Homo bellicus

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Amanece el 2 de agosto de 216 a. C. sobre la abandonada ciudadela de Cannas y los campos cercanos al río Ofanto en Apulia, al sureste de Italia. La fiel infantería hispana de Aníbal se inquieta ante el formidable ejército enemigo que tiene enfrente: ocho legiones fuertes en ochenta mil soldados y seis mil jinetes. Por otro lado, se preguntan por qué el Barca ha dispuesto que su línea avance hacia el despliegue enemigo adoptando una formación curvada de media luna, pero ellos jamás discuten las órdenes de su jefe, que tantas victorias, botín y atenciones les ha procurado. En los flancos y a su retaguardia tienen al veterano contingente africano y, en las alas, despliega la caballería. El día es caluroso y sopla una brisa matinal, el vulturno, que arrastra polvo sobre los ojos de los legionarios romanos. No es casual: el cartaginés ha estudiado concienzudamente el campo de batalla así como la psicología de los dos cónsules enemigos, que se alternan diariamente en el mando y, a pesar de sus disensiones, se muestran ansiosos por entablar combate fiados en su enorme superioridad numérica.

Los honderos baleares y los vélites romanos comienzan la habitual escaramuza de la infantería ligera previa a la batalla; después, las legiones avanzan con estruendo contra la formación cartaginesa. El centro de Aníbal, tal y como este esperaba, va cediendo pero ordenadamente, al mismo tiempo que los africanos empiezan a contornear el avance contrario, que se va estrechando, reduciéndose por tanto su capacidad de maniobra. La caballería púnica del ala izquierda está alejando a la latina del campo de batalla. En el otro extremo, ala derecha, los jinetes ligeros númidas siguen enzarzados en el choque con la caballería latina. Justo cuando la media luna de la formación central se ha invertido, el grueso púnico se cierne sobre los flancos de las apelotonadas legiones y la caballería vuelve con vigor al campo de batalla tras batir a los jinetes contrarios, cerrando el cepo sobre el más grande ejército que jamás haya puesto Roma en combate. Perdida su principal virtud, la flexibilidad, el despliegue legionario ha caído en una trampa que no se ha basado, como en otros encuentros, en ningún obstáculo natural, en ningún ardid o engaño, sino en el sutil pero eficacísimo despliegue cartaginés y en los nervios de acero de Aníbal Barca. Ya solo resta ir rematando a golpe de falcata a la informe masa de aterrorizados enemigos. El doble envolvimiento se ha consumado y quedará en el imaginario colectivo militar desde entonces hasta hoy como la batalla perfecta, la clásica victoria. Después, el caudillo cartaginés duda. Tito Livio, una de las fuentes clásicas sobre las guerras púnicas, nos advierte de la trascendencia del enfrentamiento y de sus consecuencias:


Se luchó contra Aníbal en Cannas en medio de un gran desastre: murieron en dicha batalla cuarenta y cinco mil quinientos infantes y dos mil setecientos jinetes entre ciudadanos y aliados, noventa senadores y treinta antiguos cónsules, antiguos pretores y antiguos ediles. […] A Aníbal los demás generales rodeaban, felicitaban y aconsejaban. Maharbal le dijo: «En cinco días celebrarás el banquete de la victoria en el Capitolio. Sígueme: iré por delante con la caballería, para que sepan que he llegado antes de que se enteren de mi intención de ir». A Aníbal le pareció la propuesta demasiado optimista y necesitaba tiempo para sopesar el plan. Entonces Maharbal le espetó: «Sin duda los dioses no conceden todo a la misma persona: sabes vencer, Aníbal, pero no sabes explotar la victoria». El retraso de aquel día, es opinión generalizada, supuso la salvación de Roma.

