Temporada con los muertos

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Z serii: El gran cronopio #4
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ii

Atravesé la terrecería para salir del pueblo y llegar a la gran avenida donde el bar se asomaba y en donde estaba hospedado. Todo el camino volteaba en intermitencias hacia atrás. Aunque decían que los zombis sólo aparecían de noche, la sugestión es más poderosa que la razón. Y en un pueblo plagado de zombis, ¿qué razón había en eso?

Era ya más de medio día y el bar estaba listo para recibir a los clientes frecuentes, y a los errantes que se detenían por un trago frío y un buen corte de carne para seguir su andar. El ambiente era totalmente el opuesto de donde venía; esos condominios enfrente del parque Aromero que parecían lapidas enormes, la quietud, el mutismo (esa noche los patos no graznaron), el aislamiento, el frío, y la lamida chimuela, era algo que no encontraría en el bar. Sobre todo, lo último.

La dueña del complejo en donde estaban los dos bares, era una señora gorda y con cara de mamona, a veces la piel se le veía verdosa, y una horrible arruga en la nariz te saludaba primero al mero contacto visual. Era una clara muestra de una mujer insatisfecha sexualmente, y por tal razón se dedicaba a estar molesta con todo el mundo. Por eso su esposo la había abandonado, me cae. Antes de entrar nuevamente, me recibió ese perro flaco y viejo, amarrado con una soga al cuello que estaba sujeta a una llave de agua. Sus ladridos eran roncos, apenas si podía al pinche latoso. Parecía que se iba a morir, pero eso no lo detenía.

Cuando entré, la dueña, estaba acomodando los tarros recién lavados. En cuanto me vio dijo:

—¿Sigues vivo re crabrón?

De inmediato me reclamó, con ardor, que no hubiera llegado a dormir la noche anterior. Por regla general, y sin importar las razones –salvo que estuviera muerto– tenía que avisar que no pasaría la noche en la habitación. ¡Ni modo que no hubiera regresado, mis cosas estaban ahí! Pero era la regla, y tenía que acatarla. Me disculpé y subí a la habitación de inmediato. Esa vieja me enfermaba. Lo bueno que le pagué toda la estancia de golpe, se le notaba que era de las que le encantaba chingar desde temprano por el pago de cada día. Al arrebatarle ese gozo, tenía que chingarme con otras cosas.

Me duché y me mudé la ropa. Antes de salir de nuevo rumbo al pueblo, trascribí todo a la pequeña laptop que llevaba. No abrí la cortina, impedí el paso de la luz, puesto que todos mis pésimos relatos los había escrito en la noche, y me había acostumbrado a la oscuridad que se relaciona con el escritor. Para mí era cierto: escribir en el día afectaba la concentración. Como si las letras se anclaran al cerebro y perdieran comunicación con las manos. Al escribir, yo era un murciélago que sólo dejaba la cueva durante el abrazo de la oscuridad. Toda persona que se dedique a una disciplina artística está enamorada de la noche, y viceversa. Es el único idilio eterno.

Al terminar de trascribir, ya motivado, tomé las revistas que había empacado de Temporada en el infierno. Leí algo, pensando en que, si me esforzaba lo suficiente, muy pronto mi relato estaría ahí. Pero al pasar esas páginas el coraje invadía de nuevo. Aún estaba resentido por el rechazo. Como cuando no sales en listas de la universidad, y aborreces todo lo relacionado con los estudios. Cerré la revista y la aventé a la cama. No debía de desperdiciar tiempo, tenía que concentrarme en lo que estaba haciendo, y no en lo que aún no tenía o no había logrado. Primer error del futuro creador: poner la mente en lo que se conseguirá sin antes hacerlo. ¿Cómo pensar en el discurso de agradecimiento al publicar un libro sin siquiera haberlo escrito?

De inmediato salí. Bajé los escalones con prisa y la dueña, para evitar el percance de anoche, me ofreció una motocicleta, así no tendría que volver a caminar los cuatro kilómetros de tierra de ida y regreso. Me sorprendió su amabilidad, pero luego la sorpresa murió, pues su buen acto venía de un interés monetario, ¡qué raro! Pero no me importó, en verdad necesitaba el vehículo. Acepté y pagué.

