

DON MIGUEL: No he trabajado en seis días. No he hecho obra alguna. Y el séptimo día, mi trabajo fue blasfemar, escupir sobre la tierra y sobre Dios. No he honrado ni a mi padre ni a mi madre. Mi padre me ha maldecido y mi madre ha muerto de dolor. He mentido. Mil veces he dicho: amo, mientras todo mi corazón se reía con una sonrisa perversa. Y el mentiroso puede retirar todo lo que ha dicho; pero ¿cómo podría retirar yo lo que he hecho? He robado. He robado la inocencia. Sé que el penitente restituye, pero yo no puedo restituir. He matado. Mis víctimas están negras como mi pecado ante el rostro de Dios y sucias por mi lujuria. He deseado la casa de mi prójimo, he llevado el fuego de mi deseo a la casa de mi prójimo. Y es una casa que no se reconstruye con dinero. He hecho todo esto. Todo esto he hecho, padre…

EL ABAD: No hace falta hablar más de esas miserias, de esas locuras, mi querido niño grande, ¿comprendes? Son historias que hay que dejar a quienes el orgullo de sus pecados atormenta todavía. […] ¿No comprendes, hijo? Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío.

Es absolutamente extraordinario. El abad no hace la vista gorda ante el pasado de Miguel, no le dice: «No pasa nada, ha sido culpa de las malas compañías, de la sociedad…». No. El abad obliga a don Miguel a nombrar sus culpas una a una, según vimos ya en el primer canto del Infierno y volveremos a ver en repetidas ocasiones en el Purgatorio; cada cual debe confesar su culpa, expresar a viva voz su pregunta, su propia fatiga, su error. Pero, después de confesar sus pecados, Miguel sigue atado a ellos, pensando en ellos, hablando de ellos, y el abad le corta en seco, cambia completamente de registro: «Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío».

En esto consiste la misericordia, en la experiencia del perdón que permite pasar página y volver a empezar de nuevo. Independientemente de lo que hayas hecho, cualquiera que sea tu error y tu culpa, la bajeza de la que hayas sido cómplice, puedes volver a empezar. Porque debajo de todo tu mal, de tus pecados y de tus errores sigue latiendo el corazón que Dios ha creado, y ese corazón conserva la impronta de Dios, que es el deseo de bien, de verdad y de belleza.

La tercera imagen pertenece a un poema de Pascoli, «Los dos huérfanos», que representa la opción contraria, la ausencia de alguien que nos perdone.11 Se trata de un diálogo entre dos hermanos que han perdido a su madre. Es un texto muy duro porque refleja cómo es la vida cuando falta la posibilidad de perdonar.

«Hermano, ¿te aburro ahora, si te hablo?».

«Habla: no puedo dormir». «Escucho

como un roer…». «Quizá sea una termita…».

«Hermano, ¿has oído ahora un lamento

largo en la oscuridad?». «Quizá sea un perro…».

«Hay gente en la puerta…». «Quizá sea el viento…».

«Escucho dos voces suaves, suaves, suaves…».

«Quizá sea la lluvia que cae bellamente».

«¿Escuchas esos toques?». «Son las campanas».

«¿Tocan a muerto? ¿Dan las horas?».

«Quizá…». «Tengo miedo…». «También yo». «Creo que truena:

¿qué haremos?». «No lo sé, hermano:

estate cerca, estemos en paz: seamos buenos».

«Sigo hablando, si te gusta.

¿Recuerdas, cuando por la cerradura

entraba la luz?»…

El diálogo es muy tierno: el hermano menor tiene miedo de todo y el mayor intenta darle respuestas alentadoras, razones para no temer, pero no sirve de nada, y al final no tiene más remedio que admitir que él también tiene miedo.

Este miedo de los hermanos, que es también nuestro, nace de la oscuridad; en la «selva oscura» todo asusta porque todo resulta una amenaza desconocida. Todo es desconocido porque falta un significado que ilumine el valor de las cosas. «¿Recuerdas, cuando por la cerradura entraba la luz?». Es una imagen estupenda: antes también dormíamos con el cuarto a oscuras, la situación era la misma; sin embargo, por la rendija de la cerradura entraba una luz, pequeñísima pero real, que testimoniaba que al otro lado de la puerta estaba mamá. No la podíamos ver, pero indudablemente estaba presente.

