Heatherley

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Un fajo cada vez más grueso de papeles estuvo viajando durante semanas desde Londres hasta la oficina central, desde la oficina central a Heatherley, desde Heatherley nuevamente a la oficina central de correos y desde allí otra vez a Londres, hasta que Laura recibió una seria reprimenda por lo ocurrido, antes de que el problema se diera por solventado. Todo comenzó con un telegrama que debería haberse entregado durante una terrible tormenta eléctrica. Los habitantes más ancianos del pueblo aseguraban no haber visto nunca nada semejante. Los ensordecedores truenos y los violentos relámpagos pronto fueron seguidos por un auténtico diluvio. Y una vaca resultó muerta en el prado detrás de la oficina de correos, tal y como contó un joven mensajero cuando regresó calado hasta los huesos y temblando de miedo después de su última entrega. Laura fue expresamente hasta el taller del director de la oficina de correos para consultarle si debía o no enviar al chiquillo a hacer otra entrega con semejante tormenta y empapado como estaba, y ambos estuvieron de acuerdo en que era del todo descabellado hacer algo semejante y en que ni las autoridades ni la persona a quien iba dirigido el telegrama desearían que lo hiciera hasta que el tiempo hubiera mejorado. Por tanto, Laura envió al niño a su casa para que pudiera quitarse la ropa mojada y escribió en el dorso del telegrama el motivo del retraso: «Grave tormenta en curso».

Poco después llegó un telegrama de la central de correos dirigido a ella con una severa nota de queja del destinatario y una petición oficial de explicaciones «acerca de las circunstancias que acompañaban a las condiciones climatológicas que motivaron la decisión de no entregar el telegrama». Al responder ofreciendo las «explicaciones» exigidas, Laura se centró en la insólita violencia de la tormenta y las condiciones en que se encontraba el mensajero, haciendo hincapié en su corta edad, además de añadir como prueba la vaca muerta en el prado. Pero si esperaba que las altas instancias se mostraran dispuestas a aceptar tales razonamientos, iba a llevarse una decepción. «Las condiciones climáticas», decía el siguiente comunicado, «no son excusa para demorar la entrega de un telegrama cuando hay un mensajero disponible. Su respuesta al número 18, en tal y cual fecha, es altamente insatisfactoria. Por tanto, ahora deberá entregar estos documentos, junto con el telegrama debidamente cumplimentado, y evitar a toda costa que incidentes similares vuelvan a repetirse». En un arrebato de valor, Laura se hizo cargo de la situación tal y como ordenaba la dirección y respondió a la misiva de la siguiente manera: «Lamento profundamente el error. Se tomarán las medidas necesarias para que no vuelva a suceder». Y tan inocua fórmula pareció surtir efecto y satisfacer a los afectados, pues no volvió a saber nada del asunto.

En aquella época, la red telefónica no había llegado a las zonas rurales y el telégrafo era el único medio de comunicación rápido y disponible en todo momento. La gente lo utilizaba para toda clase de cosas que hoy en día se resuelven «a golpe de teléfono»: invitar a amigos que vivían cerca, informarse del progreso de enfermos convalecientes o hacer pedidos a cualquier comercio. Se trataba de telegramas en ocasiones largos como cartas y en absoluto urgentes en apariencia, enviados por personas adineradas o impulsivas. Algunos podían ser cartas de amor y muchos romances prometedores tomaban forma y alcanzaban desenlaces felices o desastrosos por mediación de Laura.

Un suceso algo excepcional puede servir para ilustrar la casi increíble distancia que hemos recorrido en materia de comunicaciones desde aquellos tiempos anteriores al teléfono y los automóviles. Una pareja que hasta el momento no había tenido hijos y vivía en una gran casa de campo cerca de Heatherley aguardaba con avidez la llegada de tan anhelado momento. Eran ricos y la mujer no andaba muy bien de salud, pero, tras largo tiempo, su sueño estaba a punto de cumplirse, por lo que naturalmente no escatimaron en gastos a la hora de organizarlo todo. Para empezar, solicitaron con un mes de antelación a la oficina de correos un servicio telegráfico completo día y noche, desde el momento en que saliera de cuentas hasta el nacimiento del bebé. El motivo de esto, como trascendió después, era estar en contacto permanente con el especialista londinense que atendía a la mujer. Si finalmente el parto comenzaba después de la medianoche, el doctor viajaría en un tren especial desde Waterloo.

