Majestad de lo mínimo, La

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Entonces viene un tiroteo verbal en el que vale la pena retratarlos: “—¿Y en qué terminó aquel idilio?”, pregunta Camín. Y Andresito:

—En nada. Nunca supe a qué sabían los besos de aquella mujer.

—¿Entonces?

—El amor insatisfecho es lo único que subsiste.

—¿Te despreció?

—No.

—¿Te acobardaste?

—Menos.

—¿Y eres romántico por ella?

—Por ella.

—¿Quieres explicarte?

—Enseguida.

Y lo hace: “Tenía yo dieciocho años…”, etcétera. Más abajo, después de decir que ella “tenía los ojos grandes y azules como mi juventud de estudiante”, llegamos al previsible meollo del asunto: era casada. A lo que añade Andresito: “El amor prohibido es el único duradero. El más valiente. El más desinteresado. El más puro. El más respetuoso”. Ante semejante banquete, Camín se pone ambicioso:

—¿Por qué es el más valiente?

—Porque se enfrenta con la ley.

—¿Y el más desinteresado?

—Porque no tiene recompensa.

—¿Y el más puro?

—Porque no peca.

—¿Y el más respetuoso?

—Porque, si es un amor verdadero, no puede aspirar a la posesión. Si expone la honra de la mujer, deja de ser puro para convertirse en pasional, en egoísmo, en libertinaje, en profanación de aquello que más se quiere. El que recibe a Dios en la comunión, no muerde la hostia. El sacerdote no puede blasfemar sobre el cáliz.

Menos mal que repentinamente la conversación da un giro de 180 grados. Se define a la crítica: “la más importante dentro de las Artes”. Se señala la crisis de la novela: “antes […] era un arte. Ahora es un oficio”. Y se llega a México. Sí, Andrés conoce a la intelectualidad de México. “Hay un gran talento: Antonio Caso. Y un gran educador: José Vasconcelos”. De los poetas, menciona a Díaz Mirón, Urbina, Tablada, Rafael López, Núñez y Domínguez… Le parece ocioso, dice, “mencionar a Nervo. Él y Darío siguen viviendo entre nosotros”. “¿Y entre los jóvenes?” González Blanco no lo piensa dos veces. Lamenta que haya muerto, sí, tan joven, como sabemos que ha ocurrido el 19 de junio de 1921, pero no deja de afirmar: “El más interesante es Ramón López Velarde.”

Lunares y flaquezas de un poema trascendental

El segundo añadido de Octavio Paz a su ensayo sobre López Velarde es igual de importante que el primero, y me interesa especialmente porque tiene que ver con mi historia como lector de poesía, en la que fueron determinantes mis lecturas del poeta zacatecano. De la primera escritura de “El camino de la pasión” data la preciosa descripción crítica que hace de “La suave Patria”. El comentario de Paz es un buen ejemplo del extraordinario crítico que había en él. ¿O cómo referirse, entre otras cosas en las que esta vez no me detendré, si no es calificándola de esa manera, a una afirmación como que “el verdadero equivalente” del poema está en el teatro? “Ni lírico ni heroico –su tono: ‘la épica sordina’–, es un poema dramático, dividido en dos actos, con un proemio y un intermedio”. Y más adelante: “El intermedio es un solo en el que el vocalista, aquí y allá acompañado por un lejano murmullo de chirimías, canta el suplicio de un héroe”.

Es importante señalar la distinción que hace respecto a que el poema “es, en cierto modo, el mediodía de su estilo”, pero no de su poesía: “La maestría vence con frecuencia a la inspiración, la receta suplanta a la invención y el hallazgo al verdadero descubrimiento”. Si la primera vez que anduvo por el camino de la pasión, Paz había calificado al poema de “hermoso e infortunado” (seguramente refiriéndose a que ha sido “manoseado” con torpeza, como también dice), la segunda lo llama “hermoso y desigual” y a partir de allí añade un párrafo nuevo en que le hace una crítica algo más detenida.