[…] «Y ahora la luz está apagada».

«Incluso en aquellos tiempos teníamos miedo:

sí, pero no tanto». «Ahora nada nos conforta,

y estamos solos en la noche oscura».

«Ella estaba allí, detrás de esta puerta,

y se escuchaba un murmullo fugaz,

de cuando en cuando». «Y ahora madre está muerta».

«¿Recuerdas?». «Entonces no estábamos tan en paz

entre nosotros…». «Nosotros somos ahora más buenos»,

«ahora que ya no hay nadie que se complazca

con nosotros…», «que ya no hay nadie que nos perdone».

Antes también tenían miedo. Las circunstancias no eran distintas, pero la presencia de su madre daba sentido a todo. ¿Cuál es la raíz de la tristeza, del dolor y la soledad? Que «ya no hay nadie que nos perdone». No hay nada más importante en la vida que saber esto. Una vez un alumno me escribió: «Solo necesito un lugar que no tenga miedo de lo que soy, que no me desprecie». El mundo es un lugar bonito, podría ser un lugar bello. Pero ¿bello por qué? ¿Porque no hay que esforzarse? ¿Porque no hay que trabajar? No. Bello porque es un lugar donde hay Alguien que no tiene miedo de nuestros límites, de nuestros errores, que no desprecia la nada que somos, que nos mira con misericordia y nos perdona.

El Purgatorio es el viaje que hace Dante en busca de la experiencia del perdón. Pero no de un perdón genérico, sino del perdón de esa persona que sabe perdonarle. Dante va en busca de Beatriz.

1 Infierno XXXIV v. 139.

2 Cf. Dante Alighieri, Infierno, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2020, pp. 346-347.

3 Ibídem.

4 Las citas bíblicas están tomadas de la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, BAC, Madrid 2011.

5 Vida Nueva XI, Obras completas de Dante Alighieri, BAC, Madrid 2015, p. 542.

6 Luigi Giussani (1922-2005), sacerdote milanés que dio vida al movimiento de Comunión y Liberación.

7 Luigi Giussani, Stefano Alberto y Javier Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 2019, pp. 188-189.

8 La misión, dirigida por Roland Joffé, Reino Unido, 1986.

9 Oscar Milosz (1877-1939), escritor, lingüista y periodista franco-lituano.

10 Oscar Milosz, Miguel Mañara, Encuentro, Madrid 2009, pp. 43-45.

11 Giovanni Pascoli, I due orfani, in Primi poemetti, Utet, Turín 2008, pp. 317-319 (ed. or. Zanichelli, Bolonia 1907); cf. traducción española en Luigi Giussani, Mis lecturas, Encuentro 2020, pp. 44-45.

NATURALEZA Y ESTRUCTURA DEL PURGATORIO

Pero ¿cómo es eso? ¿Cómo puede ser que Dante busque a Beatriz en el purgatorio? ¿Y qué pasa con todo lo que tenemos en la cabeza acerca del purgatorio como lugar de penitencias y castigos…? Antes de continuar, quizá convenga precisar qué clase de lugar es este.

Las nociones de paraíso e infierno son claras e inmediatas —participación en la vida de Dios o exclusión de su presencia, plena felicidad o condena eterna—, pero la idea de purgatorio es más controvertida. Tanto es así que la Iglesia ortodoxa y las iglesias protestantes no lo reconocen; e incluso en el ámbito católico la concepción de purgatorio que nos es familiar —un lugar de purificación donde las almas pasan un tiempo a la espera de entrar en el paraíso— solo se afirma plenamente en los primeros siglos del segundo milenio, como observa Jacques Le Goff en su célebre libro El nacimiento del Purgatorio.1 Sin embargo, el purgatorio no «nace» en ese momento. Es cierto que solo entonces se hace precisa su imagen, la predicación empieza a detenerse en la estructura del mismo, las penitencias, la duración de la pena, la estancia de las almas en él; pero el núcleo central de la idea del purgatorio es mucho más antiguo y se remonta a los inicios del cristianismo.

