La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica

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TERMIDOR TROPICAL

Las élites liberales no estaban dispuestas a desmantelar las haciendas, lo que habría reconfigurado radicalmente el poder político basado en la tenencia de la tierra y en la explotación de la mano de obra esclava. La propiedad privada estaba siendo atacada, los bandidos y ladrones de ganado surgían de las montañas cercanas, los arrendatarios y aparceros se negaban a trabajar o a pagar la renta. Decididos a detener la ola creciente de lo que ellos denominaban como “anarquía” bajo el mando de los liberales radicales, los demás segmentos de las élites liberales conocidos como los Independientes rompieron filas. La sagrada trinidad era “familia, propiedad y religión”. Los Independientes tenían el apoyo de los antiguos pobladores antioqueños liberales en María, así como de los minifundistas blancos y mestizos del norte del Cauca. Las comunidades indígenas permanecieron neutrales.

Esta nueva constelación de alianzas permitió que los conservadores dirigieran un sangriento pero exitoso golpe en el Cauca entre 1878-1879, lo que puso fin al experimento republicano radical de esta región.9 Los conservadores, contrarios a lo que denominaban “democracia salvaje”, en la que los “elementos bárbaros predominaban”, apoyaron con fervor a los Independientes y estaban decididos a recular tantos cambios nuevos como fuese posible. A finales de la década de 1870, encontraron un vehículo político —las sociedades católicas— a través del cual consiguieron el apoyo de los colonos de la frontera, algunos de ellos exliberales, para llevar adelante tal proyecto. Al proveer educación religiosa, las sociedades católicas combatían agresivamente las reformas educativas anticlericales de los liberales. El conservadurismo modernizado, promovido por los Independientes caucanos y los minifundistas republicanos populares, llevó al contragolpe conocido como la Regeneración bajo el mando de Rafael Núñez.

Esta perspectiva de la historia del conflicto étnico, racial y de clases revela que en cualquier búsqueda por un futuro más equitativo, democrático y pacífico, los colombianos pueden mirar atrás, hacia una cultura política que se caracterizó por los amplios canales de participación abiertos por los subalternos desde la década de 1850 hasta la de 1870. Esto muestra que la propagación del clientelismo autoritario que caracterizó el final del periodo evolucionó como una reacción contra la amenaza que se cernía sobre la propiedad privada, los privilegios de clase y el monopolio político. La Regeneración (el tema del siguiente capítulo) afectó la vida política en el siglo XX tan profundamente que muchas veces se olvida lo vitales que fueron y han sido las tendencias democráticas que le precedieron.

1. “Democracias republicanas atlánticas” se refiere a los sistemas en los EE. UU., Europa y América Latina que no fueran ni dictaduras ni monarquías sino regímenes parlamentarios. Ver Eric Hobsbawm, The Age of Capital, 1848-1875 (Nueva York: Vintage Books, 1975).

2. Malcolm Deas, “The Fiscal Problems of Nineteenth-Century Colombia”, Journal of Latin American Studies, 14:2 (1982), 287-328.

3. Miguel Samper, La miseria de Bogotá (Bogotá: El Republicano, 1867), citado en Daniel Pécaut, Orden y Violencia, vol. I, 33.

4. Daniel Pécaut, Orden y violencia, 29-37.

5. James Payne, Patterns of Conflict in Colombia (NuevaHaven, CT: YUP, 1968), 121-22.

6. Daniel Pécaut, Guerra contra la sociedad (Bogotá: Espasa, 2001), 56-57; David Bushnell, The Making of Modern Colombia, 126. Con la posible excepción de México o Uruguay, esa identificación con los partidos políticos no se dio tan profundamente en ninguna otra parte de la región.

7. Para el proceso a través del cual Antioquia se volvió una región conservadora, ver Nancy Applebaum, Muddied Waters: Race, Region, and Local History in Colombia, 1846-1948 (Durham, NC: DUP, 2003), 45-47. Para el predominio liberal en la costa Atlántica ver Helen Delpar, Red Against Blue: The Liberal Party in Colombian Politics, 1863-1899 (Tuscalooza, AL UAP, 1981), 16-21; Eduardo Posada Carbó, The Colombian Caribbean: A Regional History, 1870-1950 (Oxford: OUP, 1996), 235-51.

