Memorias de un desertor

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Esto fue parte de lo que vivió y que lo sensibilizó respecto a su país, a su gente, con la clase menos privilegiada que conoció en Chiapas. Tenía otra visión de la vida. Ya en su casa, con esta nueva manera de pensar, comprendió que no sólo en Chiapas pasaba esto. Bastaba con salir a las colonias periféricas de su ciudad para observar esta miseria sólo que más triste y deprimente; sin los paisajes hermosos de Chiapas. “¿Qué pasó con la Revolución en México?”, nuevamente se preguntaba.

En las cartas que después de su viaje lo mantuvieron en contacto con Mardonio a través de los años, el sacerdote le escribía de sus inicios en Chiapas y de las injusticias que entonces vivió. Describiéndoselas le decía: “Fueron mis años de contacto con la realidad de opresión en las fincas. Fue la época de la conversión. De la indignación ética y del compromiso total”. Le platicaba de las torpezas de los programas oficiales para la “ganaderización” del territorio, de los robos de bancos privados y estatales que despojaron a los ejidatarios, de la contaminación de los ríos y las lagunas, de los fraudes de los ingenieros de la reforma agraria, de la lucha permanente de los nuevos poblados por los servicios más indispensables, de los trabajos de explotación de Pemex, de los programas de Inmecafé que, con su política de fertilizantes, destruyeron grandes extensiones de cafetos, de la represión gubernamental por el crimen indígena de exigir que las autoridades municipales dejaran de robar, así como de los problemas de oposición y las discusiones en la construcción de una iglesia autóctona impulsada por don Samuel Ruiz.

En una de esas cartas, le escribió una frase que lo puso a meditar más para reafirmar su vocación:

Deseo que durante este año nuevo del 79 se acreciente en ti el entusiasmo por luchar y por buscar soluciones realistas al sufrimiento de nuestro pueblo. Ciertamente el ambiente en que viven los estudiantes de las universidades no ayuda mucho ni poco a esto, pero que la vivencia que tuviste en estas tierras te ayude a mantener vivo el deseo eficaz del servicio al más amolado. Que las oportunidades que tienes de prepararte se enfoquen y vayan a dar al bien de nuestro pueblo y no al egoísmo absorbente que caracteriza nuestra ‘civilización’.

Con un fuerte abrazo,

Mardonio S. J.

Villahermosa, Tabasco.

Ocosingo y Simojovel, Chiapas

(1992-1995)

Patricio tomó de su escritorio uno de los libros que en su adolescencia le regaló su tío Esteban, México bárbaro, ensayo sociopolítico del norteamericano John Kenneth Turner que le causó una gran impresión. Se trataba de un escrito en el que el autor, al visitar México durante la época de don Porfirio Díaz (1910), había conocido su realidad. Meditaba sobre el mensaje inicial en el que se mostraba cómo veía el autor a nuestro querido país: “Descubrí que el verdadero México es un país con una constitución y leyes escritas tan justas en general y democráticas como las nuestras, pero donde ni la Constitución ni las leyes se cumplen. México es un país sin libertad política, sin libertad de palabra, sin prensa libre, sin elecciones libres, sin sistema judicial, sin partidos políticos, sin ninguna de nuestras queridas garantías individuales, sin libertad para conseguir la felicidad”. Varias veces habría de recordar Patricio estas palabras en esta nueva etapa de su vida que estaba por comenzar.

Finalizaba su segundo año como residente de Cirugía Pediátrica en el Hospital Civil en la ciudad de Villahermosa, cuando de improviso surgió un movimiento armado en el vecino estado de Chiapas. La acción militar de enero de 1994 coincidió con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La sublevación fue una protesta ante la extrema pobreza de indígenas y campesinos, las tierras arrebatadas a las comunidades indígenas, la explotación de los recursos de sus tierras y la falta de participación de las diferentes etnias tanto en la organización de su estado como de la República en su conjunto.

A pesar de ser uno de los estados mexicanos que posee mayores recursos naturales (petróleo, maderas, minas y tierras fértiles para la práctica agrícola), en Chiapas es donde la desigualdad entre los distintos sectores sociales se ha mostrado históricamente de una manera más patente, ya que su organización sociopolítica sigue apoyada en las viejas estructuras sociales y políticas de carácter autoritario y latifundista.

