Heatherley

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Cuando Alma la encontraba «melancólica», como ella misma solía decir, trataba de animarla de la manera más encantadora e inocente, que a menudo resultaba simple hasta la estupidez, hasta que conseguía robarle una sonrisa. Mientras ordenaba el correo nocturno leía en voz alta las direcciones de las cartas pronunciándolas de forma grotesca —Swanage… Swanaggie, Metropole… Metropoly, Leicester… Lycester, etcétera—; escondía el anillo de Laura, que solía quitarse para lavarse las manos, o encerraba al gato de la oficina en la consigna del correo certificado y fingía que era un tigre en una jaula. Un día apareció con una mosca muerta en la palma de la mano y se la enseñó a Laura con gesto serio diciendo: «¿No era este el moscón que te atosigaba?».

Tras conocer a Alma, Laura creyó durante un tiempo que al fin había encontrado aquello que aún no tenía, una verdadera amiga de su mismo sexo y edad. Sin embargo, nunca llegaron a ser íntimas. Alma vivía en el pueblo y allí tenía sus intereses y amistades de siempre. Además, pasaba gran parte del tiempo libre con el muchacho que después sería su marido. De modo que su vida ya estaba completa. No obstante, mantuvieron la buena relación que había nacido entre ambas desde que se conocieron, y cuando años después Laura recordaba aquellos tiempos sentía que le debía mucho a su dulce y saludable influencia.

A pesar de la compañía de Alma, con quien pasaba varias horas al día, y la de los nuevos amigos que iría conociendo, Laura se encontraba en una posición incómoda, pues las semanas transcurrían y seguía sin encontrar una habitación en el pueblo, por lo que en numerosas ocasiones estuvo a punto de presentar su renuncia para buscar un puesto más agradable en otro lugar. Pero lo cierto es que al final pasaba muy pocas horas en compañía de los Hertford. Estaba más que satisfecha con su trabajo en la oficina, pues disfrutaba del ajetreo y el estímulo que suponía tener muchas cosas que hacer. La nueva clientela era interesante y en su tiempo libre, mientras duraba la luz del día, tenía a su alcance un paisaje completamente nuevo y emocionante que explorar. Y lo cierto es que carecía del dinero necesario para volver a mudarse. Estaba segura de que su madre habría movido cielo y tierra con tal de ayudarla de haber conocido sus circunstancias, pero hacerlo habría supuesto para ella un enorme sacrificio. Y aunque tenía otros parientes que lo habrían hecho gustosos, el horror que le habían inculcado desde niña a pedir prestado le impidió recurrir a ellos.

De modo que se quedó en Heatherley y allí tuvo todo tipo de experiencias, agradables y desagradables. «Si los diecinueve son malos, peores son los veintiuno», decía un viejo refrán de la región donde nació. Un autor contemporáneo se había referido a ese periodo vital como «la Calle Siniestra». A pesar de todo, la calle siniestra de Laura no lo fue tanto. Pero de todas formas tuvo que recorrerla de principio a fin y el destino quiso que lo hiciera en Heatherley.

GENTES DEL LUGAR

Durante sus primeros tiempos en Heatherley, Laura sentía de cuando en cuando que se había extraviado en un mundo completamente nuevo. Uno más próspero y cómodo, más sofisticado y en muchos aspectos mejor comunicado e informado, pero también menos amable, sólido y estable que el que ella había conocido al nacer. Esa impresión se podía achacar en parte a las constantes idas y venidas de visitantes y turistas que por allí pasaban con un ánimo estrictamente vacacional, pero también a que en ese nuevo municipio pocos de los que allí vivían lo habían hecho desde su nacimiento o desde que eran niños. Algunos comerciantes, hombres casados con familia, todavía se referían a Birmingham, Londres o Shropshire como su hogar. Los dos médicos de Heatherley eran nuevos en el pueblo, igual que lo era el párroco, pues la iglesia era de construcción reciente. La mayoría de los trabajadores se habían instalado allí para ganarse la vida, igual que Laura, y ninguno de ellos había tenido tiempo de echar raíces aunque hubieran tenido intención de hacerlo.

