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Historia de una parisiense

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XII

La señora de Maurescamp volvió pronto a su casa, conducida por la señora de Lerne. Su ausencia había sido corta. Sus criados no vieron nada de extraordinario y su imprudente paso quedó ignorado de su marido.

Hacia las cinco de la mañana acababa de adormecerse, quebrantada por el cansancio y las emociones, cuando la despertó un ruido que se sentía arriba de su cabeza. Sentía pasos y roces sordos, sobre el piso; comprendió que su marido procedía anticipadamente a los preparativos del viaje.

Un momento después oyó el rodar de un carruaje por el patio, después bajo la bóveda de la entrada; había partido.

Levantose. Su cabeza ardía. Abrió una de las ventanas que daban al jardín y cruzó sus brazos sobre la baranda. El aspecto del cielo, de las nubes, de las paredes, de las primeras hojas, todo tomaba a sus ojos un aspecto extraño y fantástico. Escuchaba vagamente el alegre murmullo de una bandada de gorriones que saludaban el amanecer de una bella mañana de primavera.

Salió bruscamente de su contemplación para ir a presidir, como tenía por costumbre, el levantarse de su hijo y su arreglo matinal. Prolongó aquellos cuidados lo más posible, tratando de hacerse la ilusión de un estado de cosas regular y tranquilo.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que la devoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre. Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerla participar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía la cabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba, por medio de un billete que le envió con un expreso.

Si la madre de Juana hace mucho que no figura en las páginas de este relato, es porque no teníamos nada que decir que el lector no haya adivinado. Una palabra bastará, sin embargo, para llenar este vacío.

La señora de Latour-Mesnil se moría poco a poco, a causa del bello casamiento que le había hecho hacer a su hija. Sufría de una afección al hígado, complicada con graves desórdenes del corazón. Era en vano que Juana, no solamente no le hiciera reproches, ni aun le confiase nada. Era demasiado mujer, y demasiado madre; había sufrido demasiado ella misma, para que pudiera engañarse sobre la verdad de las cosas, y no se perdonaba la extraña ceguedad con que había entregado a su hija a un destino peor que el suyo.

Algunas madres se consuelan del amor oficial de sus hijas con la felicidad de contrabando que les conocen, o que les suponen. Tales consuelos no eran para la señora de Latour-Mesnil, y si algo podía, agravar más el dolor y los remordimientos de haber entregado su hija a una desgracia irreparable, era la mortal aprensión, de que tal vez la había entregado tan bien al deshonor.

Muchas habían sido sus perplejidades al respecto, y el solo día feliz que la pobre mujer hubiese tenido, en muchos años, era el reciente en que su hija, viendo su inquietud por su relación con el señor de Lerne, le había saltado al cuello exclamando:

– ¡Mira como te abrazo!.. no lo haría así, si fuese culpable. ¡No! ¡no me atrevería!

La señora de Latour-Mesnil, a quien el billete de su hija había dado la primera noticia sobre el duelo del señor de Maurescamp con el señor de Lerne, llegó a casa de su hija a eso del mediodía. Primeramente entre las dos mujeres hubo más lágrimas que palabras. Después de los primeros desahogos, sintiose Juana más aliviada al contestar a las preguntas reiteradas de su madre, refiriéndole lo que sabía sobre las circunstancias del desafío, los incidentes del baile, la escena entre ella y su marido y hasta su visita precipitada a casa de Jacobo.

Mientras hablaba con una volubilidad febril unas veces caminando, otras sentada, no dejaba de lanzar rápidas miradas alrededor de la chimenea. Ella sabía que el duelo debía efectuarse a las tres y media. A medida que la hora fatal se aproximaba, sentíase más agitada, pero hablaba menos; su andar maquinal de un salón a otro, se aceleraba; su semblante se encendía, y sus labios no hacían sino articular por intervalos algunas exclamaciones de niña:

– ¡Oh mamá!.. ¡mi pobre mamá!.. ¡qué crueldad!.. ¡qué injusticia!.. ¡qué injusticia!.. ¡Dios mío!