Su origen se remonta a la oración por las almas de los difuntos, que es tan antigua como la Iglesia misma (más aún, ya aparece en el Antiguo Testamento). Para Dante es un tema crucial, y tendremos ocasión de volver a él más veces; aquí nos limitaremos a lo esencial: si en la hora de la muerte todas las almas llegaran inmediatamente al paraíso, ¿tendría sentido rezar por los difuntos? Evidentemente, no. Orar por los difuntos incluye forzosamente la idea de que la oración puede contribuir a la purificación que el alma necesita para acceder a la bienaventuranza eterna.

 

Quiero aclarar un posible equívoco al respecto. En la concepción católica, el purgatorio corresponde a un tiempo de purificación, en función de un juicio que Dios ya ha emitido; es decir, no corresponde —como se oye en ocasiones— a una especie de suspensión del juicio divino, y entonces las oraciones servirían para «convencer» a Dios de que salve a un alma. De ser así, se negaría el papel de la libertad del hombre. La salvación o la condena tras la muerte no dependen de las oraciones de los demás, sino que son consecuencia de una libre elección de la persona. Esto se ve a lo largo de todo el Infierno y lo volveremos a ver en el Purgatorio: Dios juzga a cada alma en el momento de la muerte, ni un instante antes, ni un instante después. Hasta el último aliento hay tiempo para cambiar; después, no hay fuerza externa que pueda modificar lo que cada uno ha elegido libremente.

Sin embargo, tras este paso decisivo, aún queda camino por recorrer. Para explicarles a mis alumnos la naturaleza de este camino de purificación, que define la naturaleza misma del purgatorio, citaba siempre un ejemplo muy sencillo, que relato a continuación.

Imaginad que somos una clase estupenda, una panda de buenos amigos, todos para uno y uno para todos. En un momento dado, una de las amigas del grupo empieza a faltar al colegio. Descubrimos que se ha metido en una historia muy fea de alcohol, drogas, malas compañías… Obviamente estamos dolidos porque era de los nuestros, era una amiga, compartíamos grandes planes para el futuro. ¿Por qué habrá querido perderse así? Imaginaos que seis meses después esta chica viniera a decirnos: «¿Me aceptáis de nuevo entre vosotros? He hecho muchas tonterías, lo he pasado muy mal y me he acordado de que con vosotros se está bien. ¿Me aceptáis?».

Y nosotros ¿qué hacemos? Naturalmente, la perdonamos. Es más, como dice el Evangelio, organizamos una gran fiesta, sacamos una buena botella para celebrarlo. Nos daba tanta pena que no estuviera con nosotros que, ahora que ha vuelto, la perdonamos de corazón. El problema es que el tipo de vida que ha llevado le ha afectado al hígado y está enferma, y esto no depende de nuestro perdón. Nosotros la hemos acogido y perdonado, pero si quiere volver a la vida que tenía antes con nosotros tiene que ir al hospital para curarse y recobrar su salud.

Es un ejemplo que cojea, como todos los ejemplos, pero creo que capta lo esencial. El perdón es el gesto de Dios, y también el de los amigos que nos vuelven a acoger sinceramente; pero el paso por el purgatorio es necesario como un tiempo para reponerse, para recuperar las condiciones imprescindibles para poder gozar del paraíso. Ir al paraíso con dolor de hígado no es bueno, si uno va al paraíso es para disfrutarlo plenamente. Por tanto, el purgatorio corresponde a la estancia en el hospital, durante la cual uno se restablece para poder gozar plenamente de la vida. Y, en este período, lo sabéis muy bien por experiencia, el consuelo de los amigos —sus visitas, su apoyo— es fundamental.

A modo de confirmación, expongo algunas observaciones sobre cómo organiza Dante «su» purgatorio. ¿Cómo es el purgatorio de Dante? Es muy sencillo: se trata de una montaña con siete círculos, siete cornisas o gradas. En la parte baja de la pendiente Dante sitúa una zona a la que no da un nombre específico, pero que los comentaristas definen comúnmente como antepurgatorio; ahí una puerta custodiada por un ángel abre paso al purgatorio propiamente dicho. En la cima del monte, más allá de un muro de fuego, se encuentra el paraíso terrenal o jardín del Edén, desde donde las almas que han terminado su penitencia ascienden al cielo.

