Activos de aprendizaje

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De todos modos, hoy el principal riesgo de los espacios de aprendizaje no es cómo enseñamos, porque el aprendizaje encuentra el camino incluso en los enfoques más tradicionales de enseñanza. El principal riesgo es cómo evaluamos.

Crear espacios cooperativos de aprendizaje a través del descubrimiento y la investigación está muy bien… hasta que llegamos al examen final. ¡El examen! ¡Ese sí que es un tema relevante! O reproduces exactamente lo que ha contado el docente o expone el libro de texto o ya puedes recoger el descubrimiento y la investigación, largarte y comenzar tu camino como emprendedor… eso sí, sin título de graduado en Educación Secundaria Obligatoria.

Pero ahí también hay muchos docentes que, en lugar de elegir una evaluación castradora, optan por una evaluación iluminadora. Es decir, buscan estrategias de evaluación que les permiten saber cómo aprenden sus estudiantes, apreciar los avances y, si están teniendo alguna dificultad, poder ayudarlos.

Así pues, no todo está perdido. Frente a las reválidas y los estándares de aprendizaje, hay un amplio grupo de docentes que apuestan por la innovación y que admiten la investigación, la creatividad y el diálogo como aliadas para el proceso de aprendizaje. La pregunta ahora es cómo conseguimos que en lugar de tener un 10 % de profesorado innovador en cada centro tengamos como mínimo un 90 % innovador.

Mi propuesta aquí es que gamifiquemos la profesión docente. Gamificar consiste en aplicar algunas de las claves que hacen de los juegos una experiencia satisfactoria en situaciones que no son estrictamente lúdicas. En este sentido, tenemos que recuperar para la educación algunos de los principios del juego que favorecen la innovación: la narración épica, la creación de escenarios por explorar, la superación de retos para conseguir llegar a la meta, la elección entre diferentes caminos, el aprendizaje a partir del error o la inteligente gestión de las recompensas son algunas de las claves para esta gamificación del espacio escolar.

Por último, les voy a pedir un favor. Quisiera pedirles que, entre todos, ayudemos al profesor innovador, a ese que busca nuevos caminos, a quien ofrece retos, a quien permite el diálogo, a quien ha asumido que su tarea es la formación de personas para el siglo XXI y no máquinas de superar test. No tengan ustedes reparo: abracen al maestro innovador y apóyenlo cuando reclame las mejores condiciones de aprendizaje y enseñanza para su alumnado. Muéstrenle su afecto y su comprensión, ofrézcanse a colaborar en sus clases, acudan a la clase con sus conocimientos y su experiencia. Ayudemos a ese docente innovador a no sentirse un “docente solitario”.

De la provisión de servicios educativos a la creación de experiencias de aprendizaje: pedagogía orgánica para la transformación educativa y social

El marco mental y cultural tradicional para entender el acto educativo en la escuela es la metáfora de la “provisión de servicios”, según la cual el docente provee a los estudiantes de conocimientos. Sin embargo, este marco mental y cultural y la metáfora a él asociada ha entrado en crisis y son cada vez más los centros, los docentes e incluso los estudiantes los que reclaman un nuevo marco y nuevas metáforas.

En este contexto, frente al modelo del déficit implícito en la provisión de servicios (“enseñar al que no sabe”), el modelo de activos de aprendizaje está vinculado con acciones como cuestionar, buscar, crear, tomar decisiones o valorar los resultados, que implican de manera integral tanto al individuo como al grupo que aprende y el entorno donde se aprende. Los activos de aprendizaje son la base para generar situaciones que representen experiencias memorables para todas las personas implicadas, sean estudiantes, docentes, familias u otros agentes educativos.

Los seres humanos somos organismos que aprenden. Desde nuestro nacimiento, toda nuestra vida es un constante camino de aprendizaje gracias al cual no solo sobrevivimos, sino que logramos relacionarnos con otros individuos y entramos en sociedad. Aprender es, por tanto, un verbo que se prolonga en el tiempo tanto como el verbo vivir.

Sin embargo, el volumen de conocimiento que acumula la sociedad es tal que necesitamos algún tipo de estructura que sistematice ese conocimiento y acelere los procesos de aprendizaje de tal forma que cuando el individuo alcance su madurez domine también los conocimientos y las competencias claves para una buena vida. Ser esa estructura es, históricamente, el sentido de la escuela y de las prácticas sociales que en ellas se realizan.

El problema surge cuando los tiempos de la sociedad y de la escuela se desajustan. Según Juan Ignacio Pozo (2016), “las necesidades sociales de aprendizaje han evolucionado en estos últimos años mucho más que las formas sociales de organizarlo o gestionarlo”, y esta asincronía ha convertido ciertas maneras de enseñar tradicionales en una auténtica pedagogía tóxica. Llega, por tanto, el momento de redefinir nuestra manera de enseñar para ajustarla al período histórico que vivimos, y a esa manera de enseñar, que no es nueva pero sí quiere ser renovadora, la llamamos pedagogía orgánica.

