El Coloso del Tiempo

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Luis se acercó hacia él a paso lento, inseguro.

—Justo iba a entrar y te me adelantaste —dijo en un tono de reproche, aunque en el fondo fuera una forma de excusarse—, pero eso ya no importa, lo que ahora importa es que sacamos a Eva.

—No pude sacar a su mamá, no la pude encontrar… el calor y el humo me hacían desvariar… no pude sacar a su mamá, Luis —exclamó, visiblemente acongojado, y Luis no atinó ni a palmearle la espalda. En cambio, al ver que Eva se iba componiendo, prefirió irse para no tener que vérselas con el momento en que alguien tuviera que decirle que su mamá no había logrado salir.

—Dejale mis saludos a Eva. Decile que lo que necesite, no dude en pedírmelo. Para eso están los amigos.

Miguel se acercó al lugar donde el enfermero estaba asistiendo a Eva, tan lentamente, que parecía no llegar jamás. Sin embargo, a pocos metros antes de alcanzar la ambulancia donde de hecho estaba ella, uno de los bomberos que lo había visto acercarse murmuró «ahí viene, es ese», y luego dijo en voz alta: «¡Un aplauso para el héroe de hoy!», y se alzó el segundo aplauso ante la mirada cansada de Eva que, bajo ese desánimo, ocultaba un brillo de agradecimiento.

—Así que vos fuiste quien me salvó, Miguel. Nunca te lo voy a poder agradecer.

—No hay nada que agradecer, además no soy ningún héroe… debería haber podido sacar a tu mamá. Te pido mil disculpas… —por un momento se imaginó que no soportaría las ganas de romper en lágrimas, ya que le producía verdadera tristeza no haber podido lograr el total de la hazaña que todos parecían festejarle. Además, Miguel sabía lo que era no tener madre, sabía lo que era andar por la vida con una ausencia prematura tan importante como esa.

—¿Qué? —El rostro de Eva se endureció y frunció el ceño con intriga más que con dolor—, pero si mis padres murieron hace años. No había nadie más en casa, Miguel.

—Pero estoy seguro de haber visto a una señora en la cocina y pensé… bueno, yo creí… que era tu mamá.

—No, esa era la señora Trinidad. Me ayudó a amasar las pizzas, pero después se fue. Era una amiga de mi mamá que me conoce desde chiquita. Estaba sola y el error fue mío —sollozó aturdida y se tomó la cabeza con ambas manos, tal vez cayendo en la cuenta de que lo había perdido todo—, creo haberme olvidado el horno prendido, un accidente por idiota. Qué tonta que soy. Me metí en el baño y dejé todo así nomás, qué irresponsabilidad, qué vergüenza...

—No seas tan dura, vos misma lo dijiste, fue un error —adivinó que la gente hablaba cuando veía a otro llorar porque no soportan que el silencio se colme de sollozos, se percató de que, solo a veces, lo que se dice importa menos que decirlo y ya, y percatarse de eso era un cachetazo para un profesor de Lengua y Literatura—. Seguro tenés algún familiar que te puede ayudar en este momento, ¿o no?

—Nadie.

—¿Y esa gente que estaba en tu cumpleaños?

—Gente que también ha perdido todo, son amigos, son conocidos nomás. Ninguno puede darme una mano, porque todos tienen sus propios problemas.

Miguel pensó en decirle lo que el oportunista de Luis le había dicho que le diga, eso de que cualquier cosa que necesitara, él estaría dispuesto a brindársela. Solo pensó en decírselo, aunque, finalmente, no se lo diría, porque por qué tenía que hablar bien de él cuando ni siquiera se había quedado a ver si Eva estaba mejor (y yo celebré que él haya pensado así, celebro todavía aquella primera rebeldía ante los determinismos). Se planteó algo de lo que luego se arrepentiría demasiado, es decir, son esas cosas que al pensarlas no revelan una intención determinada, pero al decirlas se les imprime un dejo de perversión:

—Podés quedarte en mi casa, aunque sea hasta que te puedas acomodar en otro lado —cerró los ojos, semejante a un boxeador resignado que espera el golpe—, quiero decir, hay lugar de sobra porque vivo solo y además los dos trabajamos en el mismo colegio, no sería un problema convivir unos días.

