El Coloso del Tiempo

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Vio a los incendiarios entrar apretados, empujándose, una masa informe constituida por el aglutinamiento de cuerpos excitados y descontrolados a través de un embudo, ¡y vaya misterio!, siempre lograban entrar todos a la vez. Pasó Miguel tan pronto todos ingresaron. Se acomodó en su escritorio, abrió el maletín y quiso sentarse casi al mismo tiempo, pero se salvó a tiempo de no caer de bruces al piso cuando reparó en que su silla no estaba donde convenía. Se abrió paso entre “la balacera” pensando cuál debería ser la palabra justa que designara, correctamente, a una balacera, pero de papeles. Se estiró como pudo hasta una silla más o menos en condiciones y volvió, ahora sí, a su escritorio. Se sentó y rebuscó en su maletín entre la gran cantidad de posibilidades que tenía de trabajos ya probados en cursos anteriores y otros que había pensado, pero que nunca había llevado a la práctica con ningún grupo real. Eran tantas las posibilidades que, a su juicio, le parecieron ninguna. Se dio cuenta de que, de hecho, no había preparado nada especial para aquellas hordas que bebían su inseguridad, que crecían y se envalentonaban solo con un pequeño sorbo de ese fluido que brotaba de todo Miguel. Por un segundo, al mirar al frente y ver los vestigios de una escaramuza medieval, quiso ser salvado por un milagro, pero en un instante recordó cierto pasaje de algún libro de ficción: «no tentarás al señor tu dios», cuando yo sé con certeza que el dios de Miguel era la suerte. Sacudió el papelerío de su maletín más por rabia que por necesidad y vio entre viejos trabajos manuscritos, de los cuales ni siquiera podía reconocer su letra, el libro que había tomado, maquinalmente, por la mañana mientras pensaba solo él sabe qué. Lo observó: eran los Diarios de Kafka ¿De qué podría servirle una autobiografía de una personalidad tan compleja como la del escritor checo, si estos chicos no podían entender una consigna tan simple como «saquen la carpeta y pongan fecha de hoy?» A pesar de todo lo desacertado que le pareció haber traído ese libro a clase, tuvo una agradecida epifanía.

Un milagro ya había sido obrado para él suficientes veces en estos últimos días. «Mejor sería», se dijo, «utilizar mis años de docencia e improvisar, los necesito tranquilos —y si se puede soñar en grande, trabajando—, ocupados en algo.»

—Muy bien gente, hoy vamos a trabajar con el género autobiográfico —dijo al tiempo que se ponía en pie, libro en mano, y era superado mil veces por el poderío de las voces embravecidas—, ¡jóvenes, por favor, tranquilos, tomen asiento, silencio! —nadie osaba detener el ritmo orgiástico en que se sacudían; se proferían insultos, se tocaban y se golpeaban. Nadie parecía notar la presencia de Miguel en el aula. Aunque se había parado frente a ellos y había levantado la voz en un último recurso desesperado, todos parecían prescindir de él, como las proyecciones de la isla de Villings hicieran con el Fugitivo enamorado. Miró en la dirección de la puerta intuyendo que en no muchos minutos más, el director o algún preceptor se aparecerían para apaciguarlos ante la vergüenza insoportable de su propia incompetencia. Volvió la vista a la turba y cerró los ojos frustrado por su liviandad, conociendo, irrefutablemente, que su peso específico en la mismísima realidad era imperceptible. Un recuerdo de palabras y de sonidos precisos se le vino a la boca como un vómito y no osó detener su influjo, pronunció: —¡A TODOS, a vosotros!, los silenciosos seres de la noche que tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros, lámparas de la luz inmortal, líneas de estrella, pan de las vidas, hermanos secretos, a todos, a vosotros…

El silenció se cernió sobre el curso, algunos atontados por obra de las palabras embriagadoras quisieron sentarse y cayeron secos en el suelo marrando los bancos. Otros lo miraban esperando un poco más, como el adicto que necesita una nueva dosis desesperada, así expectaban más poesía; otro grupo pequeño en las mesas de adelante se apresuró a abrir la carpeta y anotar los versos que resonaban en el eco del recuerdo inmediato, como el que toma una fotografía de un momento especial tratando de conservarlo para siempre, y luego esos escribientes memoriosos eran consultados, calurosamente, por el resto de los compañeros: “que qué viene después de tinieblas, que qué antes de hermanos secretos” y sin proponérselo demasiado los tenía, como por arte de magia, en un clima de trabajo ideal.