Campesinos pertenecientes a los grupos indígenas chamula, tzeltal, tojolabal, chol y lacandón, cubiertos con pasamontañas, se levantaron en armas e intentaron tomar siete cabeceras municipales. De izquierda autonomista, anticapitalista, antiglobalización y antineoliberalista, los indígenas zapatistas pedían “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”.

Todos los médicos del Hospital Militar, al que Patricio estaba adscrito, fueron convocados y acuartelados. Patricio tuvo que renunciar temporalmente a su residencia médica. Estaban tensos, temerosos. No sabían la cantidad de soldados heridos que recibirían, ya que ese hospital junto con el de Tuxtla Gutiérrez, eran los encargados de recibir a los lesionados en combate.

Los médicos militares, después de organizar el servicio de urgencias para atender a sus hermanos de armas heridos, esperaban en el cuarto del médico de guardia para ver las noticias por televisión. Un ambiente de silencio y responsabilidad se respiraba. Se hicieron equipos para recibir a los pacientes. Como Patricio tenía experiencia quirúrgica, fue nombrado ayudante del cirujano general encargado de uno de ellos.

Llegaron los primeros lesionados transportados por ambulancias de la Cruz Roja mexicana, entre los cuales se encontraba Alfredo Jiménez, el padre de uno de sus pacientes pediátricos. Venía muy grave. El escenario era lúgubre, lleno de angustia ante la responsabilidad de su enfermo. Presentaba dos heridas por proyectil de arma de fuego, una en el abdomen y otra en la cabeza. De inmediato los anestesiólogos tenientes coroneles siguieron las indicaciones del mayor médico cirujano. Aquí no existían jerarquías absurdas. Todos buscaban el bien y la vida de su compañero soldado, quien, como muchos otros, debía su ingreso al glorioso ejército por necesidades económicas.

En quirófano el mayor médico cirujano Alegría, jefe del equipo quirúrgico, estaba nervioso puesto que en sus manos y decisiones estaba la vida y pronóstico de un padre, de un ciudadano mexicano, quien arriesgó su existencia por la necedad de sus gobernantes al no querer entender que en Chiapas había surgido un reclamo de justicia ancestral. Patricio lo había vivido a los 15 años, pero el soldado herido no lo conocía. Algo como para volver loco a cualquiera. “¡Una guerra estúpida!”, rumiaba Patricio.

Inició la cirugía, una laparotomía exploradora. Patricio colocó al herido una sonda pleural por indicaciones del cirujano, puesto que la bala abdominal en su trayectoria había lesionado dicha membrana. Al abrir encontraron mucha sangre. La hemorragia era difícil de controlar por la lesión de dos arterias, la mesentérica superior y la cólica media, así como por múltiples perforaciones intestinales. El paciente estaba en choque. Los anestesiólogos, por su parte, hacían esfuerzos para sacarlo de esta descompensación hemodinámica hasta que el cirujano pudo controlar el sangrado ligando las arterias lesionadas. Una vez estable,fue trasladado en helicóptero al Hospital Central Militar en la Ciudad de México. Ahí permaneció nueve meses antes de volver a la ciudad de Villahermosa. Patricio, como pediatra de sus hijos, estaba al tanto de su desarrollo. La esposa y la madre de Alfredo también le narraban las injusticias que el ejército había cometido contra él, como recortar su sueldo a pesar de estar inválido por haber cumplido con su trabajo. Andrea, su esposa, le comentó el trato grosero y prepotente del que había sido objeto su esposo ante los reclamos de éste por una indemnización prometida que nunca le otorgaron. Patricio, en el desayuno del festejo por Día del Ejército comentó al comandante de zona con voz de reclamo:

—Mis pacientes han perdido un padre sano y esto no importa al “Supremo Gobierno”.

Por pláticas con otros heridos se enteró de la muerte de un oficial del ejército a manos de un joven zapatista de 13 años, el cual disparó a la frente del militar cuando éste le marcó el alto. Se decía que había muerto por haber tenido el valor de no dispararle a un muchachito, casi un niño. Para Patricio, esto era un acto de heroísmo; perder la vida por no matar a un hermano mexicano, y además menor de edad, por lo que no disimulaba su molestia cuando escuchaba decir a sus superiores en tono de burla: “¡Lo mataron por pendejo!”