Cuando llegó el gran día, no obstante, no fue necesario recurrir a toda la parafernalia, pues el bebé (un bebé muy sensato) decidió hacer su aparición a una hora en que el telégrafo y los trenes funcionaban con plena normalidad. En cualquier caso, el elaborado programa no había sido diseñado para atender la llegada de un príncipe o una princesa sino al hijo de un simple caballero de la campiña; lo que nos ayuda a hacernos una idea del enorme cambio que supuso en las zonas rurales la llegada de avances relativamente recientes como el teléfono y el automóvil. Hoy día, por supuesto, cuando se aproxima la hora en tales circunstancias, la paciente ya suele estar ingresada en un hospital o su marido dispone de vehículo propio para llevarla a tiempo. O quizá si la familia disfruta de medios económicos suficientes, la madre pueda dar a luz en casa a la criatura con total seguridad haciendo únicamente una llamada telefónica para conseguir la atención necesaria.

Cuando los enfermos más pobres tenían que ir al hospital no podían contar con que los llevaran ambulancias de silenciosos y potentes motores. Viajaban, a menudo sentados, en cualquier vehículo de tiro disponible. No había autobuses motorizados para transportar a la gente durante sus vacaciones o para ir a hacer la compra al pueblo más cercano. En Heatherley ni siquiera los había tirados por caballos. Los más pobres iban a pie a todas partes y los más ricos lo hacían en carro, en calesa, en carruaje o en coche de institutriz.

Las carreteras rurales aún no habían sido asfaltadas, sino que estaban a merced del polvo y el barro dependiendo del día o de la estación del año. En verano, con tiempo seco, cada vehículo que transitaba por ellos se veía obligado a atravesar una densa nube de polvo blanco. Aunque nadie parecía darse cuenta ni se quejaba de ello. Al contrario, se sentían afortunados por disponer de lo que consideraban buenas y modernas carreteras en lugar de los antiguos caminos de carros.

Al terminar el siglo, en partes relativamente modernizadas del país como el municipio al que pertenecía Heatherley, había poca conciencia de clase. Exceptuando las zonas rurales más remotas, parecía haber llegado a su fin la época en que todo miembro de una comunidad —hombre o mujer— conocía su lugar en la escala social, que estaba además perfectamente definido. Laura recordaba alguna de las historias que solía contarle al respecto la ingeniosa patrona de sus tiempos de aprendiz. Un sastre retirado que llevaba un par de años viviendo en el pueblo después de mudarse desde una ciudad había sido invitado a la casa del hacendado para conocer su colección de monedas, por la que había mostrado interés.

—Oh, pero ese lugar es enorme —había comentado mientras conversaba con la señorita Lane—. Llevo toda la mañana preguntándome por qué puerta debo entrar.

La señorita Lane lo había mirado de arriba abajo con aire meditabundo antes de preguntar:

—¿Qué le regala el hacendado por Navidad, faisanes o conejos?

—Oh, conejos —había respondido el hombre, visiblemente sorprendido por la pregunta—. Y es muy amable de su parte, siendo yo un recién llegado.

—Entonces —respondió la directora de correos como quien dicta sentencia— debería usted entrar por la puerta lateral.

Al parecer, un regalo de caza implicaba igualdad social, que no financiera, lo que permitía al beneficiario del mismo ascender los escalones del pórtico, llamar al timbre y ser acompañado hasta el salón principal por un criado con librea. Los conejos, por otra parte, no solo servían para elaborar pastel de carne, también indicaban un lugar intermedio en la escala social. Si los invitados que entraban por la puerta lateral disfrutaban de algún refrigerio en casa del hacendado, por lo general lo hacían en la sala del ama de llaves o en la alacena del mayordomo. No obstante, aún había otra subdivisión en dicha clase y el maestro de la escuela, el director de correos o un granjero arrendatario también podían tomar el té servido especialmente en la biblioteca en la exclusiva compañía del señor de la casa. De ahí que posiblemente, ya que el señor Purvis había mostrado interés por la colección de monedas del hacendado, si iba correctamente vestido y disimulaba su acento también tendría ocasión de disfrutar de dichos honores.