Su madre, alarmada por su estado de exaltación, se levantó y trató de llevarla a su dormitorio.

– Ven a tu cuarto, hija mía – decíale – , vamos a rezar.

– ¿Rezar? ¡madre mía! – le dijo Juana con dureza – . ¿Y por quién quiere que rece? ¿Por mi marido o por el otro?.. ¿Quiere que sea hipócrita o sacrílega?

– ¡Ah! ruega por tu pobre madre, que tiene tanta necesidad de perdón – exclamó la señora de Latour-Mesnil arrodillándose y ocultando su frente entre las manos.

– ¡Madre, madre mía! – dijo Juana levantándola con fuerza, y estrechándola contra su corazón. ¿Qué tengo que perdonarle? ¿no me he engañado yo también?

– Tú podías engañarte… ¡Pero yo!.. yo, tu madre, tu consejera, tu guía; instruida por la vida. ¡Ah, cuán culpable he sido! ¡Cuán culpable en no haber elegido mejor para ti! Para ti tan digna de ser feliz, ¡pobre hija mía!.. A ti, que eres tan honesta, ve a donde te he conducido.

– Pero soy siempre digna, madre mía – dijo Juana, distraída.

Repentinamente, mostrole con el índice la esfera del reloj. La señora de Latour-Mesnil vio que eran las tres; una sonrisa nerviosa crispaba los labios de Juana. Tomose del brazo de su madre y se paseó sin pronunciar una palabra. Suspiraba profundamente de tiempo en tiempo.

Después de algunos momentos:

– Probablemente ya todo habrá concluido – dijo – , porque para esas cosas son muy exactos, y duran poco tiempo, según dicen… pero lo que hay de terrible es que no sabremos nada hasta de aquí a dos o tres horas. He hecho una cosa, que quién sabe si la aprobará usted… pero, ¿a quién podía dirigirme para tener noticias? Me era imposible esperar hasta mañana, porque el señor de Maurescamp, naturalmente, no me escribirá… Por eso, le he rogado a Luis, el viejo sirviente del señor de Lerne, que me envíe un despacho, así que todo haya terminado.

La señora de Latour-Mesnil, anonadada, no contestó sino por un movimiento indeciso.

En ese momento sintieron el timbre del vestíbulo que daba a la habitación del conserje. Como la puerta del hotel había permanecido rigurosamente cerrada toda la mañana, aquel anuncio de una visita parecioles singular.

– ¡Ya! – murmuró Juana, acercándose vivamente a una ventana que se abría sobre el patio – . ¡Ya! ¡es imposible!

Corrió la cortina y reconoció en el personaje que subía la escalera de la galería, a un maestro de esgrima, o más bien a un preboste nombrado Lavarede, que tenía por costumbre venir al palacio tres veces a la semana para tirar las armas con el señor de Maurescamp. Muy celoso de su habilidad en la esgrima, a pesar de frecuentar asiduamente la sala de armas, ejercitábase también en su casa, tal vez para no hacer sabedor al público de todos los secretos de su manejo.

La aparición de aquel hombre, en medio de los pensamientos que preocupaban a Juana y a su madre, las llenó de admiración y alarma. Interrogábanse en voz baja con inquietud, cuando un sirviente se presentó a la puerta del salón, y dijo:

– Señora, es el señor de Lavarede, el maestro de armas, que no sabía que el señor barón estuviese de viaje, y pregunta si el señor barón estará muchos días ausente, y si podrá volver pasado mañana.

– Decid que no sé, que se le hará prevenir.

El sirviente salió.

Después de algunos momentos de reflexión, la joven lo volvió a llamar.

– Augusto – le dijo – , deseo hablar al señor Lavarede… hazle entrar en el comedor, voy a bajar.

Y volviéndose a su madre:

– Venga conmigo – añadió – , quiero hablar dos palabras con ese hombre… después iremos al jardín… nos hará bien… hace muy buen tiempo… venga.

Bajaron dándose el brazo y se encontraron en el comedor con un hombre como de cuarenta años, que tenía la apostura dura y correcta de un militar, en traje de particular.