—¿En serio?

—¿En serio qué?

—¿Es verdad que no tenés ningún problema en que me quede unos días?

No pudo evitar sonreír, sonreír casi hasta que los pómulos golpearan sus ojos compitiendo por más lugar en ese rostro apretado de sonrisa.

—Claro que no. Vivo a unas diez cuadras de acá. Vamos, así lográs descansar un poco, aunque sea.

Después de discutir una veintena de minutos con el enfermero que la quería trasladar al hospital más cercano, ella había logrado convencerlo de que al otro día se haría un control y que la dejara marcharse ahora. Tras aquella discusión sobrevino otra con un policía que la obligó a hacer una pequeña exposición civil sobre lo que había ocurrido allí para que todo rompiera en llamas. Luego del uniformado, hubo que soportar una serie de preguntas de vecinos que se hacían los muy preocupados dando pésames y ofreciendo ayudas que nunca llegan más allá del nivel enunciativo.

No hace falta decir que Miguel sentía una honda aversión por los vehículos de motores, porque creía que eran innecesarios, porque opinaba que eran un alardeo inútil del progreso y la modernidad, que se jactaban de una derrota, porque nunca podrán detener el tiempo, aunque vayan ellos un poquito más rápido. Todo esto a cuenta de que se habían hecho como las tres de la madrugada. Además, si ella hubiera insistido en tomar un taxi, por allí no pasaba uno ni de lejos. Estaba claro que no estaban como para caminar diez cuadras después del incidente, así que Eva con todo su encanto le pidió al policía que le había tomado declaración que los llevase hasta el departamento de Miguel. El policía no se pudo negar.

Esas diez cuadras en la célula de traslado le bastaron para pensar en todos los libros de Philip Marlowe que había leído alguna vez, y a empatizar con una gran cantidad de criminales a los que antes no había considerado castigados por el simple hecho de ser recluidos en esas peceras alambradas. A pesar de su hiperbólica impresión, no le fue muy complejo reconocer que no había sido tan malo el viaje.

Entraron en la casa y Miguel se escabulló en su cuarto a toda velocidad, se puso una remera y tiró la manta para lavar, de verdad quería devolverla a los bomberos que se la dieron. Le mostró, rápidamente, la casa y le dio las llaves de su cuarto.

—Vos dormí en mi cuarto, yo me acomodo en el sillón. Te doy las llaves de la pieza para que, si te sentís más cómoda, cierres desde adentro y duermas más tranquila.

—No hace falta, Miguel —sin embargo, se guardó las llaves en los bolsillos.

—Por hoy creo que está bien lo que viste, mañana con más tiempo te termino de mostrar los detalles y te doy una llave para que puedas salir cuando quieras. Supongo que no vas a ir a trabajar mañana, no te preocupes que yo aviso.

—Está bien, creo que mañana tendría que comprarme algo de ropa. No me quedó nada —Eva fijó la vista en los ojos de Miguel como indagando en ellos—. Tenés los ojos muy colorados. ¿Y tus anteojos? Recién me doy cuenta de que no los estuviste usando.

—Creo que los perdí en el incendio. Igual, no estoy tan ciego como creía.

—Me siento culpable por eso.

—No te preocupes, no es nada que no se pueda solucionar. La obra social me los devuelve gratis.

—Bueno…

—Bueno Eva… —se quedó quieto observándola—, hasta mañana.

Ella sonrió, se acercó y lo besó en la mejilla.

—Hasta mañana.