—…Muchos han logrado hablar de sí mismos, de generar una literatura de su propia historia. Pero ese no es el punto que me interesa destacar, a saberse, la autobiografía también es literatura, y como hablamos siempre, la literatura se inscribe en la serie de los artificios de la imaginación, con esto quiero decir que no es necesario que sea, totalmente, verdadero lo que allí ocurre, en definitiva, no es más que el punto de vista de una persona sobre su vida y un recorte parcial de sus hechos, cuando otro podría verlos y encuadrarlos de otra forma. Aun así, jóvenes, no dije lo que creo el punto principal: me interesa la transfiguración, la transustanciación de un hombre real a un hombre literario, me importa cómo un hombre de carne y hueso se vuelve un hombre escrito con todo lo que se escribe, pero, sobre todo, con todas sus elipsis. Un hombre real está completo, es verdad, pero un hombre real no puede elegir qué mostrar de sí y qué no; el hombre literario, en cambio, sí. No pierdan de vista que la autobiografía es la historia contada en primera persona, un yo que elige un mundo y un modo, cosas que decir y cosas que evitar y elidir —hizo un silencio, y a la mente se le vino la fórmula oremos, de forma automática, como si estuvieran en la liturgia y él fuera el celebrante; por supuesto no lo dijo—. Con eso bastará para lo que sigue, de todas formas, les dejo esta pregunta para que la piensen: ¿y si el personaje que cuenta su historia fuera, desde el principio, literario? ¿Habría lo que llamamos “verdad”? —hizo una mueca orgullosa de su propio ingenio cuando sabía a la perfección que no era apreciado en ese ámbito, siquiera entendido ya ni por sus alumnos, aunque tampoco, en el fondo, se sabía tan ingenioso. Continuó su soliloquio que solo parecía entretenerlo a él:

«Para comenzar a introducirnos en el tema, van a contar su día de ayer, al modo de las autobiografías, en primera persona, desde que entraron al instituto el día anterior y lo volvieron a hacer hoy hace unos minutos. Y para asegurarme de que lo hagan, les voy a dar las dos horas que quedan de hoy para concluirlo, y me lo llevo para corregir. Repito —y miró, fijamente, a los incendiarios que no acusaban recibo—: me llevo to–dos–sus–tra–ba–jos, de todos y cada uno de ustedes. A trabajar señores.»

Un murmullo generalizado se sumió en el salón, pero era síntoma de resignación abnegada, un buen síntoma, y todavía a un volumen aceptable. A veces cuando se tienen victorias parciales como esas, no es malo festejarlas, no es para nada loco ponerse de buenas a primeras a reír feliz, como un chico en el parque, como un profesor de Literatura cerrando las tapas de un libro que acaba de terminar de leer. Aunque no es bueno reír solo, parado frente a una horda salvaje de jóvenes prestos para el escarnio, nunca es aconsejable. En cuanto sintió que la mueca se le venía como una picazón incómoda en la garganta, se aclaró la voz, carraspeó un segundo y se sentó con total seriedad a verlos trabajar a desgano, a observar cómo esas manos vírgenes escribían sus primeras palabras estériles y esos borrones largos y violentos sobre el papel, que de tanto en tanto mataban una hoja, lo llenaban de dicha, pues quién sabe por qué razón estaba enamorado de los borradores. Cosa típica de los profesores de Literatura, amantes del misterio, que creen que lo que no se ha publicado nunca es lo mejor jamás escrito, que las claves permanecen ocultas, que lo borrado es la verdad y las verdades son lo menos humano hallable, son palabras viciadas por los límites que impone la moral, son páginas contorneadas por el temor al otro.

Lo último que recordaba era haber apoyado sus pómulos en sus manos abiertas como palas; sin embargo, si hacía fuerza, lograba recordar que se dijo a sí mismo que cerraría unos segundos los ojos irritados sin sus lentes (que recordó de golpe que quizá ya no los necesitaría más, puesto que por un extraño milagro veía bastante bien sin ellos, por lo menos desde ayer), y no solo por eso no había descansado del todo bien, sino que también por la emoción de tener a Eva durmiendo en su casa, que le daba palpitares, que lo colmaba de ansiedad. Además, no se podía concentrar últimamente, eso de pensar y pensar se había vuelto una constante indeseada en la mitad de los casos, y es que era tan recurrente que el pensamiento encadenado, en vez de detenerse para conciliar el sueño, se uniera a la cola de alguna pesadilla y, por unos minutos, al despertar no sabía si estaba pensando, endiabladamente, como un tornado de la mente, o si seguía soñando esas locuras literarias que solía soñar. No recordaba al fin qué recordaba y qué se había inventado, es verdad que en ese momento no era pertinente recordar nada, tan solo volver a la vigilia cuanto antes.