8. Frank Safford y Marco Palacios, Colombia: Divided Land, Fragmented Society, 115, 126, 142, 151, 204.

9. Esto es comparable con la experiencia de los EE. UU. después de la Reconstrucción, cuando se llevó a cabo un ataque contra las comunidades indígenas y afroamericanas, así como contra sus libertades y derechos, en nombre del “progreso” agroindustrial. Ver Nell Irvin Painter, Standing at Armageddon: The United States from 1877-1916 (NuevaYork: W. W. Norton, 1988).

capítulo
2
De la reacción a la rebelión,
1880-1930

Tres razas distintas y de encontrados caracteres forman la población de la República. Cada estado tiene climas, costumbres y trabajos diversos. No hay sino dos vínculos que los unen: la lengua y la religión. No han podido quitarnos el idioma, y se esfuerzan de arrancarnos las creencias. ¡Bárbaros los que tal hacen! Quisieran reducirnos a la condición de hordas beduinas, siempre en guerra las unas con las otras. Echaron a Dios del gobierno y de las leyes, lo expulsaron de la educación superior, y ahora os diré el resultado: si aún no estamos arruinados sin remedio es porque Cristo aún reina en los hogares y en las conciencias.

Monseñor Rafael María Carrasquilla, 1885

La implementación de un proyecto centralista autoritario, supervisado por la Iglesia católica y el Partido Conservador, marcó el periodo posterior a 1880 y a lo largo de cincuenta años. Dicho proyecto proscribía la política popular radical y democrática al fortalecer un clientelismo arraigado en el boom de la exportación cafetera, el cual comenzó en la década de 1880, y permitió un rol nacional a las élites bancarias y comerciales conservadoras de Antioquia. Este grupo de empresarios pagaron y se beneficiaron de la fundación de municipios en la frontera cafetera, en donde se les brindaba a los aparceros y arrendatarios dispuestos a migrar la esperanza de acceder a tierras propias. La figura idealizada del colono paisa, encarnada por gente de piel clara y su pequeña parcela, se convirtió en la medida del progreso nacional, en contraste con los arrendatarios, aparceros o las comunidades de piel oscura —indígenas y afro— del Cauca.1

CAPITALISMO CAFETERO Y CLIENTELISMO

La Regeneración que comenzó en 1880 puso en marcha cinco décadas de reacción, que truncaron las esperanzas de ciertos sectores liberales que deseaban ver a Colombia al lado de las democracias atlánticas más destacadas. Las élites de Colombia, principalmente, “desistieron del intento de incorporar ciudadanos disciplinados, y más bien concentraron sus esfuerzos en gobernar a sujetos recalcitrantes”.2 La Constitución de 1886 fortaleció el poder central, dando al presidente la autoridad de designar gobernadores provinciales y extendiendo los periodos de permanencia en los cargos —que pasaron de dos a seis años para el poder ejecutivo y de dos a cuatro para el legislativo— con el fin de reducir la frecuencia de las elecciones. Las demostraciones públicas fueron prohibidas, las sociedades democráticas perseguidas y el “orden” se convirtió en la consigna del día. El país estaba “ideológicamente encarcelado” y sus guardianes eran los gramáticos católicos, amantes del castellano, como Miguel Antonio Caro, arquitecto de la Constitución de 1886.3

Los subalternos eran forzados a trabajar y obedecer a los criollos, mientras que la esfera de la política fue reducida a fin de excluirlos. Un ejército profesional reemplazó a las milicias populares y la pena de muerte fue reinstaurada para detener los ataques a la propiedad. El nuevo Concordato con el Vaticano aseguró un vínculo estrecho con las corrientes más autoritarias de la Iglesia. Para fortalecer la fe en Colombia y dirigir el sistema de escuelas públicas, la jerarquía católica enviaba olas sucesivas de fanáticos religiosos provenientes de otros escenarios de lucha europeos o latinoamericanos, curtidos por la guerra ideológica. A fines de siglo, la Regeneración aplastó la resistencia liberal asociada con la emergente burguesía cafetera durante la sangrienta Guerra de los Mil Días (1899-1903), la cual dejó 100 000 muertos. El presidente Marroquín abandonó Panamá a manos de los EE. UU., cuyo dominio de los asuntos hemisféricos fue indiscutible a partir de ese momento.4

