El Coloso del Tiempo

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Tomó coraje y se convenció de que iría, soportaría como todo el mundo la vergüenza y las miradas intimidantes y rompería sus propios límites. «Esta es la fuerza de las revoluciones después de todo». Miró el reloj de pie que su abuela le había heredado y calculó, fácilmente, que faltaban unas tres horas para la reunión en lo de Eva. Planeó prepararse en ese momento, porque la falta de práctica en vestirse para la ocasión podía costarle más tiempo que el debido y luego, una hora antes de salir, le compraría algún presente de camino.

Tras darle mil vueltas a su ropero, logró sentirse cómodo con una camisa negra y un jean bastante viejo pero que nunca había usado, comprado el año pasado, y que no quería usar hasta que los otros, gastados hasta volverse blancos, ameritaran un cambio. Se miró varias veces al espejo y se afeitó, aunque no lo necesitara. Se peinó otra veintena de veces, aunque no hubiera mucho que peinar y terminó por sentarse en el sillón a matar el tiempo. Los ojos se le irritaron y tras quitarse los lentes se frotó reiteradas veces. Con la invitación en las manos, siguió pensando de todo un poco hasta que comenzó a costarle mantener los ojos abiertos.

Un Monte, el mismo monte. La misma tormenta.

—…Poseen una fortaleza física sin igual, fe en ellos mismos al punto de la egolatría, firmeza de carácter, determinación, valentía, arrojo; pero, también, prudencia.

—Así eran ellos, eso le demostraremos a Crono, ¿no?, que siguen existiendo, aunque se vean diferentes y hayan cambiado un poco —contestó la muchacha mientras seguía a las mujeres por el valle.

—Le demostraremos que podemos seguir en este lugar conservando nuestros atributos, le demostraremos que ni su fuerza puede cambiar ciertas cosas.

—Mis hermanas son benévolas, chiquita, quieren hacer que entiendas la totalidad de los sucesos futuros, cuando lo más importante ahora es que comprendas tu pequeña porción en el acontecer.

Al decir esto detuvieron la marcha y las señoras rodearon a Hebe.

—Sé lo que tengo que hacer, señoras. Comprendo, perfectamente, a dónde nos dirigimos y qué es lo que tengo que hacer ahí. Caminemos más rápido, temer ha salvado a muchos más que a mí, por ahora. Aprovechar que Crono está lejos puede ser nuestra ventaja.

—Pero ¿qué estás diciendo, Hebe? ¿Acaso Crono te alcanzó sin que lo sepamos y te robó lo único que nos hace especiales? ¿Acaso ahora temés a la muerte más que a la simpleza? ¿Con quién creés que estás tratando? —La señora de la antorcha recitó palabras de una hermosura comparable a su ininteligible significado, y una reverberación de luces y destellos germinaron en la madera de la antorcha, prodigios de singular belleza. La madera seca y muerta se volvió un verde florecer de hojas y el fuego, una rosa de increíble tamaño.

La jovencita observó con admiración el prodigio de la rosa y la vio volverse un báculo brillante que la señora apoyó en el suelo con una suavidad tal que el estruendo que hizo al golpear el suelo fue su opuesto exacto. La muchacha radiante de juventud cayó de bruces y sintió su mano derecha lastimarse al hacer un mal contacto con el mismo suelo enigmático que fue conmovido por el báculo.

—No debés temer a Crono tanto como a tu propia y escondida voluntad de rendirte. Abandonala ya mismo o no podrás seguir con nosotras.

La joven se puso en pie frotándose la mano derecha con la izquierda como una respuesta impronunciable. Las tres señoras aceptaron el gesto y la invitaron a seguirlas a bajar por el monte.

Tres golpes a la puerta de su casa lo despertaron. «Por Dios, ¿qué hora es?» saltó del sillón con el arco de los anteojos marcado en la nariz y se fue apurado a la puerta. Preguntó quién era unas tres veces y, después de no recibir respuesta, abrió, imprudentemente. Nadie allí, nadie en todo el pasillo. Quizá lo soñó, pero de lo que Miguel estaba seguro era de que ya no llegaría a comprarle ningún presente a Eva y que llegaría tarde y que todo lo que había planificado se iría al trasto.