Pensaba que estaban llenos de héroes falsos y siempre ansiosos por encontrar más cuando uno verdadero había caído y nunca sería reconocido.

Conforme continuaba acuartelado y encerrado en el Hospital Militar, varios de estos hechos lo conflictuaban creándole crisis existenciales. Conocía el dolor de ambos bandos, pues había convivido con los tzeltales en su adolescencia y con los militares gran parte de su vida. La simpatía que tenía por ellos contrastaba con el sentimiento de rebeldía que le acometía al pensar en el gobierno al que representaba.

Con grandes esfuerzos callaba, pero en ocasiones no controlaba sus comentarios, a pesar de saber el delito del que se le podía acusar, pero ser testigo del trato que el ejército daba a los detenidos como supuestos zapatistas lo rebasaba. Los acostaban en los camiones con las manos amarradas por detrás como si fueran animales para venta en el mercado y los encerraban en un cuarto para pacientes especiales en la enfermería bajo la vigilancia de la Policía Militar.

 

Una noche se dio sus mañas para platicar con algunos de ellos. Al hablar tzeltal, se ganó su confianza. Le aseguraron no ser zapatistas y que los habían detenido sólo por su apariencia, sin orden de aprehensión ni culpa alguna demostrada. Su delito era, en realidad, ser indígenas.

El solo portar uniforme verde olivo le incomodaba, pero debía usarlo. No tenía alternativa. Sobre todo por haber sido asignado a una base de operaciones del 20o Batallón de Infantería en el municipio de Simojovel, Chiapas, adonde se trasladó como comandante del agrupamiento de labor social.

La mayoría de la población era tzotzil y lo primero que observó era que su trabajo serviría para las fotografías que el ejército necesitaba como propaganda en la prensa nacional e internacional. “Es un auténtico fraude”, concluía.

Las condiciones en que daba su consulta médica eran dolorosas; no había medicamentos, y para una población que no tenía ni para comer, resultaba ofensivo, pues dejaban sus problemas de salud sin resolver. Los indígenas que acudían a consulta llegaban de muy lejos. Algunos caminaban por más de dos horas y les resultaba ominoso e incómodo estar en las instalaciones militares, por lo que al correrse la voz entre la población de la falta de medicinas, dejaron de ir. Como consecuencia, la consulta era mínima.

Patricio se la pasaba murmurando y reprochando a cualquiera que escuchara sus inconformidades, sin darse cuenta de que la tropa y los oficiales no compartían su pensar. En su obsesión, y pasando por encima del teniente coronel de Infantería comandante de la base de operaciones, pidió enviar un radiograma a las autoridades militares solicitando dar consulta en el pueblo. Lo más alejado posible de su base, pero jamás recibió respuesta porque su petición no fue enviada.

Decidió entonces acudir, sin autorización, al centro de salud donde le fueron proporcionadas algunas medicinas y donde los encargados del dif municipal le brindaron las facilidades para dar consulta en sus instalaciones. Entusiasmado, se entrevistó con el sacerdote de Simojovel para que se difundiera la noticia de que habría consulta médica y odontológica gratuita. El pueblo se desbordó sin miedo. Sin el temor que imponía el ejército, llegaban indígenas de lejanas rancherías y poblaciones. Patricio ordenaba a su personal no retirarse hasta terminar de atender al último paciente del día. Regresar tarde a la base era causa de discusiones con el comandante por incorporarse después de la hora de novedades vespertinas.

Algunos pacientes se presentaban con credenciales que los identificaban como priistas exigiendo pasar primero, pero Patricio les mencionaba con enfado que todos eran iguales y que sus inclinaciones políticas no les daban prioridad. Las actitudes de Patricio eran interpretadas por sus superiores como irreverentes y disgustaban aún más al comandante, por lo que harto ya de ese “medicucho”, con gran enfado le dijo:

—Mayor médico Rodríguez, siga así y se hará acreedor a un parte informativo que no le ayudará en nada.

Patricio no imaginó que cumpliría su amenaza, pero así fue: el teniente coronel mandó un informe en el que lo acusaba de simpatizar con los zapatistas y bajar la moral de las tropas con sus comentarios. El fundamento de la acusación era en realidad brindar servicio médico a los indígenas a pesar de habérselo prohibido.