La Regeneración cimentó el control oligárquico, que no había sido seriamente amenazado durante la Guerra de los Mil Días, y cerró los caminos para la participación democrática que una coalición heterogénea de trabajadores rurales, abogados municipales de clase media —también conocidos como tinterillos— y artesanos urbanos, había abierto después de la mitad del siglo.5 Los indígenas, afrocolombianos, artesanos y, sobre todo, campesinos mestizos vieron sus derechos ciudadanos restringidos bajo el mando de los conservadores, mientras que la “raza” católica antioqueña, mitificada en la imagen del colono paisa, se convirtió en el eje cultural de un nuevo orden político y económico.

 

El camino antidemocrático y autoritario de Núñez estaba pavimentado por los cuerpos de aquellos que lucharon por proyectos republicanos alternativos, más participativos e incluyentes, y fijó los parámetros para la política nacional hasta el siglo XXI. Las razones para tal persistencia evidentemente tienen que ver con la topografía: desde la llegada de la Regeneración, la configuración geográfica de Colombia concedió a las élites conservadoras y liberales una ventaja logística excepcional en la imposición de controles clientelistas parroquiales desde arriba, a la vez que obstaculizó o suprimió las movilizaciones nacionales desde abajo. Después de que las élites liberales tropezaran con sus propias contradicciones en la década de 1870, lo que los partidos perdieron en cohesión horizontal, lo ganaron en adhesión vertical por parte de sus seguidores. Las intensas fuerzas ideológicas y materiales de su mutua contención se aplicaban en los ámbitos íntimos de las bases. La fuerza excepcional del clientelismo establecido durante la Regeneración le debe mucho, sin duda, a la ubicación particular de estas presiones.

Otra característica de las zonas rurales colombianas que reformó al clientelismo y le dio un giro político inusual apareció a partir de 1870, cuando grandes extensiones de tierras de la frontera agrícola fueron descubiertas como terreno ideal para el cultivo de café, lo que les dio a los comerciantes colombianos un importante producto básico de exportación, que generó ganancias sustanciales y la perspectiva de una transformación capitalista. Como una extensión de las fincas cafeteras venezolanas, el cultivo del grano comenzó en Santander para luego desplazarse con los campesinos hacia el oeste, en Cundinamarca, donde fue cultivado por grandes terratenientes. Para finales de siglo, los cafetales se extendían en zonas de Tolima, Antioquia y Viejo Caldas (Caldas, Risaralda, Quindío). Después de la Primera Guerra Mundial, Colombia se había convertido en el segundo mayor productor del mundo después de Brasil, bajo unos patrones muy distintos a los del líder mundial. En Brasil y Guatemala predominaban las grandes plantaciones donde trabajaban campesinos endeudados o trabajadores jornaleros. En Colombia, en cambio, estas grandes propiedades eran más modestas, llegaban rápido a los límites de su accionar, como en el caso de Santander, y tenían menos peso en el patrón general de cultivo; mientras que las parcelas pequeñas o medianas eran cada vez más numerosas, aunque no en la misma medida que en Costa Rica. Comparada con las grandes fazendas de São Paulo, la base social de la agricultura de café en Antioquia, Viejo Caldas y partes de Tolima le ofreció a los arrendatarios y apareceros la oportunidad de ser dueños de su tierra y de tener control sobre la producción, en lo que llegó a conocerse como el Eje Cafetero. Medida en términos de distribución de tierra, la economía de exportación del café era comparativamente democrática. Con importantes excepciones regionales, tales como Cundinamarca y el este del Tolima, la producción no estaba controlada por los que sembraban para el patrón, sino por familias campesinas que trabajaban en terrenos de pequeña y mediana extensión a altitudes de nivel medio, entre los mil y dos mil metros sobre el nivel del mar.