De entrada se refiere al título, que le parece “más que una falta de gusto o un error de juicio […], un engaño piadoso, una ilusión”. A México no le va el adjetivo “suave”: ni su historia ni su geografía ni su temperamento lo son. Pero si el adjetivo no es preciso, las intenciones del poeta sí lo eran, añade Paz, y López Velarde, quien “aborrecía los tambores y las trompetas”, logró lo que quería: “un poema en voluntario tono menor”. Entonces, porque piensa que “la seducción que ejerce sobre nosotros no debe cerrarnos los ojos”, enlista, comentándolos, cada uno de los “lunares y flaquezas” que ve en él.

Sus reparos no son muchos ni demasiado importantes, pero es interesante verlos con cuidado. Dice que hay versos inútilmente complicados y aun grotescos; inexactos y que revelan una ignorancia del mundo natural; ripiosos y mal acentuados; retóricos; tiesos a lo Núñez de Arce. Estoy de acuerdo casi en todo; sin embargo, fiel a mi viejo entusiasmo por el poema, la lectura del párrafo desconocido me hizo reaccionar con algunas sensaciones y razonamientos que sigo reconociendo como míos.

Para demostrar que hay “versos inútilmente complicados y aun grotescos”, Paz cita estos dos: “[y] la hora actual con su vientre de coco” y “desde el vergel de tu peinado denso”. No seré yo quien defienda al segundo de estos versos; antes que grotesco, es feo: López Velarde es un poeta arriesgado y puede ser que de cuando en cuando no atine. Y es que acaso “vergel” y “peinado denso”, reunidos en una imagen que pretende describir la frescura que ofrece la patria para contrarrestar los calores del mes de julio, acaso no se ajusten bien. Además, ¿cómo olvidar la solución para “peinado” que propuso él mismo en otro lugar?:

con peinados de torre y con vertiginosas

peinetas de carey.

Pero el primero me gusta: “y la hora actual con su vientre de coco”. Es como un esqueje llevado de una playa de Veracruz a una maceta del altiplano mexicano. Tiene el “expresionismo”, si puedo decirlo así, de Díaz Mirón, y con una sílaba menos –como por cierto lo cita Paz– podría formar parte de Idilio, el gran poema del veracruzano. Además, y sin dejar de advertir que acaso se trate de un cambio de gusto de época, el verso me parece eficaz: la hora actual tiene el vientre del coco y en su interior hay jugo. El instante presente es ese jugo; la realidad, ahondada en el recipiente del ahora, nuestra existencia misma cargada de todas sus posibilidades simultáneas. Desde luego, puedo entender que no le suceda lo mismo al autor de “Viento entero”, el poema de Ladera este en el que Octavio Paz juega con la idea de que el tiempo es un presente perpetuo y que pasado y futuro no existen.

La frase “la noche que asusta a la rana” es usada por Paz para ejemplificar los versos “inexactos y que revelan una ignorancia del mundo natural”. Con “inexacto” debe de referirse a que la noche no asusta a las ranas. ¿Y qué? La idea no molesta y hasta parece sugerente. ¿A quién le importa que no sea verdadera? Más cierta me parece la ilusión de que el croar de las ranas sea una manera de conjurar el susto con que viven la llegada de la noche; como en la fábula, las ranas encarnan los sentimientos de los hombres. ¿Revela también ignorancia del mundo natural otro pasaje del poema, que Paz mismo ha descrito como difícil de olvidar, aquel que dice que el trueno “requiebra a la mujer” o “sana al lunático”?

