De Tralca-Mawida a Santa Juana

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Por último, señalar que con esta propuesta no pretendemos dar cerrada esta discusión sino dar cuenta de nuestra posición frente a la misma en este trabajo.

La llamada guerra en los bosques del sur: sus etapas

¿Cuál es el marco histórico general en el que se inserta el establecimiento de fuertes en esta historia? Como lo señalamos al comienzo de esta investigación, una respuesta a esta pregunta puede provenir del ya clásico enfoque de los estudios fronterizos, iniciado en Chile por Mario Góngora y Rolando Mellafe, pero profundizado a comienzos de la década de 1980 por historiadores como Carlos Aldunate, Horacio Zapater, Luz María Méndez, Carlos Bascuñán, Jorge Pinto y muy especialmente por Sergio Villalobos57. Estas perspectivas se plantearon críticamente frente al mito de la guerra de Arauco, un conflicto que tradicionalmente se había señalado como extendiéndose por más de trescientos años, hasta que se produjo la consolidación de la ocupación de la Araucanía por el Ejército de Chile en 1883, lo cual se explicaba por el carácter guerrero de los mapuches. Según Villalobos, esta concepción era una “consecuencia del racismo de comienzos de siglo XX” mantenida por inercia del prejuicio. Los mapuches araucanos, según los denomina, fueron un pueblo guerrero, sino que las circunstancias que les tocó vivir los llevó a desarrollar esas habilidades. Dice Villalobos:

“La conquista les obligó a redoblar los esfuerzos bélicos y pudieron enfrentar con éxito a los invasores, resultando de aquí una pregunta decisiva. ¿Cómo pudieron vencer a los castellanos en circunstancias que otros de los pueblos radicados en Chile fueron vencidos con rapidez?”58.

La explicación que da estaría primero en el peso del número. Los araucanos fueron el grupo humano más significativo al que enfrentaron los españoles. Segundo, “la desorganización social en la que vivían”, en el sentido que adolecían de una autoridad central –a diferencia de los Incas y aztecas– como de autoridades locales que tuviesen un real poder. La cohesión lograda era cultural y no política. En tercer lugar, sus hábitos alimenticios recolectores y su escasa dependencia de la agricultura. Otro aspecto decisivo fue el escenario natural, que facilitó “el despliegue defensivo” y dificultaron la operatividad de las armas y la táctica de ataque española59.

La propuesta temporal realizada por Sergio Villalobos, establece que las relaciones fronterizas en la Araucanía se desarrollaron en dos grandes etapas. La primera de ellas, caracterizada por el estrépito de la lucha inicial, comienza con la campaña que inició Pedro de Valdivia que llevó a la fundación de Concepción (1550) y se prolongó hasta la rebelión indígena que, comenzada en 1654 concluyó en 1662. Dentro de esta primera etapa, a su vez, hay dos subetapas. La primera va desde 1550 hasta 1598 (en que muere el entonces gobernador Martín García Oñez de Loyola, en Curalaba), “son las décadas de mayor dureza y corresponden a la imagen corriente de la guerra de Arauco”. En este lapso, puntualiza: “…la frontera es de lucha, reina la inestabilidad permanente y ningún establecimiento o actividad de los cristianos se mantiene si no es bajo la presencia de las armas. Durante esos años hubo contactos de todo tipo, roce sexual, transculturación y algún comercio, pero de manera eventual y sin constituir todavía un sistema de relaciones fronterizas”60.