—Profe... profe… ¡profe! —un eco lejano se consolidó en una voz de niña y, al abrir los ojos, se dio cuenta de que la cara, la boca que emitía ese sonido era la de una alumna suya, que lejos de ser niña era tan alta como él y, quizá pensó, eso defina ese estadio de la vida: la figura de un adulto, el espíritu de un niño; la adolescencia que hacía sufrir tanto a todos, ora a él como profesor, ora a ellos como adolescentes —¿Se quedó dormido, profe? ¿Qué? ¿No duerme de noche?

Al unísono, un coro de jóvenes festejantes exclamó estruendosa y, socarronamente, la vocal más abierta y sonora del español, y Miguel se fastidió sobremanera.

 

—Ya, ya, tranquilos. Va siendo la hora, y les advierto que no estoy de humor para chistes. Sé que todos ustedes son bastante chusmas —y todos respondieron con una vocal cerrada, de muy frecuente utilización en el popular abucheo—, así que sabrán lo que le pasó a la señorita de jardín del instituto. Muchos no tuvimos una almohada y una cama cómoda como ustedes anoche.

—¿Y qué tiene que ver la señorita Eva con Ud., profesor? —dijo una jovencita en un tono insoportable.

—Los viejos duermen de noche —comentó por lo bajo un joven de los que se agrupaban en el fondo, y las risas llenaron el ambiente.

—Pendejos… —«un momento», se dijo, «¿eso lo pensé?»

—Profe, nos insultó, eso no está bien. Si el director se entera, lo pueden echar.

—Ninguno de ustedes me puede extorsionar con nada. Hagan lo que quieran.

—Podemos hacer un trato —dijo uno avispado—, ¿quiere escucharlo?

Miguel se sentía humillado, pendiente de lo que un jovencito atrevido fuera a proponerle, con miedo a ser sumariado por una serie de errores en los que se inscribía quedarse dormido, pelear con los jóvenes como si fuera un niño más y, al último, insultarlos expresamente.

—Te escucho —dijo, tan suavemente, que parecía que nadie le había escuchado.

—Le proponemos que nadie dice nada si usted nos pone diez en todos los trabajos. Ahora, sin pedirlos. Si quiere, para hacerlo más fácil, nosotros escribimos la nota en el papel y usted firma —se escuchó un aplauso y varios silbidos ensordecedores.

Miguel se vio perdido, contra un niño, contra un pendejo de mierda, se llenó de pavor, tuvo miedo real, pensó en cómo serían las consecuencias de aceptar ese trato, pensó en cómo seguir viniendo y viéndoles las caras a esos jóvenes insoportables. Pensó en qué sería de él si lo echaban, no tendría más ingresos, justo cuando más necesitaba volverse un hombre de la casa, cuando una mujer estaba en ella. Además le abrirían un sumario y su carrera docente se cortaría como con cuchillo, de pronto, sin piedad, pero también sin lamentos. Pensó en eso, porque también había que tener en cuenta eso de la integridad, pensó en qué seguía después de un pacto así, creyó que lo lamentaría, seguramente porque algo muy invisible, pero pesado para el alma, se habría perdido en ese intercambio. Era justo considerarlo. Pensó… sin embargo, la decepción de Eva se volvía inconmensurable en su consciencia. «Aunque», se preguntó, «¿qué la decepcionaría más?»

—Antes quiero saber si todos están de acuerdo con su compañero Nicoletti, ¿todos piensan lo mismo que él? —todos asintieron con firmeza y Nicoletti sonrió soberbio—. Bueno, vamos a hacer esto: me van a juntar todos los trabajos en mi escritorio y sobre la nota final voy a restarles dos puntos por intento de chantaje.

Tres campanazos se escucharon fuertes y claros.

La guerra había comenzado.

