Soñar despiertos la fraternidad

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Este código moral es el nutriente de la globalización de la indiferencia 55 que nos contamina:

Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera (EG 54).

h) En tránsito...

No puedo pasar al siguiente apartado sin transcribir algunas preguntas que me asaltan. En este contexto económico, político y cultural, ¿con qué estado de ánimo podremos enfrentarnos con el porvenir? ¿Cómo podremos comportarnos razonablemente con el futuro? ¿Acaso no nos queda más remedio que aspirar a que, en el mejor de los casos, «esta economía mate solo un poco menos, o a menos personas, o durante un período de tiempo un poco menos prolongado»? 56 ¿Podremos proclamar este anhelo demediado como universalmente razonable sin pagar tributo a la razón cínica e indolente? ¿Les parecerá sensato a los «sobrantes»? Y el Dios de Jesús de Nazaret, ¿qué pensará de él? ¿Le parecerá compatible con la gloria de su «economía» 57, que es la vida de los seres humanos, y singularmente de los «sobrantes»? ¿Se sentirá conforme con la vanagloria de la economía ultraliberal (el máximo beneficio)? ¿No está en el siglo XXI más vigente que nunca el radical antagonismo, planteado por Jesús de Nazaret, entre Dios y el Dinero (cf. Mt 6,24)?

3. La «fraternidad», una cuestión de fe en la paternidad de Dios

Cuando hablamos de fraternidad tendemos a movernos exclusivamente en el terreno de los deberes morales. La otra cara de los derechos humanos. Y, aunque podamos considerarlos como la plasmación más lograda de una ética de mínimos de aceptación universal, en lo que toca, al menos, a la fraternidad, ¿no estaremos hablando de una ética de máximos, imposible de practicar? ¿No surge la fraternidad siempre contra la corriente del entorno, contra la ley gravitatoria de esas estructuras fratricidas? ¿No son las realizaciones fraternas siempre escasas en número, pequeñas de tamaño, provisionales en el tiempo y perpetuamente amenazadas? Empeñarse en hacer estructuras económicas y políticas más favorecedoras de la fraternidad es una porfía necesaria, legítima y noble, pero ¿no estará siempre abocada al fracaso?

Parece inevitable pensar así. Sin embargo, desde la perspectiva de la fe cristiana, la «fraternidad» es antes un indicativo que un imperativo; antes una llamada interior que un mandato exterior; antes posibilidad de Dios en nosotros que demanda de él a nosotros; antes «el don de una conquista» que exigente carrera de «ultra trail» para el esfuerzo humano. Siempre camino por recorrer y nunca meta conquistada.

De todo ello ha dejado constancia el Nuevo Testamento. Su núcleo se puede resumir en la afirmación de que estamos salvados por amar a los hermanos 58. El amor fraterno es la prueba visible de la salvación divina. La tradición joánica sugiere que el cielo puede esperar para acceder a la experiencia humana de «pasar de la muerte a la vida». Esta se sustancia históricamente en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). En «el más allá» o en el cielo –por decirlo en un lenguaje más teológico– no alcanzaremos primordialmente la inmortalidad, sino la fraternidad en estado de plenitud, como corresponde a quienes somos hijos de Dios. Todo lo demás –también la eternidad de la vida– se nos concederá por añadidura. En «el más acá», el amor a los hermanos contribuye a «ensanchar el cielo» o a «sentirse visitado por el cielo» 59, haciendo visible la condición filial divina de los hombres y las mujeres; y las prácticas fratricidas, por su condición diabólica, «ensanchan el infierno»: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco» (1 Jn 3,10)».

En consecuencia, la situación ruinosa de la fraternidad en nuestro mundo plantea preguntas importantes acerca de la identidad del Dios de la tradición cristiana. A la vista de las heridas de la fraternidad, ¿qué significado tiene confiar en Dios como Padre? ¿Qué relevancia curativa tiene confesar a Jesús, el Hijo, como primogénito entre una multitud de hermanos? ¿Y cuál proclamar que el Espíritu de Dios es el Espíritu de la fraternidad y de la comunión? La fe en el proyecto de paternidad, filiación y comunión –¿permanentemente incumplido?– que Dios mismo es, ¿podrá contribuir hoy todavía a la redefinición del concepto de «fraternidad» y a su realización política?