La segunda subetapa se extiende desde 1598 y 1662, en que los españoles –a través del proyecto de Alonso de Ribera– renuncian a la conquista de la Araucanía, y establecen como frontera el río Biobío, con una línea de fuertes y un ejército profesional que va a ser sostenido por el Real Situado que proviene de las cajas reales del Perú. Estos recursos van a dinamizar la empobrecida economía nacional. La idea era ir penetrando gradualmente en la Araucanía, siempre protegiéndose las espaldas y desechar las modalidades de poblamiento extensivo de los primeros años por inseguras y arriesgadas. Durante este periodo, además de las ofensivas españolas que eran impulsadas teniendo como base de apoyo los fuertes, destaca lo que Villalobos denomina el quimérico proyecto de Luis de Valdivia, de guerra defensiva, en que los fuertes iban a operar como contención de las avanzadas indígenas y en donde en vez de las incursiones militares, se enviarían misioneros a la Araucanía. Villalobos subraya que este proyecto fracasó esencialmente porque sincrónicamente (en 1608) el Rey había autorizado la esclavitud de los indígenas rebeldes, lo cual fue aprovechado por los europeos para hacer malocas –incursiones a la Araucanía con el fin de hacer esclavos–, y para comercializarlos, contribuyendo con ello a contrarrestar la caída demográfica y los requerimientos de mano de obra de la mitad del territorio que ya había sido dominada. Esto es, la guerra se transformó en un negocio, a diferencia de la primera etapa que había sido más bien de exterminio de las poblaciones locales. La respuesta por parte de los indígenas a estas incursiones fueron los malones –entradas de los indígenas para cautivar mujeres u obtención de ganados–. Quienes llevaron las malocas a su mayor expresión fueron el gobernador Antonio de Acuña y Cabrera y sus cuñados Juan y José Salazar, lo que motivó el gran alzamiento general de 1654-1662 que pone fin a este periodo.

Finalmente, el ya mencionado autor señala que a partir de entonces comienza el segundo gran momento de esta historia, en que predominan: “los tratos pacíficos, se desarrolla el mestizaje, el comercio se hace estable, aumenta el roce cultural, se desenvuelven las misiones y se consolidan formas institucionales en el contacto oficial. Los choques armados son esporádicos y muy espaciados en el tiempo”. Este periodo va desde 1662 hasta 1883.

En consecuencia, en la larga duración y hasta que finalmente la Araucanía fuese “Pacificada” –según el entonces no polémico concepto– en la segunda mitad del siglo XIX, lo que predominó fue la paz, por sobre el conflicto, el cual se dio de forma esporádica y por situaciones puntuales.

Otro aspecto relevante desde las perspectivas de Villalobos es que estas relaciones fronterizas se dieron bajo el propósito de intentar imponer la cultura occidental por sobre la cultura indígena, en tanto el autor indica que:

“Es preciso definir las fronteras, entonces, como las áreas donde se realiza la ocupación de un espacio vacío o donde se produce el roce de dos pueblos de cultura muy diferente, en forma bélica o pacífica. Generalmente el pueblo dominante procura imponer sus intereses y su organización, tareas que pueden prolongarse hasta muchos años después de concluida la ocupación antes de dar pleno resultado. Violencia, primitivismo, despojo de la tierra u otros bienes, desorganización social, impiedad, gran riesgo en los negocios y reducida eficacia de la autoridad, son algunas de la características de las fronteras”61.

El interés por explicar la conformación del pueblo chileno y una mirada evolucionista, le llevan a hacer más énfasis en las fusiones y traslapamientos que en las resistencias y pervivencias. De este modo, para el citado historiador, “la incorporación oficial y definitiva, que se inició en 1862 y tardó veinte años en quedar consumada, debe ser entendida como el perfeccionamiento de la incorporación espontánea y que se venía produciendo desde la época colonial a través de la convivencia. Porque aun cuando los araucanos vivían en relativa libertad, habían sufrido un influjo tan grande que estaban adaptados al contacto, lo necesitaban e incluso tenían lazos de dependencia de las autoridades”62.

Una interesante interpretación del concepto de frontera es la aplicada a la historia de América Hispana por Armando de Ramón, Ricardo Couyoumdjian y Samuel Vial. Para estos autores, a partir del largo camino que ha seguido el concepto de frontera del tratamiento que le dio Turner, la definen como “una zona de interrelación y de contacto: un sitio donde se cruzan distintas influencias políticas, económicas, sociales y culturales. Puede marcar el límite entre territorios bajo distintas jurisdicciones, pero también puede constituir el límite de una expansión territorial, llegando a ser, en este último sentido, una frontera en constante avance y penetración”63. Plantearon que las características más relevantes de una frontera eran dos. Primero, que cuentan con un punto en torno al que existe un establecimiento o población permanente, a partir de la cual se comienza a generar una relación con los pueblos situados allí y en donde se establecen relaciones motivadas por los requerimientos de abastecimiento y seguridad. Segundo, el avance de esta frontera está asociado al interés de los conquistadores de encontrar imperios y ciudades que les proporcionarán fama, honores y riqueza. De lo anterior resulta que la frontera corresponde a un “lugar de encuentro conflictivo o pacífico, pero siempre de intenso intercambio”64.