Los ciudadanos corrientes que recibían latas de sopa como muestra de generosidad debían dirigirse a la puerta trasera y, una vez llevada a cabo dicha transacción, se les obsequiaba, según su sexo, con una jarra de cerveza y lo que se conocía como «un tentempié» en el quicio de la puerta, o con una taza de té en la sala del servicio. Ninguno de los que pertenecían a los dos estratos más bajos veía nada denigrante en esta división, y de haberles preguntado al respecto muchos habrían respondido que preferían que las cosas fueran de ese modo, pues se sentían «más cómodos». Además, la comida y bebida eran buenas, aunque el espíritu democrático todavía brillara por su ausencia.

Sin embargo, los tiempos y las ideas estaban cambiando. Las personas que Laura había llegado a conocer mejor tras un tiempo en Heatherley consideraban a sus vecinos más ricos como clientes, potenciales clientes o simplemente como personas más ricas que vivían cerca de su casa. Los más pobres que ellos eran gente que solía alegrarse ante la posibilidad de ganar un chelín o dos cuando tenían algún encargo que hacerles. El término «caballero» solía definir a aquellos que podían y estaban dispuestos a pagar lo que debían, pues gozaban de medios para hacerlo holgadamente, y por extensión también a los que podían y estaban dispuestos a hacer lo mismo con tal de que nadie les hiciera sentirse inferiores. Los pobres todavía hablaban a veces de «la nobleza», pero al no tener ya nada que esperar o temer de dicha clase sentían poco o ningún interés por lo que hacían. Tampoco había aún indicios explícitos de hostilidad entre clases. Cada una de ellas se limitaba a mantenerse en su parcela como si unos y otros fueran nativos o habitantes de países distintos. El antiguo orden, con sus prejuicios sociales y su presunción de superioridad por un lado y la habitual autodegradación por el otro se había desmoronado, pero con él había desaparecido también la antigua hospitalidad y el cálido y humano sentimiento que hermanaba a unos hombres con otros como si fueran miembros de un mismo cuerpo. Se estaban formando otras agrupaciones y combinaciones que en un futuro próximo representarían dicho sentimiento de unidad, pero aún contaban con pocos adeptos. La mayoría seguían luchando a solas sin esperar ni desear otra cosa que lo que ellos mismos pudieran conseguir con su propio esfuerzo. El conocimiento se difundía con mayor facilidad, aunque no por ello la gente parecía más sabia. Y un nuevo sentimiento de independencia abocado a fortalecer la dignidad humana crecía en los corazones de hombres y mujeres. El viejo orden social había caído y, aunque pocos de los que vivían entonces se daban cuenta, el largo y doloroso proceso de construir uno nuevo estaba comenzando. De las brutales tribulaciones que tanto ellos como sus hijos tendrían que soportar antes de que dicho proceso se completara, los hombres y mujeres de aquel tiempo eran todavía felizmente inconscientes.

 

JARDÍN DE CHICAS

Las muchachas de aquella época —o las «Chicas de hoy», como las llamaban en los titulares de la prensa— eran tildadas de maleducadas y atrevidas a la hora de vestir, hablar y comportarse, además de carecer de respeto por sus mayores y de cualquier atisbo de encanto femenino. Algunos afirmaban que se trataba de un signo más de la decadencia de los tiempos. Un siglo moribundo, decían, ha de ser necesariamente una época de virtudes agonizantes. Aquellos cuyos modales y falta de moral condenaban los adultos eran los hijos degenerados de una era enferma. Decían que la juventud moderna era muy fin de siècle, expresión que pronunciaban de las más diversas maneras, pero siempre con tono de desaprobación.