Esta pedagogía orgánica, que tiene muchos e importantes antecedentes teóricos, no está siendo definida, sin embargo, por los teóricos de vanguardia sino por teóricos de retaguardia, en terminología de Boaventura de Sousa Santos (2013: 21). Es decir, la pedagogía orgánica se define por la teorización a partir de la actuación de los docentes en el aula, especialmente por aquellos que están buscando y encontrando soluciones para situaciones de crisis no resueltas por la política y sus normativas ni por las propuestas puras e higiénicas realizadas desde la universidad y otros foros. La pedagogía orgánica surge de la tierra, de los problemas reales, de las posibilidades que se pueden conjurar dadas las circunstancias. Es decir, la pedagogía orgánica es el resultado de un proceso de observación, descripción/reconstrucción y transferencia, de nuevo, a la práctica, y precisamente por esa razón podemos denominarlas pedagogías emergentes (Forés y Subias, 2017).

Además, lo más interesante de estas pedagogías emergentes es su potencial de transformación disruptiva. En general representan aún prácticas minoritarias por su número y extensión, pero están vinculadas a un colectivo –creciente y conectado– de docentes y centros que se replantean si la pedagogía tradicional-convencional sirve al estudiante del siglo XXI. Y he ahí la disrupción: han descubierto que esta pedagogía tradicional no sirve, plantean alternativas y pueden demostrar que las alternativas funcionan, sentando las bases para una nueva manera de entender el aprendizaje, la enseñanza, las relaciones entre ambas y el papel de las personas y las instituciones implicadas en ambos procesos.

Es más, las claves entrelazadas de esa transformación son tres:

• la revisión crítica de los fundamentos de la educación, y en especial de la metodología de enseñanza, a la vista de quién es hoy el aprendiz, cómo vive, cómo aprende y en qué mundo (y tiempo) le ha tocado vivir;

• la revisión de los roles del docente y el aprendiz;

• la conexión (al servicio del aprendizaje) de la parte más activa y comprometida del colectivo de docentes, que usa la estructura de la red para conocer, difundir su trabajo y buscar apoyos.

Desde esta perspectiva, uno de los fenómenos fundamentales de esta “transformación” es el paso de la “provisión de servicios educativos” a la “creación de experiencias de aprendizaje”.

Tradicionalmente, los docentes “damos” o “impartimos” clases a un grupo de estudiantes a quienes, siguiendo la rutina de las tres P (presentación de contenidos - práctica - prueba de evaluación), “damos explicaciones” y “transmitimos” un conocimiento que ha de ser interiorizado y, posteriormente, reproducido. Sin embargo, esta secuencia –y la metáfora de la “provisión de servicios” que la sustenta– ha entrado en crisis: ni da los resultados deseados en términos de “rendimiento escolar” ni prepara a los estudiantes para un mundo complejo y sometido a cambios constantes, además de que el propio estudiante la rechaza como una secuencia ajena a su modo de vida.

Por el contrario, los docentes de la revolución centran sus esfuerzos en ofrecer a sus estudiantes “experiencias de aprendizaje” en las cuales se consideran los dos ejes que según Douglas Thomas y John Seely Brown (2011) definen la “nueva cultura de aprendizaje“: identidad y agencia8. A partir de estas dos ideas, el docente (en concierto con sus estudiantes) plantea una experiencia memorable de aprendizaje para lo cual:

• se crea una “narración” y un “escenario”;

• se afrontan verbos más allá de memorizar o practicar: ser, hacer o disfrutar comparten presencia con aprender, y están en la base de este último;

• se desbordan los límites del aprendizaje formal e informal, entrando en los terrenos de la educación expandida;

• se plantean actuaciones que inciden en la identidad y la agencia de los estudiantes;

• se proponen retos y proyectos;

• se promueve la socialización rica de los estudiantes (y el profesorado);

• se utilizan estrategias de evaluación complejas, como los portafolios, para recoger la actividad de aprendizaje en su globalidad.

En todo caso, en ese proceso de descripción/reconstrucción de la pedagogía orgánica hay algunas cuestiones que surgen de manera reiterada; las enumeramos aquí a modo de aforismos para su consideración y debate:

– El centro es la unidad de diseño educativo y transformación. Un buen docente es siempre un tesoro, pero debemos aspirar a construir comunidades profesionales de aprendizaje que garanticen que el centro como totalidad ofrece una educación de calidad. Se debe minimizar la lotería del buen docente ampliando la calidad del todo.