Sin embargo, a partir de 1890 la comercialización de la cosecha siempre estuvo en manos de la élite financiera y bancaria de Antioquia, la cual daba créditos a los pequeños hacendados, arrendatarios y aparceros, compraba la producción y financiaba su exportación.6 Los pequeños productores fueron, de esta manera, empujados a un conflicto con los acreedores y con los especuladores de bienes raíces sobre títulos de tierras, términos de venta para sus cosechas y comercio de contrabando en licor. Aun en grandes propiedades en Cundinamarca, los comerciantes-terratenientes, como hicieran los hacendados en el Cauca antes que ellos, tenían que lidiar con arrendatarios rebeldes que cazaban furtivamente, robaban, contrabandeaban e invadían los predios, hacían tratos bajo cuerda y armaban motines en contra del aumento de los impuestos.7 Aunque los márgenes de ganancia dependían de la supervivencia de un monopolio oligárquico, tanto en el mercado como en la política partidista, los hacendados estaban lejos de ser todopoderosos.8 No obstante, en el Eje Cafetero de las cordilleras Occidental y Central, los vínculos entre los minifundistas de abajo y los poderosos distribuidores de arriba marcaron las relaciones de producción e intercambio comercial durante el periodo de gobierno conservador. Esta fue la clave para la construcción de la nación mestiza dirigida por criollos más o menos blancos. Los vínculos coloniales de dependencia se reproducían bajo nuevas formas, que reforzaban los lazos clientelistas verticales e idealizaban al colono paisa, cafetero deferente pero independiente y, más importante aún, ni negro ni indígena, más bien mestizo con la posibilidad material de “blanquear la raza”. Con pocas excepciones, en otras partes de América Latina este patrón ha dado paso a una amplia política urbana en la que partidos populistas radicales —forjando coaliciones entre clases, que incluyen a sindicatos, sectores medios en expansión y campesinos movilizados— han exigido cambios estructurales en la organización del Estado, la sociedad y la economía, lográndolos aún a pequeña escala. En Colombia, por el contrario, nunca fue el caso.

ASCENDENCIA ANTIOQUEÑA

La región más rica y poderosa de todas las zonas cafeteras en Colombia era Antioquia, cuya élite se distinguía por su lealtad a la Iglesia, el culto al “orden”, la fetichización del “progreso” capitalista, la devoción al mestizaje dirigido desde arriba por hombres blancos, el compromiso compartido con un gobierno tecnocrático y bipartidista. El aumento de las fuerzas conservadoras —durante un periodo de segregación racial basado en el racismo científico en el mundo negro atlántico (el sur de los EE. UU., Brasil, Cuba) y de liberalismo en detrimento de las etnias indígenas en Mesoamérica y los Andes— tuvo su base económica en el boom de exportación de café. El control del café, particularmente en lo que se refiere a transporte, crédito y distribución, ayudó a que los banqueros/comerciantes de Medellín se convirtieran en los fabricantes industriales punteros del país. Las élites paisas disfrutaron de preeminencia política nacional desde 1910 hasta 1930.

El movimiento de pobladores hacia las fronteras cafeteras en las tierras del centro y oeste, considerada la transformación histórica más importante del periodo conservador, llevó a una mayor igualdad en el acceso a la tierra, pero no a la riqueza general o al acceso a los recursos o al poder político. Sí consiguió que buena parte de los colonos cafeteros, en su grandísima mayoría mestizos, se alinearan con las élites de uno de los dos partidos.9 El boom de exportación de café también trajo consigo el desarrollo de la banca e instituciones crediticias modernas, el crecimiento de la industria manufacturera (de bebidas, textiles, procesamiento de comida, vidrio y manufacturas con hierro) que inicialmente se basó en el trabajo de las mujeres inmigrantes, así como en la construcción de una nueva infraestructura de transporte.10 En 1914, conexiones férreas unieron a Medellín con Puerto Berrío y el río Magdalena, y en 1915 a Cali con Buenaventura y el Pacífico, lo que hizo del Valle del Cauca y de su modernizada industria azucarera un polo rival del desarrollo capitalista al polo de punta, es decir, el asentado en Antioquia y el Eje Cafetero.