La clase concluyó como concluyen algunas batallas, con resquemores de ambos bandos, con una multitud de intenciones de revancha y con no pocas sensaciones de que el balance no podría restituirse nunca más, sintieron que se odiarían hasta el fin de los tiempos. Pero ambos bandos, aun así, aceptaron las consecuencias de sus decisiones.

Miguel presenció la salida al recreo de los adolescentes que parecían haberse empequeñecido, los veía tan frágiles que hasta sintió piedad por ellos en un arrebato paternalista que se esfumó tan rápido como llegó. Los observó firme a pesar de su naturaleza tibia, sin vacilar, como si Miguel se fuera olvidando de Miguel, volviéndose, junto al pizarrón, el único espectador de un camino abrumador que observó casi coreografiado, repetido por el segundo joven hasta el último, como autos de fe; es así que salían de sus bancos, dejaban sus trabajos inmolándose y continuaban hacia el patio en procesión, con la prolijidad que, ahora estaba seguro, otorgaba el abatimiento de espíritu.

Algunos rompían esa ritualidad, imperceptiblemente, con solo una mirada, pero con eso bastaba para romper la magia de la intimidad de todo rito, que solitario no conoce depositario ni verdugo en dicho sacrificio. Unos cuantos, más combativos, le echaban miradas venenosas, encendidas de odio, incendiarias. Miguel pensó en su mente de profesor de Literatura, qué autor había definido mejor esa clase de oteo feroz, «¿dardo de la vista?», intentó, y se encontró recordando «sus ojos disminuían de tamaño, cambiaban hasta de etnia, se achicaban, se achinaban, y se alargaban como hendiduras de afilado cuchillo, se volvían brillantes como fríos descendientes del sol, y tan pronto como yo era alcanzado por ellas, me enteraban cómo la muerte me encontraría tarde o temprano», sin embargo, no podía hacerse con el nombre del autor y todo se fue mezclando en una fracción de segundo porque, a esa altura, si se lo había inventado o si era verdadero recuerdo, él no podía distinguirlo; de todas formas su estado y la situación que vivía en aquella misma aula era propicia para generar una literatura de ese tipo. Se dijo, finalmente, que no podría saber si se lo había inventado o si lo recordaba por haberlo leído, porque sabía de hecho que las miradas que se reproducían en ese espacio eran idénticas a las que podría haber vivido ese supuesto autor que recordaba o que se inventaba confundido. «Pierre Menard, autor del Quijote», evocó, «Miguel Ruiz, chiste de Borges», dijo, alegremente. Pensaba y pensaba y ese era el motivo de su locura, porque para enredarlo todavía más, incluso esas miradas supuestas que inspiraron a ese supuesto autor, pudieron también ser imaginadas, producidas lisa y llanamente como y para el artificio. Pero pensaba, y eso no favorecía a nadie. Incluso, estaba ya al tanto de eso, en lugar de un mínimo beneficio, ese viento huracanado de la mente lo perjudicaba todas las veces que se desataba. Creyó entrever las consecuencias de su conclusión, y temió por vivir en una ficción tan multiplicada que encontrar la salida a la realidad podía volverse un despertar.

Salieron todos y el murmullo que se levantaba en el patio lo asustó un poco. Vio a los jóvenes agruparse, los vio discutir y, finalmente, los vio dispersarse por los rincones; si algo había de suceder con las autoridades de la institución, no sería hoy. Se benefició por fin de algo, y en este caso fue del arquetipo adolescente, caótico e indisciplinado, indeciso y, sobretodo, inseguro emocional. Su diagnóstico se basaba en una casuística inmensa que se extendía a través de sus años como profesor y se confirmaba en aquel preciso instante en que no había uno que no discutiera con otro, porque a los que tenían consciencia les pesaba haber querido chantajear a Miguel, un profesor tan indefenso y tan falto de tacto en lo que respecta a las relaciones humanas; y los que carecían de consciencia y querían una revancha, eran de esos que se sientan al fondo de todas las aulas de la vida, que arrojan las tizas y esconden la mano y, cuando las tienen fuera de los bolsillos, no hacen más que apuntar a otros y echar culpas con las manos empolvadas aún de la misma tiza arrojadiza. Había más de dos divisiones, pero por el momento esa miserable taxonomía alcanzaba como justificación de sus peleas a pleno patio.