Pero esas sensaciones no eran suscitadas únicamente por el lugar. Los tiempos estaban cambiando y la gente cambiaba con ellos. Laura se había perdido varias etapas de dicha transformación. En los condados agrícolas como su lugar de nacimiento la gente continuaba siendo en lo esencial igual que cuando ella era niña. Los que habían nacido en el campo, con muy pocas excepciones, vivían y morían en el mismo lugar. Las nuevas ideas tardaban en alcanzarlos y con frecuencia eran mal recibidas cuando al fin llegaban. Los viejos nombres familiares sobrevivían generación tras generación en las aldeas. Y los mismos campos, con sus cultivos anuales, contribuían a reforzar ese sentimiento de continuidad.

Al romper con su propio pasado personal y asentarse en un lugar sin tradiciones, los habitantes de Heatherley parecían vivir estrictamente en el presente. El pasado, y en especial todo lo relacionado con el campo, poco o nada significaba para ellos. Y cuando miraban hacia el futuro veían un futuro de cambio, un merecido retiro cómodo y tranquilo para sí mismos —y, quizá más vagamente, para el mundo en general— y el advenimiento de la era de bonanza que prometían los profetas de la prensa con la llegada del nuevo siglo, cuando sería inventada la nueva maquinaria que haría todo el trabajo y los hombres podrían disfrutar de un ocio ilimitado mientras vivían leyendo los tabloides por el irrisorio precio de un penique al día.

Entretanto, se sucedían nuevas modas en el vestir y nuevas maneras de vivir, llegaban nuevos visitantes al pueblo con dinero para gastar, nuevos chismorreos que difundir y nuevas ideas que comentar extraídas de la prensa diaria —nuevas hoy y olvidadas mañana—, que con el paso del tiempo constituían su principal preocupación al margen de lo más inmediato y familiar. En esencia no eran diferentes del resto de la humanidad. Tenían sus esperanzas y miedos, sus gustos y sus fobias, trabajaban duro en sus negocios, atendían a los clientes de sus tiendas y a los huéspedes de sus apartamentos, soportaban los problemas y los reveses vitales con el esperable valor, sacrificándose por los que amaban o aceptando que otros lo hicieran por ellos, pues aunque las ideas y las costumbres pueden cambiar, la naturaleza humana es inmutable.

Y en efecto, las ideas y costumbres estaban cambiando. Los comerciantes de Heatherley eran más independientes que los clásicos tenderos de los pueblos en su manera de abordar a la clientela. Y, por lo general, cultivaban una actitud de tómelo o déjelo que a su modo de ver debía caracterizar a todo británico nacido libre. Sus tiendas eran más pequeñas y no tan bien cuidadas como las de los pueblos y villas que Laura había conocido siendo niña. Y esos tenderos no hacían gala de aquel orgullo tan característico por sus productos ni de su habilidad para satisfacer al cliente propia de los carniceros o dependientes a la antigua usanza. Muchos de los residentes más adinerados recibían semanalmente sus provisiones de Whiteley’s o de los almacenes del Ejército o la Armada. Y algunos de los más pobres mezclaban negocios y placer los sábados por la tarde haciendo sus compras semanales en el pueblo más cercano. Ni ricos ni pobres sentían la obligación moral de gastar su dinero en las tiendas locales y se limitaban a comprar donde pensaban que iban a encontrar los productos más frescos o baratos.

También se habían relajado otro tipo de costumbres. Por ejemplo, el dueño de la casa solariega, que en un pueblo más anticuado y a falta de título nobiliario sería conocido como el terrateniente y gobernaría su pequeño reino con mayor o menor benevolencia, para los habitantes de Heatherley era sencillamente el señor Doddington, pongamos por caso, que vivía en tal o cual mansión. No ejercía una especial influencia sobre los habitantes de la localidad, que lo respetaban en la misma medida que a cualquier otro ciudadano que pagara puntualmente sus facturas. Cuando regresaba de alguno de sus viajes por el extranjero, se relacionaba con aquellos vecinos que consideraba sus iguales, pero no pretendía conocer a todos sus conciudadanos ni consideraba su deber interesarse por la salud y el bienestar de los que conocía. Se decía que era un buen patrón para los que trabajaban en sus propiedades o que era amable con sus empleados y sus familias cuando tenían problemas o se enfrentaban a la enfermedad. Pero dicha amabilidad, junto con otras muestras de caridad, si las había, no eran en absoluto oficiales. Vivía su vida en privado como cualquier caballero, igual que los otros veinte que había en la vecindad, pero nada en su comportamiento le hacía parecerse al tirano quisquilloso o al benévolo señor que en parroquias más anticuadas aún era conocido como «nuestro amo».