En su estudio hicieron énfasis en la frontera más que como proceso de ocupación del suelo, en la idea de frontera bélica móvil. En ese punto, para América distinguieron tres modalidades. Primero, aquella frontera que se generó por el avance en las Indias de potencias no españolas trasladando a este espacio los conflictos e intereses europeos. Un par de ejemplos de lo anterior corresponde a las incursiones corsarias en las Antillas o en el Océano Pacífico. Segundo, fronteras derivadas de conquistas inconclusas, debido al enfrentamiento con “tribus indígenas nómadas que resistieron la conquista”. Finalmente, también se refieren a un tipo de frontera interna y diferente de las anteriores, relacionada con la bandeira, la cual fue se desarrolló a partir del impulso de los “propios mestizos paulistas”65.

Historiadores como Jorge Pinto y Leonardo León también han estado preocupados de entender el funcionamiento de la sociedad fronteriza durante la ocupación de la Araucanía. Sus investigaciones son muy relevantes ya que además de respaldarse en un sólido basamento documental (más que un fundamentalismo teórico), demuestran que la frontera del Biobío seguía más viva que nunca a fines del siglo XIX, y que por lo tanto, este tipo de enfoques sigue siendo una alternativa de análisis. En los estudios de Leonardo León, la principal crítica que se ha realizado a los estudios fronterizos de condenar al indígena a una historia asociada a la frontera y que al desaparecer aquella desparecen estos, pierde sentido, en tanto la frontera sigue vigente no sólo a fines del siglo XIX sino también durante el siglo XX, periodo del que hay escasos estudios bajo esas perspectivas, siendo materias que han sido abordadas más bien por la Literatura. Basta volver a leer Montaña Adentro o la Flor del Quillén de Marta Brunet para volver a encontrar los mismos tipos fronterizos de los que se refiere León66. Este autor tampoco se plantea en la lógica de dominadores versus dominados, lo cual de nuevo es un ejemplo que las herramientas con las que se trabaja (en este caso los estudios fronterizos) no explican o no condicionan las respuestas que puedan darse. De hecho, nos parece que León no está en la línea de plantear la ocupación de la Araucanía como el final de un proceso o como el inicio de la conformación definitiva del pueblo chileno, sino por el contrario, como una verdadera catástrofe tanto por la dramática desestructuración del orden sociopolítico de los mapuches, como por la ola de bandolerismo a la que se empujó a los afuerinos (violencia mestiza) que arrastró tanto a indígenas como a inmigrantes producto del vacío de poder que se generó en la zona. El estado terminó con una forma de ordenamiento del espacio, pero no fue capaz, por lo menos no todavía en el 1900, de articular una nueva y por sobre todo, eficaz67.

 

El punto es importante porque precisamente esa ha sido una de las críticas de quienes han enfocado los estudios indígenas desde las relaciones interétnicas. Primero, su carácter etnocéntrico en relación al avance europeo y el poco valor que se daría a los indígenas en este enfoque; segundo, el que al explicar la historia indígena a partir de las relaciones fronterizas, se genera un reduccionismo, pues se remite a un periodo (colonia) y región particular (en este caso la Araucanía), en tanto, las relaciones interétnicas comenzarían con el arribo de los españoles y todavía no concluyen68. Podríamos agregar que esas relaciones comienzan mucho antes, sabiendo que uno de esos momentos corresponde a la llegada de los Incas a Chile central y su avance hacia el sur, hacia el siglo XIV.

