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Música y Músicos Portorriqueños

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Cuando estaba de bromas, empleaba la música, para divertirse. Recordamos, que encontrándose en Añasco, solemnizando con su orquesta las fiestas patronales, pasó a Mayagüez una noche en que se celebraba un baile en el Centro Español, cuya orquesta dirigíamos, y de la que formaba parte, como contrabajista, Blas García. Después de haber estado un rato oyendo desde el salón la orquesta, subió al escenario y quitando el arco a García, me indicó con la cabeza que si podía tocar, a lo que, como era natural, accedí gustosísimo. En aquellos momentos se estaba tocando su danza Idilio, que tiene en la instrumentación original preciosos efectos y que por lo reducida de aquella orquesta no se podían apreciar bien. Campos, que jugaba con el contrabajo, empezó a hacerlos, todos; y unas veces imitando al clarinete, otras los bombardinos como también los dulces sonidos del Cello, se mostró tan grandioso a la par que juguetón, que poco a poco las parejas dejaron de bailar parándose a contemplar el juego del arco y a la vez para oir mejor las sonoridades que sacaba al contrabajo de tres cuerdas.

Otras de sus maldades de artista, fueron escribir acompañamientos erizados de dificultades y en el registro mas agudo del bombardino, para poner en aprietos a Domingo Cruz, (Cocolía); pero este siempre salía victorioso de la prueba.

Gonzalo Núñez, que al visitar la isla, después de largos años de ausencia, fué a Ponce para organizar algunos recitales, mostrábase poco amigo de la danza; pero el inolvidable Américo Marín, que por temperamento era artista y a la vez un fanático admirador de Campos, tomó a empeño el que Núñez oyése, interpretadas por la orquesta, algunas de las danzas de Campos, y, al efecto, una noche, después de haber reunido en los salones del Sport Club a la Lira Ponceña, sin previo aviso, se fué a buscar al Maestro Núñez, quién, una vez oída la admirable interpretación que diera la orquesta a, Idilio, Felices Días, Maldito Amor, Vano Empeño y algunas más, felicitando a Campos, (estábamos presente), le ofreció transcribirlas para piano, en la forma que lo había hecho con la Borinquen.

Morell Campos fué el organizador y Director, hasta su muerte, de la Banda de Bomberos de Ponce, que rivalizaba y en ocasiones superaba, a las de los regimientos que estaban allí de guarnición.

Ejerció de organista en la Iglesia parroquial de Ponce, y aunque su facundia en la improvisación le permitía salir airoso, no era poseedor de los secretos del órgano, que requiere estudios especiales, después de ser un hábil pianista.

En la noche del 26 de Abril de 1896, de triste recordación, cuando aún no había cumplido los 39 años y su facultad creadora se encontraba fresca, lozana y prepotente, dirigiendo en La Perla, la Zarzuela El Reloj de Lucerna casi al finalizar la obertura, la traidora muerte, hiriéndole con el dardo cruel de la angina de pecho, le hizo caer de bruces sobre el atril de dirección, produciendo el hecho honda y dolorosa sorpresa en el público cercano a la orquesta.

Suspendida instantáneamente la representación, fué transportado en brazos de sus amigos al escenario, acudiendo solícitos a prestarle auxilio, los mejores médicos, los que si bien lograron paralizar la acción del primer ataque, comprendieron que el fin de aquella preciosa vida se acercaba.

El señor Marín Varona – maestro concertador cubano – que se hallaba como expectador en el teatro, púsose incondicionalmente a las órdenes de la empresa Lloret y Pastor, para sustituir a Campos, gratuitamente, como director, mientras durase su enfermedad; ofrecimiento que fué aceptado, reanudándose la representación tan pronto como los médicos anunciaron que el accidente carecía de importancia. Por cierto que al ser conducido Campos en un sillón, que cargaban sus amigos desde el escenario al coche que debía llevarle a su hogar, cuando al bajar hacia la platea vió a Varona dirigiendo la orquesta, exclamó: ¡Qué ironía!..22

La noticia del accidente circulando con rapidez por toda la Isla, puso de relieve las grandes simpatías de que gozaba, siendo innumerables los telegramas que recibiera.

