Homo bellicus

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La caída de Constantinopla en 1453 vino a demostrar una realidad inexorable: aunque sus muros resistieron bien los embates otomanos y la ciudad sucumbió gracias principalmente a la genial estratagema de Mehmed —trasladar toda una flota por tierra para atacar el flanco más vulnerable de la ciudad—, cuando el hombre se refugia en la coraza y en el muro, se instala a la defensiva, su agudeza se embota y desaparece el espíritu ofensivo. Las defensas pueden ganar batallas, pero las guerras solo se ganan con iniciativa, pues es en la movilidad y en la sorpresa donde estriba el arte militar, que impone el ingenio sobre la mera fuerza bruta.


Pólvora. Del lat. pulvis, -ĕris ‘polvo’. 1. f. Mezcla explosiva de distintas composiciones, originariamente de salitre, azufre y carbón, que a cierto grado de calor se inflama, desprendiendo bruscamente gran cantidad de gases, que se emplea casi siempre en granos y es el principal agente de la pirotecnia.

(Diccionario de la Lengua Española)

Como ocurre con todos los grandes inventos o descubrimientos realizados por la humanidad —si de gran invento puede ser calificado el que ahora estudiaremos—, los orígenes de la pólvora son difusos o, por mejor decir, confusos, con multitud de teorías que reivindican para una determinada persona, región geográfica o momento histórico la paternidad del hallazgo. El debate, aunque interesante, tiene algo de estéril, pues la radicalidad de la innovación no estriba tanto en su partida de nacimiento como en el uso generalizado de la misma. Además, como vimos con la agricultura o la forja de metales, como veremos con el vapor y la electricidad, los grandes avances suelen responder más bien a movimientos colectivos, apuntan siempre a varios centros primigenios o irradiadores, nos indican que si el descubrimiento viene realmente a cubrir una necesidad, entonces su difusión es global y ocupa rápidamente extensos territorios, revolucionando el reloj de los tiempos.

Los indicios más remotos sobre el empleo de la pólvora se sitúan en China, si bien en estadios meramente experimentales, restringidos o lúdicos. Desde allí pasaría durante la Edad Media a los mongoles, por un lado, y al Próximo Oriente por otro, llegando a Europa quizá ya en torno al siglo XII: árabes y cristianos la emplearon militarmente en los sitios de Zaragoza (1148) y de Niebla (1252), respectivamente. Franceses primero e ingleses después la empezaron a usar de forma generalizada durante la guerra de los Cien Años, tanto en tierra como en mar, y las repúblicas genovesa y veneciana en sus luchas por Chioggia (1378). Del impacto que su empleo produjo en los campos de batalla, el rey Alfonso XI nos dejó una muy vívida descripción:

E tiraban los moros muchas pellas de fierro que las lanzaban con truenos, de las que los cristianos había muy grande espanto, ça en cualquier miembro del ome que diese, levábalo a cercén, como si ge lo cortasen con cochiello… E cualquier ome que fuese ferido de ella luego era muerto, e no avia cirugía ninguna que le pudiere aprovechar, lo uno porque venía ardiendo como fuego, e lo otro porque los polvos con que los lanzaban eran de tal natura que cualquier llaga que ficieran, luego era ome muerto.

En el sitio de Constantinopla (1453), los turcos emplearon unas gigantescas piezas para abatir las murallas de la ciudad, pero es en la guerra de Granada cuando los españoles, aliviando su peso, crean la artillería moderna: más ligera, móvil y de recarga rápida. Solo así las bombardas y los primeros grandes cañones, válidos únicamente para el sitio, pueden independizarse de la servidumbre de estar fijados en un emplazamiento para pasar a complementar a infantería y caballería. Las coronelías del Gran Capitán ya tienen desarrollados varios calibres y tamaños, así como armas de fuego portátiles, que serán perfeccionadas para crear un tipo de soldado que revolucionará el arte militar en la Edad Moderna, el arcabucero. Los jinetes se benefician de las pistolas y, para la época de esplendor de los tercios, la pólvora está perfeccionada técnicamente, la industria armamentística muy especializada y, lo que es más importante, la táctica renovada para dar cabida a este radical invento. Comparecen los mosquetes, las granadas de mano, las bombas rompedoras… Y las naves que por esas mismas fechas surcan las rutas en pos del Nuevo Mundo tienen la artillería embarcada de forma integral en sus superestructuras.