Paz ofrece dos ejemplos certeros –curiosamente, dos pareados consecutivos– para demostrar que el poema tiene versos ripiosos: “Suave Patria, en tu tórrido festín / luces policromías de delfín”, por un lado; por el otro: “y con tu pelo rubio [sic] se desposa / el alma equilibrista chuparrosa”. Ese “sic” puesto entre corchetes, que pone en duda el adjetivo “rubio” no es mío, sino de Paz. ¿Rubia la Patria? Mi amigo Gonzalo Celorio cree que el verso puede referirse a los campos de maíz; de esa manera, las policromías del delfín no resultarían sino la impresión cromática del viento corriendo entre los maizales. Juan José Arreola tenía otra opinión, interesante como todas las suyas. Según él, López Velarde

sabía que rubio no significa forzosamente “güero”, sino rúbeo, castaño rojizo (como es el caso del trigo “rubión” que aventaba Aldonza en el relato de Sancho). En una palabra, “pelo cobrizo”, tal y como debería ser el color de nuestra piel entera mexicana, “café con leche”, más o menos cargado (Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario, Alfaguara, 1997, pág. 117).

A pesar de que podamos justificar de ese modo la condición de rubia que Ramón da a la Patria, es cierto que los versos a los cuales Paz se refiere carecen del ajuste y la tensión de otros. Un ejemplo, entre tantos:

del pecho curvo de la emperatriz

como del pecho de una codorniz.

El verso “Suave Patria, vendedora de chía” sirve a Octavio Paz para ejemplificar que los hay mal acentuados. Y éste quizás lo está: la falta radicaría en acentuar la tercera sílaba y luego la séptima, es decir, en combinar ambos acentos en el mismo verso. Varios empiezan con el vocativo “Suave Patria”, es decir, con acento en la tercera sílaba, pero sólo éste acentúa también en séptima. ¿Error? No estoy seguro. Y si fuera así ¿muy grande? Hay por lo menos otros tres versos cuya acentuación resulta algo forzada: “no miró, antes de saber del vicio”, “único héroe a la altura del arte” y “sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. Como sea, cada uno me parece que puede aceptarse. Como han hecho otros, Francisco Monterde entre ellos, yo hablaría de licencias con mayor o menor fortuna, y nada más.

Gaspar Núñez de Arce, paradigma del poeta grandilocuente (autor, por ejemplo, de aquellos versos dedicados a España que empiezan diciendo: “Roto el respeto, la obediencia rota, / de Dios y de la ley perdido el freno”), sirve por último a Paz para despacharse con justicia el verso: “inaccesible al deshonor, floreces”, y señalarlo como ejemplo de otros “retóricos, tiesos”. La relación entre el mexicano de principios del siglo XX y el español del XIX no es caprichosa. Es conocida la revaloración que hicieron los modernistas de un poeta que optó por una poesía declamatoria y enfática. La necesidad de hablar por vez primera con autonomía acerca de la realidad americana y la búsqueda de un tono proporcionado a tamaña empresa, explica que esa generación de brillantes poetas, Díaz Mirón uno de ellos, haya visto el valor de alguien como él.

 

Precisamente para explicar quién es Núñez de Arce, Menéndez Pelayo apela a lo que los italianos llaman “poesía civil”. Alguien como el político y dramaturgo vallisoletano, dice don Marcelino, no tiene ya cabida en un país como la España de su siglo, por eso hay algo en él que no funciona y que resulta, sí, tieso y retórico. Glosando a Heine, el erudito santanderino dice que los poetas modernos tienden a la atomización: cada vez son más subjetivos y solitarios. “Poetas de sentimiento y fantasía individual”. Nadie podría decir que eso no suceda con López Velarde. Pero Menéndez Pelayo añade: “En otro tiempo había poetas nacionales, poetas de raza, de religión, primeros educadores de su pueblo, fundamento de su orgullo”. Entonces enumera las excepciones entre las que todavía hoy podría darse un poeta así. Si cambiamos, en la frase siguiente, la palabra “independencia” por “identidad”, la vieja frase de don Marcelino funcionaría para referirse al México revolucionario y en consecuencia a Ramón: “como no sea”, dice, “en aquellas [nacionalidades] que no han alcanzado todavía su independencia plena y en el fragor de la lucha mantienen viva la conciencia nacional”.