Ella apagó las luces y cerró la puerta de la habitación de Miguel. Él se recostó en el sillón a mirar el techo oscuro, se percató de que no escuchó las llaves girar en la cerradura. Terminó por dormirse a las cuatro.

—Muy bien, has sido muy dedicada en tu empresa —dijo con voz rasposa.

—Hemos dado el primer paso.

—Ya hemos dado varios —dijo otra voz cansina y menguante—. ¿O no consideraste que el primero fue cuando viniste a nosotras en medio de aquel vendaval? El segundo fue entonces urdir esta madeja y el tercero fue empezar a tejer. Veremos al final cómo es que queda esta prenda exquisita que nos cobijará del tiempo —de la oscuridad reinante, un rostro avejentado de mujer se iluminó tras una vela que sostenía su propia mano, su boca parecía fauces infinitas por la negrura insondable que se hundía en las profundidades y sus dientes se cortaban como de una única piedra amarillenta.

—¿Acaso percibimos temor, niñita?

—Es que mi corazón me dice que he elegido bien, pero cuanto más lo pienso, más creo que lo hice equivocadamente.

—Sin embargo, los de nuestra especie ¿no mueren por sus pasiones, no se involucraron en guerras memorables por amor u odio a algún hombre? No encontramos error en que vos, joven entre las jóvenes, hayas escuchado a tu corazón. A fin de cuentas, el corazón no es más que la suma de tus intuiciones y tus intuiciones, una ilusión inconsciente de tu vasta experiencia.

—Recordá —dijo otra voz quejumbrosa desde la lejanía— que el único hechizo que surtirá efecto aquí es el de la autoafirmación. Enseñáselo. Que lo pronuncie de sus propios labios, que saboree el poder de la magia. Pero ese es todavía uno de los últimos pasos. Ahora, destruir para construir. Dale caos y él se ordenará. Solo si es el que pensamos, se rearmará de manera que pueda transitar el camino que pensamos.

—No será fácil, señoras.

—Claro que no. Si es fácil, no lo aceptará nunca.

“Miguel. Miguel. Miguel.”

Una dulce voz le susurró al oído su nombre, y la tercera vez que la escuchó supo que no estaba soñando. Abrió los ojos y los nervios lo atacaron de improviso. Se puso, instantáneamente, a la defensiva, como si pudiera ocultarse tras una puerta, cerró sus ojos y trató de fingir que dormía para darse unos minutos más para pensar qué haría. Y todo se aclaró de repente, Eva lo estaba despertando a él. Un acto singular, un hecho que encontró en su vida nada más que una sola cosa semejante: su mamá. Cuando no podía levantarse para ir al colegio, cuando el mundo era así de sencillo, su madre lo despertaba con esa dulzura, con esa parsimonia tan particular que la acompañó hasta el último día de su vida, aún en la más cruda enfermedad. No había muchas formas de actuar, es decir, había reducido todo a dos maneras: o actuaba naturalmente, o fingía naturalidad.

 

Supuso que, aunque eligiera actuar con naturalidad, no hubiera podido hacerlo, así que solo le quedaba fingir que estaba muy seguro de lo que hacía. Bostezó muy aparatoso, abriendo los brazos y sacudiendo la cabeza como un perro mojado, se sintió un idiota de inmediato. Pensó qué hacer y se vio despojado de su rutina. No podría hacer lo de siempre porque no era la misma situación de siempre: no lo había despertado un aparato parlante sino un ser humano, no había despertado en su cama sino en su sillón, no estaba solo y con su alma, «ya no más», se esperanzó.