Hay autores que afirman algo inquietante: la pólvora «democratiza» la guerra. Es cierto: por un lado, cualquier peón, por humilde que sea, puede derribar a distancia al rico caballero dotado de la mejor armadura; cualquier pueblo, por insignificante que sea, podrá derribar los muros de los más altos castillos. Pero esa igualdad en la lucha lleva aparejada obviamente un siniestro reverso: la capacidad de destrucción se generaliza de tal manera que muy pronto las restricciones a las normas de la guerra —si es que alguna vez las hubo— saltarán por los aires con el fuego propulsor de proyectiles y balas. Por otro lado, otros autores llaman nuestra atención sobre las infraestructuras industriales necesarias para el desarrollo de la pólvora y toda la panoplia de armas en ella basada, que estarían sentando los cimientos de un incipiente capitalismo. Armamento y fabricación comenzaban así un largo y siniestro idilio que se alimentaría recíprocamente en lo venidero. Y puesto que el proceso no era precisamente barato, solo los grandes estados podrán costearlo, reforzando definitivamente el poder de las monarquías absolutas. En cualquier caso, la imprenta como motor de conocimiento, la brújula como elemento indispensable para las grandes exploraciones marítimas y la revolución de la pólvora, inventos todos ampliamente difundidos en la segunda mitad del siglo XV y perfeccionados en el XVI, marcan definitivamente el inicio de una nueva era, no solo en la historia bélica sino en el general devenir humano.

Homo bellicus, que talló bifaces en la Prehistoria, que forjó metales y domó caballos en los tiempos heroicos, que supo agruparse en formaciones de combate en Grecia y Roma, tiene en las postrimerías de la Edad Media en sus manos un producto de la alquimia que le permite lanzar bocanadas de fuego, tecnificando la violencia de los ejércitos, llevando la guerra a unas cotas de destrucción nunca vistas e inaugurando una nueva era de la humanidad. De la era de las armas blancas y arrojadizas se pasaba a la edad de la pólvora.


7
Una nación para un imperio

Vendrán tiempos en que el océano aflojará las ataduras y aparecerá completa la tierra y el mar descubrirá nuevos mundos y Thule no será ya el confín del orbe.

SÉNECA

El 7 de junio de 1494, en un pequeño municipio vallisoletano llamado Tordesillas, altos representantes de Isabel y Fernando, soberanos de Castilla y Aragón, por una parte, y del rey Juan II de Portugal, por la otra, firmaban un tratado en virtud del cual se trazaba en «el mar Océano una raya derecha de polo á polo» a 370 leguas de las islas de Cabo Verde: al este de la misma, todo descubrimiento, colonia, presidio, factoría o ruta comercial explorada o por explorar entraría dentro de la esfera de influencia lusa; a poniente, en las tierras descubiertas por Cristóbal Colón dos años antes, de la española. Las dos monarquías más poderosas de la época, en desarrollo de una bula papal previa, se dividían literalmente el mundo en dos hemisferios. Treinta y cinco años después, en virtud del Tratado de Zaragoza, se perfeccionaba el reparto y se dibujaba una línea similar en el Pacífico, fijando en este caso como referente las islas de la Especiería (Indonesia). En absoluto se trataba de una declaración de intenciones o unos papeles formularios: ambas potencias tenían la capacidad, los medios y, desde luego, la firme decisión de imponer su voluntad, sin ningún rival por aquel entonces capaz de oponerse seriamente a sus propósitos.

Así, cuando en 1580 Felipe II fue proclamado rey de todos los territorios de la península ibérica, el imperio católico resultante se convertía de facto en el mayor jamás conocido hasta el momento:

Abarcan sus territorios el sur de Italia, Holanda, Bélgica, España, Portugal y partes considerables de Francia; toda la América central y meridional y la mayor parte de los territorios occidentales y meridionales de los Estados Unidos; las islas Filipinas, Madera, Azores, Cabo Verde, la Guinea, el Congo, Angola, Ceilán, Borneo, Sumatra y las Molucas, con numerosos establecimientos en otras tierras insulares y continentales del Asia. Los territorios centroeuropeos de la Corona se hallan bajo el dominio español.