Como los médicos, al notar una acentuada mejoría, indicasen la necesidad de un viaje con el cual podría recuperar por completo la salud, las Damas Ponceñas, que para ejercitar el bien siempre están solícitas, iniciaron seguidamente una suscripción para los gastos de aquél, que fué acogida con interesante afecto, nutriéndo su total, remesas espontáneas hechas de muchos pueblos, por amigos, compañeros y admiradores.

Más, cuando se preparaba para tomar el vapor que había de conducirlo a Europa, recrudeciéndose de improviso los ataques, en la tarde del 12 de Mayo de aquel mismo año, el espíritu de Juan Morell Campos, desligándose de la envoltura carnal, se elevó para siempre, radiante de gloria, hacia las altas regiones de la eterna armonía.

Aunque los médicos trataron de embalsamar el cadáver para ponerlo en capilla ardiente por dos o tres días y poder preparar un gran homenaje fúnebre, por falta de algo necesario no pudo efectuarse, teniendo que procederse, apresuradamente, al entierro, que a pesar de eso resultó grandioso. Los señores Mateo Furnier, Félix Matos Bernier, Eduardo Neuman y Licenciado Casalduc, hicieron en las oraciones fúnebres que pronunciaron la apología de sus méritos y la orquesta Lira Ponceña, por él creada, recibiendo en la puerta del Camposanto, los tristes despojos del maestro los acompañó, hasta el nicho en donde reposan, con las melancólicas notas de una alegoría fúnebre que él compusiera a la memoria del malogrado patriota Manuel Corchado y Juarbe.

¡Tú artista genial, que tantas ensoñaciones produjiste con las melodías de tus danzas, en las almas portorriqueñas, goza, goza de las eternas realidades, en el cielo de la gloria, supremo ideal del arte, aún en sus manifestaciones, al parecer, más pobres!

CAPÍTULO XII

NÚÑEZ, GONZALO
pianista-compositor

Escribir, historiar, pretender la descripción biográfica de personalidades meritísimas cuya intensa labor se ha realizado más en el extranjero que en suelo natal, con parquedad de datos y facultades de expresión limitadas, solamente puede concebirse que se haga, o constreñido por el deber o como resultante de una acción monomaniaca.

Tal nuestro caso al presente, cuando mayores eran los deseos de presentar el retrato artístico de Núñez dentro del marco de pulido oro que él se merece.

Gonzalo Núñez está justamente reputado como el primer pianista portorriqueño, de los últimos treinta años.

La legitimidad de su fama está refrendada por la crítica docente de Europa y América; sus composiciones han sido editadas y aplaudidas en el extranjero, antes que en Puerto Rico; su prontuario de armonía está catalogado entre las obras docentes de las bibliotecas musicales; su labor profesional le absorbía todo el tiempo cuando ejerció de maestro en New York, Habana y Méjico; y, sin embargo, cuando después de largos años de ausencia regresó a la isla, primeramente en excursión artística y después con ánimos de fijar aquí su residencia definitiva, en las primeras, los resultados económicos fueron nulos, y durante los cuatro o cinco años de residencia, si aplaudido y considerado, en todo su gran valer, por los inteligentes, para el pueblo, su disco solar permanecía eclipsado… ¡Cosas de Puerto Rico!..

Su biografía, no tendrá la extensión que, como hemos dicho, deseabamos ofrendarle, pero en el relato de los hechos más culminantes de su vida artística, quién profundice lo escrito rendirá a su nombre el homenaje que actualmente merece, y que en las páginas del arte musical portorriqueño, cuando verdaderamente se haga, resplandecerá glorioso.

Nacido en Bayamón y sin que podamos precisar el año, con el maestro Cabrizas, hizo sus estudios preliminares del piano, tomando también algunas lecciones de Tavárez, cuando éste regresó de Francia.