Estas cuestiones estarán presentes en las páginas de este libro, que pretende afrontarlas. Ahora adelanto que no tienen más respuesta cumplida que la del testimonio. No lo olvidemos: la teología sigue siendo un acto segundo también cuando reflexiona sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana. Sin historias de fraternidad intempestivas que narrar, la teología se quedaría sin acreditación. Si se me permite una paráfrasis de un muy conocido texto de la Cábala judía, Dios nos está diciendo: «Si vosotros dais testimonio de fraternidad, yo seré Dios Padre; de lo contrario, no».

Los cristianos –y también los hombres y mujeres de buena voluntad– vivimos bajo el peso de mandatos y preguntas que imputan nuestra responsabilidad sobre lo que está ocurriendo en los escenarios fratricidas de la historia. Como señala Lévinas, el rostro de las víctimas, «expuesto a mi mirada en su debilidad y en su mortalidad, es el que me ordena: “No matarás”». Desde los orígenes de la historia humana fratricida, Dios nos dirige su primera palabra: «¿Dónde está tu hermano? [...] ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». ¿Podremos, como Caín, indiferentes ante el dolor y las lágrimas de la «humanidad sobrante», seguir respondiendo: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»? ¿O reconoceremos por fin, también como él, que nuestra «culpa es demasiado grande para soportarla»? (cf. Gn 4,9-13). Solo si asumimos nuestra responsabilidad moral podremos acceder al conocimiento de la paternidad de Dios a través de la experiencia de su perdón. «El acceso a la verdad [de la paternidad] de Dios comienza con el dolor y la indignación por aquellos que sufren y a quienes se les niega la responsabilidad y la solidaridad» 60.

4. «Fraternidad» e Iglesia sacramento de salvación

Un mundo fratricida como el nuestro es el escenario donde la Iglesia pone en juego constantemente su propia condición de sacramento universal de fraternidad. Me permito releer desde la clave «fraternidad» la afirmación conciliar de la Iglesia como sacramento radical de salvación (LG 48; AG 1). Me lo permite no solo el espíritu del Vaticano II, sino su misma letra, cuando afirma: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es decir, la Iglesia se entiende a sí misma como un pueblo reunido por Dios para facilitar eficazmente el encuentro en la historia con la salvación de Dios, presente en ella y comprendida como «unión íntima con Dios» (filiación) y «unidad de todo el género humano» (fraternidad). La Iglesia, por tanto, está llamada por Dios a ser una señal y un instrumento de fraternidad en y para este mundo cainita. El Concilio desea fervientemente que los hombres y las mujeres descubran la relevancia y el significado de la Iglesia para sus vidas en la fraternidad ejercida por el pueblo de Dios. Ella se constituye así como señal de salvación para la «humanidad sobrante», signo de esperanza en un mundo fratricida y luz para las gentes descartadas.

a) Visibilidad y percepción de la fraternidad eclesial

Este dinamismo sacramental de la Iglesia se lo confiere el Espíritu que la habita (LG 4), pero sin garantizarle de un modo absoluto su condición de «signo e instrumento». Este carácter también depende de la calidad fraterna y solidaria de la vida eclesial.

Según una fórmula clásica latina, sacramenta significando causant, la Iglesia realiza su condición sacramental precisamente al hacer visible y perceptible la fraternidad en nuestro mundo. Lo decisivo de esta percepción, si no queremos confundir el dinamismo sacramental con una fuerza mágica, es una llamada permanente a la purificación y renovación de la Iglesia, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (LG 15). Sin la visibilidad y percepción de su condición fraterna y fraternizadora, ¿cómo conseguirá la Iglesia que el Evangelio de la fraternidad sea un seductor ofrecimiento de sentido y de dignidad para los individuos y la comunidad humana? ¿Cómo podrá convencer a los hombres y mujeres de hoy de que su vocación escondida, pero no perdida, es un «proyecto de fraternidad»?