 

– El docente no es el intérprete de ningún texto, provenga de la política o de la industria editorial; el docente es un diseñador de situaciones de aprendizaje y para ello debe utilizar los recursos que estime necesario en la secuencia y los formatos más adecuados para favorecer el aprendizaje.

– El currículo está vivo y se construye desde la creatividad y la crítica tanto en relación con el documento normativo como en relación con la realidad social.

– Una situación de aprendizaje debe suponer una experiencia memorable para el alumnado en el sentido de que disfrutar de la experiencia debe provocar una transformación duradera en el individuo que aprende.

– El Aprendizaje basado en Proyectos de base tecnológica y orientación social representa una manera efectiva y atrayente de promover el aprendizaje y el desarrollo de las competencias del individuo. Sin embargo, esto no se debe asumir de manera excluyente: probablemente haya otras formas de conseguirlo y se debe experimentar (en el sentido científico) con una diversidad de maneras diferentes de enseñar puesto que también hay maneras diferentes de aprender.

– Aprender y disfrutar al mismo tiempo es posible y deseable: las experiencias positivas son más valiosas para reforzar el aprendizaje que las experiencias negativas.

– Asumir desafíos es el primer paso para el aprendizaje en la vida. También en la escuela.

Obviamente, esta pedagogía orgánica demanda tres rasgos, tres C, del docente: ser creativo, estar conectado y vivir la ciudadanía desde el liderazgo educativo. Ser creativo para diseñar situaciones de aprendizaje que resulten memorables para su alumnado; estar conectado para permanecer abierto a aprender y a trabajar con el claustro-en-la-red; y vivir como la ciudadanía desde el liderazgo educativo para movilizar los activos de aprendizaje que residen en el entorno urbano, así como para asumir una posición que ayude a reconducir la más importante fuente de azar en educación, la lotería del nacimiento.

En este sentido, la escuela forma a los ciudadanos del mañana pero también tenemos que ser conscientes de que es la ciudad (como metáfora del entorno social) quien da sentido a la escuela. Por ello, una pedagogía orgánica en la escuela puede quedar ahogada por formas de anti-escuela (Bruner, 2014) presentes en la sociedad. Solo aquellas ciudades que toman consciencia, como la escuela, de su capacidad educadora y la hacen operativa en un proyecto educativo de ciudad están ellas mismas en línea con los tiempos y sus necesidades. Si en la escuela es necesaria una pedagogía orgánica, en la ciudad también, y son los docentes quienes tienen que reclamar esta sintonía entre escuela y ciudad.

Solo trabajando juntos sociedad y escuela tendremos éxito en nuestro empeño de ofrecer una educación a la altura de nuestras necesidades. Como afirma Mariano Fernández Enguita (2016):

“Este binomio es, creo, la madre de todas las fórmulas: alcanzar un compromiso social por la educación, asumir el compromiso profesional con la educación”.

Así pues, la pedagogía orgánica no es más que una etiqueta para simbolizar el compromiso profesional con la educación que observamos en muchos centros y muchos docentes que se encuentran a nuestro alrededor. En estos centros y en la actividad de estos profesionales, la docencia deja de ser una actividad de provisión de servicios para pasar a ser una actividad de creación de experiencias que trascienden el espacio del aula. En ese camino, sin lugar a dudas, habrá dificultades, pero también mayores cotas de aprendizaje y satisfacción: hoy hay alternativas para enseñar mejor que nunca, pero todas pasan por replantearnos los fundamentos del acto educativo.

¡Es el tiempo, estúpido!

Revisar en profundidad el marco mental y cultural con el cual se enseña implica plantearnos hasta aspectos invisibles de la tarea educativa, como el tiempo. El tiempo es una especie de activo “cero” de aprendizaje: necesitamos tiempo para madurar y para conocernos a nosotros mismos y conocer a los demás; necesitamos tiempo para definir nuestros objetivos y cómo queremos hacer el camino; necesitamos, finalmente, tiempo para aprehender conceptos y procedimientos, para analizar las relaciones existentes entre ellos y nuestros conocimientos previos y para poder reelaborarlos, generando un nuevo “producto” en el cual se concrete el aprendizaje que hemos realizado.

Sin embargo, en la escuela el modelo de la “provisión de servicios” provoca más prisas que sosiego porque sentimos la necesidad de descargar nuestra carga de conocimiento en el contenedor que es el estudiante. Puesto que el tiempo es limitado en la escuela (y en la vida), y hemos elaborado una lista exhaustiva de servicios que tenemos que prestar a nuestros estudiantes (a la cual normalmente llamamos objetivos y bloques de contenido), queremos avanzar a toda prisa para que el final de trimestre o el final de curso no caiga como una espada de Damocles sobre nuestra programación.