Por un instante pensó que había cambiado un cien por ciento de ayer a hoy, estaba dando pasos agigantados, pero consideró, rápidamente, que no era hora de perderse en intentos. Juntó fuerzas para mirar por encima del sillón y lo que vio lo dejó despabilado: Eva había preparado un desayuno para dos y lo estaba sirviendo con alegría, con satisfacción, y Miguel empezó a divagar con esas hipótesis extrañas típicas de profesor de Literatura, esas que nunca se adaptan a la vida; se planteó ideas absurdas que no descendían jamás a la tierra, creyó que todo era muy extraño en lugar de alegrarse por su suerte, imaginó que Eva parecía vivir en esta casa hacía mucho tiempo, que conocía dónde estaban los cubiertos, los cobertores individuales y el pan lactal; sabía cómo hacer funcionar esa tostadora que una vez había quedado como un acordeón al caérsele una alacena encima; conocía, justamente, el lugar en donde estaban los pocillos de café; y hasta le alcanzó el divague para imaginarse que el agua nunca había llegado al hervor y que ella la había custodiado, celosamente, para no despertarlo; y que los repasadores estaban doblados de forma elegante; y que ella, a pesar de no conocerlo como él hubiese querido, estaba usando una remera de él como si fuese un vestido corto. La soñó despierto, hurgando en su ropero y eligiendo una remera que utilizaba poco y nada, por la simple y llana razón de que la había usado demasiado tiempo.

Se acercó a la mesa sin poderse quitar la cara de asombro. Le iba a tratar de decir algo cuando la tostadora hizo saltar los panes tostados con un ruido a chaperío viejo, las tostadas quedaron humeando, sobresaliendo de las hendiduras de la máquina. Ella se acercó en un santiamén a la tostadora mientras Miguel aprovechó ese momento para sentarse. Corrió su silla, lentamente, queriendo pasar desapercibido.

—Ay, se me quemaron un poco las tostadas. Quería prepararte el desayuno, ¿viste?... como agradecimiento.

—Eva, no tenés nada que agradecerme. Igual nunca desayuno —los ojos de Eva se achicaron y su sonrisa se borró de un momento a otro—, quiero decir… quise decir que, como nunca desayuno, esto es un lujo para mí. Quise decir que me va a encantar desayunar con vos hoy.

Miguel había aprendido a navegar en un solo intento: había logrado utilizar el azote del viento para su beneficio, había sabido interpretar las corrientes, había esquivado una tormenta. Ella volvió al tono festivo con el que se había levantado y se sentó a la mesa. Tomó un cuchillo y comenzó a rascar en las tostadas hasta sacarle toda la costra quemada.

—No tenía nada de ropa y me tomé el atrevimiento de sacarte esta remera mientras puse mi vestido en tu lavarropas. Las ojotas —dijo señalándose a los pies—, son tuyas también.

—Por supuesto Eva, obviamente. Tendría que habértelo ofrecido yo… ¿Entonces hoy no vas al colegio?

— ¿Querés con queso o con mermelada? —dijo mostrándole la tostada rehabilitada por su rasqueteo.

—…Queso.

—No —dijo la muchacha, retomando la pregunta de Miguel—. Hoy tendría que comprarme algo de ropa para poder moverme. Además, es viernes, prefiero tener estos tres días para ver cómo me acomodo. Tomá —le extendió la tostada que había untado, cuidadosamente, con el queso. Miguel la tomó deseando con todas sus fuerzas que no se le cayera o que no se manchara con ella.

—No te apures, Eva, no tenés un plazo de tres días, ¿eh?, en realidad podés tomarte el tiempo que necesites. No me molesta en absoluto que estés acá el tiempo que sea necesario.

—Te agradezco muchísimo, Miguel. Pero el plazo me lo pongo yo un poco para presionarme a resolver todo este lío cuanto antes.