Tomó la invitación y se la puso en el bolsillo trasero del jean, insultó varias veces mientras buscaba las llaves de su casa y salió apurado hacia la casa de la maestra jardinera que tantos problemas les había creado a sus pequeñas rutinas.

Un barrio así, de casas con parque, un barrio así de casas con árboles entre torres de cristal y edificaciones faraónicas de ciudad era, por lo menos, literario; era como una cuadra que se le había escapado al tiempo que todo lo cambia, como un milagro entre vicios de cemento. Pensaba… al fin y al cabo eso hacen los profesores de Literatura.

Al dar la vuelta a la esquina, ya notó a mitad de cuadra una casa con luces encendidas, odiosos automóviles estacionados en las veredas y un aroma a querer escaparse lo invadió de repente. Ese aroma le dio nauseas, parecía que iba a vomitar y se llegó a tomar la garganta pensando en que no podría soportar ese revoltijo en que se había convertido su estómago.

Miró la dirección en la invitación y no había dudas, aquella era la casa. Se detuvo, se dio aire con ambas manos y, sin pensárselo mucho, volvió sobre sus pasos, primero dando pasitos cortos y luego apurado como si estuviera desbandándose en presencia de un enemigo imbatible, como si estuviera desertando de sus obligaciones y huyera, finalmente, por algún oscuro pasillo. «No», se dijo y se detuvo de improviso como lo había hecho antes. «Ya llegué hasta acá, tengo que ser un hombre y volver». De dónde había nacido ese impulso, imposible de decir, tal vez era la misma fuerza que revoluciona la que seguía efectuando sus prodigios en él.

Caminó el trecho que quedaba hasta el porche de la casa como un camino del calvario. Realmente, estaba sufriendo todo aquello, pero pensaba, solo pensaba, y eso quería decir que nada había ocurrido todavía, por qué anticiparse a lo que todavía no había pasado, «dejá de pensar tonterías, Miguel», se sugirió, y se obligó a poner la mente en blanco (aunque de más está decir que no pudo lograrlo, por todo aquello que está en la naturaleza de los profesores de Literatura). Se paró frente a la puerta y las risas comenzaron a escucharse y a amedrentarlo. Deseó pasar desapercibido al entrar, deseó tener libre alguna silla en algún rincón oscuro atrás de algún mueble inmenso. Respiró profundo y se decidió como si en todas las decisiones le fuera la vida. Buscó el timbre por todos lados y no dio con él. Al mirar con más detenimiento, notó que la puerta tenía una aldaba de metal oscuro. No comprendió qué tenía que ver una puerta tan antigua con una casa tan moderna, pero no le disgustó ese toque de distinción. Por el contrario, una mueca de orgullo le hizo desear ver a Eva cuanto antes. Tomó la aldaba y la hizo sonar dos veces; primero, tímidamente y, luego, con más impulso. Pero las risas ahí dentro parecían tan poderosas que no dejaban escuchar la llamada. Encontró allí su excusa y se dijo: «si no me escuchan esta vez, me voy». Y fue que apenas iba a hacer sonar la aldaba por tercera vez contra la puerta, un silencio dentro de la casa hizo que el golpe fuera seco y poderoso, que hasta le pareció oír un hondo eco del llamado al otro lado como si la casa, en su hilarante imaginación, se hubiese vuelto un resonante campanario o un cóncavo templo antiguo.

Se escuchó una cerradura y la puerta se abrió. Eva estaba reluciente, con un vestido amarillo, fresco y distinguido. Sonrió al verlo y eso ya había hecho valer las penas vividas de camino.

—¡Me alegra muchísimo que hayas venido, Miguel! —Y el tonto se quedó sin reacción parado ahí como una maceta—. Pasá, no te quedes ahí.