También los jóvenes se declaraban a sí mismos fin de siècle, igual que hacían para referirse a la mayoría de las cosas, pues era sin duda el eslogan del momento. No obstante, cuando lo empleaban chicos y chicas que creían estar a la última lo hacían con autocomplacencia, nunca con desdén. Nuevas ideas e ideales inundaban el aire, se decían, como una brisa fresca y libre que se abría paso en la vieja y rancia atmósfera de convencionalismos. Y lo que para sus mayores era libertinaje para ellos era gloriosa emancipación. En círculos más avanzados que los que Laura frecuentaba, las jóvenes modernas ya habían logrado liberarse de algunas de sus ataduras. Gozaban de mayor libertad para pensar, hablar y actuar que sus madres y abuelas cuando tenían la misma edad. Cuando el nuevo siglo fuera aún joven, afirmaban, su libertad sería completa. Y cuando las de su sexo tuvieran por fin el derecho al voto serían iguales que los hombres en prestigio y oportunidades. También la posición de las mujeres en el hogar sería muy diferente cuando ellas dispusieran de armas para luchar por su propio bienestar y el de sus hijos.

Sin embargo, tales ideas no habían calado en las zonas rurales. Las chicas que Laura conoció en Heatherley era fin de siècle únicamente de forma literal, es decir, porque habían nacido en los últimos años del XIX. Por supuesto, conocían a esa nueva mujer por su reputación, ya que se había convertido en una figura habitual para todo aquel que leía la prensa, representada generalmente con vestimenta casi masculina y con las manos extendidas para apropiarse de los privilegios de los hombres mientras un bocadillo salía de su boca exigiendo «¡El voto para la mujer!». «¿El voto para la mujer?», decían sus padres y hermanos. «Ya les daría yo votos si de mí dependiera. Les daría una buena azotaina en el trasero y las obligaría a quedarse en casa, que es donde deben estar».

A pesar de que jamás habían visto a ninguna, las madres y las hermanas mayores describían a estas nuevas mujeres como «un puñado de feas y desmañadas criaturas incapaces de conseguir marido». «Preferiría verte muerta», decían los padres a sus hijas, «antes que vestida de pantalones y gritando por el derecho al voto». Por suerte, dicho dilema no solía plantearse. Tan terrible semblanza de la «nueva mujer» era advertencia más que suficiente para que las jóvenes de la campiña la rehuyeran como si fuera la peste y se concentraran en ser femeninas.

Vestidos de muselina con volantes lo bastante largos como para barrer el suelo y engancharse y desgarrarse en las zarzas, sombreros blandos de paja adornados con ramilletes de flores, interminables fulares y pañuelos, velos y boas, constituían el atuendo femenino ideal. En su tiempo libre ellas mismas bordaban flores de seda teñidas de colores crudos en respaldos de sillas, guardapelos, cepillos y neceseres, fundas de tetera, bolsas de agua y hervidores para su ajuar, que en esencia eran una colección de artículos supuestamente imprescindibles que cualquier chica casadera debía atesorar «para cuando llegara el momento de formar su propio hogar». Toda chica que hubiera acumulado la mayor y más variada cantidad de artículos era considerada por sus mayores una muchacha buena e industriosa y merecedora de un buen esposo. Aunque lo cierto es que nadie sabía a ciencia cierta de qué iban a servirle todas esas cosas a cualquier marido. A menudo llamaban a Laura para admirar el contenido de alguna de esas colecciones y con frecuencia ella comparaba en silencio a sus orgullosas propietarias con las aves hembra que empiezan a hacer acopio de ramitas antes de que aparezca el macho o de escoger siquiera el lugar donde construirán su nido.

Las chicas consideradas «afortunadas» por conseguir marido se daban finalmente la satisfacción de utilizar el contenido del ajuar para embellecer su nuevo hogar. Pero no todas eran igual de afortunadas. Laura había tenido una amiga que al cumplir veintiséis años sin haber recibido lo que se conocía como «una oferta» subastó todos los artículos de su ajuar y se compró una bicicleta con las ganancias. La bicicleta obtuvo el éxito que el ajuar no había conseguido, ya que seis meses después se había casado con el propietario de una tienda de bicis donde se había detenido durante una de sus excursiones para una pequeña reparación. Nadie supo si se arrepentía o no de haberse desprendido de sus hermosos bordados. Probablemente no, pues pasaba sus días de casada trabajando con su marido en el nuevo y floreciente negocio y según se decía estaba ganando una pequeña fortuna enseñando a niñas y mujeres a montar en sus nuevas bicicletas.