Disfrutaron del desayuno, hablando y escuchando el silencio por momentos. Miguel rebozaba de felicidad porque en su vida había logrado llevar adelante una situación como en la que se veía partícipe por cuestiones del destino y del azar. Pensó que sería muy bueno que Eva se quedara en su casa por mucho tiempo. Pensó en que le fue demasiado fácil hacerse de una amistad tan rápido, de la mañana de un día a la mañana del siguiente, como le había ocurrido con ella. De repente eran compañeros de trabajo en las antípodas y por dios sabe qué impulso, ella lo invitó junto con Luis, el odioso profesor de educación física, a su cumpleaños. Pasó una velada aburridísima y muy poco productiva para sus intereses y luego partió vencido. Volvió tras sus pasos por algún tipo de intuición y terminó por rescatarla de un incendio. Si todos pudieran ser héroes por un día, a nadie le faltaría cariño, pensó y se le ocurrió la trama de un cuento fugaz, de esos que nunca llegan a escribirse, pero que se sabe que eran excelentes ideas.

Ahora, después de haber hecho un repaso rápido de sus actividades, fortuitas algunas, fracasadas otras, recordó que había pasado por alto un detalle importante para el caso: no fue casualidad que la casa de Eva se haya quemado y que una banda de jóvenes incendiarios pasase por esa calle (y tal vez por la mismísima cuadra de Eva) con los elementos y, sobre todo, con las ganas de encender cosas a su paso. Tampoco parecía casualidad que esos jóvenes fueran del mismo colegio donde los tres trabajaban. Pensó «tres», haciendo especial énfasis en ese tercero en discordia: en Luis.

Siguió enredando las cosas inventándose una hipótesis algo fantasiosa. Se dijo que tal vez Luis había mandado a sus muchachos a provocar un accidente y que, tras perpetrarse el hecho, él volvería para rescatar a Eva y quedar como un héroe delante de sus ojos, y ese tipo era un verdadero cínico, tal vez había urdido algo semejante, quién sabe. Luego, a la hora de la verdad, se acobardó y no pudo entrar en la casa conforme a lo planeado. Eso confirmaría que, cuando Miguel le contó que su «madre» había muerto en las llamas, se largara en un chascar de dedos. Era muy arriesgado mantener algo así, era por lo menos imprudente a esa altura. No debía contárselo a Eva, lo decidió pensando en los detectives de sus libros, lo pensó en Sherlock, en Gregory y en Dupin, entonces pensó que debería pensar aún más las cosas. Imaginó, acertadamente, que la literatura no ayudaría en algo así. La realidad entraba en conflicto con la literatura, ya lo había comprobado millares de veces a lo largo de su vida.

—Eva… estaba pensando… ¿estás completamente segura de que el incendio empezó en la cocina? Digo… ¿Estás segura de que la cocina lo provocó?

—Claro que no estoy segura —dijo seria, mientras levantaba las tazas y la azucarera de la mesa—, solo creo que es lo más lógico. Sino ya tendría que pensar en otra cosa. Es más fácil pensar que fue la cocina, porque era un poco vieja y porque pude cometer un error, ya sabés lo que dicen: los humanos se equivocan. ¿No es así el dicho?

—Sí, es así —aunque habría preferido errar es humano.

—¿Por qué lo preguntás?

—No sé, siempre pienso cosas, por nada en particular. Simplemente, me parece que, si fue producido por el horno, hubiera hecho una explosión.

—Qué tonta que me siento. No sabría qué decirte. Yo estaba en mi habitación, salí y me llevé algo de ropa para pegarme un baño. Después de secarme y cambiarme, me empecé a peinar y sentí un calor terrible, abrí la puerta y esa casa era un infierno. No podía salir para ningún lado. Me encerré en la ducha a rezar para que alguien me salvara —dijo acongojada, casi al borde del llanto—. De un momento a otro perdí el conocimiento y no me acuerdo más nada hasta que el enfermero me recostó en la camilla.

Miguel se sintió un imbécil por presionarla así, de ese modo tan poco sutil. Se acercó a ella y la abrazó. A pesar de la tristeza de la muchacha que se apretaba los ojos con ambas manos, él se sintió en el edén cuando la tuvo entre sus brazos. Recordó, por un instante, eso de los pequeños pervertidos y luego pensó que ya no tenía edad para lo de pequeño. En ese encuentro mágico, notó que la mano derecha de Eva no tenía vendajes. Vio que estaba morada e hinchada, aunque no tenía ninguna quemadura. Se tragó su imprudencia naciente y dejó fluir el silencio.