Una visita fantasma (a manera de coda)

Según Andrés Trapiello, Octavio Paz, “que conocía la poesía” de Andrés González Blanco, efectivamente “proyectó un escrito en relación con López Velarde”. Pero ni él ni José María Martínez Cachero dicen nada respecto a que el poeta asturiano haya estado en México. Paz, en cambio, lo afirma dos veces: primero en el mismo lugar en el que comenta que también su hermano Pedro “vivió entre nosotros”, participó en nuestra Revolución y hasta “escribió sobre ella”; después, unas líneas más adelante, cuando se refiere a unos sonetos escritos bajo la influencia de Francis Jammes, que Andresito, según él, escribió “sin duda después de su estancia en México”.3

Protagónico y sobrado, Alfonso Camín, quien ha rozado el tema, plantea la pregunta pero no para hacérsela a Andrés sino a sí mismo, una vez que se halla a solas y pasa en limpio su entrevista: su objetivo es ilustrar, reproduciendo la conversación entre dos peninsulares anónimos, los equívocos que causa la ignorancia de la geografía americana. Seguramente la respuesta era obvia para él.

Tampoco Constantino Suárez, Españolito, en el cuarto tomo de su conocido Escritores y artistas asturianos (aparecido en 1955), dice nada al respecto en la semblanza dedicada a Andrés González Blanco, que aparece junto a las de su padre y sus hermanos. Hablando de Edmundo y Pedro, no deja de aludir a algunos viajes hechos por uno y otro, sobre todo por el segundo de ellos, que estuvo en Cuba y en México, en donde en efecto “participa activamente en el movimiento revolucionario y llega a ser asesor” de Carranza, “quien le favorece largamente en el orden económico”. Me parece improbable que un estudioso como Españolito, en una obra de las características de la suya, hubiera dejado pasar un dato de semejante naturaleza.

Con todo, ante mi propia duda espoleada por la doble afirmación de Paz, decidí acudir en persona a José María Martínez Cachero. El viejo estudioso de la literatura asturiana, autor como dijimos del mejor y más extenso estudio que hay sobre Andrés González Blanco, al que le quedaban pocos años de vida cuando me acerqué a él, me aseguró terminantemente que el González Blanco que nos interesa jamás cruzó el Atlántico y que sin duda Octavio Paz lo confundió con su hermano Pedro.

Si insistí es porque la idea era sugerente: ¿a qué podría haber venido Andresito a México? ¿Quién pudo haberlo invitado? Y en ese caso, ¿hubiera coincidido con Ramón? ¿No habría sido más que posible que los presentara cualquiera, empezando por Alfonso Camín? Lejos de México y mis libros, cuando redacté este trabajo no pude consultar la bibliografía velardiana básica y tuve que conformarme con la edición de su Obra poética de la Colección Archivos que había viajado entre mis cosas, con el dedo índice alerta para distinguir los ídolos a nado en un lago indiscriminado e insufrible de erratas. Ni media palabra del asunto. ¿De dónde sacó Paz esa información?

Como advertí más arriba, no seré yo quien profundice en las relaciones entre las obras de López Velarde y Andrés González Blanco. Al menos para mí, son suficientes el análisis inteligente y reposado de Luis Noyola Vázquez y los pespuntes rápidos y certeros de Paz. Quizás en el futuro no falte quien desee ir más allá. A lo mejor entre tanto piano, amada imposible y lluvias tristísimas nos aguarde, más que alguna genuina sorpresa, alguna curiosidad que justifique el viaje.