En sintonía con lo anterior, un segundo enfoque de la problemática que nos ocupa es el desarrollado por el filósofo José Bengoa. Este autor visualiza dos grandes momentos en la historia de la guerra. El primero corresponde al siglo XVI. Para este trabajo es importante que al arribo de los europeos Bengoa caracterice a los antiguos mapuches del sur como una sociedad ribereña:

“Era esta una región densamente poblada, en la que sus habitantes habían desarrollado una cultura con sistemas de convivencia y organización eficientes. La vida productiva y social transcurría al borde de los ríos que cruzan por todas partes la Araucanía. Las canoas circulaban trayendo y llevando productos y personas que reunían en ‘lugares señalados’ donde se comía, se bebía y se administraba la justicia. Eran los aliwen, lugares de encuentro, recreación y donde se trataban los asuntos de buen gobierno. El poder político residía en los jefes de las grandes familias quienes urdían la paz mediante alianzas matrimoniales. Era una sociedad donde la sociabilidad era permanente. Por ello se había desarrollado un amplio sistema de cortesía, lo que permitió que la vida transcurriera sin necesidad de crear un estado centralizado, un poder externo a ellos mismos, a las familias. Esa sociedad de subsistencia, sin acumulación de excedentes, no estaba preparada ni dispuesta al trabajo forzado, ni menos para servir a los extranjeros. Cuando éstos llegaron se produjo un choque brutal…”69.

Según propone Bengoa, los antiguos mapuches del sur se enfrentaron a los europeos mediante una guerra ceremoniosa y ritual, ligada más a la religión y ostentación que “al sometimiento, que al arte de matar y exterminar…”. El enfrentamiento con los españoles los obliga a secularizar su forma de luchar, pero en veinte años su población es diezmada por los españoles: “Muertes en batalla, crueldades, enfermedades, hambre, conducen a que en un corto periodo más de un millón de habitantes que habitaban en lo que hoy es el sur de Chile disminuya a menos de doscientos mil…”70. A pesar de haber estado a punto de sucumbir, el triunfo de Curalaba (1598) permitirá el inicio de una nueva etapa, en la que se va a producir la refundación de la sociedad indígena, aunque sobre bases distintas de las prehispánicas:

“Habían adoptado los animales y semillas europeas, muchos españoles y criollos vivían entre ellos o eran sus cautivos y principalmente cautivas, muchos jefes incluso eran hijos de madres españolas. Cambia la guerra y se desequilibra. En las márgenes del Biobío el Padre Luis de Valdivia, jesuita, construye Catiray. Es el sueño de la convivencia pacífica entre esa cultura religiosa católica y los indígenas. Sueño frustrado en Elicura, donde, en la hasta hoy denominada ‘agüita de la perdiz’ mueren tres curri patiru, ‘padres de negro’, a manos de los mapuches, en un confuso episodio. Pasan los años. Sigue la guerra, pero queda en el aire la posibilidad de lograr nuevas tratativas de paz. El primer parlamento es con el Gobernador del Reyno en Quillín y firman las paces, con la mayor solemnidad. Se inicia un largo periodo de dos siglos de vida independiente en la Araucanía que posibilitó la existencia actual de la sociedad mapuche”71.

Durante este periodo es que se produce el tránsito desde la original sociedad ribereña a otra ganadera, que va a cruzar la cordillera y va a dominar la pampa: “Se transformaron en maloqueros, arreadores de ganado, gente brava que formó una de las culturas ecuestres más importantes de América y cuyos territorios durante dos siglos unían el Pacífico con el Atlántico”72.

Un tercer enfoque es el que ha sido propuesto por el antropólogo Guillaume Boccara y del que ya hemos hecho referencia anteriormente. Para Boccara, en primer lugar, los pueblos indígenas situados entre el Itata y el Toltén habrían correspondido a los reche, los cuales, por un proceso de etnogésis, conformarán en el siglo XVIII, los mapuches. En segundo lugar, Boccara deconstruye la hipótesis de las relaciones fronterizas y entre varios alcances, le hace, a nuestro juicio, dos importantes. Primero, el no considerar que a pesar que las relaciones fronterizas fueron cada vez más importantes entre hispanos-criollos e indígenas, entre otros actores, la voluntad de sujeción de los indígenas nunca desapareció por parte de los europeos. De lo que se trató entonces fue que se comenzaron a utilizar técnicas más modernas de “civilización”, pasando de una lógica explotación-dominación a otra de asimilación-civilización. Segundo, Boccara subraya que la imposición de un modelo no se hace sólo mediante el uso de armas de guerra: “…no es porque desaparece la conquista por las armas, que la violencia de la imposición arbitraria de una forma sociocultural (mediante los medios más sutiles de la política) debe ser entendida como paz”. En definitiva, siguiendo el análisis que hace del poder Michel Foucault, su propuesta es que el tránsito de una guerra total y encarnizada a la búsqueda de relaciones pacíficas no fue tanto producto de las llamadas relaciones fronterizas, sino de la implementación de nuevas formas de poder, dominación y gobierno.