No solo eso: sobre las ruinas de este desastre, el Senado y el pueblo romanos forjarán su grandeza. Si al estudiar la batalla de Maratón afirmábamos que una victoria táctica podía hacer fracasar una estrategia de largo alcance, ahora ocurría el fenómeno inverso: el incontestable triunfo de Cannas se mostraría insuficiente para culminar una planificación brillantemente concebida y ejecutada. Seguramente Aníbal no explotó el éxito de su victoria por no contar con medios adecuados para sitiar Roma y optó por realizar ofertas de paz, que la ciudad rechazó sistemáticamente. Aníbal se pierde luego en una serie de campañas parciales que, si bien le aseguran el control del sur de Italia, no logran decantar la balanza a su favor. Pero una prolongación del conflicto solo podía beneficiar a su enemigo, que moviliza nuevas fuerzas y envía a un joven tribuno superviviente de la derrota a la península ibérica: es Publio Cornelio Escipión, quien ha aprendido de su rival y va a iniciar la campaña de aproximación indirecta que acabará con Cartago… y le valdrá el sobrenombre con que pasará a la historia: el Africano.

En un espacio relativamente corto de tiempo, Escipión desmantela la base de operaciones púnica en Hispania y la convierte en provincia romana, incluyendo el vital puerto de Cartagena. Conforman su ejército las «legiones malditas», aquellos supervivientes de Cannas a los que ha devuelto la dignidad perdida y convertido en una formidable máquina militar. Mientras tanto, otras fuerzas latinas baten al hermano del púnico en el río Metauro (207 a. C.): cuando el caudillo cartaginés recibe con pavor en su campamento la cabeza decapitada de Asdrúbal comprende que no hay posibilidad alguna de paz negociada y ve llegado el momento de volver a África. Las tornas han cambiado definitivamente de signo. Las vidas paralelas de los dos generales van a converger en Zama (202 a. C.), cuando un envejecido Aníbal y un pujante Escipión se encuentren cara a cara al frente de sus fuerzas.

Se dice que la noche antes de la batalla ambos mantuvieron una entrevista en la tierra de nadie. El segundo recordaba perfectamente al Barca, pues, siendo muy joven, había resultado herido en el combate del río Tesino mientras rescataba a su padre de una muerte segura. Y si es cierto que Aníbal de niño había jurado odio eterno a Roma, muy probablemente aquel joven Escipión jurara entonces lo mismo contra Cartago. Más allá del debate histórico que este encuentro sigue planteando, parecen plausibles los términos de la conversación: Aníbal, ahora a la defensiva y a pocos kilómetros de su ciudad de origen, a la que no había regresado desde la infancia, buscaría negociar la paz…, pero ni Roma ni Escipión estaban a esas alturas de la guerra por nada que no fuera una rendición incondicional, esa tentación a la que sucumbirán en el futuro tantos militares y políticos.

El púnico combate por primera vez con superioridad de medios, si bien solo una pequeña parte de su infantería es veterana: el resto son jóvenes reclutados en Túnez sin tiempo para recibir la adecuada instrucción. Por otro lado, la eficaz caballería númida ha desertado al bando contrario, poniéndole en una clara inferioridad en esta arma. Los elefantes, por su parte, iban a caer presos de una estratagema bien ideada por los romanos, quienes dejan unos pasillos en su formación legionaria más amplios de lo habitual para ofrecerles una avenida por la que penetrar, momento en que son aturdidos con un atronar de trompas y hostigados por lanzamiento de jabalinas que causan su desbandada. Tras unos momentos de incertidumbre, la caballería romana llega a la retaguardia cartaginesa y culmina, esta vez a su favor, la maniobra de envolvimiento.

Aníbal viviría aún lo suficiente para reformar política y económicamente Cartago, si bien los romanos pondrán precio a su cabeza y le perseguirán hasta los confines del Mediterráneo oriental, deseosos de llevarlo a Roma encerrado en una jaula. Por su parte, Escipión se convertiría en el hombre más influyente de Roma, despertando las envidias de poderosos enemigos internos. Tras participar en las campañas de Asia Menor, sería procesado por corrupción, renunciando por un prurito de dignidad a defenderse. Enterrado voluntariamente fuera de la ciudad inmortal, su epitafio bien podría haber servido a estos dos grandes generales de la Antigüedad que se profesaron mutua admiración: «¡Patria ingrata, ni siquiera posees mis huesos!».