La descripción es de Salvador de Madariaga para su clásico España. Ensayo de historia contemporánea, quien advierte de seguido que durante dos siglos «este imperio no fue tan solo grande en tamaño. Lo era también en prestigio, [convirtiéndose] España en enemigo natural de todo el mundo, ya que todo el mundo se esforzaba en arrancarle algunas, si no todas, las ventajas que sus destinos habían traído a su regazo».

Tamaño poderío no se improvisa ni es, en absoluto, fruto de la casualidad o la fortuna, ni siquiera del mero coraje, sino que es el resultado de todo ello, sí, pero puesto al servicio primero de una visión, después de una correcta planificación y, finalmente, de un monumental esfuerzo organizativo. La visión, inspirada en la fe católica, la tuvieron los Reyes Católicos ante los muros de Granada; el plan político y parte de su ejecución fue obra de uno de los más grandes emperadores de todos los tiempos, Carlos I, y la consolidación administrativa se debió principalmente a su hijo Felipe II.

 

No era fácil el mundo que, abandonando la larva de los tiempos medievales, nacía a la Edad Moderna a finales del siglo XV, es decir, la Europa del Renacimiento. Hacia Oriente, la sempiterna amenaza asiática se concretaba en el Imperio turco, que presionaba en tres direcciones principales, viejas conocidas rutas de penetración: por mar hacia el Mediterráneo occidental, por el valle del Danubio al corazón del continente y por Egipto hasta el norte de África. El Ducado de Moscovia, del que nacerá el Imperio ruso, se consolida dominando a los tártaros y asomándose a los países bálticos y Polonia. En el centro, Alemania, bajo el pomposo nombre de Sacro Imperio Romano Germánico, aparece endémicamente fragmentada, al igual que Italia, cuyos territorios sin embargo continúan siendo núcleo irradiador de corrientes económicas, científicas y culturales.

Por su parte, Inglaterra y Francia se alzan ya tras la guerra de los Cien Años como dos fuertes estados, si bien los primeros siguen enredados en luchas con las levantiscas Escocia e Irlanda y los segundos buscan consolidar sus fronteras, angustiados por sentirse encerrados en un dogal que el imperio de los Austrias se ocupará y preocupará por apretar. Los Países Bajos siguen constituyendo la plataforma giratoria más importante del comercio mundial al desembocar en su territorio las tres principales rutas mercantiles: las que desde España y las islas británicas cargan la lana, la seda y el hierro; la que desde la península itálica transporta las especias provenientes de Oriente, y la de la Hansa, con su flujo de productos procedente del mar Báltico. Junto a estos retos pronto aparecerá un monstruo interno que desunirá aún más a Europa, devorando sus entrañas como una maldición de alargada sombra: la lucha religiosa entre católicos, obedientes a unos papas en general poco merecedores de tanta devoción, y un protestantismo surgido con fuerza a raíz de la reforma propiciada por Lutero, Zwinglio y Calvino, padres de tan intransigente movimiento en lo espiritual, muy beligerante en lo político, económicamente transformador.

Aunque sigue habiendo historiadores sin duda influidos por una leyenda negra desmontada con hechos hace ya tiempo y que parecen adelantar cada vez más la fecha de inicio de su decadencia, lo cierto es que las Españas forjadas en el espíritu de frontera de la Reconquista retendrán durante al menos dos siglos la iniciativa geoestratégica en el mundo, alzándose como el factor predominante e insoslayable de toda la política mundial. Los Reyes Católicos (cuyo reinado se prolongó entre 1479 y 1516) consolidan como requisito previo a la creación de tan vasto imperio la unidad nacional. Lo hacen por la vía jurídica de su propio matrimonio, mas también gracias al robustecimiento de instituciones que aseguren la paz interior; también por la vía de los hechos con la toma de Granada y el triple proceso histórico de descubrimiento, conquista y colonización de América. Un nuevo mundo se abre ante sus ojos gracias a los espectaculares adelantos náuticos que los marinos ibéricos han ido cuajando a lo largo de los decenios precedentes. En Europa su principal enemigo será de momento Francia; el campo de batalla, Italia; su brazo ejecutor, el Gran Capitán, creador de la escuela militar española.