Notas del capítulo

1] “Velardiana”, “velardiano”: uso la palabra de este modo, con todo propósito. Me parece la forma mejor, la más natural. Las variantes “velardeano” y “lopezvelardeano” las encuentro un tanto forzadas y por eso tiende a rechazarlas mi oído. De todos modos, soy respetuoso de los usos contrarios a los que prefiero y por esa razón los mantengo en las citas de mis colegas de distintas épocas que aparecen recogidas en este libro.

2] El 25 de enero de 2004, José Emilio Pacheco dedicó su columna de la revista Proceso a Andrés González Blanco (núm. 1421, págs. 70-71). El artículo, que fue titulado “Un amigo español de López Velarde” y apareció con una dedicatoria a Gabriel Zaid (“en sus 70 años”), no está en La lumbre inmóvil (Instituto Zacatecano de la Cultura “Ramón López Velarde”, 2003), la selección de sus trabajos dedicados a nuestro tema, hecha por Marco Antonio Campos, por la razón de que fue escrito después de la publicación de ese libro. Por desgracia, el texto no fue incluido en la segunda edición de ese mismo volumen, hecha quince años después por la editorial ERA. Sí lo fue, en cambio, en la gran selección de los artículos de esa columna, publicada en tres tomos bajo el nombre de Inventario (antología) (ERA, III, 2017, págs. 452-458). Pacheco hace en breve, en su texto original de Proceso, un ejercicio comparativo entre González Blanco y López Velarde como el que hizo por extenso, más de medio siglo antes, Luis Noyola Vázquez, a quien menciona unos párrafos antes, aunque con el nombre cambiado por Loyola. No es la única errata del artículo: la fecha de nacimiento de López Velarde aparece como 1889. Ambos errores se mantuvieron en la versión recogida en el libro.

3] Guillermo Sheridan dedica a Andrés González Blanco una breve pero estupenda nota en su libro Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905-1913) (FCE, págs. 74-75, en nota). Allí califica de “repetido” al “error de suponer que vino a México en 1908”.

Saturnino Herrán retrata a López Velarde


—¡Pero cómo que se creía que Saturnino Herrán no había hecho nunca un retrato de López Velarde! ¿Quién lo creía? ¿De dónde salió esa información? ¿Es que nadie lee lo que está escrito? ¿Es que todo el mundo opina solamente de oídas?

Quien se revuelve de este modo es José Luis Martínez, el gran bibliotecario de la literatura mexicana, el minucioso autor de Hernán Cortés, el editor ejemplar de Ramón López Velarde. Llevo un rato conversando con él. Hasta este momento, el ilustre bibliófilo mexicano había hablado con serenidad, sentado en un sillón color arena quemada, en el rincón de una sala llena de libros sobre la que ha caído la noche. Ahora, en cambio, ha pasado sensiblemente al ataque. Si acepto gustoso un reproche dirigido también a mi persona es porque antes él ha aceptado, con una sencillez que me ha conmovido, los pequeños reparos que puse por escrito hace más de un lustro, en las páginas de mi libro Ni sombra de disturbio, a algunos detalles de su edición de la obra del poeta zacatecano, y que, ya no sé cómo, han ocupado la primera parte de nuestra plática.

—Es posible que tenga usted razón —había empezado diciéndome—. Puedo entender que alguien piense que fueron excesivos algunos comentarios personales donde quizás no venían a cuento. Pero desde luego la tiene cuando me reprocha que no debí incluir mis propuestas de llenado de los huecos, dejados por López Velarde, en la reproducción de “El sueño de los guantes negros”. De nada me valió jugar con el recurso del colaborador anónimo, y José Emilio, seguramente con las mejores intenciones, terminó echándome de cabeza. Tenía que haberlas puesto en el cuerpo de notas del volumen y no en la página misma del poema, que debe quedar como lo dejó el poeta.