Pero ¿qué pasaría si la prisa inherente al modelo de la provisión de servicios fuera un error y una de las claves del fracaso escolar?

¿Recordáis aquella frase?:

–“The economy, stupid!”.

En la campaña electoral estadounidense de 1992, George H. W. Bush parecía insuperable. Su nivel de popularidad estaba en todo lo alto y parecía que sus éxitos (aparentes) en la Guerra Fría y la Guerra del Golfo Pérsico le garantizaban la reelección ante un débil y joven Bill Clinton. Sin embargo, Bill Clinton fue elegido presidente de Estados Unidos y Bush tuvo que marcharse a su rancho de Texas.

Una de las claves de aquellas elecciones fue la expresión “The economy, stupid!”. Tan contundente frase se la debemos a James Carville, asesor de aquella campaña presidencial de Bill Clinton. Como toda gran idea, combinaba la sencillez de una evidencia con la potencia de una de las claves de nuestro modo de vida: de nada valen los éxitos en política exterior si la economía nacional se resiente y los ciudadanos sienten que viven peor. Sin duda, era una idea ganadora.

Pues bien, desde hace algún tiempo me ronda una preocupación que provoca que, con bastante frecuencia, me sorprenda diciéndome a mí mismo: “¡Es el tiempo, estúpido!”. Por ejemplo, cuando veo el interés que existe por reformar los espacios con la confianza de que, rompiendo las paredes y acristalándolas, comprando nuevo mobiliario y enmoquetando las salas, se obrará el milagro de transformar la educación, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”.

También, cuando veo que queremos cambiarlo todo comprando tecnología, sustituyendo la pizarra tradicional por su homóloga digital, teniendo un buen carro de portátiles o de tabletas y utilizando todo tipo de apps disponibles en el repositorio de Apple o de Google, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”

Así mismo, cuando veo que centramos nuestro interés en cómo redactar la programación, o debatimos durante largas horas si hay objetivos o no en el nuevo currículo; cuando invertimos nuestras fuerzas en marcar la diferencia entre estándares o indicadores; o cuando rellenar tablas y tablas con cada uno de los elementos del currículo es lo que ocupa buena parte de nuestras tardes, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”

Cuando participamos, uno tras otro, en planes y programas de innovación o en innumerables experiencias de formación del profesorado; cuando renovamos nuestros libros de texto y las editoriales nos facilitan todo su material complementario; cuando abrimos nuestras plataformas y las cargamos de contenidos y actividades, porque en el fondo seguimos pensando que nuestra tarea es transmitir cuánto más mejor y la suya limitarse a recibir, yo me digo a mí mismo:

–“¡Es el tiempo, estúpido!”.

Dice Byung-Chul Han en el libro El aroma del tiempo (2015):

“La inquietud hiperactiva, la agitación y el desasogiego actuales no casan bien con el pensamiento”.

Según el filósofo, podemos distinguir entre sujetos de rendimiento y sujetos de experiencia. Los primeros no pueden detenerse a pensar y se ven conducidos a rendir (supuestamente) más y mejor, aunque la misma carrera en la que están inmersos les impide hacerlo realmente: van “haciendo zapping por el mundo”; los segundos son los que dominan el tiempo para poder vivir experiencias realmente significativas, porque “en contraposición al saber y la experiencia en sentido intenso, las informaciones y los acontecimientos no tienen un efecto duradero o profundo”.

Pues bien, la escuela hoy tiene más que ver con “las informaciones y los acontecimientos” que con “el saber y la experiencia”, con la educación de sujetos de rendimiento más que con la más deseable educación de sujetos de experiencia. Tanto el alumnado como el profesorado están sometidos a una velocidad vertiginosa, acuciados los unos por un horario de escenas académicas fulgurantes que se suceden ante ellos como brevísimos expositores de contenidos, mientras que los otros, el profesorado, corren pasillo arriba y pasillo abajo de una clase a otra en una sucesión rápida de caras, unidades y actividades.

Quizá ha llegado el momento de frenar, de agrupar, de integrar. Buscar la coherencia en nuestra propia voz puede que esté más relacionado con tener una visión más holística de nuestras materias, que con verlas como pequeños botes de contenido curricular que tenemos que abrir a toda prisa a lo largo del año para que nuestros estudiantes puedan aspirarlos mínimamente. Quizá ha llegado la hora de darnos cuenta de que disponer de treinta semanas de clase no quiere decir que tengamos que dividir nuestro trabajo en quince unidades inconexas, incluso si así lo indica el libro de texto. Quizá haya llegado el momento de tomar el control del currículo porque, como dice Byung-Chul Han (2015):

“La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena. Una sucesión veloz de acontecimientos no da lugar a ninguna duración”.

Es el tiempo, amigo mío, el tiempo.

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