A pesar de los inconvenientes originados por sus decisiones, la consulta aumentaba y cada día atendía a unas 60 personas que lo dejaban agotado física y emocionalmente. Con sentimientos de impotencia, derrotado y deprimido. El dolor de sus enfermos iba más allá de cualquier medicamento. Cada consulta era un encuentro en carne viva con la miseria humana y en sus ganas de llorar se reflejaba la injusticia social de su país.

La mayoría de las veces se requería de un intérprete que el sacerdote de Simojovel le facilitó; una religiosa que preguntaba en tzotzil e inmediatamente traducía al español:

—Cuusi ip chavaí, ¿qué tienes, de qué estás enfermo?

O bien:

—Cusii a belán, ¿cómo has estado? Cuchaal chabat a vontón, ¿por qué estás triste?

—Ip contón.

—Le duele el corazón.

Patricio, acto reflejo, auscultaba el precordio y tomaba la presión arterial sin saber que, en realidad, al paciente le dolía el alma. Ésa era su enfermedad, su profunda tristeza.

Al finalizar la labor social, Patricio regresó a Villahermosa para continuar con su trabajo en el Hospital Militar y fue ahí cuando, una tarde, mientras miraba las noticias en la televisión de la sala de espera, se anunció que el entonces presidente de México, Ernesto Zedillo, daría una importante noticia en cadena nacional.

Todo el personal permanecía expectante mientras aparecía en pantalla el máximo jefe de la nación. Cuando finalmente la cámara captó su rostro con una fuerte mirada, el país entero escuchó: “Acabamos de descubrir la identidad del líder de los zapatistas”. Como respaldo a sus palabras se presentaron dos fotografías del susodicho, una de su etapa de estudiante y una segunda que se empalmó sobre la primera en la que aparecía con el pasamontañas que lo identificaba como el jefe del movimiento insurgente.

El comandante supremo de las fuerzas armadas justificó entonces una nueva ofensiva militar diciendo: “Por este levantamiento armado miles de niños se han quedado sin asistir a la escuela y eso no lo toleraré”. Patricio veía la escena como si fuera en cámara lenta y de pronto, sin empacho y sin darse cuenta, dijo lo que pensaba en voz alta: “¿Escuelas? ¿Cuáles escuelas? Esto es injustificable, Zedillo fue secretario de Educación Pública antes de ser presidente y, por lo tanto, debería de saber que en Chiapas el analfabetismo es ancestral”.

Patricio criticaba constantemente las afirmaciones pronunciadas en aquella emisión televisiva, así como las que más adelante continuaron difundiendo diversos medios de comunicación. Como resultado de su análisis, se sentía cada vez más desligado del ejército. Día a día confirmaba que el presidente Zedillo no tenía ni la más mínima idea de lo que sucedía en Chiapas y concluyó que “sus asesores, al igual que él, no saben nada y, por ende, lo malinforman”.

Su razonamiento iba más allá. Quedaba claro que los comentarios distorsionados del jefe del Ejecutivo, así como de los miembros de su gabinete y de otros funcionarios, repercutían no sólo en las políticas del país, sino en la trayectoria de personas que dedicaban su vida a las poblaciones indígenas, como su amigo Mardonio y don Samuel Ruiz, a quien el presidente, durante una gira de visita a Sabanilla, Chiapas, en mayo de 1998, llamó “teólogo de la violencia” como parte de un discurso al que agregó: “A esos que creen que esa teología justifica la violencia, hay que decirles que están equivocados. Que rectifiquen si es que tienen una buena misión que cumplir en la Tierra”.

II. Quiero ser médico

Un buen estudiante universitario planea su preparación

para resolver los problemas de su país que atañen a su vocación.

Si lo intenta antes de concluir sus estudios,

traerá más problemas que soluciones a su pueblo.

COMANDANTE MACLOVIO, 1996.

Guanajuato, Guanajuato, 1995

Patricio buscaba la manera de pelear su libertad. No sólo una independencia física, sino más bien un desenfreno para su mente. Concluía que el cuerpo es la cárcel del espíritu, y el uniforme, la celda de las ideas, de las palabras críticas y pensamientos; que las leyes militares son las cadenas más duras que puede haber, pues impiden el desahogo y reprimen la capacidad de expresar cualquier desacuerdo con el sistema.