Carlos I, rey de España, emperador de Europa y señor de las Indias (1516-1556), terminará de consolidar la unificación de los reinos peninsulares desarrollando el afán de sus abuelos: un imperio concebido como federación de territorios que se sienten iguales en derechos e importancia pero que se saben a sí mismos más fuertes cuanto más unidos. Venido de la rica y pronto problemática región de Flandes, su historia es la de un enamoramiento mutuo con la sobria España, país en el que encuentra la retaguardia segura que necesita para su ambiciosa política exterior. Lucha contra el turco, pone orden a la empresa americana y mantiene un enfrentamiento cada vez más enconado con Francia. Y cuando el cisma protestante le estalle para su gran desazón en la cara, definirá un frente cristiano contra los infieles y otro frente católico contra los herejes. Este imperio, gracias al poderoso influjo de su personalidad, toma por tanto conciencia de sí mismo y se echa sobre sus espaldas cargas que solo el vigor de un pueblo imbuido de una honda espiritualidad y las riquezas de sus enormes posesiones lograrán sostener, cuando aparezca la carcoma de problemas financieros que siempre amenaza a las grandes potencias.

El reinado de Felipe II (1556-1598), que ha pasado a la historia quizá de forma algo apresurada como de ensimismamiento u oscuridad, en realidad sigue siendo una época expansiva, con una cara favorable en la unión de España y Portugal, la gestión de las riquezas del Nuevo Mundo o la victoria sobre los turcos en Lepanto, y una cruz cifrada en el imposible de multiplicar las guerras contra todo adversario: la derrota de la Gran Armada, la desgarradora guerra de las Alpujarras contra los moriscos y, sobre todo, el avivamiento del avispero de los Países Bajos empiezan a socavar los pilares del imperio. Un imperio que, sin embargo, permanece prácticamente intacto a la muerte del monarca. Felipe III, Felipe IV y Carlos II (1598-1700) representan una decadencia que es más la de su propia dinastía que la de la potencia que la sostiene: recuérdese que en la primera mitad del siglo XVII España sigue siendo temida en los campos de batalla y mantiene en muchos frentes la iniciativa. Y en la segunda mitad, aunque ya no sea la potencia dominante, seguirá concitando amenazas, por más que sabrá retener en sus manos el control de la mayor parte de las Américas hasta el primer tercio del XIX.

Dos poderosos enemigos en Europa, Francia e Inglaterra; dos escenarios de conflictos sinfín, Flandes e Italia; dos rebeliones internas, la comunera y la de los moriscos; dos amenazas revestidas de religiosidad, los turcos y el protestantismo, y dos gigantescos espacios, América y el Pacífico, constituyen el puzle geoestratégico que han de cuadrar las Españas del siglo de Oro. Estas son las coordenadas en las que hay que entender los hechos que estudiaremos en este capítulo y siempre en la inteligencia de que todo ello lo consiguió España no solo por la mera fuerza de sus legendarios tercios, sino en virtud de toda una panoplia de hábiles medidas políticas, jurídicas, socioeconómicas, científicas, espirituales… y, por supuesto, castrenses. El predominio de su modelo militar explica su gran expansión, pero la gran expansión precisó de otras vigorosas fuerzas, concitando con una clara visión de conjunto los recursos necesarios para realizar su misión histórica… Y solo cuando sus múltiples enemigos aprendieron las enseñanzas de esta escuela empezaron a suponer una grave amenaza para el mayor imperio conocido desde los tiempos de Roma.


En el prólogo a su Vida de Fernando e Isabel, Eugenio D’Ors afirma algo bello y sugerente: ninguna biografía puede ser contada meramente en clave individual, pues toda vida es en realidad un ramillete de vidas entrecruzadas que se condicionan y alimentan mutuamente. Por eso explica en su libro la historia de los Reyes Católicos a la luz de cuatro personajes principales: Colón, que amplía con sus descubrimientos los horizontes del hombre moderno; el cardenal Cisneros, unificador de ese motor religioso que hoy puede parecer inconcebible pero sin el que no puede ser entendida la fuerza espiritual del Imperio español; Nebrija, creador de una gramática moderna capaz de abrillantar el idioma que dominará las cancillerías europeas, el castellano, siguiendo su famosa máxima: «Siempre la lengua fue compañera del imperio»…, y un tal Gonzalo Fernández de Córdoba.