La moto resultó ser una méndiga cosa culera de motocross. Sí, están diseñadas para terrenos hostiles, como el que se extendía enfrente, pero a esa cosa le fallaba todo. Tenía que ir con un envase de leche lleno de gasolina colgando a un lado, porque el tanque del combustible tenía una fuga y se le salía constantemente chorrito a chorrito. Parecía que iba caminando y meando para no hacer charco. Ir fumando, o pasar sobre una colilla encendida de cigarro me convertiría en GhostRider. Además, chirriaba como bicicleta de la infancia con un bote vacío de plástico aplanado en la llanta trasera. En lugar de nostalgia me daba miedo de estrellarme o se desbaratara la chingadera. También tenía las llantas parchadas y los frenos servían cada vez que le daba la gana. Me sentí estafado. Pero todo eso era mejor a pasar otra noche como la anterior. Aún sentía las encías babeantes de la señora Garza envolviéndome en la entrepierna como una sanguijuela. Trataba de no pensar mucho en eso para que no se me dificultara conducir la moto.

Los borrachos que había escuchado antes de partir al pueblo, decían que en el parque Aromero habitaban unos tales niños perdidos. Nadie los había visto en años, pero decían que eran criaturitas igual de temibles que los zombis. Niños huérfanos que ahí vagaban, y a quienes los zombis no se los comían. ¿Por qué? Sepa la bola.

No necesitaba más para despertar mi interés y seguir al menos un rastro. Entré al parque Aromero en moto, crucé senderos de pasto, abriendo bien los ojos a cualquier movimiento. Fui a donde estaban los patos, ya que escuché que los niños perdidos les gustaban esos animales emplumados, pero únicamente vi a los patos chapoteando. Bajaba las pequeñas colinas enraizadas sin frenar. Me sentía como un guerrero del camino totalmente invencible, hasta que la estúpida llanta delantera quedó atascada en una gruesa raíz, y salí proyectado hacía adelante. Aterricé de espalda en una superficie de tierra que creó una nube de polvo. Quedé inmóvil y sin aire por el chingadazo. Si alguien me hubiera visto se hubiera meado de la risa. Como los patos que sí se quemaron todo el show; escuchaba sus graznidos a carcajada suelta. Culeros. Se la han de haber curado pensando: “pinche humano, mírenlo, todo pendejo”.

Después del madrazo decidí que lo mejor era continuar a pie. Esa pinche moto me quería matar, o más bien, la cabrona que me la rentó. Era una trampa.

Procedí a adentrarme entre matorrales, lodo, y campos de tierra, sin ningún árbol a la vista, esto provocaba que la tierra ardiera a mis pies y se levantara a morderme la piel. Más adelante crucé zanjas con agua verdosa, que salté sobre ellas para no tener que sumergirme. Fui de aquí y allá, peinando todo sin éxito alguno, y después de seis horas de caminar neciamente y no encontrar nada fuera de lo común, tiré la toalla. Fue mi primera derrota. Defraudado y sintiendo que había desperdiciado un día completo, regresé al hotel humillado y adolorido. Pronto iba a oscurecer y las nubes comenzaban a relampaguear. La tormenta pronto caería. Yo no quería estar a mitad de la noche en esa tierra de zombis.

iii

¿Les ha pasado que han tenido un día del asco y se sienten de lo más bajo como ser humano? ¿Ahí donde ya ni energía de morir tienes, y no deseas ver, ni convivir con nadie? Pues esa noche me sentía hermosamente de esa manera. Y lo malo de hospedarme en un cuarto que estaba en medio de dos bares era que, por desgracia, tenía que pasar por un oasis de alcohol –y por supuesto de alcohólicos– para llegar a mi placentera y dura cama. O sea, tenía que hacer contacto con la humanidad cuando quería desaparecer. Y mi cama en realidad no era cama; se trataba de dos colchones madreados, uno arriba de otro, desgarrados y con el relleno saliéndose. Pero durante mi estancia, esa cama era como el lecho de un Zar. Molido hasta los huesos, hasta una alfombra apestosa es un agasajo donde sólo te dejas hundir.