Una Iglesia fraterna y fraternizadora podrá desencadenar dinamismos contrahegemónicos que activen la estructura dialógica de los seres humanos, que hermana a los individuos y a los pueblos en su diversidad cultural 61. Una Iglesia diestra en el oficio de la fraternidad acreditará mejor que sus discursos magisteriales y teológicos su fe en el Dios comunión trinitaria. Es decir, la fe en un solo Dios Padre que funda irrevocablemente en el mundo la promesa de una humanidad fraterna; en Jesús, el Hijo primogénito entre muchos hermanos, Buena Noticia para los pobres e imagen normativa de cómo la realización de aquella promesa va brotando y se realiza por el camino de la solidaridad kenótica con los empobrecidos, y en el Espíritu Santo, el medio divino que hace viable la comunión fraterna y la unidad en la diversidad de los hijos de Dios (cf. Hch 2,6.8.11).

 

b) La opción por los pobres

Si la realización de la Iglesia como fraternidad ha sido siempre necesaria y la primera de las urgencias eclesiales, aunque no haya sido su primera preocupación, hoy su perentoriedad es aún mayor. A ello contribuyen no solamente las voces interiores que exigen la depuración de toda discriminación y exclusión internas, sino muy especialmente ese clamor exterior de las víctimas inocentes de la lógica fratricida de nuestro mundo, que le recuerda justamente aquello que menos debería estar dispuesta a olvidar: la vida de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40). Más aún, la herida fraterna de nuestro mundo resulta una contundente impugnación dirigida a la propia fe de la Iglesia. La situación inhumana de los pobres en el mundo apunta crítica y directamente a la credibilidad de su convicción mesiánica («en este mundo hay salvación para los pobres»: Lc 4,16-21) hasta amenazarla con su pérdida. La ausencia en la mesa eucarística de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40) pone en solfa la configuración jesuánica, crística (LG 8) y mesiánica (LG 9) de la Iglesia.

Las venas abiertas del mundo demandan propuestas practicables de fraternidad que las suturen y pongan fin a esa hemorragia incontenible de vidas humanas que esta humanidad sufre y que ningún discurso es capaz de detener. La fraternidad entre los seres humanos y los pueblos que habitan la tierra es un referente imprescindible de cualquier ética de la resistencia que quiera enfrentarse a esa «leucemia» del individualismo posesivo y mercantilista que tanto debilita la calidad del flujo sanguíneo de la libertad y de la igualdad en la comunidad internacional. Estas demandas señalan una doble dirección a la andadura de la Iglesia: la de una creciente fraternidad interna y la de una intempestiva solidaridad fraternizadora con los desahuciados de la mesa del mundo 62.

Esta doble cuestión resulta decisiva para el ser y el vivir de la Iglesia como convocatoria de Jesús de Nazaret, sacramento del encuentro con Dios (E. Schillebeeckx). Y, en este sentido, sus miembros y las comunidades que la integran no debieran olvidar que, según la tesis Ubi Christus, ibi Ecclesia, la vida de la Iglesia deberá nutrir y regenerar su identidad en el acontecimiento de la presencia actual de Jesucristo. Si Jesucristo sigue hoy presente allí donde prometió estar presente (Mt 25,31ss), los «hermanos más pequeños» del Señor constituyen lugar primordial de la «conformación» de la Iglesia con Jesucristo. Ellos constituyen para la Iglesia el sacramento de iniciación a la voluntad salvífica universal de Dios. Así lo dice el papa Francisco:

Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (EG 198).

5. Derechos y deberes de «fraternidad» e imagen de Dios

Paul Ricoeur sitúa las raíces de los derechos humanos justamente en el mismo lugar donde arranca la historia de la salvación judeocristiana: los gritos y los silencios de las víctimas. Primero fue el clamor (¡no hay derecho!) de quienes habían experimentado su propia humanidad condenada en el «infierno» de la deshumanización radical. Más tarde, el discurso de los derechos humanos 63. En el principio fue el grito indignado de un Dios (¡basta ya de aflicción y sufrimientos!) que no soportaba la visión de la situación inhumana de su pueblo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Mucho más tarde, la fundamentación de la dignidad humana: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya» (Gn 1,27).