En 1868 se trasladó a París, en donde, después de sufrir los rigurosos exámenes de ingreso, fué admitido como alumno titular en el Conservatorio, matriculándose en la clase de piano de Mr. Le Couppey y en la de armonía y composición del gran maestro Mr. Mathias.

Siete años estuvo cursando, a conciencia, la carrera artística que terminó obteniendo merecidos premios.

Regresó a su país y a los pocos meses marchó para los Estados Unidos, en donde tuvo tan favorable acogida que el tiempo le era corto para las muchas lecciones que debía dar, proporcionándole los estipendios, vida holgada y confortable.

Dió muchas audiciones en los salones más afamados de la gran urbe americana y los éxitos se contaban por el número de aquellas.

Después de diez y ocho años de ausencia, volvió al país y en San Juan, Mayagüez, Ponce, Arecibo y alguna otra población, organizó recitales en los que se dió a conocer, no solamente como pianista-concertista sino como compositor que cultivaba con esmero el género clásico. Entre los inteligentes, cautivó la atención, un cuarteto, estilo Schumann, que tiene un tema, con variaciones, delicioso.

Al año de excursión volvió a París, de donde pasó a Barcelona, siendo recibido en la Ciudad Condal con los honores que aquel cultísimo público rinde a los verdaderos artistas.

Asuntos particulares le hicieron retornar a la isla permaneciendo en ella, y dedicándose a la enseñanza, por tres o cuatro años. Después se marchó para New York en donde actualmente reside, y cuyo puesto de honor entre el profesorado no ha perdido.

 

En la Habana, Méjico y otras ciudades del continente Sud-Americano dió una serie de conciertos que le proporcionaron fama y beneficios.

Es Gonzalo Núñez uno de los compatriotas a quién apenas hemos tratado, y como pianista, solamente le oímos en el concierto que diera en Ponce en el año 1893. En el pudimos aquilatar su exquisita escuela, su estilo propio y claro de interpretación, siempre ajustado al espíritu y notación de las obras que ejecuta.

No tiene, tal vez, los arrebatos pasionales que recordaramos de Tavárez, pero en la ejecución de obras de sus autores favoritos, Chopín y Beethoven, sobre todo en la Sonata Appasionata y en la Rayo de Luna del último, y de las que él ha hecho una especie de creación, por la inimitable interpretación que les dá, la conmoción que produce en el auditorio es profunda.

El cuarteto que diera a conocer en el recital de Ponce, que pudimos apreciar bien porque interpretabamos la parte de la viola, está hecho, dentro de las severas reglas del género, con originalidad, elegancia, equilibrio y corrección en el diálogo, unidad temática, ricamente armonizada por el uso apropiado de efectos contrapuntales reveladores de un pleno dominio de los secretos de la composición, los cual aplica con la experiencia del arquitecto, que posee por igual estética y preceptiva, y no como el mecánico que solamente busca la precisión matemática.

Sus composiciones para piano son todas filigranas inspiradísimas hechas con maestría y pleno conocimiento de los efectos que una esmerada ejecución tiene siempre que producir en cualquier auditorio.

Por su semblante parece que vive en contínua abstracción.

Su carácter es más bien retraído que expansivo, y en cuanto a sus cosas de artistas, asegúrasenos que tiene rarezas.

Las principales obras que ha compuesto son:

Loreley, Capricho, delicadísimo, para piano. El Angelus, Meditación, para piano. Sonata, para piano. Allegro de Concierto, para piano. Gavota, para piano. Gran marcha triunfal, para orquesta, dedicada a Porfirio Díaz, Presidente que fué de Méjico. Cuarteto de Cuerda, estilo Schumann. Elena, Vals brillante, para piano. Trina, Mazurca para piano. Una noche en Puerto Rico, gran danza criolla, de concierto. Mariposa, capricho, para piano, se han hecho cuatro ediciones. La Borinqueña, capricho fantástico, para piano. Dulce Sueño, dedicado a Dueño Colón, capricho, y Danzas Cubanas, colección, de concierto. Las siete primeras se editaron en París y Londres y las demás en New York.