Arrastraba la mochila y olía peor que a perro muerto. Me dolía todo el cuerpo por la caída. El cabello lo tenía cenizo y las manos se revestían de unos despampanantes guantes de tierra. Sin mencionar el infernal fuego dentro de las botas: los dedos gritaban en fétida piedad de ser liberados. Lo único que quería era despojarme de la ropa y meterme entre las cobijas, sin bañarme, que las liendres en mi cuerpo y en el cabello seboso se siguieran reproduciendo por al menos ocho horas más. Que siga la fiesta para ellas. Anhelaba con todo desplomarme en los colchones. Sentía, siempre, que esa acción era el perfecto bálsamo cuando en el día todo me había salido mal, o había recibido un buen putazo. Pero tristemente mi plan, mi apestosa siesta, tenía que ser pospuesta por ella. Sí, hay una ella en esta historia. Una maldita ella. La chica más hermosa e insultantemente atractiva que nunca había visto en toda mi triste vida. Se trataba de la hija de la dueña, quien estaba de cantinera aquella noche. No era una modelo de revista con cuerpo esquelético y cara de hueso, no. Tenía unos hermosos brazos marcados que me encantaban, cintura definida y, además, unas hermosas, largas y torneadas piernas que me volvían loco, y cuando sonreía, ¡Dios ten piedad! La sonrisa más hermosa del mundo; al elevar sus labios y formarla, se alzaban unos curiosos cachatetitos, y unos hoyuelos se le hundían en las comisuras de los labios. ¡Hermosa sonrisa! ¡Y hermosa mujer que la poseía! Son los pequeños detalles en la fisonomía de una persona que la hacen única y la resaltan de entre todas las demás. A veces, los portadores de esos detalles, los aborrecen, pero a los ojos de los enamorados es lo que nos engancha más. Puede ser un lunar, unas pecas, hasta una cicatriz. En ella eran esos hoyuelos al sonreír. Eran como el pozo de los deseos, y mi deseo era besar esos labios. Su cabello era castaño como un buen whisky de malta. A las puntas de su cabello, vislumbré un collar: un “atrapasueños” con tres plumas que colgaban de la figura circular, no más extensa que el diámetro de una moneda.

 

Ella era como eso que no estás buscando y, de pronto, de la nada, llega, te tienta, y te atrapa. Y eso pudo haber estado oculto en un libro, en una canción, o un poema, pero para mí, ese algo se encontraba esperándome en un bar. Vive en tentación y encontrarás satisfacción. Y esa hermosa satisfacción fue la que se interpuso en mi mugroso plan de dormir. Les cuento cómo:

Para subir a mi cuarto tenía que cruzar por completo el bar, de esquina a esquina, hasta llegar a las escaleras al lado de la barra. Una vez arriba, había dos puertas: la de metal oxidada era la mía; la de madera le pertenecía al otro bar, el cual tenía colgado un letrero en rojo neón: Si ya llegaste aquí, sube, pinche güevón.

Pero volvamos a la hermosa chica, ésa con la que cupido, volando en estado de ebriedad, me había flechado: en cuanto ingresé, ella, que estaba leyendo un libro gordo, bajó el empaginado y fijó sus intimidantes ojos en mi figura. Me observaba como una cazadora que había sido perturbada en su estado de más alta concentración. Yo hice lo que todo hombre cansado, demacrado, y apestoso hubiera hecho en mi lugar: responder a esos seductores ojos y caminar directo a ella. Hay miradas que te dictan órdenes, y no todas las noches te enamoras de una de ellas. Además, son acciones que, de no caer en ellos, te chingarán toda la noche sin poder dormir. Al siguiente día estarás sin pensar en otra cosa y terminarás enloqueciendo.

—¿Qué te sirvo? —me dijo en cuanto me senté en el banco de la barra.

—A ti, hermosa —respondí.

No, no se crean, no soy tan estúpido, no le dije eso. Lo que en realidad le dije fue:

—¿Tienes cerveza?

—No, pura droga. De toda clase —me contestó acercándose, susurrándome como si fuera un secreto, cubriéndose la boca con la mano—. La publicidad de cerveza que está a tu alrededor es una distracción, una fachada, amigo. No eres policía, ¿verdad?

—Sabes, no hay necesidad del sarcasmo.

—Es difícil de evitarlo cuando se ponen de modo.

En eso me mostró su más letal arma (de nuevo): su sonrisa. Una sonrisa cautivadora que me estremecía en el acto, pero a la vez me sosegaba todo el malestar que cargaba. Encogía los ojos debajo de sus cachetitos elevados. Ese tipo de sonrisa querías, podías y debías de admirar durante toda una vida sin parpadear y te quedarías corto de tiempo. Si vendieran su sonrisa como embriagante, sería un alcohólico sin remedio. El cabrón amor de por sí ya duele cuando sucede. Déjenme decirles que el pinche amor a primera vista es una tortura masoquista, de esas en las que pides a gritos los latigazos en el pecho.