En sentido estricto, el purgatorio está precedido por un antepurgatorio, como antes del infierno había un anteinfierno. Pero esta similitud espacial solo sirve para sacar a la luz la diferencia entre los dos: en el anteinfierno están los ignavos, es decir, los que en vida nunca eligieron; en el antepurgatorio están los que solo se decidieron al final de su vida. Por eso, antes de que empiece su penitencia, tienen que pasar en ese lugar un tiempo proporcional al que han pasado en vida antes de convertirse. Enseguida nos viene a la mente el dicho popular «más vale tarde que nunca», pero así es…

Después, sobre cada una de las siete cornisas de la montaña se purifica uno de los siete pecados capitales, ordenados según el nivel de gravedad que la teología medieval les atribuía: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria. A continuación, Dante introduce un elemento más para clasificar estos pecados, que comentaremos en breve.

El paso de Dante y Virgilio por cada grada está construido según una secuencia rigurosa, que se repite fielmente: cuando Dante llega a una cornisa, presenta ejemplos —casi siempre tres— de la virtud contraria al pecado que se purga en ella; antes de salir, nombra a algunos de los personajes que fueron castigados por ese pecado; al final, proclama la bienaventuranza opuesta a dicho pecado. Tanto los ejemplos de las virtudes como los de los pecados están sacados alternativamente de la Biblia —Nuevo Testamento y Antiguo Testamento— y de la historia o la mitología antiguas; entre las virtudes el primer ejemplo incluye siempre a la Virgen.

Para comprender mejor lo que estamos diciendo, fijémonos en un par de casos.

Al entrar en la cornisa de los soberbios, Dante se topa con bajorrelieves que presentan escenas de humildad, lo contrario de la soberbia: el primero representa a María ante el anuncio del ángel, el segundo al rey bíblico Saúl y el tercero un episodio de la vida del emperador romano Trajano. Al dejar la cornisa, Dante ve una serie de grabados que representan imágenes de la soberbia castigada, entre las que figuran Lucifer, los gigantes de la mitología griega y el rey asirio Senaquerib, que se cita en la Biblia. La escena concluye con un canto que proclama «Beati pauperes spiritu» (Purgatorio XII v. 110, «Bienaventurados los pobres en el espíritu»).

La cornisa de los iracundos es introducida por otros tres ejemplos de la virtud opuesta a la ira, el espíritu de la paz: María cuando encuentra a Jesús entres los doctores del Templo de Jerusalén; un acto magnánimo de Pisístrato, tirano de Atenas; y el martirio que san Esteban acepta con alegría. Al salir de la cornisa, Dante cita a Procne, una figura de la mitología griega que, para vengarse de su marido, había matado a su hijo y se lo había dado para comer; a Amán, un personaje bíblico que ordenó una masacre de judíos; y a Amata, personaje de la Eneida que, en un arranque de ira, se había quitado la vida. Al final, la cornisa se cierra con la afirmación «Beati pacifici» (Purgatorio XVII vv. 68-69, «Bienaventurados los mansos»). Y así sucesivamente.

En todo esto hay un aspecto que siempre me ha fascinado: el bien se presenta primero. En cada cornisa se purga un pecado, una faceta del mal, pero, antes de encontrarse con él, Dante presenta el bien correspondiente. Es como si dijera que siempre, incluso donde se purga el mal, el bien nos precede. Y, por analogía, esta precedencia remite a la relación entre pecado y perdón: también aquí, por paradójico que pueda parecer, el perdón precede a la culpa.

Porque dentro de una experiencia amorosa —no solo la de Dios con los hombres, sino también en nuestras experiencias cotidianas— sucede siempre así. Entre padres e hijos, entre enamorados, entre maridos y mujeres, el perdón no viene después de la culpa, no es una concesión gentil de quien hace la vista gorda con respecto a lo que ha hecho el otro. ¿Qué es el amor? Es el acto, el juicio con el que tú le dices al otro: «Daría la vida por ti, ahora, sin necesidad de pedirte nada, sin pedirte primero que cambies. Vales el sacrificio de mi vida porque eres tú». Por eso el perdón está inscrito desde el origen en el acto del amor; decir «te amo» es decir «te perdono de antemano, te perdono los errores que puedas cometer». Por eso dice Dante de la Virgen (Paraíso XXXIII vv. 16-18):

Tu benignidad no solo socorre a quien pide, sino que muchas veces libremente se anticipa a la petición.

