Cuentos de Chile

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Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándola con el afán del presidario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

PAULITA

por Federico Gana

–¿Llueve, Paulita? –le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.

–Lloviendo toda la noche sin descansar, señor– me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. Enseguida, cruza los brazos sobre el pecho y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial.

Yo, desde mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que borbotean sin término en las charcas.

–Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen– agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.

Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.

Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello.

Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color oscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo lo ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo:

–¿Y ha sabido de José?

Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:

–¡De José, de Josecito, mi hijo! Sí, señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de este hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero.

Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: “Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas”. Después, cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios...

Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:

–Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?...

–¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo?

Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:

–Sí... siempre me escribe... desde que se fue, ahí tengo las cartas... se las traeré para que las vea... Es tan atento... También me ha mandado algunos engañitos... Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí–. Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:

–Y pensar que va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos. –Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida y, enseguida, agrega con dolorosa sonrisa:

–¡Ah!, señor, ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora –termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.

Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos, y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:

–Y él allá... al fin del mundo... y yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!

Se lleva al pecho las manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.

Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo.

Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho.

Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué vaga, indefinible esperanza.

De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí: trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante.

Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo: sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa... Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:

–Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.

–¡Ah!, José le ha escrito –le digo.

Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:

–Leámela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.

Es una breve carta que principia con el consabido:

Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí, bueno, a sus órdenes. Ésta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.

También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerde de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo.

José Morales.

Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.

De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.

Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:

–José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.

–Ingrato él –me contesta con una expresión de extravío en la mirada–, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda–; y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género oscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!

–Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.

–Sí, ya va a llegar muy pronto –me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.

Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.

Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.

Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:

–Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?

–Lo único que hay de nuevo, señor –me contestó–, es que doña Paulita está en las últimas.

 

–¡Cómo! –le dije sorprendido–. ¿Y qué tiene?

–Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar... Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaución y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.

–Vamos a verla –le digo, hondamente conmovido con la noticia.

Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.

En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.

Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre...

–Paulita –le digo en voz baja–, ¿me conoce?

Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto.

De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil. Destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse. Su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:

–José... Josecito... ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo? ... Acércate... pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame... así... Y tan elegante!.... ¡Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?.... ¡No vuelvas más!

Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso...

Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:

–Pobre José, ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!

El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:

–José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...

–¿Cómo? –le digo, mirándolo sorprendido...

–Sí, señor –agrega–, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero...

–¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?

–Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.

–¿Y los regalos?

–Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir... ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer!–. Y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando al parecer, con la barba apoyada entre las manos.

EL PADRE

por Olegario Lazo

Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta lacre, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca con el grito:

–¡Cabo guardia!

El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.

Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:

–¿Estará mi hijo?

El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.

–El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo –repuso el suboficial.

–Manuel... Manuel Zapata, señor.

El cabo arrugó la frente, y repitió, registrando su memoria.

–¿Manuel Zapata?... ¿Manuel Zapata?...

Y con tono seguro:

–No conozco ningún soldado de ese nombre.

El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:

–¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial de línea...

El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:

–Es el «nuevo»; el recién salido de la Escuela.

–¡Diablos! El que nos «palabrea» tanto...

El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.

El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor.

Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:

–¡Cazuela! ¡Cazuela!

El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:

–¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.

Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:

–¡Cinco años sin verlo!...

Más alegre, rascándose detrás de la oreja:

–No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja!...

«Uno de guardia», pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente.

Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.

El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:

–Lo buscan..., mi teniente.

No sé por qué fenómeno del pensamiento, la escogida figura de su padre relampagueó en su mente...

Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:

–En este pueblo... no conozco a nadie...

El soldado dio detalles no pedidos:

–Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...

Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:

–Está bien... ¡Retírese!

La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarro y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.

A los cinco minutos, vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes. A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos como un pollo:

–¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo... Dice que es el padre de su mercé...

Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia y repuso:

–¡Váyase! Ya voy...

Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.

El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.

Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...

El oficial de guardia encontró a Zapata, simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos...

–Te buscan... Dicen que es tu padre.

Zapata, desviando la mirada, no contestó.

–Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse...

Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia y fue allá.

Al entrar, un soldado gritó:

–¡Atenciooón!

La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.

El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer; gritó:

–¡Mañungo! ¡Mañunguito!...

El oficial lo saludó fríamente.

Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaron los músculos de la cara.

El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:

–¡Qué ocurrencia la suya!... ¡Venir a verme!... Tengo servicio... No puedo salir.

Y se entró bruscamente.

El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.

–Tome: para ustedes, para ustedes solos.

Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:

–Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito!..

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