Me di cuenta de que era José Luis Martínez en cuanto advertí el mismo gesto hermoso con que recibe a las cámaras a la puerta de su casa de la calle de Rousseau 53, colonia Anzures, en el documental que le hizo Paulina Lavista, y que he visto con placer en un par de ocasiones. No tuve la fortuna de conocerlo en persona, así que los datos de los que se sirve mi memoria para ponérmelo delante, la simpática figura en el quicio de la puerta, el contorno de los ojos almendrados, la sonrisa entrañable, sin duda los tomo prestados de ese lugar.

—Ahora, lo de las erratas ya no es cosa mía, o no del todo. Quizás ahí el Fondo de Cultura Económica, institución que yo tanto quise, no ha hecho bien su trabajo. ¡Mire que añadir nuevas erratas en vez de corregir las que ya existían! Además, es cierto que es necesario volver a ver los poemas en los lugares donde se publicaron originalmente, y eso es algo que usted y sus contemporáneos están obligados a hacer ahora. Mi generación, con el trabajo de muchos, que terminó cristalizando en mis tres ediciones, cumplió holgadamente con López Velarde. Por supuesto que pueden mejorarse, pero eso no me impide pensar que son una estupenda labor (en mi caso, el resultado de media vida de trabajo). Quizás debí darme cuenta de otros detalles, como esa expresión, la de “hacerte mía”, de uno de los primeros poemas, que efectivamente no puede ser del poeta. También eso es verdad: la expresión es indigna de López Velarde.

El director honorario perpetuo de la Academia Mexicana de la Lengua, el exdirector del Fondo de Cultura Económica, el Presidente del Comité organizador de las conmemoraciones del centenario del nacimiento de López Velarde, hace una pausa para tomar aliento. Alrededor de nosotros gravita una porción considerable de los 70 mil ejemplares de su biblioteca distribuida por la casa, tal como aparecen en las primeras tomas que hizo la cámara de Paulina Lavista aquella tarde con parte de su noche cuando estuvo aquí, unos nueve años antes de la muerte de José Luis Martínez, entrevistando al maestro.

—Déjeme decirle que su postura, señor Fernández, su rigor e incluso a veces esa belicosidad que hizo usted muy bien moderando en los últimos años, siempre son preferibles a cualquier género de condescendencia. A la larga, los homenajes, cuando carecen de sentido crítico, sólo consiguen apartarnos de las obras y las personas tal como son o han sido. No le pido que abandone nada de eso, aun si es respecto a mi propia obra. No importa que no crezca necesariamente su lista de amigos. Y dígaselo de mi parte a sus colegas, ese grupo de entusiastas velardianos a quienes veo con enorme simpatía, los cuales tienen el deber de volver con seriedad al poeta. No importa si es contradiciéndonos a nosotros, a Octavio, al doctor Phillips, a Gabriel, al propio José Emilio, incluso a los jóvenes Campos o Sheridan, a mí mismo. No todos lo aceptarán sin problemas, como lo hago yo ahora.

Hasta este momento, José Luis Martínez ha hablado con su característico tono tranquilo, la mirada risueña y la dicción algo húmeda, siempre sonriendo. De pronto se incorpora, adopta un gesto de gravedad y pasa al ataque:

—Pero que celebren lo que ignoran o no recuerdan, ¡eso sí me enfada! El asunto es serio porque se acerca el centenario luctuoso y temo que se vayan a decir tonterías a manos llenas. Con la vista puesta en los cien años de la muerte de López Velarde y la publicación de “La suave Patria”, por favor, ruégueles de mi parte a sus amigos que todo lo que opinen o escriban vaya acompañado de un mínimo de esmero y pulcritud. De entrada, es necesario conocer el trabajo de quienes los hemos precedido en el amor y el estudio de nuestro poeta más querido.