Para fomentar las exportaciones de café y la producción industrial para el mercado interno, el gobierno conservador, apoyado por el Partido Liberal de oposición, financió por primera vez obras públicas y educación. La ingeniería, institucionalizada en la Escuela de Minas de Medellín a partir de 1888, produjo futuros presidentes (Pedro Nel Ospina y Mariano Ospina Pérez) y guió la implementación de proyectos tecnocráticos. Inspirada en la University of California-Berkeley’s School of Mines, la Escuela de Minas fue el semillero de socialización para el cuadro de dirigentes del nuevo orden. La escuela ayudó a formar una élite de comerciantes educados en la técnica pero no en las ciencias naturales experimentales o sociales y mucho menos en las artes. Esta élite no solo sobrevivió sino también prosperó en la Regeneración. Las doctrinas del Papa León XIII reconciliaban el positivismo científico aplicado con la fe tradicional.11

Estos desarrollos eran contemporáneos con los discursos racistas “científicos” y las prácticas de colonialismo interno con respecto a indígenas, mestizos y afrocolombianos en la periferia regional y en el Eje Cafetero. En profundo contraste con las élites caucanas, cuyas opiniones estaban divididas en cuanto a la relación con los afrocaucanos, los dirigentes paisas integraron exitosamente elementos de la cultura popular mestiza en una ideología regional y racial hegemónica e internamente coherente de poder blanco y de medios empresariales: un yanquismo tropical.12 Los comerciantes antioqueños se beneficiaron de la extracción de recursos naturales como oro y petróleo, desarrollaron extensas haciendas ganaderas diseñadas para alimentar una población urbana en vías de expansión (que se quintuplicó entre 1912 y 1951) y fomentaron una cultura nacional de pequeña agricultura comercial de café. Debido a que las empresas estadounidenses controlaban las industrias bananeras, auríferas y petroleras, las fortunas de los industrialistas, banqueros y comerciantes paisas giraban en torno al control del café, de los créditos, de la industria manufacturera y de la especulación en bienes raíces. Aun con el café, en todo caso, el control lo ejercían en última instancia las firmas de importación norteamericanas, la política de gobierno y los consumidores de los EE. UU.13

De esta manera, los colombianos ingresaban permanentemente en la economía capitalista mundial bajo el liderazgo de los elementos de su élite más avanzados técnicamente pero más retrógrados social e ideológicamente. Así, mientras el trabajo organizado en su fase socialista y anarcosindicalista se estaba haciendo sentir en el resto de la región latinoamericana antes de la Primera Guerra Mundial, en Colombia el dominio conservador recibía un nuevo soplo de vida debido al crecimiento en las exportaciones de café. La producción había pasado de un millón de sacos en 1913 a dos millones en 1921 y a tres millones en 1930. Después de la Primera Guerra Mundial, el capital extranjero invirtió en el sector cafetero y Wall Street abrió generosas líneas de crédito en lo que luego se conoció como la danza de los millones —lo que refrescó a la élite exportadora, pero no le dio tregua ni a los arrendatarios y aparceros ni mucho menos a los artesanos, proletarios, indígenas o comunidades afrocolombianas—. Como resultado del informe presentado por Walter Kemmerer, profesor de economía de Princeton que dirigió una misión a nivel continental para evaluar las finanzas en los gobiernos suramericanos, los préstamos de los EE. UU. se agotaron para 1927 y la fuga de capital sumergió a la economía colombiana en una depresión. En 1929, un cambio decisivo ocurrió en la política elitista cuando los precios del café cayeron súbitamente de 60 a 34 centavos el kilo, lo que significó un desastre para la economía de exportación, el cual se consumó posteriormente con el colapso de Wall Street en octubre de ese año. Los conservadores se dividieron cuando los líderes de la Iglesia apoyaron a candidatos rivales en la sucesión para las elecciones de 1930.14

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