Entre médico y paciente siempre se establece hasta cierto punto una relación personal, pero aunque los dos médicos de Heatherley eran queridos y respetados por su buen hacer profesional, la relación entre unos y otros no era la de los viejos médicos rurales con sus pacientes. Cuando Laura era niña, lo recordaba bien, en la mayoría de los casos solía haber un gran afecto y también gratitud entre ambas partes. Cuando alguna mujer de la aldea con pocos recursos iba al pueblo a pagar la factura del doctor —o más frecuentemente algún plazo de la misma—, llevaba consigo una pequeña ofrenda a modo de agradecimiento (unas setas, un conejo, una botella de vino casero o de kétchup) y solía decir «Sé que no es gran cosa y él ya tiene bastante, pero siento que lo que ha hecho por nuestro fulanito no se puede pagar con dinero». En el nuevo orden el dinero era considerado pago más que suficiente. La gente recibía facturas mucho mayores y las pagaba con más o menos premura, gruñendo como es menester, y la deuda se consideraba liquidada.

 

En Heatherley, las casas y chalés que se mezclaban con las tiendas estaban habitadas por jardineros, cocheros y otros trabajadores de las mansiones más grandes, por familias de hombres que llevaban a cabo diversos oficios para el constructor local y por viudas y mujeres solteras que alquilaban apartamentos. Realmente no había gente pobre y pocos podían ser considerados «gente del campo» en el sentido estricto del término. Para encontrar a los nativos del lugar había que salir del pueblo. Allí, dispersos por las largas y estrechas vaguadas cubiertas de brezo, había pequeños y antiguos hogares, cada uno de ellos con dos o tres campos donde los descendientes de los habitantes originarios de la zona cultivaban a la menor escala posible, ejercitaban al máximo sus derechos comunales sobre la tierra y vendían a los recién llegados huevos, mantequilla y productos de sus huertos. También mantenían viva una vieja industria local, la manufactura de pequeñas escobas redondas de jardín, llamadas escobones, para las que utilizaban los tallos largos y duros del brezo; los que se dedicaban a este oficio aún eran conocidos por el añejo nombre tradicional de escoberos.

Durante sus largos paseos, Laura llegaría a toparse más adelante con alguna de estas casitas bajas de los escoberos, con almiares de heno de sus propios campos y otras pilas parecidas a los almiares, pero mucho más grandes y altas, de escobones nuevos con mangos de un blanco resplandeciente, recién pelados y listos para ser transportados al mercado.

No obstante, al llegar a Heatherley su interés inmediato se centró en las celebridades que por allí pululaban. Y sin duda en aquella época había muchos más especímenes de famosos que de escoberos. La viuda del famoso científico que había dado a conocer el lugar seguía viviendo en la casa por él construida y a la que poco después había añadido una verja de cuatro metros de altura recubierta de brezo para ocultar la vista de las nuevas edificaciones de todos aquellos que se habían beneficiado de su descubrimiento. Un juez que también era hombre de letras había fijado allí su residencia de fin de semana; un explorador del continente africano que recientemente había acaparado los titulares de la prensa había alquilado una casa amueblada; y también un joven editor, cuyo nombre no tardaría en hacerse familiar para muchos lectores, visitaban con frecuencia la localidad. Había numerosos escritores y artistas, muy conocidos y no tanto, y en aquel momento eran los escritores los que parecían otorgarle a la localidad su particular excelencia. El primer domingo por la mañana que pudo salir a pasear había visto a un hombre alto que se apoyaba en una muleta, de barba hendida y pelirroja y ojos vivaces e inquietos, rodeado por un grupo de hombres más jóvenes que parecían alimentarse de cada sílaba que pronunciaba. El hombre alto con la muleta, según le dijeron, era escritor. No hacía mucho tiempo que había llegado y nadie sabía qué escribía, pero sí que era respetado en Londres. Es muy inteligente, decían, muy inteligente sin la menor duda. Sus seguidores eran jóvenes del pueblo que, después de que se hiriera la pierna en un accidente en bicicleta, habían empezado a visitarlo los fines de semana. Laura había sido una voraz lectora desde su más tierna infancia. Hasta el momento había vivido la mayoría de sus aventuras gracias a los libros, de modo que ver de repente a un escritor en carne y hueso fue para ella tan excitante como lo sería para cualquier joven de hoy encontrarse a una estrella de cine en plena calle. A ese autor en particular volvería a verlo muchas veces y tendría el placer de oírlo conversar ante el mostrador de la oficina de correos cuando se encontraba allí con sus amigos. Igual que a otros escritores, cuyos nombres y obras ya conocía.