Al cabo de un rato, Miguel tomó una expeditiva ducha y se cambió con lo que tenía a mano. Ella se preparó para salir a comprar y, mientras lo hacía, él la miró, subrepticiamente, enfocado en sus pies porque recordó que había visto en el colegio que tenía los talones lastimados. Vio a la distancia, si se puede llamar distancia, a tres o cuatro metros que separan una pared de otra, que en los talones tenía raspones que estaban casi cicatrizados. «¡Bárbaros, las ideas no se matan!», murmuró, como si algo tuviera que ver el jeroglífico sarmientino con lo que estaba observando. Y mientras se acomodaba un poco el cinturón del pantalón, se dio permiso de asociar su rara evocación espontánea al libre fluir de la conciencia joyceana o a algún manifiesto bretoniano leído alguna vez. Sin embargo, cuando se vio divagando de forma exorbitada (como solía ocurrirle a menudo), sacudió la cabeza como si de hecho los pensamientos fueran moscas en la oreja o como si Faulkner hubiera cambiado, violentamente, de punto de vista.

Desestimó al instante cualquier hipótesis paranoica y se puso a prepararse para ir al colegio. Al tiempo que seguía como podía los pasos obligados de su rutina matinal, un poco alterada por los mentados caprichos del azar, que incluía peinarse esos pocos pelos que tenía, repasarse la barba que era inexistente por su obsesión diaria de la navaja, entrar en su biblioteca y elegir algún libro que pudiera utilizar y guardarlo en su maletín; Miguel pensó (lo único que hacía todo el tiempo, casi compulsivamente, aún más compulsivamente que afeitarse) que ella no tenía plata, es decir, apenas y tenía su vestido amarillo y sus sandalias sucias, que por otro lado era lo mismo que tenía puesto durante la velada de su cumpleaños. «Pero, ¿ella no dijo que se había llevado ropa nueva de su habitación y que tras bañarse se había vestido con ella?»

Por el momento prefirió quedarse con la duda y le dio mil pesos de sus ahorros a Eva que, a pesar de sus férreas negativas, terminó por aceptarlos porque no tenía nada en sus bolsillos ni su documento para acceder a su cuenta bancaria ni una moneda para tomar el colectivo. Miguel le dio una copia de las llaves de la casa y se saludaron, muy afectuosamente, al salir a la puerta.

Partieron por rumbos opuestos. Él pensando locuras; ella, Dios sabe qué.

Se abrió paso entre todos esos artilugios de lo nuevo, a regañadientes, caminando a pesar de sentir la necesidad física de tomarse un taxi. Revotando en los escaparates, pensando, seriamente, en qué parte de su alma se quedaba allí en esos reflejos deformes y opacos. Estaba agobiado por un calor poco frecuente en esa época, «ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó», soltó parafraseando a Bioy. Se pasó la mano por la frente y la retiró húmeda de sudor. Se supo agobiado por los cambios, pero, sobre todo, agobiado por su misteriosa voluntad que lo hacía desconocerse de a ratos.