Carthago delenda est: cincuenta años después de la batalla de Zama, Roma arrasaba sin piedad la ciudad africana. Si la primera de las guerras púnicas había supuesto la irrupción de la república latina como potencia y la segunda su consagración definitiva tras amargas vicisitudes, la tercera solo puede ser considerada como un acto de venganza, una muestra de poderío incontestable. Como muchos imperios posteriores, los romanos no se conformaban con anular las principales amenazas que sobre ellos se cernían, sino que las más de las veces cayeron en la siniestra tentación de su aniquilación total.

Pero volvamos por un momento a los inicios de este capítulo. Tras las guerras pírricas, Roma había consumado su dominio del sur de Italia, lo que, unido a sus conquistas en el norte, la afianzan como fuerza hegemónica de la península (c. 270 a. C.). Con la primera guerra púnica crean su primera provincia en Sicilia y se anexionan Córcega y Cerdeña, controlando así el Mediterráneo central (c. 220 a. C.). En la guerra anibálica se han instalado en Iberia por la parte occidental mientras que por la oriental tienden una cabeza de puente en Macedonia, que les servirá para domeñar la Hélade (190-140 a. C.). Tras la destrucción de la capital púnica ocupan la costa africana e impulsados por una fuerza inercial que a veces a ellos mismos sorprendía se lanzan a controlar Siria y territorios limítrofes (140-60 a. C.). Julio César añadirá la Galia a este gigantesco puzle, lo que servirá de trampolín para ganar territorios germánicos y parte de Britania (a partir de 50 a. C.).

 

Todo ello lo hace bajo la forma de una república de corte elitista ejemplificada en un acrónimo que todavía resuena con fuerza: SPQR, el Senado y el Pueblo de Roma (Senatus Populusque Romanus). Aunque teóricamente el Senado solo tenía funciones de asesoramiento a los cónsules y magistrados electos, de facto actuaba como órgano rector supremo y, dada su compleja estructura y los delicados equilibrios de poder en su seno, constituía el auténtico cerebro político que atesoraba las esencias de la «raza». Al pueblo le ocurría lo contrario: su asamblea, compuesta solo por ciudadanos de pleno derecho, estaba dotada de facultades legislativas, pero en realidad era un ente empleado por la oligarquía dominante como fuente de legitimidad. Una foto válida para todo este periodo nos ayuda a entender su composición además de los derechos —o su carencia— y las obligaciones —mayores o menores— de los distintos grupos sociales, incluyendo sus cometidos militares:

• En la base, los esclavos como mano de obra necesaria, numerosa y creciente a medida que se vayan afianzando las conquistas. Después, los manumitidos, esto es, esclavos liberados, que no libres de pleno derecho. En principio, fuera del sistema de recluta.

• Un escalón por encima, el proletariado carente de propiedades. Como los anteriores, solo eran movilizables en caso de extrema necesidad.

• El grueso ciudadano —agricultores, artesanos y comerciantes— con el derecho y el deber de realizar el servicio militar en las legiones de a pie. Porque, como en Grecia, todo ciudadano era en Roma por definición un soldado.

• Los grandes terratenientes o «caballeros» realizaban su servicio militar, también obligatorio, como jinetes y oficiales. Del éxito en las campañas dependió durante mucho tiempo su elegibilidad para cargos públicos.

• El poder ejecutivo y lo que hoy llamaríamos generalato quedaban reservados a los potentados, divididos en las influyentes familias patricias o plebeyas.

La economía se basaba en la agricultura: Roma nunca abandonará su origen rural, si bien, a medida que se iban añadiendo territorios, el sistema fue derivando hacia el comercio, por tierra gracias al entramado viario que todavía hoy es un referente y por mar. En términos urbanísticos, Roma pasa de ser una «aldea grande» a una populosa metrópoli, fuente, pero también receptáculo, de cultura e innovaciones. En el ámbito espiritual, Roma practicaría una política no original pero sí maestra: apropiarse de los dioses de los vencidos. Había en ello algo de superstición, un poco de tolerancia al culto privado y mucho de instrumento político destinado a cohesionar un espacio geográfico que albergaba desde tribus tan indómitas como lusitanos y galos a sociedades tan desarrolladas como las helenas. Fue esta una fórmula de éxito que no prosperaría ni con los judíos ni con una derivación de estos que hizo más por socavar desde dentro el poderío de Roma que cualquier derrota exógena: el cristianismo.