Ya antes había encontrado este sentimiento en las palabras que expresó perfectamente doña Carmen Romero Rubio, esposa de don Porfirio Díaz, en su carta dirigida a Sebastián Lerdo de Tejada con fecha 1 de enero de 1885, donde mencionaba que “ésta no es la exquisita lisonja de la gente educada; es el brutal servilismo de la chusma en su forma animal y repulsiva, como el de un esclavo”.

Este concepto anticonstitucional también fue expresado por los encargados de elaborar el Programa del Partido Liberal Mexicano, el 1 de julio de 1906 en St. Louis, Missouri, en el que mencionan una medida a un problema añejo y que, sin embargo, aún no se corrige:

La supresión de los tribunales militares es una medida de equidad. Cuando se quiere oprimir, hacer del soldado un ente sin derechos y mantenerlo en una férrea servidumbre, pueden ser útiles estos tribunales con su severidad exagerada, con su dureza implacable, con sus tremendos castigos para la más ligera falta. Pero cuando se quiere que el militar tenga las mismas libertades y derechos que los demás ciudadanos, cuando se quita a la disciplina ese rigor brutal que esclaviza a los hombres, cuando se quiere dignificar al soldado y a la vez robustecer el prestigio de la autoridad civil, no deben dejarse subsistentes los tribunales militares que han sido, por lo general, más instrumentos de opresión que garantía de justicia. Sólo en tiempo de Guerra, por lo muy especial y grave de las circunstancias, puede autorizarse el funcionamiento de estos tribunales.

Junta Organizadora

del Partido Liberal Mexicano

Patricio aprendió en sus últimas vivencias en Chiapas que el glorioso Ejército mexicano no era más que una extensión de su símil yanqui. Los uniformes de soldados, oficiales, jefes y generales eran iguales a los utilizados por los norteamericanos en la guerra del Golfo Pérsico, así como los cascos, botas, armamento y vehículos. “Lo único que cambia es la raza —razonaba con sorna—, pues no hay güeritos patones arriesgando la vida en nuestros campos de batalla.”

Le parecía que la maldición de la Malinche cobraba sentido y que el ideal de la raza cósmica de José Vasconcelos, así como los pensamientos de José Martí y Simón Bolívar, se borraban. No soportaba la falta de conciencia en la que vivían la mayoría de sus compañeros del Hospital Militar, la cual se manifestaba cuando discutían sobre el tema. Por más que intentaba hacerlos razonar y cambiar el conformismo y la sumisión de sus pensamientos (producto del manejo del gobierno), siempre se topaba con la línea oficial que, según ellos, era la única que debía prevalecer. Algunos defendían su postura diciendo que, al provenir su sueldo del erario, los obligaba la lealtad hacia la “noble institución” a la que servían.

Crecía la inquietud en Patricio cada día que pasaba. Le atormentaban las ideas que había ido acumulando en cada experiencia, hasta que acabaron por instalarse en su mente alentando un nuevo porvenir. Después de recibir varias negativas a su solicitud de baja del ejército, tomó la decisión de desertar. A pesar del riesgo que implicaba, fue como si de pronto la noche se iluminara con los primeros rayos de sol. Las montañas dejaban entrever su silueta, dejándole percibir que por fin caminaría libre tanto de pensamiento como de acción.

Después de varias semanas de planear con sumo cuidado y responsabilidad la deserción, Patricio y su familia dejaron Villahermosa rumbo a la Ciudad de México. Ahí, la madre y hermanos de Patricio le darían apoyo a Victoria y a los chicos mientras él continuaría a otra ciudad. Contaban con el dinero obtenido de la venta de la mayoría de sus bienes, pues nada podían llevarse.

Pasaron dos días trabajando en las estrategias que utilizarían para comunicarse y revisando detalles importantes con el abogado contratado previamente para llevar el caso. El día de su partida, Victoria lo llevó a la estación del metro más cercana. Antes de bajar del auto, se abrazaron conscientes de que había llegado la hora de separarse y de no saber cuándo volverían a verse.