Las fórmulas de los derechos humanos son el resultado penúltimo de un proceso emancipador que arranca de la indignación ante lo intolerable y llega al reconocimiento formal del derecho a ser hombre/mujer, a través del interminable éxodo de las reivindicaciones, las luchas y las revoluciones. El último tramo, su cumplimiento material, está por llegar.

a) Una mirada contemplativa sobre los itinerarios emancipadores

Sé que corro el riesgo de «poner el carro delante de los bueyes», pero no puedo ocultar la convicción que anima y dirige esta reflexión. En los diversos itinerarios emancipadores que han cristalizado en las formulaciones de los derechos y deberes de «fraternidad», la humanidad ha estado siempre acompañada por Dios. Él ha compartido, y aún comparte, con los hombres y mujeres el vino amargo de sus sufrimientos y el pan de sus caminos de liberación. He argumentado sobre esta convicción ayudándome de la formulación «No hay territorio comanche para Dios» 64.

Necesitamos recorrer la historia humana con una mirada contemplativa que nos permita vislumbrar en medio del smog 65 de la injusticia la presencia de Dios, que sigue caminando junto a la humanidad doliente:

La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa (EG 71).

Lamentablemente, muchos vigías del paso de Dios por la historia, que han sido repetidamente interrogados en la noche de la injusticia (Is 21,11), no han sabido dar noticias de su presencia. Unas veces, su complicidad con los violadores de derechos humanos ha distorsionado tanto su mirada que han vuelto a confundir «el dedo de Dios» con «el poder de Belcebú» (Lc 11,14-22). Otras, el miedo a lo diferente o a lo desconocido les ha cegado, incapacitándolos para ser los mistagogos de la experiencia del Espíritu, que se adentra en la historia de los sufrimientos humanos a causa de esas vulneraciones y de las luchas en favor de sus conquistas. Esta adicción a la mística de ojos cerrados les ha incapacitado tanto para el hallazgo en la historia de «anticipaciones» de la plenitud de la salvación de Dios (Rom 8,23; 2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,4) como para el saboreo actual de «los prodigios del mundo futuro» (Heb 6,5). Y han incumplido su misión centinela del paso de Dios por la historia.

b) El Dios «activista de los derechos humanos»

Por eso las gentes, afectadas por la «cultura del descarte», se han quedado sin noticias del Dios implicado en la lucha contra la injusticia; sin la buena nueva del Dios «activista de los derechos humanos», que anda «definitivamente en busca de una concepción contrahegemónica de los derechos humanos y de una práctica coherente con ella» 66.

Utilizo, con cautela y sin la conjunción condicional, la imagen sousiana «Dios activista de los derechos humanos». Hago mía, como siempre que hablo de Dios, la advertencia de Dionisio Areopagita: «En relación con Dios, las negaciones son verdaderas, y las afirmaciones, insuficientes». Reconozco, por tanto, la limitación de la imagen. Pero me parece más «adecuadamente inadecuada» que, por ejemplo, la de «océano de la unidad infinita», a la hora de vincular al Dios de Jesús de Nazaret con los derechos de «fraternidad».

Parece avalar su uso la escena de Jesús en el templo de Jerusalén (Jn 2,13-22; Mc 11,15-19), que provocó su crucifixión. Su acción me parece que tiene algo de escrache 67 de un activista moderno. Su acto intimidatorio pretendió hacer visibles los abusos del poder de los sacerdotes en una teocracia, que habían convertido el Templo en una cueva de bandidos. Para la tradición cristiana, esta acción profética está protagonizada por alguien a quien confiesa no solamente como el mayor de los profetas, sino como la comunicación plena de Dios, «Amor que desciende», es decir, por la Palabra o por el Hijo de un Dios «activista por el derecho humano de la fraternidad».