Mucho antes, por tanto, de la aparición del primer emperador, Roma era ya un imperio en toda regla. Es más, la historia y la propia geografía, también la vitalidad de su pueblo y la genialidad no exenta de vesania de sus políticos, como sucedería tantas veces posteriormente, habían abocado a los hijos de Rómulo y Remo a la conquista. Por un lado, disponían del mejor ejército del momento, con unas legiones eficaces, curtidas y fieles, transmisoras de civilización (bien que a golpe de espada); también de la mayor flota del Mediterráneo, con unas naves comerciales que ahora podían surcar las aguas protegidas por buques de guerra contra la endémica lacra de la piratería. Por último, no se puede olvidar en la panoplia de instrumentos de homogenización un sistema monetario común, el derecho y, por encima de todo ello, la lengua: el latín, hablado y escrito, cuyas vulgarizaciones hablamos todavía millones de seres humanos.

SPQR era, en cualquier caso, una loba voraz: voraz de territorios, voraz de triunfos bélicos, voraz de materias primas y lujos. La expansión militar exterior era verdadero motor de su modelo económico. Pero SPQR era, a la vez, una loba que amamantaba nuevas provincias, fronteras físicas y espirituales, avances de ingeniería (calzadas y acueductos, circos y teatros, templos, canales, equipo para la explotación de recursos mineros, fábricas, etc.). Y las guerras, primero contra enemigos externos, luego sociales y civiles, saciaban dicha voracidad y retroalimentaban nuevas empresas, hasta llegar a ese punto de inflexión recurrente donde el belicismo da paso al militarismo, germen de destrucción propia y ajena cuando el hecho castrense pierde su razón de ser política para convertirse en un fin en sí mismo. Homo bellicus confirma en Roma la mayoría de edad alcanzada en Grecia: si en su adolescencia su mayor peligro era caer en la arbitrariedad de la horda de guerreros, ahora en la madurez su amenaza quedará cifrada en el riesgo de despotismo al que tiende todo monopolio del uso de las armas.

Por tanto, y como suelen advertir los especialistas, fue el imperio el que creó a los emperadores y no al contrario. Aunque en sus primeros tiempos había sido una monarquía, Roma conservó siempre un temor atroz a los reyes, asociando su figura a la de la tiranía, una reliquia bárbara. No obstante, durante la larga etapa expansionista republicana que acabamos de resumir todas las corrientes socioeconómicas fueron confluyendo casi irremisiblemente hacia un poder único, central, que subsumiera en una sola figura el poder civil y militar, financiero y estratégico, divino y terrenal. Varios factores coadyuvaron a ello: la necesidad de reducir tensiones internas (revueltas campesinas y de esclavos, como la famosa de Espartaco), la contención de conflictos por el poder (guerras civiles) y, muy destacadamente, la urgencia por embridar a una casta militar que si al principio supo subordinarse a la política, iba cobrando preponderancia no solo como herramienta de conquista sino como fuerza policial interna, una especie de estado dentro del estado, que bien podía ser invocado —casi siempre perniciosamente— como garantía de estabilidad.

La persona que usualmente más se asocia al imperio no llegó paradójicamente a ser investido como emperador: Cayo Julio César, por más que su época sea la de transición desde una república paralizada por las intrigas hacia la forma autocrática de gobierno. Convencido de que el poder de Roma dependía de dos factores, «soldados y dinero», lanzó una campaña relámpago que sometiera definitivamente a toda la Galia, llevando las conquistas hasta el canal de la Mancha y manteniendo a raya, de paso, a los germanos. Se trató en realidad de varias guerras sucesivas donde Julio César aunó fuerza, diplomacia y terror hasta conseguir la definitiva victoria de Alesia sobre Vercingétorix (52 a. C.), valeroso caudillo que había unido a las fragmentadas tribus de su país y que solo aceptó entregarse en persona al general que le había derrotado. Merece la pena reseñar siquiera la genial osadía con que César logró esta importante victoria: al luchar en dos frentes, uno interno contra las fuerzas rodeadas de los galos y otro externo proveniente de la ayuda que estos iban a recibir, los romanos levantaron dos murallas concéntricas, una de contravalación y otra de circunvalación, «emparedándose» voluntariamente…, solo para batir con mucho riesgo y por partes a sus indómitos contrincantes.