 

Traga saliva y continúa, subiendo de tono:

—¡Porque mire usted que decir que se pensaba que Saturnino Herrán nunca había hecho un retrato de López Velarde! Lo peor es que a veces los especialistas ni siquiera se enteran de lo que está escrito, por ejemplo en mi edición del Fondo. No le estoy hablando de un libro difícil de conseguir, como el de Martha Canfield cuya edición mexicana usted ha prologado, sino de uno que está al alcance de todos. Asómese, asómese a la página de mi libro en donde se aborda el asunto y verá por qué todo este regocijo no puede parecerme sino una fiesta frívola, una celebración de sordos y ciegos. Usted mismo escribió un parrafito al respecto, con la misma ignorancia de…

Lástima que el sueño no se prolongó al menos un rato más.Ya que el principal editor y uno de los máximos conocedores de López Velarde me honraba dialogando conmigo, y lo hacía sin ceremonias, poco menos que de colega a colega, me hubiera gustado preguntarle si ahora que gozaba de una perspectiva más amplia y de unas condiciones más ventajosas había conseguido aclarar alguno de los misterios que aún envuelven la vida y la obra del zacatecano.

Nada más despertarme, después de apuntar cuanto oí de su boca y he recreado más arriba, me lancé sobre su edición, la segunda, desde luego, y no porque esté más limpia que la primera ya que algún corrector añadió en efecto errores y erratas, sino porque, a la vista de los setenta años de la muerte de López Velarde, que se conmemoraron en 1991, José Luis Martínez la amplió con todo género de informaciones e incluyó hasta cien nuevos textos del poeta.1

No tardo en dar con lo que quiso decirme mientras soñaba con él. Así, en la página 80, leo las siguientes palabras: “En [la revista] Vida Moderna, del 29 de marzo de 1916, aparece una ‘Máscara’ de López Velarde, dibujo al carbón de Saturnino Herrán”. Un poco más abajo, José Luis Martínez advierte que no se ha encontrado ese retrato, refiriéndose, claro, a que se ignora el paradero del original del que se reprodujo la imagen incluida en aquella revista. Así que se sabía que Herrán había hecho un retrato de su amigo; otra cosa es que no hubiera aparecido el dibujo que salió a la luz en 2018, lo que estaba anunciado a la vista de todos, en el lugar más notorio posible, por el más importante editor de López Velarde. Otra cosa es también, por supuesto, el que ninguno de nosotros hubiera tenido en cuenta la página en donde está esa información. José Luis Martínez, reflexiono en lo que hago las primeras pesquisas para localizar la revista, tiene toda la razón en mostrarse enfadado.

Empiezo por la Biblioteca Nacional. Allí está la ficha, así que me lanzo un día después del trabajo, tarde ya, cerca del cierre. La revista aparece catalogada, pero por causas que nadie puede aclararme los ejemplares han desaparecido. Un amable bibliotecario llamado Daniel Ciprés (como los cuatro que están plantados delante de la casa donde vivió y murió López Velarde), quien atestigua mi decepción, se toma el asunto como propio y después de algunas averiguaciones me hace saber por teléfono que la publicación que deseo consultar está en la biblioteca Lerdo de Tejada, de la Secretaría de Hacienda.

La conozco bien: he estado tres o cuatro veces en ella: es la que tiene los murales pintados por Vlady, en donde mi amigo Marco Perilli expuso los libros que ha editado. Llamo en cuanto puedo, pero me informan que la revista está en proceso de restauración. Lo entiendo: tiene más de un siglo. Debo esperar, por lo tanto, hasta el año próximo. Una mañana de finales de febrero de 2020, por fin, una vez que me han avisado que la publicación está disponible y ha sido aceptada la solicitud que he presentado por escrito, me veo delante del tomo único del semanario Vida Moderna.