– Caballero – le dijo la señora de Maurescamp, con una voz un poco temblona – , deseo hablarle… Mi marido partió esta mañana para Bélgica… parece que ignora usted el motivo de su viaje…

– Sí, señora, lo ignoro.

– ¿Los sirvientes no le han dicho nada?

– No, señora.

– Tal vez ellos mismos lo ignoran; ha pasado todo tan rápidamente… Pues bien, señor, la causa de ese viaje, ¿la sospecha usted, la adivina, sin duda, en el estado de tribulación en que nos ve a mi madre y a mí?.. ¡A estas horas el señor de Maurescamp se bate en duelo! El maestro de armas sólo contestó con un ligero movimiento de sorpresa y un serio saludo.

– Señor – replicó la señora de Maurescamp, cuya palabra era al mismo tiempo precipitada e indecisa – , señor, ya comprenderá nuestra ansiedad… ¿Puede decirnos algo para tranquilizarnos?

– Perdón, señora, ¿puedo saber quién es el adversario?

– El adversario es el señor de Lerne.

– ¡Oh! en ese caso puede estar bien tranquila.

Juana miró fijamente a su interlocutor.

– ¿Tranquila?.. ¿por qué?

– El señor conde de Lerne, señora – añadió el preboste, es uno de los que frecuentan nuestra sala, lo era al menos… conozco perfectamente su fuerza… tiraba muy bien, y hubo un tiempo en que hubiera podido luchar con el señor barón… pero después de su duelo con Monthélin ha perdido mucho… se cansa pronto, y no es dudoso que el señor barón dé pronto cuenta de él. Pienso, pues, que la señora puede estar tranquila.

– Entonces – dijo Juana después de una pausa – , ¿usted cree que va a dar muerte al señor de Lerne?

– ¡Oh, matarle! espero que no… pero indudablemente le herirá o le desarmará, lo que es más probable, sobre todo si la querella no es muy seria.

– Pero, en fin, señor – replicó la joven balbuceando – ; ¿usted cree… está seguro, que no tengo nada que temer por mi marido?.. ¿que no puede ser herido?

 

– Estoy persuadido de ello.

– Bien, señor… gracias; le saludo, señor.

Siguiole con la vista, hasta que hubo salido, y tomando después la mano de su madre:

– ¡Ah, madre! – dijo – . ¡Siento que me voy volviendo criminal!

Las puertas ventanas del comedor se abrían al nivel del jardín. La madre y la hija entraron en él y se sentaron juntas en un banco rodeado de lilas cuyas hojas empezaban a brotar. Apenas sentada Juana exclamó:

– Madre mía, después de lo que ha dicho ese hombre, si le mata… será un verdadero asesinato…

– Hija mía querida, te ruego que te calmes; ¡me haces tanto mal, tanto mal!.. A más, lo que ha dicho ese hombre es por tranquilizarnos… porque, en fin, tu marido no es un monstruo, y entre gente de honor, no pueden suceder ciertas cosas. Si el señor de Lerne sufre realmente del brazo, si su brazo está debilitado…

– Sí – dijo Juana – , muchas veces me he apercibido de ello.

– Puen bien – prosiguió la madre – , tu marido lo habrá notado inmediatamente y se habrá contentado con desarmarle.

– ¡Ah, madre mía, le odia tanto! ¡nos odia tanto a los dos!.. y no es bueno, a más de eso; ¡es malo!

Sin embargo, se adhirió a aquel pensamiento que le sugería su madre: eso es bastante verosímil, si el señor de Maurescamp era hombre de honor, como el mundo lo entiende… no querría abusar de la desigualdad de fuerza… después, habríase acordado durante el viaje de todo lo que ella le había dicho… habría reflexionado más a sangre fría, habría llegado casi convencido de su inocencia… casi tranquilo… menos ávido de venganza…

Sentía también en todo lo que la rodeaba una influencia benéfica y tranquilizadora; sentíala en el silencio de aquel jardín con sus altos muros enclaustrados, en el aire puro y en el azul del cielo. En el olor de las plantas, y en la suavidad de un bello día, que ya declinaba. La imaginación no puede sino difícilmente asociar las ideas de violencia y escenas de sangre, a la tranquilidad encantadora de la naturaleza y a los que respiran el bienestar del campo y sus jardines, que ese bienestar debe reinar por todas partes.