La propuesta de Boccara es que el poder predominante entre 1541-1641 (hasta el Parlamento de Quillín) fue el soberano. Este periodo “se caracteriza por la guerra a sangre y fuego y por la paz esporádica”. Los dispositivos de poder predominantes son “la encomienda, el esclavismo, la maloca, la expedición guerrera, el fuerte, y en un nivel discursivo, el requerimiento”73. En tanto, entre 1641-1810, la forma de poder predominante fue el civilizador, adelantado ya por el Jesuita Luis de Valdivia, con su proyecto de guerra defensiva (1612-1624). Es en esta etapa en donde, si bien, la guerra dejó de ser el mecanismo principal de sujeción, surgieron otros, que se desarrollaron “a partir de los dispositivos originales de la misión, del parlamento, del control del comercio, etc.”74. En consecuencia: “lo que se establece entre los siglos XVII y XVIII constituye una nueva tecnología de poder que tiene como principal objetivo normalizar, contabilizar, disciplinar o, en una sola palabra y retomando la expresión de la época, ‘civilizar al indígena’…lo que emerge durante esta nueva época histórica es otra manera de hacer la guerra, una guerra silenciosa: la política”75.

Según los lineamientos propuestos por Guillaume Boccara, la presión colonial ejercida sobre las poblaciones indígenas entre el Itata y el Toltén, a pesar de su resistencia, va a tener un profundo efecto:

“Los indígenas guerreros mutan en hábiles comerciantes, raiders (maloqueros) y ganaderos. Los caciques conocen un incremento espectacular de su riqueza y se vuelven diestros negociadores políticos. Las reestructuraciones económicas actúan en el sentido de un aumento de la potencia guerrera y tienden a reforzar la independencia política y económica de los grupos insumisos de las tierras del interior. Los indígenas llegan incluso a invertir la relación fuerza a su favor. La sociedad colonial-fronteriza depende de los grupos rebeldes para su aprovisionamiento en ponchos y ganado”76.

En relación a la comentada propuesta, Francis Goicovich plantea que el periodo que va desde 1598 hasta 1683 está cruzado por un conjunto de situaciones que permiten consignarlo como una etapa específica en las relaciones interétnicas que se gestaron al sur del Biobío. En primer lugar, la derrota española en Curalaba evidenció lo ineficaz del modelo con que los conquistadores esperaban dominar a los indígenas, que por lo demás había fracasado ya en los inicios de la Conquista en Tucapel (1553). A pesar de ello, se siguió intentando reconstruirlo, lo cual fracasó no sólo por “un complejo entramado de alianzas socioterritoriales indígenas”, sino además por “la implementación de un nuevo modelo de dominación que tuvo en la Compañía de Jesús a su alma gestora”. En 1683 dos situaciones favorecieron la imposición del proyecto jesuita. La abolición legal de la esclavitud y la profundización de la labor de los misioneros77.

Respecto de los planteamientos analizados, y sin desconocer los distintos énfasis, nos parece que las propuestas de Boccara y Villalobos son complementarias. Una diferencia relevante estaría en que mientras el enfoque de las relaciones fronterizas hace énfasis en una mirada de historia social de larga duración, el enfoque de las relaciones de poder lo hace más bien desde una óptica de historia política. La otra diferencia es que para Villalobos, la historia de la frontera vendría a concluir en el siglo XIX con el avance del Estado Nacional y la integración de su territorio a la economía mundial. Lo que vendría después es la conformación de una sola historia, la nacional, en la que los mapuches aportan a través del sincretismo cultural. Para Boccara en tanto, el avance del Estado sobre los mapuches no significa a su vez el avance hacia la conformación de un solo pueblo mestizo, sino que, nos parece, en sintonía con Jorge Pinto, el tránsito de una nación o de una cultura hacia la exclusión78.