Con ello consiguió recursos económicos y la lealtad absoluta de sus legiones, pues sin duda César fue un capitán a la altura de Alejandro o Aníbal, pero a costa de granjearse poderosos enemigos, como su antiguo compañero de triunvirato, Pompeyo, con quien sostuvo una demoledora guerra civil que agotó a Roma, terminó por sumirla en la anarquía y provocó las iras de los senadores, algunos de los cuales se confabularon y lo asesinaron para «salvar la república» en los idus de marzo de 44 a. C.; pretendían soslayar el riesgo de una dictadura personal. Pero Bruto y los demás criminales estaban despejando en realidad el camino al poder de los príncipes supremos, de un autoritarismo que cerraba la triada de las formas de gobierno romanas: monarquía, república e imperio.

El largo periodo de prosperidad que supuso el mandato del primer emperador, Augusto, la Pax Romana, reforzó la necesidad de un poder omnímodo, si bien auxiliado por una burocracia cada vez mayor, otro monstruo que a sí mismo se alimenta y crece parejo a las conquistas. La geopolítica del primer imperio (31 a. C.-235 d. C.) oscilará a partir de ahora entre dos tendencias naturales en una potencia de tan enorme poderío: consolidar lo que ya se dominaba, reforzando el limes, los límites fronterizos, o bien proseguir empujando estos más allá. Y esta estrategia alternativa, más o menos meditada, mejor o peor gestionada, funcionó, tanto en el orden doméstico como en las relaciones exteriores. La dinastía Julio-Claudia invade Britania y consolida zonas todavía dudosas, como la Mauritania Tingitana o Judea. Los Flavios añaden algún territorio menor y comienzan un plan para racionalizar las fortificaciones, especialmente en la vulnerable línea Rin-Danubio. La dinastía Antonina o de los «cinco buenos emperadores» continúa la obra defensiva, flexibiliza los tributos, alivia el régimen esclavista, establece un programa de subvenciones alimentarias y trae una era de estabilidad donde la periferia, dividida en distritos, cobra gran importancia. Los Severos conceden la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio y cierran este ciclo, si bien ya con claros síntomas de agotamiento que anuncian la falla histórica que se avecina.


«No fue la diosa Victoria, ni Venus, la madre de Eneas, ni fueron los demás dioses la causa de la grandeza de Roma, sino el esfuerzo de sus legionarios». Muchos historiadores militares coincidirían sin duda con esta cita de don Ramón Menéndez Pidal. Los brazos de los soldados, instruidos para el combate en el manejo de una panoplia de armas sumamente versátil, y sus pies para marchar sin descanso de un confín a otro del imperio fueron la base de un sistema militar perfecto: la legión romana. El legionario era capaz de marchar 30 kilómetros diarios, más en caso de marchas forzadas, cargado con toda la impedimenta necesaria tanto ofensiva como defensiva y de manutención: armamento, pala y azada, escudilla, tienda de campaña y víveres para varios días; más de 40 kilos a sus espaldas. Su uniforme era eminentemente práctico: una capa que le servía de manta, una característica bufanda de lana y, sobre todo, las sandalias claveteadas, o caliga. Cuando no guerreaba o practicaba la instrucción de combate (esgrima, lanzamiento de armas arrojadizas, etc.), era un consumado obrero: levantaba campamentos y empalizadas (castrametación), mejoraba viales de comunicación y construía obras públicas de interés para la comunidad. Su alimentación, en términos que hoy nos son muy familiares, era equilibrada, a base de legumbres, vino aguado y proteínas debidamente racionadas. Pero, por encima de todo, era un soldado disciplinado, óptimamente encuadrado e imbuido de gran sentido patriótico y fe en la victoria.