CAPÍTULO XIII

OTERO, ANA
pianista

El piano fué siempre su amoroso confidente. En él vertió su alma de artista, sus alegrías, sus pesares. Inclinada sobre la armónica dentadura le comunicaba sus más recónditos secretos.

Ana Otero colocaba muy alto el ideal del arte, y por eso el estudio del piano, en ella, fué a la manera de un sacerdocio.

Su portentosa ejecución hacíanla única en la interpretación de las rapsodias de Listz, en Puerto Rico, y en el modo de destacar los cantos, sobre todo, con la mano izquierda, haciendo entonces de ella, como decía Beethoven, "el maestro de Capilla."

Las más áridas y erizadas dificultades del piano, las vencía Anita sin esfuerzo aparente, con esa difícil facilidad que es el gran escollo de los ejecutantes. Era sorprendente en la sonoridad, en el sonido que sacaba de las notas, en el manejo de los pedales, y en el rubato.

Al hacer, Anita, un pasaje rubato expresaba abandono, no desorden, y haciendo una verdadera creación de cada una de estas frases, se alejaba del amaneramiento tan común en nuestros días, y tan artificioso como frívolo.

En la ejecución de la Polonesa en la bemol, de Chopín, no desplegaba esa fuerza de trueno, acostumbrada por algunos pianistas. Ella comenzaba el famoso pasaje en octavas, pianísimo, y lo llevaba hasta el fin sin una progresión dinámica demasiada estrepitosa. Evitaba, en general, todos los contrastes chillones y todos los fuegos pirotécnicos.

Nació la egregia artista en Humacao, P. R., el 24 de julio de 1861.

Fué educada o iniciada en el arte de la música y del piano, por su respetable padre, Don Ignacio, antiguo y reputado profesor de música.

Con una perseverancia digna de encomio, de toda clase de alabanza, comenzó Ana sus estudios, y sintiendo agitarse a su alrededor las águilas de la noble ambición artística ya conocedora, precoz, del instrumento, y, pianista en capullo, dió principio a su peregrinación por la Isla, en 1886, pues guiábala el loable propósito de allegar recursos para tender el vuelo hacia un Conservatorio Europeo en donde perfeccionar sus estudios.

Numerosos amigos y admiradores, que veían en ella, y la predecían, la sucesora de Tavárez, único pianista conocido, en aquella época, hijo de Puerto Rico, le aconsejaban frecuentemente, que procurase los medios de trasladarse a Europa, para enriquecer sus conocimientos musicales bajo la dirección de maestros eminentes.

Después de luchas incesantes y de vacilaciones sin cuento, decidió Ana hacer una tournée por la isla, atenida a sus propias fuerzas y a la hidalguía de sus compatriotas, los cuales no le escatimaron ni aplausos ni apoyo material.

Terminada la excursión, decidió realizar sus nobles ambiciones, y allá por el mes de junio de 1887, se trasladó a Barcelona, en donde, al llegar, se encontró con qué, a la sazón, se proyectaba una fiesta artística a beneficio de la Sociedad de Escritores y Artistas, de aquella ciudad; fué invitada a tomar parte en dicho acto, por su compueblano y amigo, el muy ilustre doctor y excelso poeta, Manuel Martínez Rosselló, estudiante, entonces, de medicina, que formaba parte de la comisión organizadora de dicho festival.

Ejecutó Ana Otero varias piezas, entre ellas, el concierto de Kalbrenner acompañado por numerosa orquesta, y el Fausto, del pianista catalán Pujols, encontrándose éste en el teatro El Dorado; y el renombrado artista manifestó, que la interpretación dada a su obra, por la señorita Otero, se hallaba al nivel de la de cualquier pianista de renombre.

Un mes después, se presentaba Anita, decidida y animosa, en París, ante el profesor del Conservatorio, Mr. Fissot, a fin de que la oyése tocar y le manifestara, francamente, si podía aspirar al ingreso como alumna en el Conservatorio, el cual le manifestó, que sus dotes artísticas eran excelentes, y la ofreció preparar para que entrase en concurso, lo que no podía efectuarse hasta el próximo noviembre, época en que se abrían los cursos de estudios.