Por nuestra parte, pensamos que la línea fronteriza del Biobío a partir del siglo XVIII fue una consecuencia de la falta de recursos materiales y humanos de las autoridades hispanocriollas para dominar a los mapuches más que producto de un poder que hiciera énfasis en la labor civilizadora de los misioneros. Asimismo, los parlamentos fueron un mecanismo adicional para intentar asegurar la estabilidad de la frontera, más que el propósito de querer lograr civilizar a quienes en no pocos documentos oficiales se les siguió considerando como enemigos.

Por otra parte, y a pesar que todavía hay especialistas que siguen refiriéndose al avances del estado chileno sobre la “Araucanía” como pacificación79. En este trabajo, la consideraremos como una ocupación.

La importancia de los fuertes en la conquista de América y en la contención de la frontera del Biobío en Chile

Las fortificaciones españolas en América y Filipinas fueron construidas esencialmente para defenderse del enemigo extranjero (ingleses, holandeses y franceses). Sólo se reconocen dos áreas en donde se construyeron fortificaciones orientadas hacia el “enemigo interno”: en las fronteras de conquista de México y Chile.

 

Para el caso de México, en el siglo XVI su establecimiento fue producto de la valorización minera que se hizo de los territorios del norte con la consecuente expansión hispana sobre ellos, que fue resistida por los Chichimecas. Junto con los conquistadores, fueron los misioneros franciscanos y agustinos los que inicialmente intentaron ocupar y controlar los territorios. La construcción de presidios (fuertes) fue iniciada por el virrey Martín Enriquez de Almanza en 1568. Se erigieron para proteger el tráfico en los despoblados por los que pasaba el “camino real de tierra adentro”, los asientos mineros, los poblados y para la defensa de los indígenas que no se opusieron al avance europeo. El carácter de estos fuertes habría sido esencialmente defensivo. Cuando hacia 1590 se logró la paz con los Chichimecas, ya se habían establecido más de 50 presidios. Muchos de ellos devendrían posteriormente en pueblos y ciudades. Como es sabido, el avance hacia el norte no se detuvo y se proyectó hasta Santa Fe (río Grande). En esta zona, los presidios construidos en el siglo XVI sólo fueron dos. En el siglo s. XVII sumaron doce. Ya en 1764 había treinta y cinco, contabilizándose treinta y dos en 1771. Estos se situaron en Sonora, Nuevo México, Santa Fe, Texas, Coahuila, Nuevo Santander, Nuevo Reino de León y Nueva Galicia: en el presente, norte de México y sur oeste de Estados Unidos.

En Chile, como es sabido, las fortificaciones españolas fueron levantadas esencialmente en el contexto de la conquista de las poblaciones aborígenes y de los territorios situados al sur del Toltén y particularmente del río Biobío.

Gabriel Guarda en una mirada que abarca los siglos XVI al XVIII señala que entre el Itata y el Biobío se levantaron noventa y siete defensas, entre el Biobío y el Toltén (Araucanía) ciento cincuenta y cinco, y entre el Toltén y el Seno de Reloncaví veintisiete. En consecuencia, está claro que la complejidad de la frontera del llamado Reino de Chile fue mayor que la mexicana.

En contraste, durante el siglo XVI, a diferencia de los presidios mexicanos, la mayoría de las fortificaciones que se construyeron no tuvieron un carácter permanente o fueron efímeras. Algunas de ellas eran “tugurios” que se componían de “unas estacas de madera por muralla y una casa pajiza por medio”. También contaron con torreones de los mismos materiales. No se conservan planos de ninguno de ellos. En consecuencia, aunque no se puede negar la preocupación de los gobernadores por sostener la presencia hispana en este espacio, es inobjetable que los recursos que dispusieron para ello fueron insuficientes. Eran los encomenderos y vecinos de ciudades como Santiago o Concepción los que debían sostener la conquista con derramas (contribuciones forzosas). Es relevante considerar que tampoco se contó con un ejército profesional, los que combatían eran huestes de vecinos.