En especial cierto escritor que había inventado un nuevo tipo de ficción cuyo éxito sigue floreciendo hoy en día, si bien su autor, como él mismo lo habría expresado, hacía largo tiempo que lo había «superado». El suyo era la clase de libro capaz de llegar a todo el mundo, jóvenes y viejos, intelectuales y simples, y por aquel entonces había alcanzado una gran notoriedad que al parecer había causado una profunda impresión a los ciudadanos de Heatherley. No tanto por sus cualidades literarias como por el grandioso y elegante baile que habían celebrado en el nuevo hotel de la colina para conmemorarlo. Apenas pasaba un solo día sin que ese autor se presentara en la oficina de correos como una repentina ráfaga de brisa, que daba la impresión de llenar por completo la estancia con su graciosa presencia y su jovial y profundo tono de voz. Durante sus paseos por el pueblo siempre tenía un amable saludo para todo el mundo, ricos y pobres, conocidos y desconocidos por igual. Era probablemente el hombre más popular de toda la vecindad. Eran pocos los vecinos que no habían leído al menos uno de sus libros, y muchos lectores locales estaban convencidos de que se trataba de uno de los más grandes escritores vivos del momento.

Otro residente, también novelista, aunque de un estilo bien diferente, acababa de causar sensación al publicar una de esas novelas «problemáticas» que tan frecuentes eran en la década de los noventa. Era un libro serio escrito por un reconocido maestro del estilo y tanto el tema que trataba como su manera de abordarlo sin duda resultarían legítimos y sobrios para cualquier lector actual. Pero entonces se desató una tormenta de críticas a cuenta de su dudosa moralidad. Se escribieron cartas a los periódicos al respecto, se pronunciaban sermones en su contra los domingos y la novela incluso llegó a ser vetada en algunas librerías. Todo aquel que conocía de vista al escritor o que había pasado alguna vez por delante de su casa sintió de repente el irrefrenable deseo de leer su libro, de modo que en el pueblo se compraron numerosos ejemplares que circularon de mano en mano hasta que prácticamente todos los mayores de edad lo habían leído y se habían formado su propia opinión al respecto. Los lectores solían escandalizarse inicialmente al tiempo que sentían una deliciosa excitación. Quién habría pensado que aquel hombre menudo y de aspecto tranquilo, con su cuidada barbita gris y los prismáticos colgados del cuello era capaz de concebir y escribir una historia tan impactante. ¿Sería llevado a juicio por ello? Muchos habían oído hablar acerca de procesos judiciales a libros indecentes, y algunos que habían disfrutado en secreto leyendo su novela parecieron bastante decepcionados cuando todo el escándalo suscitado por su publicación fue decayendo, mientras su autor seguía paseando libre y aparentemente indiferente a la tormenta que se había desatado por su causa.

Otro asiduo visitante de la oficina de correos era Richard Le Gallienne, un joven poeta cuya obra gozaba entonces de gran estima en los círculos literarios. En aquellos tiempos los poetas aún vestían como tales. Pocos años antes, no muy lejos de Heatherley, era habitual encontrarse con el mismísimo Tennyson, una noble figura vestida con capa negra y sombrero de ala ancha, caminando por los brezales y murmurando para sí mismo algún verso al que estaba dando forma. También era frecuente ver a George MacDonald en una silla de ruedas, con su hermoso cabello blanco y un abrigo escarlata, recorriendo las calles del pequeño pueblo en el valle. Ambos habían sido figuras reverenciadas por toda la vecindad y eran considerados casi un bien comunitario. Por el contrario, el nuevo y joven poeta que realmente vivía en Heatherley no era demasiado conocido ni estimado en su tierra, por así decirlo.

Debería haber sido capaz de atraer más atención, pues circulaba a todas horas por la parroquia en su bicicleta a gran velocidad, con su largo y brillante pelo descubierto, su ligereza casi femenina y una gracia natural que resaltaba aún más con su camisa blanca de seda, su gran pajarita de artista y sus pantalones bombachos de terciopelo. Pero era joven. Su retrato no aparecía en los periódicos el día de su cumpleaños junto a un titular que le declaraba gloria nacional y sus obras elegantemente encuadernadas no eran escogidas por miles de lectores como regalo navideño o de aniversario. Para el conjunto de la comunidad era como si no existiera.