—Feliz cumpleaños, Eva —le dijo y creyó oírse suspirar luego, como sacándose un gran peso de encima.

—Gracias... Pero pasá por favor, recién salen las pizzas.

Cruzó el umbral y siguió a la muchacha, ciegamente, hacia el living por un extraño largo pasillo. «Qué raro», pensó, «no parece tan grande esta casa desde afuera». Pero ya es muy repetitivo volver a decir que era un profesor de Literatura, porque ya sabemos cómo funcionan esta clase de profesores, piensan y piensan para escapar de la realidad porque el mundo de la imaginación parece ser su elemento más natural.

Aprovechó la extensión del pasillo para tratar de observar todo lo que tuviera que ver con Eva, fotografías de la familia, muebles y decorados que le dijeran algo más de ella, pero, o todo estaba muy oscuro o, en verdad, Eva no tenía ni un solo cuadro o fotografía. De hecho, Eva seguía siendo un enigma para Miguel. Lo poco que conocía de ella lo sabía por halagos de las porteras que la adoraban por su simpleza y su simpatía; y por el cavernícola de Luis que cada dos veces que se acercaba para molestarlo había una que se acercaba para contarle lo mucho que Eva le correspondía con sus cortejos. Sin embargo, pensaba, como es habitual, que de simple y de enamorada de Luis no tenía nada esa joven señorita de jardín, aunque todo eso fuera una opinión de alguien que solo miraba desde afuera y, a veces a gran distancia, todas las cosas.

A lo lejos (¿pero cuán lejos si era un simple pasillo?) notó que Eva tenía vendada la mano derecha y, cuando aceleró el paso para alcanzarla, ella cruzó otro umbral luminoso hacia el living y la perdió de vista durante un instante. La ansiedad por entrar en el living de la casa superó cualquier divague mental que pudiera haberlo achacado en ese momento y cruzó por esa arcada luminosa sin cuestionarse siquiera de dónde provenía esa claridad antinatural.

Entró con extraña seguridad y allí una primera visión lo empequeñeció como a una hormiga entre las manos de un gigante: Luis estaba sentado en la punta de la mesa contando a viva voz una anécdota estúpida de cómo fue que logró que sus alumnos trabajaran. Correctamente, en clase utilizando métodos poco ortodoxos que se valían de amenazas y advertencias bastante agresivas.

 

—Sentate acá, Miguel —Eva le ofreció justo el lugar opuesto al de Luis, en el otro extremo exacto. Eso no le permitió esconderse demasiado. Tuvo que saludar uno por uno a los invitados, a pesar de que nadie había notado que llegó a la cena, por estar todos prestándole atención al engreído de Luis.

—Eva… —murmuró Miguel antes de que Eva saliera para la cocina— ¿Qué te pasó en la mano?

—Soy una tonta, me quemé con el horno hace unas horas. No es nada —dijo riéndose avergonzada.

A Miguel le bastó aquel intercambio de palabras para ponerse tan feliz como si él fuera el cumpleañero; es que las comunicaciones humanas le costaban tanto como las matemáticas. Eva fue a la cocina a buscar las pizzas y algunas bebidas y él se sintió terriblemente solo. Utilizó ese tiempo tan solitario para observar a todos allí, cosa que no había podido hacer cuando saludó, ya que los nervios de interactuar con desconocidos lo obnubilaban un poco. Vio personas raras, como si todos fueran viejos aunque fuesen jóvenes, es decir, miraban tan seriamente aunque rieran, hablaban tan extraño aunque hablaran el español, y bebían de copas, pero tomándolas con las dos manos como si se tratase de copones o algo por el estilo. «Raras costumbres tienen los conocidos de Eva», reparó, y no supo nunca cómo describirlos. Cuando Luis terminó su anécdota, no reían, aunque su objetivo, obviamente, fuera provocar risas, sino, por el contrario, hacían comentarios y se cuestionaban entre ellos un método mejor para dominar a esos jóvenes del colegio. A lo cual, como si fuese armado, todos miraron a Miguel y le preguntaron cómo hacía él para inspirar a los jóvenes, le cuestionaron cuál era su método. Miguel se sintió absorto por aquel cuestionamiento, porque supo que su respuesta provocaría una comparación horrorosa con Luis y que Luis, a partir de ella, se posicionaría por encima de él en tan solo un segundo. Así que dijo:

—Nunca puedo dominarlos, no existe un método… —un murmullo creció alrededor de la mesa y trató de extenderse más—: lo único que siempre me ha funcionado es leerles con entusiasmo. Es que no sé qué les provoca, pero sé que a los chicos les gusta que les lean… ¡yo sé que comienzo a pronunciar las palabras escritas y por lo menos se callan! —sin duda alguna, quiso inculcarles a sus palabras un tono humorístico, pero al igual que con Luis, se produjo un murmullo y le pareció, solo le pareció, que alguien había aplaudido por allá al fondo.

El resto de la velada fue una pesadilla para él. Se pasó viendo a Eva hablar con Luis toda la noche y él se pasó acomodándose el pelo o los anteojos, y levantándose al baño cada veinte minutos, quizá por incomodidad, quizá por aburrimiento. Si había allí una competencia, la había perdido apenas entró. Se levantó por última vez al baño y, al mirar para la cocina, vio la espalda encorvada de una mujer mayor, quizá la madre de Eva, que parecía tener en sus manos un ojo humano que se llevó a la cara con sumo cuidado, obviamente, trató de olvidar aquella relación imposible sacudiendo su cabeza para terminar deduciendo que era un huevo hervido como los que, de hecho, había sobre la mesada. La mujer tomó un pequeño platito que tenía una vela encendida y casi al instante se dio la vuelta dirigiéndose hacia una puerta que seguro conducía a un patio trasero. Se sintió un curioso, de esos que podrían ser mal interpretados: un mirón. Quiso saludar, pero prefirió evitarse más incomodidades, entró al baño sin prestarle más atención a la vieja, se sacó los lentes y se mojó la cara, se vio tremendos derrames de sangre en los ojos y decidió que debía irse.

«Llegó la hora de irme», avisó al salir al living ante la mirada de Luis que parecía insinuar que su presencia le molestaba, y Eva lo condujo hacia la salida, por el mismo pasillo que ahora le había parecido demasiado corto con respecto al que recordaba haber recorrido. Cruzó la puerta y se dio la vuelta para decirle algo, pero se quedó mudo al verle las pecas y el esplendor de su pelo rojizo.

—Gracias, Miguel, espero que este sea el comienzo de una gran amistad.

«Sí, sí…», comentó por dentro mientras que lo que pronunció, realmente, fue «espero lo mismo Eva, gracias por invitarme», como si en verdad hubiera hablado un autómata digno de Mary Shelley.

No obstante, se fue caminando a casa, increíblemente feliz por haber superado la prueba, con un mínimo de tristeza asomando por ver sus ilusiones rotas.

Se había alejado por lo menos una cuadra de la casa de Eva en medio de una noche cerrada, cuando se le reveló lo efímera que era aquella felicidad que había sentido cien metros atrás, pues la tristeza que apenas insinuó en su alma cuando se despidió se hizo, físicamente, presente en un santiamén. Caviló sobre viejas noches de lecturas de Pessoa y su desasosiego, y se vio caminando por la vereda de un barrio perdido en una ciudad hostil, insultándose a sí mismo por ser tan ingenuo, por ser tan poco adaptado al mundo de las relaciones sociales. Se sacó la camisa de adentro del pantalón y se frotó los pelos con un poco de frustración. Pensó en desabrocharse algunos botones de su camisa negra para que el fuego de la bronca se aliviara un poco con la brisa fresca de la noche, lo pensó y lo hizo, paso que raras veces daba. Llegando a la esquina se asustó de muerte al ver a una señora bastante anciana con un bastón bajo una farola, parada simplemente, estática como una estatua, paralizada o perdida. Al buscarle los ojos, instinto automático de un ser humano, la vieja sonrió y Miguel, olvidando los ojos, enfocó su atención en esa boca con sobredosis de encías en donde un único diente afilado era rey. Sin dudas la vieja estaba loca o lo había reconocido de algún lado. Primero sintió ver un fantasma y luego se avergonzó de estar con esa desfachatez caminando por su propio barrio, es que se le ocurrió lo que podrían decirle en la escuela si alguien lo viese de ese modo, «hay formas que se deben cuidar siendo profesor» palabras de alguien más que bien recordó en ese momento. Se abrochó algunos botones de la camisa negra a las corridas, como si estuviera cometiendo un delito al tenerlos desabrochados. Pasó de largo unos metros y giró tratando de ver si reconocía el rostro de la vieja, sin embargo, la anciana ya no estaba más bajo la farola.