El tiempo corría, mientras tanto, sin ninguna nueva emoción; las anteriores iban calmándose un poco, Juana y su madre, tomadas de la mano y sin hablar sentíanse como adormecidas por un suave entorpecimiento de los sentidos.

Era un poco más de las cinco de la tarde, cuando Juana se enderezó repentinamente; había vuelto a oír resonar el timbre del vestíbulo.

– Esta vez sí… ahí está – dijo.

Dos minutos pasaron; Juana y su madre estaban paradas con la vista fija en la puerta del vestíbulo. Un sirviente apareció con una bandeja en la mano.

– Es un despacho para la señora – dijo.

– Dadme – dijo Juana adelantándose dos pasos.

Esperó que el sirviente se hubiese retirado, y, sin abrir el telegrama miró a su madre.

– ¡Déjame abrirle! – murmuró la señora de Latour-Mesnil tratando de tomar el telegrama.

– No – dijo la joven sonriendo – , tendré valor. ¡Bah!

Rompió el sobre azul. Apenas hubo echado una mirada sobre su contenido, cuando se le cayó de las manos; su mirada quedó fija, sus labios se agitaron convulsivamente; abrió en cruz sus brazos, dio un grito prolongado que se sintió por todo el palacio y cayó redonda sobre la arena a los pies de su madre.

Mientras que los criados acudían al oír aquel grito siniestro, la señora de Latour-Mesnil, desatinada, se arrojaba sobre su hija, y al mismo tiempo que le prodigaba sus cuidados, levantaba febrilmente el telegrama.

Esto fue, lo que leyó:

«Soignies, tres y media

»El señor Jacobo, herido mortalmente, acaba de sucumbir. – Luis.»

XIII

Seis meses después, a mediados de octubre del mismo año de 1877, nos hallamos con el señor y la señora de Maurescamp, instalados maritalmente en la Venerie, magnífica propiedad situada entre Creil y Compiègne, cuya adquisición la había hecho el señor de Maurescamp diez y ocho meses antes. Era gran cazador, y en Venerie había mucha caza, lo que le había determinado a comprar aquel dominio, para no tener que alquilar cacería por un lado o por otro, todos los años. Tenía invitados para el principio de la estación de la caza, a un gran número de amigos, entre otros a los señores de Monthélin, Hermany, de la Jardye y Saville, con los cuales la señora de Maurescamp llenaba perfectamente bien los deberes de castellana, con gracia y aun con alegría. Creíase generalmente que su alegría estaba de más, y que después de haber sido, hacía tan poco tiempo, con razón o sin ella, la causa de la muerte de un hombre, debía sentir, o, cuando menos, aparentar alguna tristeza. Pero el corazón de una mujer tiene secretos impenetrables.

A consecuencia del duelo que había terminado de un modo tan fatal para el conde de Lerne, ningún argumento, ningún ruego, habrían podido determinar a Juana Maurescamp a permanecer bajo el mismo techo conyugal y esperar en él a su marido. Esa noche se refugió en casa de su madre, llevándose valerosamente a su hijo. La señora de Latour-Mesnil tuvo la delicada misión de negociar con el señor de Maurescamp las cláusulas y condiciones de una existencia temporaria, y arreglada a las circunstancias. Halló a su yerno menos recalcitrante de lo que ella esperaba; a él mismo no le disgustaba el no afrontar la presencia de su mujer tan en seguida concediendo que tal vez por simples sospechas había procedido con demasiada ligereza e ido demasiado lejos.

Nadie siente una gran satisfacción en haber muerto a un hombre; y el señor de Maurescamp, por poco sentimental que fuese, no dejaba de experimentar ciertos remordimientos, que se adivinaban en las disposiciones conciliadoras que manifestó a la señora de Latour-Mesnil. Convínose, pues, en que la señora de Maurescamp quedaría con su hijo, y que acompañaría a su madre primeramente a Vichy y después a Suiza y Vevey, donde pasarían el verano. Mientras tanto, los sentimientos de uno y otro se calmarían, modificándose, tanto más, cuanto que en todo aquello no había habido sino una serie de errores.