Finalizada la guerra de Granada, los Reyes Católicos pondrán en marcha una política exterior que maximizará la fuerza de su unión: aprovechar las dos coronas que gobiernan conjuntamente para definir sendas empresas expansivas, con Aragón volcada en el Mare Nostrum y Castilla en las rutas atlánticas que están abriendo los viajes colombinos. Su principal preocupación se centra en principio en Italia. Así, cuando Carlos VIII de Francia se propuso apoderarse de Nápoles, Fernando consideró el reto como lo que era, una afrenta a los intereses españoles en el Mediterráneo occidental, cuyo eje estratégico Baleares-Cerdeña-Sicilia era de vital importancia, entre otros motivos por formar la línea de contención frente a los otomanos. Inicia así una serie de campañas sucesivas que entre 1494 y 1504 le asegurarán el control del sur de la península. Si él se reserva para sí las labores político-diplomáticas, pone al frente de sus ejércitos a quien se ganará en ellas el sobrenombre de Gran Capitán.

Gonzalo Fernández de Córdoba, segundón de una familia andaluza, había servido a la reina Isabel en las guerras de Castilla y con gran pericia ya al mando de unidades en la de Granada. Cuando desembarca en Italia lo hace al frente de unos exiguos efectivos, por lo que, haciendo de la necesidad virtud, concebirá con sus dotes organizativas un modelo de ejército capaz de combinar la potencia de las armas a su disposición, y con su «ojo clínico» en el orden táctico la forma de emplearlo ventajosamente en el campo de batalla. Se va a enfrentar al mejor ejército del momento, el francés, que dispone de la magnífica infantería suiza como tropa mercenaria junto a sus jinetes, legendarios pero anclados al canon medieval; cuenta, además, con numerosas bocas de fuego: la pólvora ya no está en una fase experimental sino que va demostrando su carácter revolucionario. Como en su momento hicieran Alejandro, Aníbal o César —con quienes sin duda puede ser comparado—, el Gran Capitán combatirá en una inferioridad de medios que compensará con la maniobra, la sorpresa y el empleo de métodos heterodoxos, un eficaz sistema de inteligencia, el correcto aprovechamiento del terreno y la demora del combate decisivo hasta no estar en situación de alzarse con victorias resolutivas.

Con la línea de operaciones bien cubierta gracias a la superioridad naval y maximizando el potencial de su materia prima principal, unos soldados provenientes en su mayoría de la cornisa cantábrica, hechos a una topografía tan accidentada como la del sur de Italia, el español va moldeando sobre la marcha una fuerza moderna capaz de combinar todas las armas: es la «colunela» o coronelía, precedente de los tercios. Por un lado, resucita la primacía de la infantería al desdoblarla en dos tipos de compañías: las formadas por arcabuceros, o la pólvora aplicada eficientemente al armamento portátil, que desgastan al enemigo, y las de piqueros para contener a la caballería, ambas auxiliadas por infantes ligeros para el cuerpo a cuerpo, los rodeleros. La caballería se agiliza para cumplir con las misiones típicas del arma: reconocimiento, cobertura, carga, envolvimiento y explotación del éxito. La artillería, inferior en número y potencia a la francesa pero más fácilmente transportable y concebida para dar apoyo al todo, cubre la maniobra por el fuego. Los ingenieros, que trabajan el campo sobre el que se va a combatir, se especializan en zapadores que levantan obstáculos, minadores que emplean la pólvora en túneles de demolición y pontoneros para facilitar el paso rápido y seguro sobre los cursos de agua. Trabajo, fuego, movimiento y choque, esto es, ingeniería, artillería, caballería e infantería, las cuatro armas combatientes básicas, se van a combinar por vez primera de forma eficaz en el sistema ideado por el cordobés.