Siguió adelante unas cuadras más, y ya de lejos empezó a notar que más adelante había una especie de fogata en el medio de la calle. La decisión más acertada hubiera sido hacer un desvió por otros rumbos porque no era noticia ya que el barrio se había puesto complicado. Quiso aprovecharse de esa cuota de impunidad que suelen tener los profesores de escuela, que ya es sabido que su fortuna es grande en cuestiones de inseguridad, pues parecía que siempre resultaban los asaltantes ser viejos alumnos del profesor, y casi siempre pasaba así, pese a las pocas probabilidades estadísticas que eso tenía. Especuló, obviamente, en todas las chances que tenía, pero eligió continuar a pie en línea recta.

Al acercarse a esa cuadra, desde unos veinte metros, divisó que, efectivamente, algunos de esos jóvenes incendiarios eran alumnos de la escuela donde él ejercía el oficio. Aunque casi todos ellos no eran ni habían sido, puntualmente, alumnos de Miguel, sí reconoció sus rostros y también ellos lo reconocieron a él. Supo a simple vistazo de experto, que por lo menos dos rostros eran de su clase. Ninguno lo saludó o hizo el mínimo gesto y se le ocurrió por qué podría ser aquello: esos muchachos eran del equipo de vóley del colegio, eran los preferidos de Luis y Luis se encargaba de meterles en la cabeza que los peores deportistas eran los que se pasaban leyendo y no entrenaban como ellos hacían en el gimnasio todas las semanas. Eso era traducido por los jóvenes de manera que Miguel y Facundo, el profesor de historia, hacían con sus tareas y actividades de lectura lo posible para empeorar sus habilidades deportivas; Luis lo fue trasformando poco a poco en el enemigo público número uno del equipo de vóley. Tal vez en cierto modo tenía razón, ya que él nunca fue bueno en nada que requiriera una destreza física y sí que se pasó toda la vida leyendo y leyendo. Pero de ahí a que sea una especie de úlcera para los deportistas, eso sí que no parecía ser tan cierto.

Caminó por la sombra, como aconsejaban algunos abuelos argentinos. Aunque cruzaba por enfrente de ellos, los jóvenes no hicieron nada para detener su actividad, es decir que poco les importó que Miguel pudiera verlos o escucharlos. Miró, directamente, hacia ellos para tratar de obligar a alguna mirada a mostrar algo de respeto, pero la indiferencia acompañó ese tramo. Miró de todos modos la fogata que habían hecho y escuchó lo que decían, hablaban de encender un contenedor de basura unas cuadras más atrás, simplemente, para hacer arder algo porque “la noche estaba aburrida”.

«Qué conflictivos», suspiró al tiempo que los observó romper botellas de vidrio contra el asfalto.

Siguió y volvió la vista atrás para mirar si los jóvenes lo seguían, pero tal como dijeron mientras él cruzaba por enfrente, se iban para el lado opuesto del que él caminaba, con palos encendidos enarbolados como si fueran banderas y con botellas de cerveza vacías cantando canciones de cancha de fútbol.