2

EL REINADO DEL PADRE DE JESÚS DE NAZARET,
UN PROYECTO DE FRATERNIDAD UNIVERSAL

Desde hace años, José Antonio Pagola viene utilizando la fórmula «volver a Jesús». Con ella nos recuerda a los cristianos una necesidad vital para afrontar nuestro crítico presente y nuestro incierto futuro: fijar, una y otra vez, nuestra mirada en Jesús de Nazaret, que inicia y consuma la fe (cf. Heb 12,2). Si nos volvemos a Jesús, descubrimos que su persona –vida, muerte y resurrección– desencadenó 1 la «fraternidad» del reinado del Padre. Jesús originó, provocó y dio salida a una serie de hechos de fraternidad que principiaban la fraternidad del reinado del Padre en la historia y que, al mismo tiempo, suscitaban movimientos contrapuestos y apasionados de ánimo entre quienes se encontraron con él: seguimiento y rechazo, seducción y repulsión, atracción y decepción, simpatía y animadversión, alegría y miedo...

Así pues, digámoslo una vez más, Jesús no legó a sus discípulos un conjunto de doctrinas excelsas sobre Dios, ni un nuevo culto, ni una nueva moral, sino su forma fraterna y fraternizadora de estar en la realidad y de enfrentarse con ella, reflejo de su experiencia filial de la paternidad de Yahvé. Es decir, Jesús entregó a sus discípulos de todos los tiempos una tradición de hermanamiento que ni debían repetir miméticamente ni conservar inmutablemente, sino recrear en tiempos y espacios diferentes al suyo por medio de su seguimiento histórico.

El recuerdo de la vida de aquel judío marginal marcó el proceso de definición del cristianismo primitivo hacia finales del siglo II.

James D. G. Dunn, en su magna obra sobre los orígenes de cristianismo, ha dejado probado que la identidad del cristianismo fue definida por la centralidad del Jesús recordado, que había realizado su misión en Galilea y Judea y que, tras morir en la cruz, había resucitado en Jerusalén. El cristianismo naciente era la viva expresión y la continuidad del impacto producido por él. Jesús de Nazaret se convirtió así en el centro determinante de lo que era la identidad cristiana, y discriminador de lo que se hallaba más allá de ella 2. También en el siglo XXI esa centralidad de Jesús de Nazaret ha de seguir autentificando la identidad del cristianismo. Su papel definitorio permitirá que el cristianismo vivido sea un cristianismo vivo. Su descentramiento –por acción u omisión– lo convierte en un cristianismo zombi 3.

En esta disyuntiva hay mucho en juego –¡demasiado!– para la vida de la Iglesia y también para el futuro de la humanidad. Por ello, no hemos de echar en saco roto la petición de Jon Sobrino: que «no nos roben a Jesús de Nazaret», pues sin él «desaparece lo central del cristianismo». Justamente, «lo que cristianiza» o hace cristianas la oración y la praxis, la mística y la gratuidad, e incluso la imagen de Dios, de Cristo y del Espíritu 4. La súplica no es una ocurrencia sin base en la realidad del teólogo salvadoreño. Jesús de Nazaret ha sido secuestrado en multitud de ocasiones a lo largo de veinte siglos y a lo ancho de toda la geografía del planeta Tierra. Con frecuencia, los cristianos nos hemos quedado sin él. Pero también el resto de la humanidad. Unas veces su figura humana quedó fuera del foco que iluminaba al Jesús celestial (posresurreccional); otras, se ocultó bajo las categorías metafísicas que dan cuenta de su misterio divino/humano. A menudo la sustituimos por figuras venerables de la tradición cristiana (p. ej., María y los santos), que parecían más afines a nuestra condición humana. Y sucedió algo aún más grave: los poderosos desfiguraron el recuerdo de Jesús y la institución eclesial lo traicionó, robándoles a Jesús de Nazaret a los pobres y necesitados.