Todo el mundo se desplazaba sobre dos ruedas en aquellos tiempos. En Londres, las chicas y mujeres de la buena sociedad pedaleaban todas las mañanas alrededor de los parques, pues preferían esta nueva modalidad de ejercicio a cabalgar a lomos de un caballo en el Row. Durante los fines de semana, el campo rebosaba de gente que huía de los suburbios en sus bicicletas. A veces, los domingos por la tarde Laura iba con alguna amiga hasta el cruce de la carretera principal para ver a los ciclistas que pasaban en una interminable corriente de parejas, tríos y pequeños pelotones. Las mujeres pedaleaban vestidas con largas faldas cuyos bajos sujetaban con gomas en los tobillos y blusas con amplias mangas «de obispo» que se hinchaban con el viento. De cuando en cuando aparecía una mujer vestida con bombachos y sombrero masculino con una larga pluma decorativa en un lateral, y un leve murmullo se extendía entre los espectadores. Sin embargo, eran pocas las que llevaban pantalones y la prenda, que raras veces era del gusto de la gente de mediana edad y a menudo era utilizada por mujeres robustas, pronto fue desbancada por la falda pantalón, que contaba con una abertura especial para pedalear, pero seguía cayendo hasta los pies en el momento en que la amazona desmontaba. Los ciclistas de la carretera procedían de diversos pueblos de los alrededores. Las chicas de Heatherley —exceptuando a las comprometidas que eran consideradas privilegiadas por contar con un acompañante masculino— no solían ir, como ellas mismas decían, «a ver el desfile de los domingos», pues era considerado «vulgar», y en tanto que vulgar era también un tabú.

De modo que los domingos, entre misa y misa, las que por el momento seguían libres y sin compromiso solían dar pequeños paseos en parejas o tríos mientras conversaban. Por lo general, la charla se imponía al paseo. A menudo se detenían en plena conversación y cuando el tema se agotaba se daban cuenta de que ya era hora de regresar. Esas eran las chicas del pueblo que Laura conocía mejor. Las hijas de los comerciantes, dependientas y vendedoras de diversos negocios cuyos padres tenían apartamentos en alquiler o regentaban pequeñas granjas. También había chicas de otros pueblos y de casas más aisladas en la campiña o dispersas por los brezales, que en su mayoría vivían cerca y podían desplazarse fácilmente a pie, de edad y posición social lo bastante similares como para ser incluidas en el grupo o, como también lo llamaban a veces, «la pandilla».

La mayoría de ellas había tenido más ventajas educativas que Laura. Algunas habían estudiado en internados; otras en escuelas elementales que, estando en condados más cercanos a Londres, eran mucho más modernas que las de municipios rurales apartados como el de Laura. Conocían, al menos de nombre, gran variedad de temas que, como solían decir, habían «visto» en la escuela. Pero si tales cuestiones habían llegado a despertar su interés, este había desaparecido o había llegado a disgustarlas. Ocasionalmente, durante una conversación, alguien citaba una fecha o el nombre de una ciudad o un río, o repetía como un loro uno o dos versos de algún poema popular, y entonces todas exclamaban: «¡Pero dejemos a los chicos esos temas lúgubres! ¡Gracias a Dios los días de escuela han terminado!».

La vida hogareña y familiar, el concienzudo desempeño diario de sus deberes y la lealtad hacia sus amigas eran sus puntos fuertes. Había enfermeras natas entre ellas y hábiles gestoras a la hora de llevar la casa, y casi todas sin excepción sabían sacar el máximo partido a su apariencia personal sin dejar de comportarse de forma civilizada.

Eran, en esencia, buenas chicas. Afectuosas, solícitas y generosas, buenas hijas y hermanas, y sin duda estaban preparadas para convertirse en buenas esposas. Se enorgullecían de su bondad tanto como de su femineidad. Y uno de los versos que citaban más frecuentemente era «Sé buena, dulce doncella, y que piensen los demás» de Kingsley, que repetían con gusto en las ocasiones importantes.