Llegada dicha fecha, Anita se presentó ante el jurado, a luchar entre doscientos veinticuatro competidoras; de éstas, sólo dieciséis fueron calificadas aptas para el ingreso, pero como solamente habían, disponibles, ocho plazas, se procedió a una elección, resultando Anita, obteniendo, también por la suerte, la designación que antes alcanzara por sus méritos.

Desde esa fecha memorable, concurrió Ana, tres veces por semana, a la clase del Conservatorio, dirigida por el mencionado Mr. Fissot, y a la vez asistía a la del reputado maestro Toaudau, el cual le daba lecciones de armonía y composición.

El primer año de su permanencia en París fué de luchas y sufrimientos, tanto por el idioma, como por los rigores del clima. En combate tan desigual, venció el genio y la fuerza de voluntad férrea, inquebrantable, de la notable pianista.

Al terminar el primer curso, tanto Mr. Fissot como Mr. Toaudau, le expidieron certificaciones expresivas y laudatorias de sus adelantos musicales.

Con estos triunfos alentadores y aprovechando las vacaciones escolares, se trasladó, Anita, a Barcelona en donde residía su hermana doña Carmen O. de Gálvez.

Celebrábase, en aquella fecha, la exposición internacional, en cuyo salón de música y en un magnífico piano Erard ejecutaba el gran pianista español, Isaac Albéniz, algunas de sus magistrales composiciones. Anita se hizo presentar a él, logrando que le concediera una entrevista en su casa, para ejecutar en su presencia algunas de sus obras, como las Sevillanas, Cotillón y Pavana, con el fin de que la juzgara y corrigiera la interpretación que daba a su música. A los pocos días tuvo lugar en la residencia del gran virtuose, la sesión musical solicitada, y Ana tocó delante del reputado pianista las piezas mencionadas, sin que aquél tuviera nada que objetarla; y, como premio a sus facultades, le regaló varios ejemplares de sus composiciones, con expresiva dedicatoria, en las que felicitaba a Puerto Rico, por contar entre sus hijos a una artista de tan relevantes méritos.

Terminadas las vacaciones, preparábase Anita para regresar a Puerto Rico, sin realizar sus anhelos de terminar los estudios, a causa de habérsele agotado los recursos con que contaba para su sostenimiento en París.

A iniciativa de la noble e inteligente dama portorriqueña, Ana Roqué, secundada eficazmente por Don Arturo Aponte, Don Salvador Fulladosa y otros amigos entusiastas de Anita, se fundó, en Humacao, una revista literaria titulada Euterpe, con cuyo producto pudo, Anita, trasladarse nuevamente a París, en octubre de 1888, para proseguir los estudios.

Una vez en la capital francesa, se proporcionó los medios de hacerse oir del eminente profesor Mr. Marmontel, maestro de Mr. Fissot y de casi todos los profesores del Conservatorio.

En presencia de este venerable anciano, gloria del arte musical, interpretó, Anita, la tercera balada de Chopín, pieza de concurso en el año anterior; y a petición del maestro, obras de Listz, Schumann, Mendelson y Beethoven, el cual, interrumpiéndole, la dijo: "Sin adulación alguna le declaro, que estoy muy satisfecho de su manera de tocar; tiene usted interpretación propia, cualidad no común en los pianistas mordernos; y, tomándola la cabeza entre sus manos, añadió, y es usted una artista completa y le auguro un porvenir brillante."

Para estar, Ana, aún más segura de sus conocimientos, preguntó a Marmontel, si él creía que ella pudiera dar un concierto en Madrid, contestándole el maestro, que no tan sólo podía exhibirse en España, si que también en Alemania, Inglaterra, y hasta en el mismo París, y que él se comprometía a hacerle el programa de su primer concierto.

Y en París, cerebro del Mundo, y en la famosa sala Pleyel, por la que han desfilado tantos grandes de la música, dió su primer concierto la inspirada y eximia artista portorriqueña, alcanzando completo éxito, del numeroso público que asistió a escucharla.