Como decíamos con la falange griega, no hay un único modelo de legión, sino que su orgánica evolucionó a lo largo de la historia de Roma. No obstante, su formación típica de combate era la siguiente: a vanguardia, una cortina de velites o soldados muy ligeros prestos a la escaramuza estaba constituida por los hombres más jóvenes y pobres. Después, una primera fila de hastati, portadores de dos jabalinas recuperables o pila, una ligera y otra pesada, iban protegidos por el scutum o escudo grande ovalado. Detrás formaban los principes, dotados con lanza y una mayor protección, hombres de mediana edad «fogueados». El tercer escalón, decisivo para contener las arremetidas y actuar como reserva, eran los triarii, los más aguerridos, veteranos y mejor equipados. Este sostén era clave, pues introduce en el arte militar de forma meditada un escalón pensado para desarrollar conceptos como la reiteración de esfuerzos, el cubrimiento de flancos, la reacción ante contraataques y la explotación del éxito. En las alas, tropas auxiliares reclutadas en otros lugares de Italia y la caballería, que fue mejorando con el tiempo. Artillería (catapultas, ballestas y otras máquinas), zapadores, minadores, intendentes y lo que ya se puede considerar como una plana mayor de mando convertían al conjunto en un todo articulado y armónico…, de ahí su poderío.

 

La unidad mínima de combate era la centuria, con un oficial (centurión) al mando ayudado por un suboficial (optio); dos centurias formaban un manípulo, la agrupación táctica básica, y un conjunto de manípulos —normalmente treinta, diez por cada fila— más las denominadas turmas de caballería y las fuerzas auxiliares una legión (unos cuatro mil hombres en las versiones originarias, más en las sucesivas). El sistema de reclutamiento estaba pensado para favorecer la cohesión interna, y toda legión recibía una numeración, un nombre de guerra y todo un conjunto de símbolos propios, lo que reforzaba el espíritu de cuerpo. Cada legión era autónoma, si bien el sistema era modulable para que varias legiones juntas, bien acopladas, pudieran coordinar esfuerzos y mostrar un frente único cuando era necesario. En el plano estratégico, este sistema permitía tener legiones desplegadas por todo el imperio o agrupar varias de ellas para formar ejércitos de campaña, es decir, permitía la ocupación permanente de territorios y disponer de una masa de maniobra al mismo tiempo. Aunque el «dibujo» sobre un papel de su esquema pudiera recordar al de la falange griega, lo cierto es que la legión la superaba en flexibilidad: mientras podía formar una masa compacta defensiva al igual que aquella, la concepción táctica de la legión era eminentemente ofensiva. Desplegadas para la lucha, las centurias ocupaban un espacio considerable, pues cada legionario necesitaba espacio para el lanzamiento de sus armas arrojadizas y el manejo de la espada llegado el momento. Por su parte, los manípulos podían escaquearse y adoptar diversas formas en función del tipo de batalla en que fueran a intervenir.

Como todo ejército, el romano era fiel reflejo de la sociedad a que servía, de forma que si en lo espiritual y cultural Roma absorbía divinidades y costumbres ajenas, en lo militar el sistema legionario era capaz de absorber todo avance que reforzase la idea principal. Así, copian y mejoran las formaciones griegas y etruscas, adoptan el pilum o jabalina recuperable y el largo escudo de los samnitas, mejoran las cotas de malla de los celtas, los cascos germanos y la temible espada corta o falcata celtibera. Llegado el caso, tal y como vimos, la potencia terrestre supo hacerse marítima para levantar unas «fuerzas armadas» útiles para atender las misiones que la política les encomendaba. Pero la legión tenía dos armas netamente superiores a las de cualquier enemigo de su época: una cadena de mando muy bien engrasada —el cerebro— y un infante endurecido por la disciplina y el continuo perfeccionamiento de sus habilidades —el músculo—, pues «en Roma la instrucción era una batalla sin sangre… y la batalla un entrenamiento con sangre» (la cita es de Flavio Vegecio Renato, uno de los primeros tratadistas militares de Occidente). En el terreno logístico, las famosas calzadas romanas, diseñadas única y exclusivamente en principio para fines militares, dotaban al sistema de una movilidad terrestre nunca antes conocida. Y los campamentos, modelos de orden, rapidez en su construcción y seguridad en elementos defensivos, marcarían toda la historia militar posterior. Los romanos diseñaron, además, un complejo sistema de recompensas y condecoraciones, tan importante para la moral.