¡Aquí, aquí, pégame, más fuerte! ¡Hazme sangrar el corazón! ¡Que nunca entenderá que no debe de enamorarse tan intensamente en un instante!

A pesar de que yo olía mal, a ella parecía no importarle. Me imaginé a cuánto cabrón apestoso habría atendido a través de los años.

—Dame una cerveza, por favor… clara —al fin pude hablar después de admirarla.

—Te daré una oscura, la clara sólo se vende en el día —replicó sin siquiera molestarme, pues encontré lógica a su aclaración. Resulta que la cerveza clara, con el calor del sol, hace una armoniosa combinación, casi poética, con el alma. Y eso es algo que el buen beber demanda. La oscura, en cambio, es la exacta combinación a la noche, un reflejo del ambiente nocturno, un verso etílico.

***

Destapó la cerveza Chango, atrapó la corcholata en el aire, puso la botella enfrente de mí, y, antes de darle el primer sorbo, la rockola comenzó a sonar una serenata: Manifold de Amour de Latin playboys. Ella me miró de reojo, y al compás de la música se movió de aquí para allá, meneando sus hombros descubiertos. Era como si se dejara atrapar por una marea inexistente, como una sirena que se limita a mostrar el torso, mientras el mar le cubre el resto. Una sirena que guarda un temible misterio mientras danza en el ebrio vaivén de un océano etílico.

¡Era una sirena de quien me había enamorado! ¡Chingado! Si así la veía sin estar alcoholizado, ¡cómo la hubiera visto ahogado de borracho en ese mar en donde danzaba! Definitivamente estaba enganchado, enamorado pendejamente, que es la única manera que hay de enamorarse.

Encantado por su belleza trigueña, me había quedado sin habla. Enmudecido, también, por mi déficit de inteligencia, pues no había palabra que se me ocurriera. Además, nunca fui bueno para charlar con una mujer, y menos con una tan guapa. Ella esperó a que yo dijera algo, pues sólo la miraba como idiota. Fue una tortura lo que duró ese instante. Al ver que yo no despedía palabra alguna, desganada, retomó su libro. Quitó el separador y se dispuso en encontrar la línea en donde había anclado la lectura.

“¡Di algo, infeliz!”

Me suplicaba una voz interna al borde de las lágrimas. Pero no se me ocurría ni madres. Era como volver a la primaria y estar con la niña que te gusta, congelado de miedo. Y luego llega el popular pendejete, le habla y te la baja con tres verbos y cuatro errores ortográficos. Ya en casa te odiarás para la toda la eternidad. Afortunadamente crecerás, aunque por dentro sigas siendo un niño pendejo.

La admiraba al mero estilo del cobarde: viéndola de reojo cada vez que ella no se diera cuenta. Hasta que, de golpe, levantó la mirada, exactamente como cuando yo entré: los mismos ojos, la misma belleza en sus pupilas, la misma seducción y hacia la misma dirección. Su movimiento gatuno hizo que yo girara y mirara al mismo punto. Me desilusionó ver que tenía la misma expresión que me había hecho sentir absurdamente único. Era parte de su trabajo mirar así a todo aquel que ingresara, y yo comprobaba que seguía siendo aquél crío pendejito de la primaria.

***

El hombre que había entrado era también un forastero. A diferencia de mi condición de forastero de planta, él sí iba de paso. Después de ser abordado por la mirada seductora de aquella sirena, él se avecinó a ella. Se despojó de la chamarra descubriendo sus enormes y marcados brazos tatuados, se sentó en un banco, y la miró fijamente.

—¿Qué te sirvo? —ella lo abordó con su bella sonrisa.

—A ti, hermosa —respondió él con seguridad galante.

Ella lo miró sin parpadear. De una manera sutil le respondió:

—No molestes, ¿quieres? Tengo trabajo que hacer. Si vas a beber, pide, si no…

—Ya pedí —el gandul la interrumpió con su mejor sonrisa de un sólo lado, una sonrisa forzada que le hacía inclinar la cabeza. Era una pose forzada, pero la tenía bien ensayadita—. Yo únicamente abrí las puertas para conocer los interiores de este lugar en medio de la nada, pero tú, jovencita, con esa mirada pícara, hiciste que me pasara. Ya veremos qué más se abre en el trascurso de la noche.

Ella se acercó al gandul para recitarle al oído:

—Ésa, es mi mirada de: No me molestes, idiota, tengo novio.