La batalla de Ceriñola y la posterior campaña del Garellano (1503) suponen la consagración de esta orgánica llamada a ser el equivalente de la legión romana en la edad de la pólvora. Tras su derrota en un primer ciclo de operaciones, los franceses habían vuelto en fuerza a Italia fijando una especie de línea de frente sobre el río Ofanto que tentase al Gran Capitán a entablar un encuentro decisivo, que este aceptará. Tras pernoctar en el mítico campo de batalla de Cannas, realizó una marcha forzada para llegar a Ceriñola, poniendo inmediatamente a sus gastadores a trabajar en un talud a vanguardia de su formación, donde colocó a unos quinientos arcabuceros en orden disperso. Tres recios bloques de infantería constituían su cuerpo principal, cubiertos por lanzas a caballo en cada flanco. A retaguardia, una reserva de caballería, artillería con campo de tiro despejado y él mismo con dominio visual del terreno para coordinar la idea de maniobra. Los franceses lanzan una carga tras otra, mas no logran romper la barrera de fuego, obstáculos y picas de los españoles, quienes al final envuelven y baten a su rival para disfrutar de «las luminarias de la victoria».

 

Un triunfo que facultaba al Gran Capitán para dar un salto estratégico y llevar las operaciones más al norte, sobre el río Garellano, donde con una serie de marchas y contramarchas y un eficaz uso de los pontoneros, causó el desconcierto enemigo, obligado finalmente a rendirse en Gaeta. Fernández de Córdoba ya sabe que el éxito se consigue antes con los pies que con los brazos, de forma que los encuentros a campo abierto son solo la culminación natural de una idea principal rectora que permita la caída de la fuerza contraria como fruta madura. Acosa al enemigo sin descanso, incluso descuidando a veces su propia retaguardia, en la inteligencia de que un enemigo dubitativo pierde más con un continuo hostigamiento que en una batalla campal. Durante todas sus campañas, el español se ha preocupado además por formar una cadena de mando eficaz y siempre por el bienestar de su tropa. Más allá de la anécdota, las famosas cuentas del Gran Capitán rendidas ante la exigencia de un rey Fernando al que acababa de regalar Nápoles-Sicilia, nos permiten ver con claridad la casta de generales que forjaría el imperio hispánico, una que entenderá la lealtad hacia sus soberanos como un camino de doble dirección. El teatro de operaciones italiano, nunca pacificado del todo, quedaba al menos en su parte meridional plenamente incorporado a la corona.


Por su parte, la reina Isabel, cada vez más interesada en la empresa atlántica tras los cuatro viajes descubridores y de exploración realizados por Colón desde 1492, libera el monopolio concedido al almirante y faculta en 1502 una expedición fuerte en más de treinta naves y un millar largo de colonos: se trata de una empresa francamente expansiva sobre un territorio cuyos verdaderos contornos son todavía desconocidos por más que ya se intuyan inmensos. Entre estas fechas y mediados del siglo XVI España asegurará tres inmensas bases de operaciones en el nuevo continente, lo que nos da idea de la avanzada planificación con que se realizó la conquista. La primera venía constituida por el cinturón antillano, con la línea Cuba-La Española-Puerto Rico como plataforma desde la que realizar campañas alternativas: a poniente, sobre México y el istmo de Panamá; por el norte, hacia las costas sudorientales de los actuales Estados Unidos, y por el sur hacia Colombia y Venezuela. Entre esta puerta de entrada y la de salida, conformada por las Canarias, discurrirá la denominada carrera de Indias, con flotas regulares que navegan en convoy para protegerse de la piratería. Se calcula que entre 1500 y 1650 más de once mil naves partirán hacia allá siguiendo los vientos alisios y alrededor de nueve mil iniciarían desde allí el tornaviaje impulsados por la corriente del golfo de México (el índice de naufragios para este periodo se sitúa en un porcentaje no mayor al 3%).