Miles de recomendaciones se dieron el uno al otro para disimular la tristeza. Victoria le apresuró con suavidad pretextando que estaba en doble fila y que la iban a multar. Apenas puso un pie fuera del auto, sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo y una gran responsabilidad, pero no podía dejarse atrapar por los sentimientos o todo se complicaría. Por su cabeza pasó estar desertando del Cartel del Golfo. Tomó su mochila de la cajuela y vio los ojos de Victoria alejarse por el retrovisor lateral del auto. Patricio sabía que no podría permanecer en casa de su madre, pues tarde o temprano irían a buscarlo.

Planeaba dejarse la barba crecida y el cabello largo. Usar lentes sin aumento y vestir ropa vieja. Estaba seguro de que así ni su misma madre lo reconocería. Mientras viajaba sentado en el vagón del metro, se preguntaba a dónde sería bueno dirigirse, pero decidió dejarlo a la suerte, por lo que al llegar a la central camionera se formó para comprar un boleto a quién sabe dónde. De lo único que estaba seguro era de que así nadie sabría dónde buscarlo. Le interesaba, eso sí, conseguir un trabajo en el que lo aceptaran sin identificación, y cuanto antes mejor, pues era poco el dinero que llevaba. Los esposos habían hecho cuentas y se habían repartido el exiguo patrimonio monetario, por lo que tenía la firme intención de mandar algo a Victoria en cuanto pudiera.

 

El autobús que abordó sin siquiera preguntar iba rumbo a la ciudad de Guanajuato. Se acomodó en su asiento y no despertó hasta entrar a Irapuato, donde pasaron frente a la zona militar. Sintió una alegría inexplicable por ya no pertenecer a ese gremio tan inconsciente. “Un pájaro que remonta el vuelo después de haber escapado de su jaula no se sentiría tan libre como yo en estos momentos”, pensó Patricio viendo desde la ventana del camión a los soldados como si fueran “basuritas que lleva el viento”.

Por fin llegó a esa histórica y hermosa ciudad, sin trabajo, sin identificación y con un nombre falso: Francisco Díaz. Lo primero que buscó fue hospedaje, algo que se adecuara a su presupuesto. Como oscurecía y no lo conseguía, su primera noche la pasó acostado en unas bancas de madera del teatro al aire libre ubicado en la plaza de San Roque. El viento que soplaba le llevó a recordar una tarde en la playa, cuando su mujer con el cabello revuelto por la brisa luchaba por quitarlo de su cara. Él, en un gesto de amor, sostuvo su cabeza con ambas manos y la besó en los carnosos labios que siempre invitaban a quererla más. Las estrellas le parecían más brillantes que nunca, pues dibujaban los rostros de cada uno de sus tres hijos.

Al día siguiente despertó muy temprano, sorprendido de haber pasado una noche sin los desvelos propios de las guardias y de sus pesares militares, no obstante la incomodidad de su improvisada cama. Al cabo de unas horas consiguió alojamiento en una casa para estudiantes. “Ahora a conseguir trabajo”, se dijo. Tendría que emplearse en lo que fuera, así que se apuntó como albañil en la lista de empleos de la Dirección de Obras Municipales. Perdió tres días preciosos con la promesa de un empleo que los ingenieros jamás le dieron. A ellos no les importaba el tiempo perdido de estos obreros necesitados de llevar dinero a sus casas. Pasaban toda la mañana parados para que al final los despidieran con un “vuelva mañana”.

La desesperación lo obligó a buscar por otro lado y, al pasar cerca de un mercado, vio a una anciana cantando con energía y mucho sentimiento. Tenía un bote en la mano en el que recibía monedas de personas que se complacían con su voz o la compadecían. Decidió emular a la mujer. Se dirigió a un puesto en el que se vendían libros y, con cinco pesos, adquirió uno titulado Las 100 poesías más famosas de la lengua castellana. Se aprendió dos en lo que canta un gallo y las recitó a viva voz en una concurrida placita. La gente lo observaba con atención y curiosidad, pero su bote seguía vacío. Cansado y con la garganta seca de tanto hablar, buscó acomodo de lavacoches, mozo y mesero durante varios días sin conseguirlo. El dinero se hacía menos. Estaba a punto de ir al mercado a buscar algo para comer, aunque fuera en los basureros, cuando se tropezó con un mesero que lo reconoció por su ya para entonces bien crecida barba. Le había visto buscando trabajo en el restaurante en el que él mismo trabajaba. Al notar su angustia, le preguntó si aún no tenía trabajo. Patricio sintió confianza y le confesó que no tenía identificación, pero que le urgía conseguir lo que fuera. El mesero entonces lo recomendó con un amigo que tenía un restaurante-bar llamado El Patio, ubicado frente al Palacio Municipal. Patricio corrió al citado lugar temiendo que alguien más le ganara la chamba y, al llegar, descubrió que estaba cerrado, pues se trataba de un negocio que por las mañanas fungía como comedor y por las noches abría como cantina en forma clandestina. Como la mayoría de los bares cerraban a las 12 de la noche por orden del municipio, todos los borrachos iban a parar a El Patio remitidos por los meseros de la ciudad, que conocían este antro, y quienes recibían por cada cliente enviado una comisión.