Comenzó a pensar… a pensar que habían sido cuatro cuadras muy accidentadas, y eso que faltaban otras cuatro para su casa. Pensó también en que Eva siempre vivió muy cerca de su casa y eso le sacó una sonrisa que se esfumó con rapidez al recordar que ya había perdido su oportunidad. Estuvo rumiando un rato sobre tantas otras cosas más que iba relacionando, azarosamente, hasta que llegó a la idea de que a tan solo un kilómetro de distancia de su casa (un segundo piso de un edificio de departamentos, expresión de la ciudad que tanto odiaba, como los taxis, las bocinas y los semáforos), había un barrio que se correspondía más con su personalidad. «Qué hago ahí entre el caos de la capital, si caminando apenas quince minutos, podría estar durmiendo al nivel del mar.»

Siguió caminando y descalabazándose, vanamente, y el silencio lo envolvió de pronto, ni siquiera un perro a lo lejos, ni un auto, ni una bocina y eso en la ciudad es muy extraño. Sin embargo, hacía añares que no salía a caminar por la ciudad a tan altas horas de la noche, así que no estaba en condiciones de decir que aquello era anormal. A todo esto, del silencio (es que por la cuestión del silencio que lo envolvía es que resaltó el sonido tan extraño que escuchó) oyó una carcajada ronca, tan apagada como si la hubiera escuchado en su propio oído, sofocada, como imposible de contener; pero «¿quién reía?», se preguntaba mientras le daba vueltas la cabeza como una veleta al viento.

Nunca lo supo, aunque sí notó que el tono de la risa era de una mujer tal vez mayor. No iba a negar que sintió un poco de miedo y que por eso apuró el paso, si bien una imagen se le vino a la mente, como un déjà vu, esas imágenes que lo invaden a uno de repente cuando está mirando el techo y lo sacan de lo que estaba pensando y lo conducen hacia donde quieren, imágenes con voluntad, imágenes como anclas, imágenes extrañas: fuego, fuego y un tejado, un tejado en llamas, un farol, una vela y una antorcha, fuego y una aldaba fría en el medio de un ardor infernal, fuego y una aldaba…

—Mierda, ¿qué fue eso? —exclamó cuando se dio cuenta de que el sueño y el susto eran una combinación poco recomendable—. Aunque… a esa aldaba la conozco. Esa aldaba… ¡Era la aldaba de la casa de Eva!

La incertidumbre no lo dejaba avanzar. ¿Qué hacer?, ¿volver sobre sus pasos y corroborar que estaba casi dormido y tenía sueños fugaces incluso mientras caminaba por la calle?, o ¿seguir y quedarse con la intriga para siempre de lo que significaba aquello que vio? ¿Desde cuándo tenía que cuestionarse cosas como estas? Fue como empezar a pensar que las cuestiones de la imaginación dejaran de ser literatura, y se volvieran un avatar de lo real, fue como pretender que pensar podía traer consecuencias, fue indagar lo que entendía por premonición y lo que entendía por pensamiento, por voluntad y por automatismo.

Las rutinas eran su zona de confort; no involucrarse, una forma de vida, «¿por qué tengo esta paranoia de pronto?», se cuestionó, «si no tomé nada, ni siquiera comí más que una o dos porciones de pizza.»

—¡Por Dios! —exclamó con furia ya que sentía que iba a tener que desandar el camino, si no, una sensación de culpa lo iba a molestar hasta que viera a Eva el lunes en el colegio.

Emprendió entonces el regreso a toda prisa, rememorando, amenazadoramente experiencias ya olvidadas con su padre.

 

Se detuvo en la esquina de la casa porque sentía que iba a sufrir un infarto. Es que el corazón se bamboleaba dentro de su pecho ni bien había visto el fuego en el tejado aún de bien lejos y más se le enloqueció el corazón cuando sometió a su cuerpo a un esfuerzo para el que no estaba preparado al comenzar a correr a un ritmo desesperado. Se detenía cada vez más seguido a medida que iba llegando y respiraba a sorbos tan profundos que parecía que sus pulmones iban a estallar.