Llegando a las inmediaciones de su escuela, se activaron sus inútiles imaginaciones y pretendió ver una metáfora de él mismo en el edificio de la institución: una escuela histórica fundada por Nicolás Avellaneda en medio, hoy, de torres gigantescas de cristal y rayos de sol reflejados al infinito. Él mismo, habituado a leer letras en papel impreso, en medio de los más prodigiosos productos de la ingeniería; él mismo, consumiendo el producto inútil del pensamiento de un hombre de letras, rodeado por consumidores de productos brillantes de la imaginería de hombres pragmáticos. Lo inútil contra lo útil, lo inaplicable contra el pragmatismo. Siguió en esa línea hasta que decantó en la idea de que, tal vez, la escuela era algo inútil entre todo aquello que aparentaba servir para algo muy trascendente. Quién sabe cuándo se detiene el pensamiento desarticulado y falto de disciplina de un profesor de Literatura, quién sabe hasta qué confines puede llegar con el debido impulso del aburrimiento y de la monótona rutina. Nadie sabe tampoco por qué se detienen, ya que parecen felices inmersos en esa corriente de la mente. Algún impulso misericordioso los arrastra a la tierra otra vez, eso es seguro, se apiada de ellos y los toma de los tobillos, detiene su vuelo y empujando hacia abajo los ancla al suelo, porque alguien, en algún oscuro y lejano horizonte, los ama. Alguien ama a esos inútiles tipos que no piensan otra cosa que en hacerse problemas con lo que se dice o se escribe, con lo que es bello por cómo se lo nombra y por la manera particular en que eso es revelado. Pero ese impulso es misericordioso, tiene voluntad, es como un milagro, algo de Dios; se aparece para salvar a estos inútiles cuanto más nebulosos se encuentran. Y es que Miguel se había aventurado a cruzar la calle sin siquiera considerar mirar a los lados, sin siquiera percatarse de que la fortuna acompaña solo a los valientes y era obvio que él no lo era, más solo por la fortuita concomitancia o la obligación de la urgencia. La bocina de un auto lo aterró y vio que se le venía encima una masa informe de faros y chapas negras y, cuando se vio muerto por una premonición inmediata, dio un paso atrás, totalmente inconsciente de ello, enfocado en absorber el impacto con ambas manos. Ese paso atrás, sumado al volantazo del atento conductor del pesado vehículo, le salvó la vida.

 

El susto no se le pasaba. Entre las miradas de los transeúntes que lo llenaban de vergüenza y su propio estupor por haber evadido una muerte segura, palpitaba bordeando el límite entre la bronca y el miedo. Las manos le temblaban y, para disimularlo, las metió en los bolsillos del jean gastado que también había usado ayer. «Qué vergüenza todo esto», se dijo, y trató de no profundizar en lo que había empezado a reparar tan pronto como pisó el otro lado de la esquina: las cosas se habían tornado un poco peligrosas desde que Eva se acercó a él.

Detuvo por completo su movimiento y su pensar cortocircuitado a escasos metros de la entrada del colegio, se refugió cerca de una columna de la que se levantaba en la altura un edificio del que entraban y salían personas con objetivos exclusivamente comerciales que, por las razones de la modernidad, no involucraban dinero real ni objetos que comprar con él, «todo acto comercial moderno», concluyó, «no era más que pura electricidad, electricidad dibujando números a través de pequeñas lucecitas que se encienden ocultas tras una pantalla de ordenador». Por alguna razón no podía dejar de pensar en cosas y, ni bien se había enredado en eso del comercio, siguió haciéndose a la idea de que los comerciantes de este mundo que tanto detestaba no eran más que capacitores, conductores y mero cobre de un gran circuito; si algo estaba fuera de lugar, simplemente, se lo reponía por otro capacitor, conductor o cobre nuevo que cumpliese esa misma función circular y a la vez cuadrada. Continuó, naturalmente, llevando sus razonamientos a todo, incluso a su propia y mancillada figura, mancillada por su propia y cruel consideración, poco optimista y autocompasiva, y se dio cuenta de que él tampoco escapaba a un orden, a un circuito, sin embargo, no lo había identificado todavía de forma clara, ya que no creía que fuese su circuito de pertenencia el de la educación pública. Y al fin todo se limita al pensamiento del profesor de Literatura, siempre creen que están hechos para algo más, están convencidos de que dar clases es solo la excusa, es, meramente, aquello que los retrasa para su verdadero propósito que, como en todos los casos de este tipo de profesores, nunca lo encuentran antes de envejecer lo suficiente como para que sea nada más que una frustración de esas que se llevan a la tumba con remordimiento infinito. No cesaban las maquinaciones que, aunque maquilladas de pensamientos poéticos, no escapaban del “para qué estoy acá” del ser humano promedio.