Estas y muchas otras personas frecuentaban la oficina postal y, desde su pequeño mostrador de correos, Laura tenía ocasión de observarlos a diario. Algunos eran fantásticos conversadores y cuando dos o más amigos se encontraban allí ella se entretenía escuchándolos. A veces deseaba que alguno de los brillantes comentarios que lanzaban al aire como canicas de colores volara en su dirección, pues en su vanidad juvenil estaba convencida de que sería capaz de atraparlo y devolverlo tan limpiamente como cualquiera de los hombres a quienes iban dirigidos. En su relación profesional con ellos descubrió que, por regla general, aquellas personas de cierto nivel intelectual, al igual que las que gozaban de una posición social notable, eran de trato fácil y agradable. Eran los que habían tenido escaso éxito y los que deseaban ascender en el escalafón, pero disfrutaban de una posición social insegura, los que se daban demasiada importancia y solían tratarla con condescendencia.

Después estaban los bohemios de la literatura y las artes que, a pesar de que el pueblo se había convertido en un lugar elegante, seguían apareciendo con su mochila al hombro y se alojaban en alguna pensión o apartamento. Durante un tiempo se pudo ver a un joven que había alquilado un cuarto en una pensión y enseguida dio a entender que estaba allí para escribir una novela. Era una criatura larguirucha y de notable estatura que con su negra capa Inverness y su sombrero de ala ancha parecía un artista vagabundo salido de alguna viñeta de la revista Punch. Para empaparse del ambiente local, como él mismo habría dicho, trabó relación con un mal bicho de la vecindad, un pícaro más o menos de su edad que nunca tenía trabajo y de quien se sospechaba que se dedicaba a la caza furtiva, además de ser a todas luces un canalla malhablado.

Los residentes de mejor condición no se relacionaban con él, aunque debido a su peculiar apariencia todos en el pueblo eran capaces de reconocerlo a simple vista. Para los parroquianos más convencionales se trataba de un personaje risible, objeto de burla, que solía suscitar guiños de complicidad. Uno de los peores recuerdos de Laura fue haberlo visto una noche regodeándose por la victoria en la guerra de los Bóers, medio borracho y cogido del brazo de una chica de unos catorce años. La joven contemplaba con adoración su rostro embotado y estúpido mientras le ayudaba a llegar dando bandazos por la calle hasta su alojamiento. Quizá no fue del todo malo para ella que días después lo encontraran muerto, con unas pocas monedas en el bolsillo y una gran deuda contraída con el propietario de la pensión. Se había suicidado.

Su muerte causó una gran impresión en el pueblo. La gente estaba horrorizada, no tanto por la pérdida inútil de una vida tan joven como por el baile que se había organizado la noche siguiente en el salón de reuniones situado sobre su habitación. El baile se celebró, y mientras arriba reinaban el jolgorio y la alegría, en el piso de abajo yacía el cuerpo inerte de una persona cuya vida a buen seguro había comenzado llena de esperanzas para no llegar a nada.

Laura tuvo ocasión de presenciar la triste secuela de esta historia. Un hombre maduro de aspecto respetable, un dependiente o quizá un pequeño comerciante que parecía ser el padre del joven fallecido, llegó al pueblo al día siguiente para estar presente durante la investigación y organizar el funeral. Entró en la oficina de correos para enviar algunos telegramas y Laura no pudo evitar darse cuenta de que mientras los escribía, tras apartarse a un lado del mostrador, sus lágrimas caían sobre los formularios telegráficos y sobre su paraguas cuidadosamente enrollado.

Un personaje bien distinto era el joven de gafas, serio y educado, que durante todo un verano alquiló habitación en una de las casas de los escoberos. Se había instalado allí inicialmente para recuperarse tras una enfermedad, pero al parecer también tenía ambiciones literarias y estaba escribiendo una novela. Solía aparecer por la oficina en horas de poco ajetreo y charlaba con Laura sobre libros, citando largos fragmentos y preguntándole cuáles eran sus autores preferidos, lo que a ella le resultaba muy halagador, aunque él no solía esperar a que le respondiera. Una vez, mientras se refugiaba en la oficina de un fuerte aguacero que obligó a todo el pueblo a permanecer en casa, le habló acerca de la novela que estaba escribiendo. Había llegado a un punto algo problemático y necesitaba consejo. Según la trama originalmente prevista, ahora debía describir un suicidio. Toda la historia dependía de ello, pero temía que algún futuro lector pudiera llegar a verse influenciado por el comportamiento de su personaje.