En general, formaban una pandilla bastante sentimental, y aunque todas se llevaban bien, muchas tenían una amiga especial dentro del grupo con la que iban a todas partes y lo hacían todo. Estas parejas eran reconocidas y no solían suscitar comentarios entre las demás. Siempre decían «habrá que preguntar a Maud y Fanny» o a «Mary e Isobel». Caminaban cogidas de la cintura, respondían preguntas dirigidas a la otra y a veces incluso vestían de forma parecida. Otro aspecto sentimental común en el grupo había sido tomado de la canción de Tennyson Ven al jardín, Maud. El «jardín de chicas» era el nombre con que habían bautizado en privado su asociación. «Una nueva rosa para nuestro jardín de chicas», decía alguna muy seriamente cuando aparecía alguien nuevo. «¡La reina de nuestro jardín de chicas!», exclamaba otra al ver a una de sus amigas con un nuevo y favorecedor sombrero o vestido. No hace falta decir que las ideas abstractas no les interesaban lo más mínimo, del mismo modo que por lo general ignoraban todo lo que sucedía o existía fuera de su habitual radio de acción. Preferían ser consideradas buenas que inteligentes, y quizá en ese sentido representaban mejor a la mayoría de las jóvenes de la época que otras chicas más adelantadas a su tiempo.

En aquellos años los juegos de palabras todavía eran una muestra aceptable de sentido del humor. Si era bueno, un juego de palabras podía provocar risas o al menos una indulgente sonrisa en círculos más intelectuales que los que Laura tenía ocasión de frecuentar. Sin embargo, las modas en ingenio, igual que en el vestir, jamás sobreviven al exceso de popularidad. Y con la llegada del nuevo siglo, el arte del juego de palabras se había devaluado demasiado como para perdurar. Todo el que era capaz de hablar hacía sus pinitos de vez en cuando sin tomárselo en serio, ya fueran estrellas de variedades o sacerdotes, padres de familia, doncellas, tenderos o ayudantes de carnicero. Incluso los doctores más eruditos y los catedráticos universitarios podían llegar a caer en la tentación ante esta debilidad verbal. Las chicas que Laura conocía entonces eran grandes aficionadas y los juegos de palabras salían de su boca con la misma facilidad que el oro, los diamantes y las perlas brotaban de los labios de la muchacha del cuento de hadas. Uno de los recuerdos más perdurables que Laura conservaba de Heatherley era de un día en que todas las chicas de la pandilla regresaban de un pícnic encaramadas en un viejo carromato, tres delante y tres atrás, con los sombreros adornados con guirnaldas de rosas, sonrientes con las mejillas sonrojadas y la frente perlada de sudor y apretujadas unas contra otras tan plácidamente como si se desplazaran sobre un colchón de plumas.

 

—Esta mañana íbamos bien cargadas —comentó una de las chicas inocentemente.

—¡Es que no somos precisamente ligeras de cascos! —respondió otra con reputación de ingeniosa.

Eso bastó para que todo el cargamento de muchachas rompiera a reír a carcajadas, todas excepto una de las chicas que tardó en captar el chiste hasta que otra le susurró al oído:

—¡Por el peso, idiota! ¡Por el peso!

Su carcajada a destiempo volvió a desatar las risas del grupo y al final tuvieron que frenar a la vieja yegua gris y detener el carro en un lado de la carretera para que las chicas bajaran y se tumbaran a la sombra sobre la hierba hasta calmarse. Una de ellas se lanzó desde lo alto con tal abandono que tuvieron que advertirle que estaba enseñando las piernas. Al oírlo se puso muy tiesa y sujetó la falda a la altura de las rodillas. Pues, como alguien comentó, cualquier hombre que pasara por allí podría haberla visto. Al oír el comentario todas parecieron calmarse, de modo que volvieron a subir al carromato y la conductora azuzó a la vieja y leal yegua para todo de su padre y retomaron la marcha a través del húmedo crepúsculo que olía a brezo y madreselva.

Un grupo así sería considerado hoy en día poco cultivado. Situado justo en el extremo opuesto estaría el té literario al que Laura fue invitada. Los invitados, según le explicaron, debían llevar puesto algo relacionado con el título de un libro, lo que pronto se convirtió en motivo de preocupación para ella, pues sabía que algunas de las chicas pensaban asistir elegantemente vestidas, algo que ella no se podía permitir. Su primera idea fue ir como La dama de blanco, pero enseguida decidió no hacerlo porque su único vestido de ese color era uno fino de verano y ya estaban en invierno. Después recordó que tenía un pequeño broche con forma de molino de viento que, prendido en el pecho junto a una borla y un lazo de cadarzo amarillo, pensó que le serviría para aludir a El molino de Floss, de George Eliot. Finalmente, nadie adivinó de qué obra se trataba, pero lo mismo sucedió con los símbolos de la mayoría de los asistentes. Algunos eran bastante simples. Una chica llevó un pequeño globo de cristal en alusión a El ancho mundo, la novela de Susan Warner. Otra besaba y acariciaba de cuando en cuando a una muñequita y los que habían leído el libro recientemente exclamaron «¡Mi amorcito!». Grandes esperanzas estuvo representada por la expresión facial de una invitada, que al entrar en la habitación señaló la mesa del té ya preparada y expresó con mímica que le encantaría probar todo aquello lo antes posible. Aunque quedó visiblemente decepcionada cuando alguien sugirió que su novela era Un lunático a la fuga.