Aquel duelo había ocupado a París durante ocho días.

La catástrofe final llegó a producir un movimiento de opinión favorable a la reputación de la señora de Maurescamp; había, entre la crueldad de aquel desenlace y las ligeras imprudencias de conducta que podían reprocharse a Juana y al señor de Lerne, una desproporción tal, que se impuso a todos y desarmó a la calumnia. La opinión general fue que el señor de Maurescamp se había mostrado feroz e implacable, para con un hombre que no tenía más crimen, según se creía, que el haber dado lecturas con su mujer. Estos rumores y apreciaciones de las gentes, tranquilizando la vanidad del barón y lisonjeando su orgullo, contribuyeron a la reconciliación de los esposos.

La señora de Maurescamp manifestose en los primeros tiempos completamente rebelde a toda idea de reconciliación. Pero después de dos o tres meses pasados en un estado de estupor desesperado, pareció despertarse repentinamente bajo la impresión de nuevas reflexiones. Declaró a su madre que cedía a sus consejos, que volvería a casa de su marido y que sólo pedía algunos meses de retardo.

– Es necesario – dijo, no sin un resto de amargura – dejar tiempo para que se le sequen las manos.

Desde entonces su humor cambió completamente; parecía gozan: con la vida y el porvenir presentarle algún interés, bastante para reanimar un poco su actividad y su espíritu.

Volvió, pues, a reunirse a su marido a fines de septiembre y entró en su casa tan naturalmente, cual si volviera de un viaje. A decir verdad, el señor de Maurescamp pareció el más embarazado de los dos. Por otra parte, nunca habían tenido la costumbre de las grandes expansiones; por consiguiente, nada parecía cambiado entre ellos; tocó sonriéndose la mano que él le tendió a su llegada, y la salud de su querido Roberto, su buen aspecto, su crecimiento rápido, diéronle un asunto fácil de conversación, que allanó todas las dificultades. Algunos días después fueron a instalarse al castillo de la Venerie, donde la presencia de los invitados debía evitarles el disgusto de las largas conversaciones.

Ya se comprende que la señora de Maurescamp fue por mucho tiempo para los huéspedes del castillo, como para los vecinos de la campaña, un objeto de la más insistente curiosidad; era imposible dejar de observar con especial atención la fisonomía y el porte de una joven cuyo nombre acababa de estar mezclado en una aventura tan trágica como misteriosa, y trascendente. Los curiosos no sacaron su gasto; la actitud de Juana era reposada y natural, a menos de suponerle una gran dosis de disimulo (cosa que no es temeraria suponer a su sexo), y había razón para pensar que había tomado definitivamente el partido de sobreponerse a los pesares y desagrados personales por que había pasado en época tan reciente.

Hallaban, pues, las gentes, como lo hemos dicho antes, que llevaba con demasiada despreocupación el duelo de un hombre muerto por ella, que, cuando menos, había sido su amigo.

– ¡Esto no es animador! – dijo un día el bello Saville a la señora de Hermany – ; si el pobre de Lerne resucitase por algunos instantes, su asombro no tendría límites.

– ¿Por qué, amigo mío?

– ¡Porque esto es chocante! – dijo el bello Saville, que no era un águila pero que tenía buen corazón – , se diría que la muerte de ese pobre muchacho ha sido una satisfacción para ella. Nunca la he visto más animada, más satisfecha… ¡Y hacednos matar por estas señoras!

– Pero, amigo mío, nadie piensa en hacerle a usted matar… Tranquilícese… y en cuanto a mi amiga Juana, es una persona a quien no se debe juzgar a la ligera… Yo no sé; todo lo que pasa en esa linda cabeza… pero hay en su pupila algo que no me agradaría si fuese su marido.

– Pues yo no veo nada en su pupila – dijo Saville;

– ¡Naturalmente! – contestole la señora Hermany.