La «benignidad» —la misericordia, el perdón— «se anticipa»: va por delante, se da antes. Hay una palabra maravillosa que ha introducido en nuestro vocabulario el papa Francisco: el amor de Dios nos «primerea»,2 su perdón nos primerea; y esto sucede también en cualquier amor humano que sea reflejo del primero (estamos hechos a «imagen y semejanza suya»…).

La presencia de ejemplos de virtudes y pecados castigados y la conclusión con una bienaventuranza no son los únicos compases estructurales del Purgatorio, encontraremos otros a lo largo del camino. Aquí me limito a anticipar dos de ellos: una serie de repeticiones del número de versos en los distintos cantos y la presencia constante de oraciones procedentes de la liturgia. Las señalaremos cuando las vayamos encontrando.

En conjunto, creo que al terminar la lectura del Purgatorio nadie podrá evitar tener una impresión similar a la mía, que es la de haber recorrido una inmensa catedral. Una catedral de palabras en la que, al igual que en las de piedra, cada elemento tiene su papel, su función, cada uno se relaciona con los demás, remite a los que están a su alrededor, y el equilibrio de formas y referencias crea un espacio sagrado en el que se puede experimentar la presencia de Dios en la vida humana.

Para concluir estas notas sobre la naturaleza y la estructura del purgatorio, añado una última observación de método. Toda nuestra lectura de la Comedia se cimenta en la analogía entre la experiencia del más allá y la del más acá. Ahora bien, tengamos presente que entre estos dos planos hay una diferencia sustancial: en el caso de las almas de Dante, el partido está decidido; en nuestro caso no. Su libertad debe educarse, pero la elección decisiva ya se ha realizado; nosotros tenemos que hacerlo en cada momento. Como no vamos a estar repitiendo esto continuamente, cuando veamos similitudes entre su condición y la nuestra, dependerá de la memoria del lector conservar esta advertencia expresada de una vez por todas.

1 Jacques Le Goff, El nacimiento del Purgatorio, Taurus, Madrid 1989.

2 Véase, por ejemplo, «Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: “El Señor siempre nos primerea”», Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales, Plaza de San Pedro, 18 de mayo de 2013.

EL PURGATORIO EN CINCO PALABRAS

TIEMPO, PRESENTE, PACIENCIA, TRABAJO, LIBERTAD

Una vez aclarado todo esto, después de «misericordia» podemos considerar otras palabras que nos ayudan a entender mejor por qué el Purgatorio es el canto más parecido a nuestra experiencia terrenal, con el que podemos identificarnos más fácilmente.

Para empezar, el Purgatorio es el canto del TIEMPO. En el infierno no existe el tiempo. Todo está parado —hasta la terrible inmovilidad del Cocito—, nunca cambia nada, todo se repite eternamente. Y, de hecho, Dante no ofrece referencia cronológica alguna: todo es siempre igual de gris, no hay ningún movimiento natural que señale el transcurrir del tiempo. Volviendo al más acá, el infierno es la vida en la tierra cuando desaparece la esperanza, cuando nos convencemos de que «nada va a cambiar», de que «soy así» y no hay nada que hacer (o tú eres así, o los seres humanos son así, es lo mismo).

Tampoco existe el tiempo en el paraíso, tampoco allí cambian las cosas. Pero sería erróneo decir que en el paraíso «todo está cumplido»; es más adecuado afirmar que todo se cumple continuamente. Porque si el Infierno es el canto de la eterna inmovilidad, el Paraíso es el del perpetuo movimiento, el de una satisfacción renovada continuamente, el de la experiencia de un bien «que, satisfaciendo del todo, despertaba nuevos deseos» (Purgatorio XXXI v. 129). Es una forma extraordinaria de designar la experiencia de un deseo siempre satisfecho y siempre reavivado, de lo que sucede en todo amor verdadero que, mientras se satisface, a la vez se renueva.