Tenía la opción de dirigirse a la sala de profesores a matar esos minutos de recreo y tal vez tomarse un café, pero no lo sedujo entrar último a la sala y tener que saludar uno a uno a todos sus colegas. Era algo a lo que nunca podía acostumbrarse. «Qué mierda de costumbre eso de saludar a todos todo el tiempo», maldijo. Sin decidirlo con firmeza, más solo por inacción, se quedó ahí junto a la puerta del aula.

Observó desde ahí, particularmente, a los incendiarios, cómo se juntaban como manada de hienas que aullaban y reían en una esquina del recreo. Recordó eso de las novelas policiales de que «nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario» y se odió por unos momentos, pero solo por recordarlo ya que, en el fondo, Miguel se sentía muy fuerte en eso, sabía que esos muchachitos nadaban en aguas turbias y para él no eran necesarias las evidencias, aunque sí las buscaría para los otros.

Por un momento, se distrajo mirando a Luis que traía a su grupo al recreo desde el gimnasio, luciendo una sonrisa detestable, alabado él como el mejor de todos los profesores. Todos lo amaban, era obvio. Con Luis los chicos jugaban varias horas seguidas; con Miguel, leían y subrayaban, tediosamente, la misma porción de tiempo. En las clases de Miguel, todo era palabras y juegos imaginarios, en su mundo no había roces, no había olores ni consumación; en el de Luis, en cambio, había contacto físico, había provocación, competencia, simulacros de la guerra, había transpiración y cabello suelto. Algunos aman demasiado la realidad y contra eso no hay nada que Miguel pudiera hacer.

El momento se le presentaba para aclarar cuentas con Luis, aunque no había pensado nada sagaz que decirle, no había planificado nada inteligente y él sabía bien que el terreno de la improvisación solo le valía en el ámbito y el dominio de la lengua, en otros lugares más importantes no le resultaba una opción a considerar. Era más que evidente que no se suponía un hombre de acción. El escritorio y la biblioteca eran su hábitat natural.

Acertó a dar un paso en dirección a Luis, luego dio un segundo paso mucho más corto, y así como así, se detuvo. Se debatía por entender su decisión, sabía que había dos alternativas muy considerables, pero estaba débil, mentalmente, para elegir cuál había sido el motivo por el que se detuvo en medio del patio sofocando toda intención de arrojo. Una era haber pensado por un breve momento, entre la quietud y el primer paso, sobre quién era él para tomarse toda esa historia tan en serio, si no hacía ni un día que Eva estaba en su casa, si hacía tal vez un día o menos que ella comenzó a dirigirle la palabra; quién era él para creerse con tanto papel protagónico para hacer ese tipo de planteos a alguien que, a su vez, no soportaba ni un poco y estaba visto que el sentimiento era recíproco. La disyuntiva para conocer su elección era haber pensado entre el primer paso y el segundo sobre lo grande y fornido que se veía Luis desde esa distancia, con su pelo de vikingo recogido como las niñas, pero con cuerpo de matón a sueldo, con una repugnante actitud combativa que dejaba a Miguel chiquitito como un alfiler frente a su egotismo extremo y toda su necesidad de sentirse rubio sol del mundo. Es que conocer su decisión lo volvía, al instante, un cobarde o un tipo sumamente considerado. Por esto, prefirió no indagar en los motivos y eso, en definitiva, era confirmar la secreta conclusión subyacente, pues todo renunciamiento, al fin y al cabo, es una especie de cobardía.

Volvió sobre sus pasos sin que nadie pudiera notarlo y entró en el aula. Se sentó en su escritorio y vio en su reloj de pulsera viejo, de malla negra gastada hasta volverse un gris rugoso, que le quedaban unos diez minutos antes de que los jóvenes reingresaran y él tuviera que irse a otro curso. Decidió seguir con su plan primordial, entonces tomó algunos trabajos y buscó los que más le importaban; encontró el de Nicoletti tras descartar unos cuantos, uno de esos incendiarios que además estaba de a poco absorbiendo la personalidad de Luis, tanto que el profesor Luis y el alumno Nicoletti iban a ser en breve una misma cosa de mierda. Vio que, pese a su desconfianza, el trabajo tenía dos hojas escritas con birome azul, unos trazos puntiagudos llenaban las caras a ambos lados y, antes de leer ningún signo, recordó alguna clase de psicopatías que estudió muy a desgano en la universidad. Se le vinieron a la mente unas cuantas caligrafías y otros tantos nombres, aunque no recordó si eran autores o casos en particular o quién sabe qué. Un eco resonaba en su cabeza, pero como le resultaba imposible juntar los cabos, lapicera en mano, decidió empezar a leer y a tachar:

Me llamo (blablablá) Nicoletti, estudio en (blablablá), (blablablá) hermanos, mama papa, (ajam)… mis amigos son, (sí, sí, los conozco, querido), (blablablá) estuvimos reunidos en esa esquina asta la madrugada. (Acá, eso, a ver cómo se les escapa la verdad, muchachitos) hablamos con mis amigos de unos videos que bimos en la television, sobre unos chicos que habian bisto brujas verdaderas y ellas manejavan el fuego, por que decian que el fuego era el elemento de los cambios (¡por Dios!, una cosa es tener faltas de ortografía Nicoletti, otra cosa muy distinta es desconocer los grupos consonánticos), no entendimos bien porque, pero decian algo de que el fuego nunca se quedava quieto y donde él (¡bravo, una tilde!) llegaba, las cosas canbiaban, se contagiaban, aunque despues quedaran quemadas y rotas, y como a nunca me habian ocultado nada en mi casa, o sea, yo siempre supe que papa noel eran papa y mama, que la magia son trucos de gente que es ábil, que dios no existe y esas cosas que se inbentan las personas para vivir sin miedo y con ilusiones, me encargue de decirle que todo eso era una anáfora (¡metáfora, metáfora!, anáfora es otra cosa) y que se dejara de joder con el fuego y las brujas, que nada de eso era verdad. Después prendio fuego un palo, y nos fuimos caminando al centro. Comimos un helado y nos sentamos en la plaza, como a las dos o dos y media de la madrugada nos volvimos a nuestras casas cada uno por su lado.

 

«Por lo mucho que lo deseo, no creo que Nicoletti tenga tanto vuelo propio como para inventarse una excusa tan básica e inocente como esta», se dijo y no supo cómo se continuaba después de ese fracaso investigativo. Era hora de seguir trabajando.

Así las cosas, tras escuchar doblar tres veces la campana del patio, supo que había finalizado el recreo, tomó su papelerío inútil y lo guardó dentro del maletín, lo tomó firme en ambas manos y salió antes de que el aluvión de alumnos regresara como una masa informe y amenazante. Cruzó el umbral y las hienas ya lo observaban con unas miradas pocas veces vistas en la naturaleza, extrañas, amarillentas, llenas de un fuego fatuo, hasta cierto punto frías, pero fulgurantes; miradas con cuerpo, con peso, lo tocaban, le rasgaban la camisa por la espalda y le despeinaban la pobre cabellera. Esos pibes sí sabían cómo hacerle saber a alguien que lo tenían entre ojos.

Caminó el pasillo como si fuera al patíbulo y, a pesar de todas las ganas que tenía de correr afuera de la escuela, soportó con honradez. Llegó a la puerta de enfrente que correspondía a la segunda división del mismo curso, sexto segunda. Antes de abrir la puerta, pendiente del cosquilleo que sentía en la nuca, como el que sabe que vendrá el golpe, pero desconoce el cuándo, se preguntó cómo era que el profesor que tomaba sexto primera luego de que él se fuera, viviera de licencia; pensó en que, si era verdad, lo aquejaba la peor de las enfermedades, hipocondríaco recalcitrante como lo fuera Caroline Bascomb Compson o, simplemente, era el mejor de los estafadores y mentirosos, midiéndose en calidad a la de Orson Wells y su radio–invasión. La cuestión era que esos pibes, apenas se iba él, vivían en hora libre. Abrió la puerta de sexto segunda y se encontró con los páramos de Rulfo, con una desolación pocas veces vista. Ni un alma en el curso. Apagó la luz del aula y desde la puerta vio que el preceptor se acercaba en dirección a él.

«No vino ninguno Miguel», dice el preceptor, «los dos quintos y un cuarto también los tengo vacíos. Si querés, esperame en la sala de profesores y te confirmo si podés retirarte.»

«Bueno, voy a estar ahí», dice Miguel, «no me había pasado nunca esto.»

«No sé qué decirte», contesta el preceptor, «me parece que tuviste suerte hasta ahora —o mala suerte, dependiendo de si querías verlos o no—, pero a todos los profes ya les pasó alguna vez, por lo menos en estos últimos meses.»