 

Hoy los abundantes y excelentes estudios sobre el Jesús «recordado» constituyen un sistema de protección que hace más difícil su hurto. Pero su existencia no nos protege del todo. John D. Crossan, uno de sus grandes expertos actuales, nos ofrece una pista para entender esa insuficiencia. Se imagina que el Jesús histórico habla con él y le dice:

–He leído tu libro, Dominic, y me parece bastante bueno. ¿Y qué? ¿Estás ya listo para vivir tu vida conforme a mi visión de las cosas y para unirte a mi programa?

–No creo que tenga valor suficiente, Jesús, pero la descripción que de ti hacía en él era bastante buena, ¿no te parece? Lo que estaba particularmente bien era el método, ¿verdad?

–Gracias, Dominic, por no falsificar mi mensaje para adecuarlo a tus incapacidades. Eso ya es algo.

–¿No es bastante?

–No, Dominic, no es bastante 5.

A Jesús de Nazaret nos lo devuelven una y otra vez quienes han estado dispuestos a vivir su vida en conformidad con la visión jesuánica de las cosas y se han unido a su programa. Necesitamos a sus seguidores, hombres y mujeres: a esa «nube densa de testigos» (Heb 12,1) que no se contentaron con creer que Jesús es el Logos, el Hijo o la segunda Persona de la Trinidad, sino que hicieron de su creer en Jesús como Evangelio la clave configuradora de sus vidas. Es bueno y necesario recordar que en la historia de la Iglesia siempre ha habido hombres y mujeres, como Francisco de Asís, Bartolomé de Las Casas, Óscar Romero o Josefina Bakhita y Teresa de Calcuta, que vivieron y, en algunos casos, murieron para devolver a Jesús a la Iglesia, a los pobres y a la humanidad. No se les recuerda como expertos estudiosos de aquel judío marginal, sino como hombres y mujeres que convirtieron cada una de sus vidas en un quinto evangelio.

Soy consciente de que la compañía de Jesús resulta incómoda para quienes somos los ciudadanos beneficiados de este mundo injusto. Como ha escrito J. B. Metz, glosando el apotegma 82 del Evangelio de Tomás 6, «permanecer cerca de Jesús resulta peligroso: hay riesgo de fuego, de incendio». Pero estoy convencido de que, como consecuencia del alejamiento del Cristo peligroso, el cristianismo se ha convertido en una religión para burgueses, exenta de peligro, pero también de virtualidad consoladora 7.

1. La experiencia de Dios configura la identidad de Jesús de Nazaret como Hijo de Dios y hermano de los hombres

La fuente del modo fraternal y fraternizador de estar en la realidad de Jesús es su encuentro con Dios. Su experiencia de Dios no tiene las características de la integración en las profundidades del «océano de la unidad infinita», sino de la comunión personal. Jesús percibió a Dios como especialmente cercano y accesible y se situó respecto a él en una relación de intimidad filial muy peculiar 8. Jesús hizo suya la vieja y tácita invitación del tetragrama sagrado –YHWH–: nombrar a Dios 9. Discernió y evaluó espiritualmente la presencia de Yahvé en medio de una Galilea atravesada por tensiones socioeconómicas entre ricos y pobres y habitada por una multitud de pobres materiales, sociales y espirituales. Y no le puso de nombre «Eso», como hacen algunos partidarios de la conciencia no dual, sino Abbá, Padre. Pero con una singularidad de la que no es posible prescindir sin renunciar a la memoria de Jesús: Dios es el Padre del Reino. Si su paternidad evoca la identidad de Dios, su «reinado» les recuerda su relevancia filial y fraterna a quienes vivían «en tinieblas y sombras de muerte» (cf. Mt 4,16).