¡En la madre! Quería hacerme pequeñito, pequeñito, y desaparecer sobre el banco.

—¿Tienes novio? No problema, no soy celoso. Además, no he pensado en boda —se carcajeó el haragán—. Dame una cerveza, pues. Veremos qué depara la noche.

—¡Genial! —dijo ella—. Estás de suerte: resulta que soy psíquica y veo tu futuro.

—Ah, ¿sí? ¿Y apareces tú ahí?

—Oh, cielo. No. Pero aparece él —señalo su dedo índice hacia mí. Yo me quedé petrificado, pelando los ojos atemorizado.

—¿Y éste baboso quién es? ¿Tu novio?

Antes de que se me ocurriera una respuesta de macho alfa, ella respondió:

—No él. ¡Él! —y miró por sobre mi hombro a una persona detrás mío. Los tres miramos al mismo sitio, sincronizados.

Aquél a quien se refería estaba sentado en un banco cercano al muro. Tenía a su lado una pequeña mesa redonda. Y sobre ella una bebida y una botana. Era una bestia enorme el tipo; sus antebrazos eran casi mi torso, y eran el triple de los brazos del galante gandul. Su barba, negra y abundante, lo hacía parecer el capitán de un barco. Lo escuchamos gruñir mientras masticaba unos ricos cacahuates enchilados.

—Él —continuó ella— es el saca borrachos, pero en tu caso será el saca pendejos. Hasta ahorita sólo has sido un idiota, ¿quieres ser un pendejo?

El galán fijó la mirada en el barbón. Temeroso tragó saliva y miró de nuevo a la hermosa chica, a quien ya no podía ver como presa, sino como verdugo. Se creó un ríspido silencio.

—Lárgate —la dama rompió la eventual calma. Como el lobo que sopla y derrumba una casita echa de palito.

El hombre, sin pensarlo dos veces tomó su chamarra y emprendió la huida. Ella sonrió con disimulo de gozo al verlo partir.

—¡Odio cuando esto pasa! —me dijo embuchando el mal trago. Luego se sirvió un buen trago para compensar la balanza: llenó un tarro de cerveza oscura y lo bebió de un jalón. Era una hermosa cantinera nata.

—¿Te pago? —dije.

—¿Ya te vas? —Respondió como si mi partida le afectara.

—Estoy exhausto. No fue un buen día, me caí de la moto y me puse un buen putazo, además me duelen las nalgas de estar aquí sentado —idiota por qué dije eso.

—Pues sóbatelas aquí parado.

—No —sonreí—. Me beberé esta chela arriba. Mañana te bajo el envase. ¿Está bien?

—¿Seguro? No tienes que irte a dormir todavía, hazme compañía —expresaba un claro interés en mi persona, pero no estaba seguro si en verdad era por mí o por no querer estar sola.

—Prefiero ir a la cama, estoy cansado —Y bien que podía ser eso: estaba agotado de que mi corazón se enamorara de las personas equivocadas. Le gustaba la mala vida al eterno y menso enamorado. Esa noche me había enamorado instantáneamente, y al mismo tiempo me habían roto el corazón. Eso exigía que me alejara de su presencia para derrumbarme en privado; así es el amor: a veces te toca con los labios más besables del mundo, y otras nomás con los colmillos.

—Llevas aquí dos días y no sé tu nombre —dijo ella— ¡Vaya! Ni siquiera nos hemos presentado—se limpió la mano con el trapo de la barra y me extendió su fascinante mano de chica trabajadora—. Mi nombre es Astrid.

—Mucho gusto, mi nombre es…

—Espera, ¿no quieres otra cerveza? Esa te la acabarás mientras subes las escaleras. Llévate una para que amarres bien el sueño. Cortesía de la casa.

Abrió el refrigerador, sacó otra Elodia y la puso en la barra.

—Que tengas dulces sueños —Me guiñó el ojo, como una dulce daga.

—Gracias — Tomé la cerveza cuidando no hacer contacto con ella. De haberlo hecho me habría estremecido la médula.

Sonreí y ella me devolvió la sonrisa (otra daga). Dos personas que se sonríen sin motivo alguno son como dos bocas que se besan en secreto, despistando a todo el mundo.

En verdad estaba alucinando. Po´s que esperaban de un tonto enamorado. Me tenía idiota por ella, y no estaba seguro si quería que me tuviera como pendejo. Así es el amor.