«¿Dónde estaba toda la gente?», se preguntó al echar un vistazo y encontrar que no quedaba ni un auto en la cuadra y que ningún vecino había asomado el hocico. «Auxilio», gritó. «¡Auxilio carajo!»

Se calentó la cabeza, de modo fugaz, indagando de dónde provino esa muestra de carácter, que ni siquiera le había parecido haberlo pensado en lo más mínimo. Y ahí fue que oyó muy lejos una sirena acercándose y lo vio a Luis descamisado frente a la casa en llamas.

—¿Dónde está Eva? —le inquirió Miguel con firmeza, tal si fuera otra persona en ese ineludible minuto.

—No sé, yo me fui y volví porque me olvidé una cosa, y cuando llegué, el techo estaba en llamas.

—¿Eva salió?

—No sé, Miguel… Voy a entrar porque los bomberos no van a llegar a tiempo si Eva está adentro.

Miguel pensó que ese arrojo de valentía era correcto y lo alentó por eso.

—Tomá, ponete mi camisa en la cabeza —se sacó su camisa negra y se quedó con el pecho desnudo, con la vergüenza que le daban los pelos de sus hombros y la panza incipiente que se le estaba formando con los años de sedentarismo—, y creo que la madre de Eva estaba en la casa, es una mujer mayor. Sacalas.

Luis lo miró a los ojos y Miguel, con toda su inexperiencia en esa clase de circunstancias en que dos seres humanos se ofrecen a través de la mirada, percibió una flaqueza, la incertidumbre y el miedo destellaban en la vista de su temerario rival. Recordó cierto pasaje en que Aquiles, al atender una oferta de un Héctor, a sabiendas inferior a sus capacidades combatientes, le dijo: “no hay pactos que valgan entre leones y hombres”. Por qué pensar en ese pasaje, por qué hacerlo en ese momento. Un poco de autocontrol habría sido muy honorable en aquellas circunstancias, especialmente, porque subyacía en esos recuerdos una convicción de que quizás, en el fondo, él se consideraba un león.

Lo tuvo claro, Luis iba a seguir preparándose por toda la eternidad, pero no iba a entrar nunca. No había mucho tiempo que perder, así que le quitó la camisa negra que le había dado y la usó para taparse la cabeza y los hombros. Sin pensárselo demasiado y ante la mirada avergonzada de Luis, Miguel pateó la puerta principal sin poder abrirla. Recordó, al instante, su premonición, aunque estuviera todavía incrédulo de aquello, y se repitió: «la aldaba fría». Tomó la aldaba fría como el hielo entre sus manos y empujó la puerta. Se abrió crujiendo y corrió hacia adentro perdiéndose en el fuego.

Penetró en la casa y se abrió paso a lo largo de un pasillo tan corto que creyó que estaba delirando. El fuego había tomado las paredes y sintió un olor particular como a cera caliente que lo alarmó, hasta que observó que los pelos de su pecho se estaban quemando. Corrió a través del living y allí tuvo esa extraña visión. Vio en la puerta de la cocina a una vieja con unos ropajes inclasificables de color gris, con una vela encendida en las manos. Luego, a través de la ventana de uno de los lados que daba al patio compartido con la casa del vecino, vio a la misma señora con un farol en su mano izquierda y, al parpadear con incredulidad, vio a la misma anciana (u otra anciana idéntica) con una antorcha encendida en su mano derecha sonriendo, ostentando su único diente cerca de la puerta trasera. La anciana lo miró un instante entre las llamas furiosas y, en el momento en que sus miradas se encontraron, notó que la anciana tenía un solo ojo y que, metiendo los dedos anquilosados de su mano libre dentro del cuenco marchito, se lo arrancó y se lo enseñó con cierta suficiencia burlona. Miguel vaciló al ver ese espectáculo macabro y salió por la puerta desestimando sus delirios de fuego.