 

Era incapaz de renunciar a esa idea preconcebida. No obstante, parecía tan sinceramente angustiado al tiempo que daba por sentado que alguien llegaría a leer su obra que a Laura le hizo gracia la situación y trató de aliviar su pesada carga moral quitándole importancia al asunto. Pero él se ofendió y su floreciente amistad quedó truncada para siempre. Sin embargo, tuvo tiempo de hacerle un impagable regalo al descubrirle a George Meredith, cuya obra enseguida admiró hasta tal punto que habría sido capaz de pasar los más estrictos exámenes sobre las tramas y personajes de sus novelas y, de haber tenido algún oyente, habría podido recitar la mayoría de sus poemas más breves. Sus novelas le descubrieron un mundo completamente nuevo, un mundo en el que las mujeres existían por derecho propio y no simplemente como un mero complemento del hombre, fueran amadas o no. Diana de Crossways, Lucy Feverel, Sandra Belloni, Rose Joceline y la más querida de todas, «esa refinada pícara de porcelana», Clara Middleton. Las amaba a todas, y su galante espíritu y su brillante ingenio la llenaban de alegría. Decidió aceptar la palabra del autor y creer que existían mujeres así, aunque jamás se había cruzado con ninguna que fuera la mitad de encantadora, y en el fondo veía su mundo como un paraíso exclusivo para gente educada y de noble cuna que a ella le había sido vedado por nacimiento.

Con el tiempo, el fervor inicial fue disminuyendo y la deslumbrante visión del mundo de Meredith fue retrocediendo hasta ocupar un segundo plano de su conciencia, como algo que siempre le pertenecería pero que había dejado de ser primordial en su día a día, y el incienso de su admiración pronto ardió en otros altares, como suele suceder en la juventud. Pero cuando las fiebres de su entusiasmo estaban en su apogeo, fue un domingo de verano a Boxy Hill para contemplar desde la distancia el exterior de la mansión Flint, aunque no tuvo la suerte de ver también a su ídolo. En aquella época, Meredith era ya mayor y se había convertido en un inválido, de modo que a esa hora a buen seguro estaría disfrutando de su reposo vespertino. No obstante, tuvo la satisfacción de conocer su residencia y las vistas que él mismo contemplaba desde sus ventanales, con el atractivo extra de explorar la colina y sus alrededores. Evitando a las numerosas parejas de amantes desperdigadas por todas partes, Laura ascendió hasta la cima y allí se sentó, como una reina en su trono, para dar cuenta de los bollos de pan dulce y la botella de jarabe llena de leche que había llevado en su bolsita de tela con bordados, que durante todo el camino se mecía adelante y atrás colgada de su brazo. Después recorrió bajo un sol ardiente el largo camino de regreso a la estación de Mickelham, sin poder evitar los piropos de algunos excursionistas —que, como tribu, eran mucho más groseros entonces que en la actualidad—, y tras el viaje en tren completó el recorrido a pie hasta llegar a casa, donde al fin se acostó muy cansada, pero feliz por haber completado su piadoso peregrinaje.