Tras una excelente merienda en una casa donde los libros de gastronomía eran la lectura favorita, la pandilla jugó a lo que consideraban pasatiempos de carácter libresco, juegos de preguntas cruzadas y respuestas disparatadas. Uno de ellos, probablemente sugerido por un artículo de la revista femenina de la que la anfitriona había sacado la idea de celebrar el té literario, consistió en una serie de preguntas a las que cada invitada debía responder por escrito.

¿Prefieres a Dickens o a Thackeray?

¿A Tennyson o a Browning?

Así comenzaba el juego, aunque la cosa no tardaba en perder altitud:

¿Carne blanca o roja?

¿Manzanas o peras?

¿Lirios o rosas?

¿Piel morena o clara?

¿Hombres o mujeres?

Por lo que más bien parecía que Muriel, la anfitriona, se había limitado a sustituir las ideas del escritor por otras de cosecha propia. En cualquier caso, el juego de las preguntas logró animar al grupo y consiguió que se divirtieran. Y a continuación optaron sin más preámbulos por juegos tan poco literarios como el veo-veo y los pares.

Fue una velada muy agradable en la que los placeres más mundanos no tardaron en imponerse al entretenimiento intelectual. ¡La confortable estancia, el cálido fuego en la chimenea, la mesa exquisitamente preparada con la plata de la familia y las mejores porcelanas, además de los deliciosos pasteles de carne caseros, los canutillos dulces y las magdalenas de mantequilla que se deshacían en la boca!

Laura tendría que haber hecho algún que otro ajuste horario en el trabajo para poder asistir al té literario de no haber coincidido con un festivo nacional, pues por lo general ella y Alma se alternaban para disfrutar del día libre. Sin embargo, las chicas que vivían en casa y no estaban sujetas a horarios laborales iban constantemente a tomar el té, desfilando de casa en casa con tanta frecuencia y con tal entusiasmo y jovialidad que a Laura le recordaban a los curas de Shirley. En esas ocasiones, al menos en apariencia, ninguna de ellas tenía penas en el corazón ni otro pensamiento en la cabeza que no fuera pasárselo lo mejor posible. «Un corazón tan grande como un globo y un cerebro del tamaño de un mosquito», comentó un viejo y cínico amigo de Laura cuando ella le contó una anécdota sobre una de las chicas que organizaban las fiestas. Pero, aunque Laura las defendía, sabía en el fondo de su corazón que la naturaleza humana no podía simplificarse de esa manera. A medida que fue conociendo mejor a sus amigas descubrió que gran parte de su frivolidad y su actitud aparentemente descerebrada como grupo era una mera pose, si bien una pose inconsciente, motivada por su firme determinación de parecer absolutamente femeninas. Desde que eran niñas les habían dicho —y ellas lo habían creído de pe a pa— que el pensamiento era un privilegio de hombres y que el papel de la mujer en el plan divino no era otro que mostrarse encantadora. No obstante, por separado, cada una de las chicas tenía una vida que vivir para la que tanto el corazón como el cerebro eran necesarios.

Esto quedó demostrado tiempo después por la misma muchacha cuyo carácter había resumido el viejo señor Foreshaw con su irónica frase. En efecto, no era una joven brillante y su desafortunada costumbre de reír demasiado a menudo acentuaba injustamente esa impresión. Pero cuando las circunstancias lo requirieron demostró ser capaz de dirigir el pequeño negocio de su difunto padre, al tiempo que apoyaba a su madre viuda proporcionándole todas las comodidades.

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