A su vez, el Purgatorio es el canto del cambio. Se empieza de una forma y se termina de otra. Como en la vida de cada día. No es casualidad que, desde el inicio del recorrido de Dante, todo esté jalonado de anotaciones astronómicas que indican el transcurrir de las horas del día y de la noche. Al lector impaciente le pueden parecer pesadas las largas perífrasis que Dante emplea para indicar la posición de los astros; si quiere, puede saltárselas, pero debe saber que para el poeta tienen un valor esencial, ya que indican que estamos en camino, que las cosas cambian, que avanzamos hacia la felicidad. De igual modo tienen un profundo valor las referencias litúrgicas: el tiempo del Purgatorio, como el de la vida terrenal, es a la vez natural y sagrado, participa del ritmo de la creación, inscrito en los ciclos de la naturaleza, y del ritmo de la salvación, actualizado en los ciclos litúrgicos.

 

El Purgatorio enseña el valor del tiempo y, por eso mismo, afirma la importancia del PRESENTE. Ya lo comentamos al hablar del canto XX del Infierno,1 así que aquí me limito a retomarlo brevemente. Por paradójico que pueda parecer, todo el valor del tiempo se concentra en el presente. El pasado ya no existe y el futuro aún no existe; el único punto en el que podemos recuperar el significado del pasado y actuar para construir el futuro es el presente. Es aquí y ahora cuando el tiempo se vuelve real. Es en el presente donde se construye. Es también entonces cuando se entienden los frecuentes llamamientos que encontraremos a no perder el tiempo, a no entretenerse, a no distraerse.

Quiero subrayar además que en el ahora se juega por entero nuestra libertad, ya que toda nuestra vida, todas nuestras decisiones pasadas, se vuelven a poner en juego en el presente. En un gesto, en un momento de locura o de lucidez, todo lo que hemos sido hasta entonces puede ser rescatado o puede perderse. Por eso cada momento tiene un valor absoluto. Y por eso, como veremos en los casos de Manfredi o Bonconte, basta un instante de arrepentimiento sincero para salvarse, porque en ese momento, en el gesto de ese instante, se encierra todo el valor de la persona.

Huelga decir que vivir profundamente el valor del instante no es fácil. Lo fácil es distraerse, desviarse, olvidarse. Por eso es necesario no desanimarse, recomenzar, arrancar de nuevo una y otra vez. En este sentido, el Purgatorio es el canto de la PACIENCIA.

De hecho, el tiempo es el cauce de la paciencia de Dios: Él nos concede el tiempo para que podamos entender quiénes somos, es decir, qué desea en el fondo nuestro corazón, para qué estamos en el mundo y dónde reposa nuestra felicidad. En otras palabras: el tiempo es el espacio que Dios necesita para respetar nuestra libertad. Es como si estuviera fuera de la puerta, esperando, pero sin poder echarla abajo. Espera a que se abra una rendija y entonces entra, pero necesita que la rendija la abramos nosotros.

El tiempo es también el lugar de nuestra paciencia porque aprendemos a no dejarnos abatir por los errores, los fallos y las continuas recaídas. Porque aprendemos que el problema no es caer, sino levantarse aferrándonos a la mano que se nos ofrece una y otra vez.

Todo esto supone un TRABAJO, requiere un esfuerzo, una dedicación, una constancia. Si, por una parte, la salvación es un acto totalmente gratuito, un don —la presencia de Virgilio en la «selva oscura» es una sorpresa, un regalo inmerecido—, por otra, es también una tarea. «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti», escribe san Agustín.2 Por tanto, el purgatorio es el tiempo del trabajo y el sacrificio necesarios para forjar una nueva personalidad; día tras día, poco a poco, cayendo y levantándose de nuevo, retomando el camino una y otra vez, contando con el tiempo y la paciencia, surge esa personalidad nueva. No porque la meta sea cierta el camino resulta menos fatigoso y dramático.

Porque en cada instante está en juego la LIBERTAD.