La experiencia de contraste entre la injusticia del mundo y la paternidad de Dios configura el convencimiento de Jesús en la inminente intervención salvadora de un Dios que no puede soportar el sufrimiento injusto de sus hijos. En otra ocasión me he extendido en la explicación de esta importante cuestión 10. En esta, prefiero acudir a la autoridad de Edward Schillebeeckx:

En la historia de miseria y dolor en que aparece Jesús no hay motivo ni ocasión que expliquen razonablemente esa certeza absoluta de salvación, característica del mensaje de Jesús. Tal esperanza, patente en el anuncio de que la salvación viene con el reino de Dios, tiene –supuesta la peculiaridad de la vida religiosa de Jesús, que se refleja en su inusitada invocación de Dios como Abbá– su fundamento inequívoco en una experiencia de contraste: por una parte, la inexorable humana de miserias, discordias e injusticias, de esclavitud opresora y lacerante; por otra, la peculiar experiencia religiosa de Jesús, su vivencia del Abbá, su trato con Dios, con un Dios que, en su solicitud, es contrario al mal y solo quiere el bien, que no quiere reconocer la supremacía del mal ni conceder a este la última palabra. Esta experiencia de contraste configura en definitiva su convencimiento y predicación de la soberanía liberadora de Dios, que puede y debe realizarse ya en la historia, tal como Jesús lo experimenta en su propia vida. En el caso de Jesús, la experiencia del Abbá no es una vivencia religiosa independiente –aunque en sí sea significativa–, sino más bien una vivencia de Dios como «Padre» que se preocupa de dar un futuro a sus hijos; una vivencia de un Dios Padre que proporciona un futuro a todo aquel que humanamente ya no puede esperarlo. A partir de su vivencia del Abbá, Jesús puede anunciar a los hombres el mensaje de una esperanza que no es deducible de nuestra historia ni de experiencias individuales o sociopolíticas, aunque dicha esperanza tenga que realizarse en el mundo. Lo que llevó a Jesús a tomar conciencia de esa posibilidad y esa certeza llena de esperanza fue la originalidad de su experiencia de Dios, la cual había sido preparada durante siglos en la vida religiosa de los judíos fieles a Yahvé, pero que en Jesús se concentró en una singular experiencia de la paternidad divina 11.

Esta experiencia de proximidad única con Dios en el plano existencial configuró su vida «desde las relaciones constituyentes de Hijo del Creador y Padre y hermano de los seres humanos, empezando por sus vecinos pobres y despreciados. Vivida desde esas dos relaciones de Hijo de Dios y de hermano de todos, privilegiando a los pobres, esa situación fue capaz de dar completamente de sí y de servir de punto de partida para su misión y su sustrato» 12. Esta experiencia relacional marcó la diferencia sustancial de Jesús con el Bautista en el modo de estar y afrontar la realidad. Y la sigue marcando hoy en día con otras vías de acceso al misterio inabarcable de Dios, es decir, con otras religiones y otras espiritualidades. La recreación actual de la imagen «Padre del Reino» quizá sea muy necesaria con el fin de conservar su sentido y significatividad para hombres y mujeres de un mundo como el nuestro, muy diferente del de Jesús, pero, ¡atención!, tendrá que ser fiel a las características relacionales –«filialidad» y fraternidad– evocadas por la imagen de Dios que él nos transmitió.

2. Dios, el Padre de un reino de fraternidad

Todos los estudios del Jesús «recordado» por los evangelios sinópticos coinciden en afirmar la centralidad del reino de Dios y de su anuncio en la vida de Jesús de Nazaret, aunque luego se dispersen en acentos y matices 13. El contenido de ese anuncio no fue el ofrecimiento de un nuevo catecismo para que, una vez aprendido, fuese divulgado por sus discípulos hasta el confín del mundo. Jesús no habla como el conocedor de una doctrina religiosa guardada hasta entonces herméticamente por Dios. Ni siquiera ofrece una definición de lo que el reino de Dios es. Por medio de sus parábolas y de sus obras poderosas, el galileo Jesús de Nazaret, según da cuenta Mc 1,15, comparece públicamente como testigo de un acontecimiento nuevo, último, futuro e inminente («el tiempo se ha cumplido»), protagonizado por Yahvé («el reino de Dios está cerca»), que él comunica a sus oyentes para que lo acojan como una buena noticia que lo puede cambiar todo («convertíos y creed en la Buena Nueva»).