«Qué raro», agregó el profesor, y el preceptor, un joven sin ningún tipo de amor por el oficio (y lo digo sabiendo que Miguel tampoco era una encarnación de Sarmiento en esos días), hizo una mueca de desinterés que le resultó irritante. Al instante el joven se dio vuelta y vio que sexto primera, el curso de los incendiarios, estaba librando una batalla de esas que Miguel solía presenciar todas las semanas y se fue corriendo hacia allá.

Miguel arrimó la puerta del salón vacío y se fue medio a desgano a la sala de profesores. Entró sin hacer ruido, y si hubiera habido sombra en ese cuarto, hubiera sido esa la senda elegida. Pero a pesar de ser un colegio público, en esa sala todos los focos estaban encendidos y funcionando. Un blanco casi aséptico llenaba los ojos y contrastaba con el patio de afuera. Al ingresar vio que había otros tres profesores que, al pensarlo un poco mejor, eran aquellos que coincidían con los cursos libres que le mencionó el preceptor. Se sentó en la punta exacta de la mesa rectangular en la que cabían no menos de doce sillas, mientras que en el otro extremo estaban los otros colegas tomando mate y hablando cosas que a él no le interesaban, y sabía que no le interesaban incluso antes de saber de qué hablaban. En eso de las conversaciones, lamentablemente, era un prejuicioso de primera, pues la cara del colega y la materia que dieran ya le daba la pauta de su valía temática y yo sé que a Miguel la matemática, la fisicoquímica y la geografía, siempre y cuando no fuera la geografía imaginaria de la Atlántida o de la penumbrosa Carcosa, no eran de sus aficiones conversacionales.

«Hola, Miguel», dijo una profesora, «buen día», dijeron los otros dos al unísono.

«Hola», dijo Miguel y abrió el maletín más para esconderse detrás de él que para buscar algo adentro.

«¿Vos también estás sin alumnos?», preguntó la de geografía, ante lo cual Miguel hizo un gesto con los hombros señalando una obviedad que molestó a los colegas y, rápidamente, siguieron en sus cosas casi olvidando que él estaba ahí. Se lo había buscado. Pero no lo hacía por agrado, yo sé que le disgustaba generar eso, pero era más cómodo para su timidez dejar de existir para los otros.

Sacó los Diarios de Kafka y lo abrió por cualquier parte para disimular que estaba muy ocupado y que no necesitaba nada de nadie más, nunca. Escuchó, mientras volaban sus ojos por los renglones del libro, que hablaban de los carteles que les obligaron a pegar hace algunas tardes por el barrio.

«Los limpiaron tan rápido como los pusimos», dice uno, «es verdad, yo pegué los treinta o cuarenta que me dio el director», dice el otro.

«Así cómo van a saber que tenían que venir», dice una, «no va a haber nadie». «Hablando de eso, tendríamos que irnos ya», dijo el otro.

Levantaron todo como si quisieran escaparse de la sala.

«¿Vos no vas?», le preguntó el otro.

«Tengo que esperar que me confirme el preceptor, dijo que lo espere acá», contestó Miguel no tan seguro de haber comprendido qué le preguntaban.

No le contestaron y se fueron. Apenas cerraron la puerta guardó su libro y se quedó mirando el techo pensando en infinidad de cosas, que era, en definitiva, como tener la mente en blanco.

Al rato, casi media hora después, apareció el preceptor para anunciarle que el director lo había autorizado a retirarse. Miguel no había dicho nada, ni siquiera “gracias”, bien porque no lo hizo a tiempo —ya que el muchacho había pegado un portazo instantáneo consecutivo al último fonema pronunciado—, bien porque no deseaba decirle nada a ese tipo y se puso a guardar sus cosas.

Cruzó el patio hasta la puerta de doble hoja que se alzaba insondable a la entrada del colegio escuchando a lo lejos al director apaciguando a gritos a sexto primera. Antes de que la portera pudiera abrirle, miró hacia atrás y los vio todavía acechantes en la puerta del salón, brillantes de los ojos, aunque solo fuera su más literaria fantasía.

—Ya le abro, profesor —dijo la portera mientras hacía sonar un manojo de llaves en el bolsillo canguro de su delantal—. Lo único, fíjese de salir por Quiroga porque Sarmiento está copada por la protesta.

—Sí, gracias, estaba al tanto —no hace falta decir que no tenía ni idea de la protesta, pero se imaginaba qué protestas serían—. Buen fin de semana.

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