Para quienes nos interesamos en López Velarde, esa revista es un documento especialmente valioso. En sus páginas sentimos alentar discretamente a nuestro poeta en medio de la fiesta del carrancismo en ebullición. Dirigida por Carlos González Peña, el autor del libro en el que estudiaremos literatura en la secundaria, Vida Moderna da cuenta del entusiasmo por el régimen de Venustiano Carranza con todo tipo de muestras: alusiones constantes a él y sus aliados; homenajes a su hermano Jesús, fusilado en Oaxaca; un largo texto, publicado en varias entregas, sobre “la Obra en la ciudad de México” del general constitucionalista Pablo González, evidente patrocinador de la revista; los avances en el aplastamiento del zapatismo; la entrada triunfal del Primer Jefe a la capital del país, con foto de su silueta y la de sus allegados, entre ellos el futuro traidor Obregón, asomados al Zócalo, tomada desde el interior de Palacio Nacional… De cuando en cuando, asoma López Velarde: con poemas de La sangre devota, primero; después, con reseñas sobre ése, su primer libro; luego con inéditos del volumen en preparación Zozobra; por último con diversas prosas, algunas de ellas incluidas en forma de columna periódica.

Ni el tapabocas ni los guantes de látex que he debido calzarme para hojear el volumen aminoran la emoción que siento al ver las páginas donde se dieron a conocer algunos de sus mejores poemas, como “Mi prima Águeda”, nada menos, “Por este sobrio estilo…”o “Para un zenzontle [sic] impávido…”, y me hace gracia ver las erratas, que deben haber dolido a su autor, con que se publicaron por vez primera algunos otros, como “Ser una casta pequeñez…” , por cierto en uno de los versos que más nos gustan. (O el lugar donde se publicó, quizás por primera vez, la famosa foto de López Velarde en el camellón de la actual avenida Álvaro Obregón, por desgracia sin crédito, a la que nos hemos referido en las primeras páginas de este libro.)

Por fin, en el número 28 de Vida Moderna, publicado el miércoles 29 de marzo de 1916, se incluye el retrato al carbón de Saturnino Herrán que vio José Luis Martínez y dejó cuidadosamente anotado. La “máscara” de López Velarde está reproducida a buen tamaño, en la esquina inferior derecha de la página impar, y tiene la función de servir de acompañamiento a una reseña firmada por Jesús Villalpando de La sangre devota, libro que ha aparecido hace unas semanas.


Así que lo que hemos debido celebrar, como acaso bien pudo decirme el editor de López Velarde si el sueño hubiera durado lo suficiente, no es la existencia de un retrato de Ramón elaborado por su talentoso amigo, como hemos hecho desde 2018, sino la aparición del original del que fue reproducido en una revista de la época.

Hay mucho que decir de la presencia de nuestro poeta en las páginas de Vida Moderna y me prometo regresar a ellas.2 Me conformo, por ahora, con hacer mis notas (muchas, al detalle, todas de inmenso interés para mí). Por último, me despojo de los guantes y el tapabocas, devuelvo el libro al mostrador de préstamos y me dispongo a salir a la luz del día, tres horas después de mi llegada. Al cruzar la puerta de la biblioteca, luego de mirar de pasada el revuelo de libros convertidos en aves que dejó plasmados Vlady en una de las paredes interiores, me vuelve a la cabeza la imagen sonriente de José Luis Martínez en el rincón sereno de su biblioteca, sentado en su sillón de color arena quemada, visiblemente complacido del modo en que se ha desarrollado un nuevo episodio de nuestra fructífera colaboración.

Notas

1] De camino hacia lo que iba buscando, vi la marca cruel que hice en la página 75, cuando, una vez publicado mi libro, me reencontré con un testimonio lleno de color, aquel de que “a Ramón le gustaban las muchachas más bien feonas” aportado por su hermano Leopoldo, quien aún vivía en 1988, del que no pude aprovecharme porque olvidé de dónde lo había tomado y no quise citarlo sin su referencia respectiva. Cuando Ni sombra de disturbio estaba ya en prensa, seguí buscando, aunque nunca en la edición de Martínez, ya que siempre di por hecho, erróneamente, que la cita, con su tono discutible y nada académico, iba a estar en cualquier lugar menos ahí.