Aquel buen humor de Juana, que chocaba a todos, estaba muy lejos de desagradar a su marido; por el contrario, gustábale mucho.

– Es una mujer domada – se decía – . Esto es lo que hay; está domada. Ese es mi sistema, domar a las mujeres… Después que la mía ha recibido una lección, un poco fuerte, es verdad, ha recobrado su buen sentido práctico… ahora es cien veces más feliz y más amable que nunca… ¡Esto es perfecto, perfecto!

Habíase operado, en efecto, en los gustos y las costumbres de Juana un cambio muy original y digno de estudio; en vez de consagrarse casi exclusivamente como antes, a los goces del alma y de la inteligencia, habíase despertado en ella un gusto demasiado exclusivo por los placeres físicos. No abría un libro, el piano permanecía cerrado, su querida cartera no recibía ya sus impresiones, ni los extractos de sus poetas favoritos; había perdido su tendencia al entusiasmo y a conmoverse tiernamente, que tanto la había distinguido, y contraído la tan vulgar y detestable manía parisiense de la crítica perpetua. La equitación, la caza, el ballar, el baile, eran entonces sus pasiones favoritas.

Seguía a caballo las cacerías en los bosques de Compiègne, a pie las cacerías de tiro en los bosques de la Venerie y por la noche era una valsante infatigable. Los nombres nunca la habían visto más seductora, y hay que añadir que nunca creyeron que fuese tan coqueta; pues lo era, y tenía a más en aquel arte, nuevo para ella, la inconsciencia de una principianta que no conocía todavía lo justo de la medida. Las vivacidades de su conducta y de su lenguaje sobrepasaban algunas veces al nivel que separa a las gentes de buena sociedad de la mala. Pero Maurescamp no se disgustaba por ello; divertíale más bien y se reía con sus amigos.

– Ya está curada – decía – . Empieza una vida nueva… se excede un poco en el lenguaje, es verdad… como las recién casadas, que dicen disparates al día siguiente de su boda… pero eso pasará.

Sin embargo, después de algún tiempo acabó por notar que su mujer buscaba con demasiado empeño la sociedad de los hombres. Que les acompañara constantemente a la caza, paso y salas de billar, pase; pero lo que le sorprendió sobremanera fue verla seguirlos hasta la sala de arreos, donde se reunían todas las mañanas a tirar las armas. Esta sala era una gran pieza monumental, con piso de mosaico, bien abrigada, muy clara y muy adecuada para esta clase de sport.

Altos bancos cubiertos de espartería se hallaban colocados a lo largo de las paredes y servían de asiento a los espectadores. La primera vez que Maurescamp y sus amigos vieron por entre el humo de sus cigarros a Juana sentada en uno de esos bancos, sintiéronse no solamente sorprendidos, sino también disgustados. Había entrado sin hacer ruido, sin ser notada, sentándose silenciosa y observaba a los tiradores. A todos les pareció extraordinario que una joven a quien tenían por delicada y sensible, encontrase placer en un espectáculo que no podía dejar de traerle a la memoria un recuerdo funesto. Hubo, sin embargo, que habituarse a su presencia, porque desde este día no dejó de ir a la sala de armas, a las horas que lo hacían el señor de Maurescamp y sus huéspedes. Parecía observarlos con particular interés; algo inclinada bien adelante, seria, con la mirada fija, absorbíase por completo en la contemplación de las paradas y réplicas cambiadas entre los adversarios. Pero, sobre todo, era cuando su marido estaba en escena, que se le veía prestar la más profunda atención, tan profunda, que llegaba a contrariar hasta a su propio marido.

 

Juana llegó, a fuerza de aplicación, a conocer bastante la esgrima; dábase cuenta con bastante exactitud de los golpes y de la fuerza de los tiradores. Fue así como llegó a comprender que su marido era efectivamente, como lo había oído decir, un tirador diestro, de una solidez y una fuerza muy notables, y que hasta entonces no había otro que pudiera competir con él sin demasiada desigualdad, sino el señor de Monthélin, hasta llegar a tener ventaja sobre el barón, en dos o tres asaltos, lo que le valió de Juana algunas palabras amables.