En el siglo XVII, en el gobierno de Alonso de Ribera, esta disposición cambió de modo importante. Ha sido recalcado que la derrota hispanocriolla de Curalaba (1598) y el arrasamiento de las ciudades del sur que le siguió, llevó obligadamente a establecer como frontera el río Biobío. Sin embargo, puede decirse que ello en estricto rigor sólo fue de modo inicial, pues hasta comienzos del siglo XVIII, la frontera que se estableció a través de la disposición de fuertes en espacios estratégicos, partía desde el curso medio del río Biobío –donde confluye el río Duqueco–, hasta su desembocadura, pero, sin renunciar del todo a la conquista de la Araucanía, como lo prueba el establecimiento de los fuertes de San Ignacio de Boroa y Paicaví en 1606, y los de Encarnación y Repocura, en 1666 y 1694 respectivamente. Con Ribera esa frontera se consolidó además con el establecimiento de un “ejército profesional” y la consecución de recursos permanentes para su sostenimiento (real situado). Sin embargo, en la práctica las situaciones no funcionaron del todo bien. Por ejemplo, es sabido que las remesas del real situado solían retrasarse. Los virreyes hacían descuentos importantes de las mismas. No todo se enviaba en dinero y un monto relevante se remitía en especies80.

Ilustración 1. Corresponde a una reconstitución ideal del fuerte con empalizada y foso de principios del siglo XVI. Ilustración 2. representa la reconstitución ideal del Fuerte de Arauco de acuerdo a las informaciones otorgadas por el gobernador Alonso de Ribera. Ambas ilustraciones fueron realizadas por el historiador Sergio Villalobos (Historia del Pueblo Chileno, tomo iv, pp. 33-35).


Respecto de las fortificaciones, y a pesar de contarse con mayores recursos para su levantamiento y mantención, la mayoría siguió construyéndose de empalizada. Sergio Villalobos, apoyándose en las críticas observaciones realizadas por Alonso González de Nájera, testigo directo de su situación, señala al respecto:

“Las fortificaciones erigidas en la Araucanía fueron de diverso tipo. En algunos casos no pasaron de ser elementos defensivos, como fosos y empalizadas de carácter circunstancial. Hubo albarradas o armazones de troncos y palos bien trabados, situados, por lo general, en pasos estrechos para detener principalmente la acometida de la caballería. Los fuertes o castillos fueron las defensas más estables, aunque variaron mucho en sus características. Los más sencillos, construidos con rapidez, eran empalizadas de cuatro metros de alto con un portón de madera recia, rodeado de un foso de poco ancho y profundidad. Unos pocos ranchos en el interior albergaban una guarnición reducida, encargada de vigilar los movimientos de los nativos. A este tipo se refiere un documento de 1621: ‘son algo más de una cuadra, cercados de unos palos hincados y dentro unos bohíos de paja en que los españoles se alojan; en éstos están los soldados desnudos, descalzos y en algunos moliendo trigo que muelen a fuerza de brazos, en unas piedras”81.

En relación con estas fortificaciones Villalobos expresa que no pocas de ellas tuvieron empalizadas más elaboradas, amarradas por dentro con “cintas” o “travesaños atados a los troncos por látigos de cuero de vaca”. No obstante, solían dejar huecos, “por donde los asaltantes metían sus lanzas y herían a los defensores”. En los ángulos exteriores de los muros,

“se construían cubos o baluartes, que sobresalían para dominar con sus tiros el campo cercano y los lienzos o muros de cada lado. En ellos se ubicaban los cañones y en parte los mosquetes y arcabuces. Estos últimos se colocaban en troneras estrechas practicadas en los lienzos”82.

La entrada solía estar custodiada por “un puente levadizo, un portón, un rastrillo, reja o trama de palos duros”, que se alzaba desde el interior con roldanas.

En el interior, a un metro y medio de distancia de la empalizada exterior, se levantaba otra, de dos metros de alto, en la que se hacía un relleno de fajina y tierra. Con ella se conformaba un terraplén para que circulasen las rondas. Siempre en el interior, el jefe, los oficiales y el sacerdote,

“disponían de casas de adobe con techo de teja, mientras los soldados vivían en barracas de madera o generalmente en ranchos de paja. Para guardar las botijas de pólvora se cavaba un polvorín o se erigía uno con gruesas paredes de adobe y cubierta de teja. Solía haber alguna caballeriza de palos y paja, un molino y una herrería. La capilla, de adobe y teja, era infaltable”83.

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