Sacudió la cabeza sabiendo que era tiempo de caminar entre los mortales y apretó los párpados buscando un respiro en su cerebro incansable. Abrió los ojos y la imagen angelical de Eva lo llevó a su faceta más combativa, si es que la tenía. Decidió entonces mantenerse fuera de la visión de los jóvenes y los presenció en ese rito diario que es la entrada al instituto, como un curioso que nada tiene que ver con esa rutina, fisgoneando, tratando de ver lo que hacían a escondidas, cuando nadie los observaba, cuando nadie los limitaba con su mirada adulta. Entre la multitud de actitudes juveniles típicas, en las que se inscribían manoseos, saludos exageradamente joviales, griterío para algunos más populares, deferencia para unos pocos afortunados, indiferencia para unos cuantos infortunados quién sabe por qué tipo de consideraciones (tal vez la ropa que eligieron vestir, quizás el corte de pelo que llevaban, un acento atípico o una complicación insalvable a la hora de relacionarse con otros, por timidez o franca estupidez), no encontró nada de lo que pretendía identificar: una complicidad, un cuchicheo al oído, una celebración morbosa, un saludo de espanto entre algunos jovencitos que se creían muy buenos deportistas.

Miguel se convenció, al verse reflejado en los escaparates ahí fisgoneando, de que se estaba tomando demasiado en serio su rol detectivesco, su búsqueda de la verdad no podía relacionarse con impulsos emocionales, sino cometería errores y para los errores estaba mandado a ser. Es que venía pensando, al divisar el colegio ahí tan cerca, después de que casi lo atropellara un auto y de que se decantara por creer que su acercamiento a Eva le había traído la mala suerte, que tendría que tratar de averiguar algo que sustente su arriesgada hipótesis y para eso debía observar a los jóvenes incendiarios y a Luis, su sádico capitán. «Sos su profesor, Miguel. Qué mejor que observarlos, plenamente justificado, por el aula, donde nadie puede decirte nada», se dijo, y aceleró el paso al ver que el portero del edificio lo miraba como si observase a un loco haciendo su arte en la vía pública, apoyado en la columna oteando como un policía encubierto.

Entró en la institución, finalmente, y lo primero que hizo fue acercarse a la oficina del director para contarle el accidente de Eva y enterarlo así del motivo de su inasistencia. Cuando comenzó a hablar, con lo mucho que parecía costarle esa acción tan común en el pasado inmediato, con rapidez el director, todo desarreglado como si estuviera vistiendo esa camisa y ese saco desde que lo habían nombrado director, lo detuvo con la mano alzada para advertirle que Luis ya lo había enterado de todo. No faltó un agradecimiento por la intención de Miguel, aunque él, por su parte, se fue lleno de furia tan pronto como escuchó de los labios del director ese nombre tan desagradable. «Ese tipo es de no creer, quién le da derecho.»

Las dos horas hasta el recreo le darían el suficiente tiempo para planificar qué le diría a Luis y de qué modo lo haría, porque todo eso de hacerse el buen tipo no podía dejárselo pasar. Desde cuándo él se portaba como el marido de Eva, si no había puesto lo que había que poner para llevársela. Y reflexionó, otra vez, como una compulsión indetenible, y se insultó a sí mismo por haber considerado a la muchachita como un premio de los machos, una cosa que se gana por poner algo sobre la mesa. «Qué estupidez.» Salió de la dirección y se fue enfilando hacia su curso sin mirar al otro lado del patio donde Luis tomaba el presentismo a un grupo de primer año, tragándose todo eso que le nacía allá donde vive y muere la bilis.

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