En una de las primeras filas de butacas de la sala se destacaba la venerable figura de Mr. Marmontel, quién, al terminar la primera parte del concierto, subió a felicitar a Ana, y en presencia del público la estrechó entre sus brazos.

Ana Otero era, por tanto, una artista de fama, sólidamente conquistada, y había colocado muy alto a su país en suelo extranjero.

L'echo y Le Fígaro, de París y otros periódicos proclamaron en sus columnas el triunfo brillante de la artista borinqueña.

De regreso de Europa, y después de haber dado algunos conciertos en varias poblaciones de la isla, volvió Ana a hacer otra tournée artística por la América del Sur, empezando por la ciudad de Caracas, continuando por Puerto Cabello, Valencia Curacao, Cartagena, Costa Rica, hasta llegar a New York, donde se hizo oir en una de las grandes salas de conciertos de aquella gran ciudad. Allí permaneció el tiempo necesario para cursar el inglés, que ya conocía gramaticalmente, así como el francés y también el italiano, por lo cual, Anita, con su lengua vernal, poseía cuatro idiomas.

Por razones de salud, regresó a Puerto Rico y se dedicó entonces, a la enseñanza del piano, fundando una Academia, en la cual llegó a reunir un gran número de alumnas, todas aprovechadas, que hacen hoy gran honor a su ilustre profesora.

Ella fué la continuadora, en la enseñanza del piano, del gran maestro español Fermín Toledo, el cual, fué quién elevó ese arte a gran altura en Puerto Rico, imprimiendo una nueva escuela, casi desconocida en aquel entonces en que el ambiente artístico estaba completamente huérfano del buen gusto que debe presidir en el arte; anulando sensiblerías de gustos enfermizos, consiguió hacer florecer un buen número de alumnas, entre las que pueden mencionarse, María Medina de Vasconi, Leonisa Rius, Asunción Bobadilla y otras más, que pudieron demostrar la impecable escuela de aquel gran maestro español, amigo cariñoso de los portorriqueños.23

 

De manera que, al marcharse Toledo para los Estados Unidos, fué Anita, la que asumió la marcha de la buena y perfecta enseñanza del piano, dando los opimos frutos que todos conocemos.

Su excesivo trabajo; la constante demanda del público, ávido de su enseñanza, minó su salud y se tronchó la flor de su vida.

Aquellos ojos, que se abrían, como dos astros, sobre sus aristocráticas mejillas, se cerraron para siempre. Aquellos dedos mágicos, que supieron interpretar las más difíciles creaciones, se agitaron en estremecimientos de dolor, tal vez de protesta, y… ¡el cielo no se conmovió ante aquella inmensa desventura!

Murió el día cuatro de abril de 1905, y, ¡¡ni un sólo pliegue frunció la azul cortina de los cielos!!

Su muerte fué un doloroso acontecimiento para el arte portorriqueño. Su cadáver fué embalsamado y conducido a Humacao, en cuyo cementerio duerme entre flores, junto a la tumba de su padre, su primer maestro.

Dos años después, a iniciativa de algunos admiradores de la egregia artista,24 le dedicó el Ateneo una velada, en la cual, las que habían sido sus discípulas, interpretaron algunas de sus composiciones inspiradísimas, porque Anita fué también una exquisita compositora.

El retrato de Ana Otero debe figurar, en sitio de honor, en nuestro primer centro de cultura.

Fué un astro maravilloso que nos deslumbró con sus resplandores.

Y, como hecha flor, cayó de una estrella, allá se volvió esparciendo, a su paso, una fulgurante estela de luz.

La Hija del Caribe.

Arecibo, P. R., octubre de 1915.

22Campos y Varona estaban distanciados. – F. C.
23La señora Padilla de Sanz, (la Hija del Caribe) adquirió con el señor Toledo, los conocimientos musicales que posee con gran eficiencia. – F. C.
24Según nuestras noticias la iniciativa partió de la Hija del Caribe, aunque su modestia lo oculte. – F. C.