¿Qué es la libertad? Algo hemos dicho en el comentario al Infierno;3 aquí solo querría remarcar el punto central, el núcleo dramático de la libertad que experimentamos todos. Para ello hago uso de algunas líneas de don Luigi Giussani que resultan muy iluminadoras:4

Reflexionemos con un ejemplo. Si vosotros os encontráis en una zona de penumbra y os ponéis de espaldas a la luz, exclamaréis: «No hay nada, todo es oscuridad, sinsentido». En cambio, si os ponéis de espaldas a la oscuridad, diréis: «El mundo es el vestíbulo de la luz, el comienzo de la luz». Esta diversidad de posturas procede exclusivamente de una opción. […] La libertad no se demuestra tanto en el momento llamativo de la elección; la libertad se pone en juego más bien en el primer y sutilísimo amanecer del impacto de la conciencia humana con el mundo. He aquí la alternativa en que el hombre casi insensiblemente se la juega: o caminas por la realidad abierto a ella de par en par, con los ojos asombrados de un niño, lealmente, llamando al pan, pan, y al vino, vino, y abrazas entonces toda su presencia acogiendo también su sentido; o te pones ante la realidad en una actitud defensiva, con el brazo delante del rostro para evitar los golpes desagradables o inesperados, llamando a la realidad ante el tribunal de tu parecer, y entonces solo buscas y admites de ella lo que está en consonancia contigo, estás potencialmente lleno de objeciones contra ella, y demasiado resabiado como para aceptar sus evidencias y sugerencias más gratuitas y sorprendentes. Esta es la opción profunda que nosotros realizamos cotidianamente ante la lluvia y el sol, ante nuestro padre y nuestra madre, ante la bandeja del desayuno, ante el autobús y la gente que hay en él, ante los compañeros de trabajo, los textos de clase, los profesores, el amigo, la amiga… Esta decisión que he descrito la tomamos de hecho ante toda la realidad, ante cualquier cosa.

En mi opinión, se trata de una descripción absolutamente clara de lo que es la libertad: ese primer movimiento imperceptible de los ojos con el que decido adónde mirar. Es un movimiento mío, solo mío: «Solo yo» (Infierno II v. 3) asumo esta responsabilidad. Yo decido si acoger la propuesta de Virgilio o quedarme allí asustado. Yo decido si ceder al abrazo que se me ofrece, como Pedro, o quedarme atrapado, prisionero de mi equivocación como Judas. Soy yo quien decide cada mañana, en cada momento, si acepto la sugerencia de la realidad, el desafío que plantea, la fatiga y el sacrificio que requiere; o si prefiero defenderme, evitar el riesgo, quedarme parado en lo que ya sé.

Si el corazón humano es así, entonces podemos entender el Purgatorio como un gran camino de educación de nuestra libertad. Porque las dos opciones que acabamos de considerar no son equivalentes. De hecho, don Giussani añade: «Entre las dos posturas —la de quien, vuelto de espaldas a la luz, dice: “Todo es oscuro”, y la de quien, vuelto de espaldas a la oscuridad, dice: “Estamos en el umbral de la luz”—, una tiene razón y la otra no. Una de las dos elimina un factor cierto, aunque esté solamente apuntado, porque si hay penumbra, evidentemente hay luz».5 Por tanto, educar nuestra libertad significa trabajar para que sea cada vez más fácil, más habitual, dirigir la mirada a la luz, aceptar el desafío de la realidad, decir que sí a las circunstancias. Aunque esto nunca pueda darse por adquirido ni por descontado. Como veremos en el canto XXVII, Dante tendrá que luchar hasta el final, será presa del temor, de la tentación de mirar hacia atrás y de evitar el riesgo.

Siempre me ha conmovido profundamente el hecho de que las últimas palabras de Virgilio a Dante, cuando el maestro se despide del discípulo, sean expresión de una libertad conquistada (Purgatorio XXVII vv. 139-142):

No esperes ya mis palabras ni mi consejo; libre, recto y santo es tu albedrío, y sería un error no hacer lo que él te diga, por lo cual yo, considerándote dueño de ti, te otorgo corona y mitra.

Es espectacular. ¿Cuál es la madurez de Dante? ¿Cuál es el culmen de la obra educativa? ¿Que Dante se haya vuelto mejor? ¿Que cometa menos pecados? No, que sea libre. Ya no es esclavo de las circunstancias o de los instintos, sino capaz de juzgarlos y vivirlos a la luz de su verdadero deseo. Precisamente esto quiere decir «te otorgo corona y mitra», te corono señor de ti mismo.

1 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 220-222.

2 Agustín de Hipona, Sermón CLXIX, 13 (traducción de Pío de Luis Vizcaíno, OSA).

3 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 36; 76-77; 98-100.