Jorge, el dueño del lugar, entrevistó al recién llegado, con quien simpatizó de inmediato. Al mencionar Patricio que no tenía identificación, le ofreció el trabajo sin sueldo, pero con una comida al día y las propinas. Sin dudar un ápice, Patricio aceptó. Le informó que su trabajo consistiría en vigilar la mesa de billar con paño nuevo, puesto que en una trifulca de borrachos la habían destruido.

—Cuida la mesa, sirve a los clientes, administra los partidos y evita los pleitos —le decía mientras le animaba—, ¡vamos Panchito, gánate tus propinas!

Jorge era un patrón ejemplar. Lo trataba como a un viejo amigo y poco a poco se fue encariñando con él. Desconociendo su profesión, tomaba como gracia sus inconscientes desplantes de médico cuando recomendaba a los parroquianos que ya no tomaran tanto, explicándoles los daños causados por el alcohol. Paradójicamente, se encontraba haciendo justo lo contrario a lo que su vocación le pedía al servirles el veneno que los ayudaba a evadir temporalmente sus problemas.

Además de cocteles y bebidas diversas, aprendió que ahí se hacían verdaderas “amistades de cantina”, las que llamó así porque duraban lo que el hígado tardaba en metabolizar el licor. Muchas personas conoció que le ofrecían el “cielo y las estrellas” por un trago más. Gente superficial, como aquel grupo de periodistas prepotentes que, ya intoxicados, competían entre sí para ver quién había logrado vender mejor alguna nota, o bien manipularla según los trataran. Juventud desperdiciada que llegaba a esta ciudad proveniente de poblados cercanos para “estudiar” y terminaba embrutecida la mitad de la semana. Ricos herederos que dilapidaban sus fortunas en un afán de presumir su posición sin necesidad de trabajar o de aportar algo a la sociedad. No faltaban los “filósofos” que arreglaban el mundo en un santiamén después de haber bebido varias copas. Friedrich Nietzsche revivía todas las noches en esa cantina.

Una clienta frecuente que había simpatizado con Patricio le preguntó.

—Pancho ¿qué me vas a dar para mi úlcera?

Al escucharla, se paralizó. Creía que había descubierto su verdadera identidad. Mantuvo una aparente calma. Se inclinó sobre su hombro hasta colocar sus labios a la altura de su oído y le murmuró en voz baja, para que sólo ella pudiera escucharlo, el nombre de un medicamento, agregando que si lo deseaba él mismo podía ir a comprarlo. La carcajada de la mujer le devolvió la tranquilidad a Patricio, y más seguro se sintió cuando, aún riendo, mandó llamar a Jorge:

—¡Mira a tu meserito! No sabe qué darme para mí úlcera y me quiere comprar un gel de hidróxido de aluminio.

Jorge le pidió a Patricio que le sirviera un whisky con leche fría y asunto arreglado.

Sin proponérselo siquiera, y sorprendido, se imaginó estar en su añorada escuela iniciando el curso de Farmacología del Borracho. Los casos clínicos y sus tratamientos cambiaban cada día. Anís del Mono con tehuacán como remedio para el dolor de cabeza; vodka Absolut con agua de limón y miel de abeja para el espasmo bronquial e infección respiratoria; coñac con refresco de cola para los cólicos…

Le agarró mucho cariño a este trabajo no sólo por su amistad con Jorge y por ser el consentido de la cocinera, quien siempre se aseguraba de servirle las mejores piezas de la comida del día.