Apenas desapareció la vieja, o apenas Miguel volvió a la cordura, el techo se desplomó en la mitad del living, tapó la salida trasera y destruyó toda la cocina. Luego, otro estruendo y un grito de auxilio. El grito desesperado venía de entre los escombros y creyó lo peor. Se acercó traspirando y medio sofocado y ni siquiera pudo remover ni una sola madera de los escombros, ya que al primer intento se quemó toda la palma de la mano. «¡Mierda!», gritó, «¡Eva!, ¡¿dónde estás?!»

Sin embargo, su exclamación fue una desesperanzada frustración. Pensó en dejarse morir, pero no era lo suficientemente valiente para eso. Comprendió sus emociones en el medio de ese infierno y se dio cuenta de que iba a llorar, iba a explotar en llanto en cualquier instante porque entendía que había superado sus posibilidades y ni siquiera dando más de lo que podía dar había logrado salvarla.

Otro grito muy apagado de Eva se escuchó allí y lo confundió aún más porque parecía provenir de un sitio más alejado de los escombros derrumbados y no supo cómo hacerse con ese lugar cuando el peligro de morir ya era incuestionable. Un estruendo poderoso, el ruido y la furia del fuego se hicieron sentir y una madera, que podría haberlo matado, no lo tocó por la fortuna que a veces tienen los idiotas y los que ignoran, puesto que quiso que cuando cayera ese trozo incandescente directo sobre él, este se quebrara por la mitad y saliera, milagrosamente, ileso. Notó el hecho azaroso y tomó coraje, corrió unos metros y se dio cuenta de que, si rodeaba con cuidado las llamas y los escombros, podría acceder al cuarto de Eva y al baño que ya bien conocía de la velada anterior y tal vez encontrar el lugar donde estaba escondida.

Se figuró una especie de divina comedia de tercer orden en la que él, un Dante de los suburbios de la Capital Federal, se adentraba en los círculos infernales en busca de su literaria Beatrice, su Eva Portinari idealizada. Y debo conceder que no está mal buscarse motivos para darse aliento, para encontrar en el universo coincidencias en tiempos distantes, para saberse unido a destinos tan dispares como los que lo hermanaban con el poeta laureado, porque ante la muerte vale todo, hasta la soberbia de comparar el todo con la nada.

Al estirar la cabeza como si fuera que observaba desde un precipicio, no vio más que llamas en la habitación y un pequeño roce con la pared ardiente hizo que perdiera sus anteojos en las llamas. Maldijo y se desesperó, ya que sin ellos se sentía incapacitado. Trató de pensar en Eva y entendió que solo quedaba el baño hacia el otro lado para seguir su búsqueda. Se arrastró casi al borde del desmayo y llegó a la puerta. La abrió y entró; cuando estaba por blasfemar al cielo, corrió la cortina de la ducha y vio dentro a la muchacha casi desfallecida envuelta en su vestido amarillo como si fuera un caparazón. La tomó entre sus brazos y atravesó el infierno con ella.

Al salir de la casa en llamas con la muchacha en brazos, lo primero que vio fue a una muchedumbre reunida esperando para llorar o aplaudir. Sintió el cansancio de sus brazos y el ahogo en los pulmones. Sintió que vacilaban sus brazos y depositó sobre el césped a Eva con la pantomima de hacerlo con todo el dominio de la fuerza. Ni bien tocó el suelo, fue asistida por bomberos y un enfermero bastante joven en apariencia. Al final aplaudieron y Miguel se sintió, totalmente, indignado pensando en que nadie había tratado de ayudarlo cuando estaba dentro de ese infierno y ahora, todos ahí, simplemente, festejando los esfuerzos de otro. Trató de desenmarañar la camisa con la que se cubrió la cabeza, pero estaba quemada y la tela se había pegado y fundido de tal forma que era imposible de volver a usar. Por suerte, un bombero le dio una manta para cubrirse la vergüenza de su cuerpo flácido, pues el frío no le importaba demasiado.

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