La segunda gran base será la conquistada por Hernán Cortés en su increíble y fascinante campaña contra el Imperio azteca a partir de 1519, clave por ocupar la posición central del continente. Desde ella se podrán lanzar entradas sobre la costa occidental de Norteamérica, expediciones hacia el Lejano Oriente por el Pacífico y acciones de socorro mutuo a las otras grandes áreas de influencia que se van a ir consolidando con posterioridad. Y cuando en la década de los años treinta de este siglo XVI Pizarro consiga lo propio con el Imperio inca de Atahualpa, España se asegura la tercera y fundamental base de operaciones, pues desde el alto Perú puede acceder al Cono Sur bien por Chile, bien por Argentina, además de controlar el curso del Amazonas. Apenas columbrada la inmensidad del descubrimiento, el imperio dispone de estas tres zonas geoestratégicas enlazadas entre sí, con la metrópoli y, gracias a la primera vuelta al mundo realizada por Magallanes-Elcano, con las Indias orientales. Este sistema, del que nacerán los virreinatos, unido al de flotas oceánicas, nos habla de un claro triunfo logístico que situaba a las Españas al menos cincuenta años por delante de sus rivales en tecnología marinera y conocimientos geográficos. La nación resultante de la Reconquista había parido, sencillamente, los tres tipos de hombres necesarios para forjar un imperio: el navegante, el conquistador y el burócrata-regidor.

La historia de la conquista de América sigue distorsionada por dos enfoques equívocos en sus puntos de partida: una leyenda negra, en virtud de la cual la codicia fue el único motor de la empresa; una contraleyenda según la cual todo se debió a un cúmulo de hazañas. Sobre el pernicioso error de juzgar hechos pretéritos con la mentalidad actual, ambos olvidan que lo ocurrido no fue un «encuentro de civilizaciones», ni siquiera un choque entre culturas diferentes pero sincrónicas, sino un caso, quizá único, de colisión diacrónica de dos edades de la historia, la Moderna —o de la pólvora— contra la de Piedra o de obsidiana —armas blancas previas a la era de los metales—. El oro fue un importante señuelo para aventureros deseosos de hacer fortuna, pero también lo fue la religión para una iglesia ávida de «conversiones», dos motivaciones que serían utilizadas por la corona para movilizar unos recursos que de otra manera no hubiera podido concitar. En el medio, las leyes de Indias, imprentas y universidades, urbes saneadas y la propensión al mestizaje propia del español, un proceso muy diferente al empleado posteriormente por otros imperios.

Existen al menos tres rasgos que diferencian el hecho bélico en América con respecto al del ámbito europeo. En primer lugar, no solo se van a enfrentar modelos de ejércitos diferentes, sino perfectamente irreconocibles entre sí. Las fuerzas de los conquistadores son menguadas por la dificultad de trasladar tropas hasta el nuevo continente; las de los indígenas son masivas pero carentes de pólvora, hierro, ruedas y caballos. En segundo lugar, derivado del anterior, sus combatientes son opuestos: unos soldados muy osados pero formados ya en el crisol de la disciplina frente a guerreros no menos valientes pero de carácter primitivo. Por último, si la geografía siempre condiciona la forma de hacer la guerra, en este caso las vastas extensiones americanas lo harán todavía más: la maniobra, el movimiento, los desplazamientos navales marcarán la pauta.

En términos militares, la campaña más interesante de todas fue la del mentado Hernán Cortés, realizada ya en tiempos de Carlos I y que serviría de modelo para otras conquistas. Conviene empezar diciendo que, como otros grandes capitanes, el extremeño realiza su hazaña desobedeciendo órdenes: no se trata de una indisciplina que obre (solo) en favor propio, sino que nace de la visión privilegiada para apreciar oportunidades que únicamente pueden ser detectadas sobre el terreno, no en cómodos pero remotos despachos. Cortés llevaba años pululando por la isla de Cuba cuando el gobernador le encomendó una misión únicamente de exploración sobre el continente o «entrada», poniendo a su disposición una flotilla en la que embarcaron poco más de medio millar de soldados y auxiliares, algunos caballos y escasas bocas de fuego. Tras tocar en la isla de Cozumel, donde entraron en contacto con dos náufragos españoles que les servirían de intérpretes y que confirmaron las informaciones sobre un rico imperio al interior, se dirigieron costeando hacia el norte. Cortés varó entonces las naves para evitar tentaciones de retirada, fundó Veracruz como base de operaciones y entró en contacto con emisarios aztecas. Ya iba auxiliado por Malinche, su fiel traductora y compañera, pieza clave en la conquista de México.

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