Prueba de la versatilidad de la legión es que el sistema se impuso a todo tipo de enemigos, en diferentes terrenos y en distintos tipos de batalla, de forma sostenida y durante largo tiempo. Así, las legiones vencieron al poderoso ejército de Aníbal en Zama y también supieron imponerse en batallas navales durante las guerras púnicas. Derrotaron a la falange helena en Cinoscéfalas, Magnesia o Pidna, triunfaron en asedios como el de Cartago y Numancia, sometieron a temibles tribus como las galas, germanas o britanas e incluso domeñaron a caudillos tan escurridizos como el luso Viriato, uno de los primeros maestros de la «guerra de guerrillas». Y cuando se enfrentaron entre sí mismas en luchas fratricidas venció siempre el modelo más avanzado, así el de César en Farsalia. Y, por supuesto, también bebieron el amargo cáliz de la derrota, alguna tan demoledora como la del bosque de Teutoburgo, lo que no juega en contra de la superioridad del modelo: ninguna orgánica es perfecta, infalible, y es precisamente su capacidad de absorción y aprendizaje de las adversidades lo que mejor caracteriza la superioridad de su espíritu. Y el de las legiones, estoico y dotado de una inconmensurable voluntad de triunfo, era fiel reflejo de Roma, el imperio que la alumbró: «La victoria en la batalla no depende del número o del simple valor, requiere destreza y disciplina… Vencimos por escoger bien a los hombres, enseñarles los principios de la guerra y castigar la indolencia». (Vegecio, De re militari).


Es cierto: los imperios sucumben desde dentro, o al menos la carcoma de las instituciones que en su día los hicieron prevalecer favorece la caída ante cualquier sacudida exterior. Roma comienza a colapsar en el siglo III dentro de una crisis que será decisiva no solo porque marca el inicio de su declive sino porque prefigura una nueva era. Larvada durante varias generaciones precedentes, esta crisis será global, radical y removedora: por un lado, es una crisis política, pues las sucesiones al cetro imperial cada vez generan más tensiones y los elegidos tenderán al despotismo (es la hora de los «emperadores-soldados»). Por otro, es una crisis financiera: en una economía tan desarrollada, aparece por primera vez el virus de la inflación como monstruo destructor de riqueza, hidra generadora de desigualdades sociales que llegarán a ser intolerables. Pero es también una crisis moral y espiritual, cuando una fuerza que Roma no es capaz de concebir y, por tanto, contra la que no tiene antídoto, va ganando «corazones y mentes»: se trata del cristianismo, tanto más fuerte cuanto más perseguido, tanto más ecuménico cuanto más disperso. No se lucha con legiones contra mesías y apóstoles; los esclavos devorados por leones en la arena son abono de los siempre útiles martirologios. Si las ideologías y los odios raciales ya habían endurecido en el pasado el fenómeno bélico, el factor de la religiosidad monoteísta complicará y endurecerá a partir de ahora la ecuación.

Y es, por supuesto, una crisis militar: las legiones se han tornado en ejércitos territoriales apegados solo a la región concreta que les atañe, leales solo a sus mandos, guardias pretorianas cada vez más desconectadas del pueblo al que sirven, necesitadas de botín durante su tiempo de servicio y de medios de subsistencia una vez concluido. La movilidad demográfica, ciertamente beneficiosa en algunos aspectos, lleva aparejados dos ingredientes que debilitarán los pilares del imperio: las ansias de libertad y las epidemias, alguna de ellas tan mortíferas como la de la peste. Los pueblos sometidos menos romanizados ven llegado el momento de saldar viejas deudas y los bárbaros presionan en todas las fronteras atraídos por la riqueza de ese imperio que sienten cada vez más débil: la gente de guerrear reconoce rápidamente el olor de la sangre, el inconfundible aroma del miedo. De norte a sur, los sajones incursionan Britania, los francos el siempre interesante corredor de la actual Bélgica, los alamanes el delicado corredor Rin-Danubio, los vándalos penetran por los Balcanes y los godos orientales en Tracia y Anatolia. Era solo una primera oleada de las invasiones que provocarán entre 375 y 480 d. C. la famosa —pero gradual— caída del Imperio romano.