Las novelas de Meredith y otras decenas de libros contemporáneos solía encontrarlos en las estanterías de una tienda situada frente a la oficina de correos. «Madame Lillywhite, sombrerería y sastrería, ropa para bebés y auténtico encaje, se prestan libros (con frecuencia llegan cajas de Mudie’s), artículos de papelería y materiales para artistas». Todo eso podía leerse en un cartel colocado sobre la puerta y en letras blancas esmaltadas sobre los dos escaparates. Madame Lillywhite era una dama menuda y entrada en años, siempre exquisitamente vestida, que debió haber sentido verdadera pasión por sus existencias de auténtico encaje, pues siempre remataba sus propios modelos con cuellos, puños, volantes y otros perifollos de ese delicado material. Sobre sus cabellos ya grises y pintorescamente peinados acostumbraba a llevar un chal drapeado de encaje del estilo de las mantillas españolas; un toque personal que en aquellos tiempos no resultaba tan estrafalario como podría parecer hoy en día, pues muchas damas de cierta edad solían llevar esa clase de tocados incluso en interiores. Su negocio iba viento en popa gracias a los turistas y visitantes y contaba con la ayuda de varios empleados, entre ellos, y durante un tiempo, un joven de piel morena nacido en la India. Madame raras veces se dejaba ver por la tienda, excepto para mostrar sus tesoros de auténtico encaje a clientes muy selectos. Sus colegas comerciantes la consideraban cuando menos rara, demasiado rara, pues no eran del tipo de gente que aprecia la excentricidad. Por encima de todo aborrecían que se hiciera llamar madame. A ella no parecía preocuparle lo más mínimo lo que pensaran y se limitaba a hacer negocios a su manera, principalmente con la clase de clientes que en un primer momento la habían animado a establecerse allí. Una vez al mes tomaba el tren a Londres y regresaba con una pequeña selección de elegantes y carísimos sombreros y otros artículos, muchos de los cuales había adquirido por encargo de algún cliente habitual. Sin duda fue una pionera que abrió camino a esas exclusivas tiendecitas de sombreros y vestidos que en la actualidad proliferan por doquier.

Laura no podía permitirse comprar allí su ropa, pero gracias a los estantes de madame y a las cajas del señor Mudie no tardó en entrar en contacto con la literatura más reciente. Además de novelas había poemarios y obras de teatro y también ejemplares de publicaciones periódicas como Atheneum, Siglo XIX y Quarterly Review, por lo general números atrasados que podía tomar prestados por un penique. Laura era capaz de leer «hasta que le estallaba la cabeza», como solía decir su madre, y terminaba tan rápido los libros que tomaba prestados que a menudo le daba vergüenza devolverlos demasiado pronto, pero su insaciable avidez de novedades la impulsaba a seguir adelante.

A veces los clientes conversaban en la oficina de correos sobre alguna novedad literaria que ella había leído y escuchaba sus opiniones con gran interés para compararlas con la suya. No tardó en descubrir que los hombres de letras de aquella época no solían mostrar un gran entusiasmo por los libros ajenos, a menos que el autor formara parte de su propio círculo de amigos. Kipling, por ejemplo, que entonces había alcanzado el cenit de su fama y prestigio y aparecía a menudo en la prensa, no era uno de los favoritos de la colonia. En el mejor de los casos, su obra solía recibir tibios halagos. Laura oyó decir a una señora que ella y su marido se referían a él en casa como «El Gran Ruido» y otra declaró orgullosamente que cierto escritor al que nombró había criticado con dureza su obra en un artículo. Sin embargo, no hay mejor prueba que el tiempo, y lo mejor de la obra de Kipling aún perdura, mientras el escritor de aquel artículo, como supuesta autoridad en la materia, ha caído en el olvido.

Esa clase de conversaciones resultaban entretenidas cuando Laura estaba ociosa y tranquila para disfrutarlas, pero tal cosa no era frecuente. Su trabajo la mantenía muy ocupada, en especial durante los meses de verano, y casi siempre surgían complicaciones que dificultaban aún más su ya de por sí ajetreada rutina. La cuestión más apremiante era conseguir que los telegramas locales se entregaran con rapidez. Contaban con cinco mensajeros durante el verano y tres en invierno, que en teoría eran más que suficientes para repartir los cuarenta o cincuenta telegramas entrantes que solían llegar a diario en temporada alta. Sin embargo, en la práctica no bastaba. La distancia que había que cubrir era muy grande y las casas estaban tan alejadas entre sí que a menudo se producían importantes retrasos. Por ejemplo, en cuanto el mensajero número 5 desaparecía en su bicicleta llegaba otro telegrama para la misma dirección hacia donde acababa de partir, u otra cercana, de modo que no había más remedio que esperar el regreso del mensajero número 1 para proceder a su entrega. La normativa de correos permitía recurrir a mensajeros eventuales para hacer frente a dichas emergencias, pero en esas ocasiones no aparecía ninguno a tiempo, pues la mayoría de los vecinos solían estar ocupados atendiendo asuntos más lucrativos. Las altas instancias de correos no entendían o no querían entender dicha casuística local y a menudo las quejas a causa de algún telegrama entregado con retraso ensombrecían la jornada de Laura.

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