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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¿Y creéis que yo no pudiera pasarme sin vos?

– Creo que necesitáis de todo el mundo.

– El rey me concede más que nunca su cariño, su confianza.

– Sin embargo, no ha gustado mucho al rey que vuestro sobrino haya llevado á picos pardos al príncipe de Asturias. Y como el rey, aunque no es muy perspicaz, sabe que vos y el conde de Lemos sois una misma cosa; y como vuestro hijo el duque de Uceda se impacienta por ocupar vuestro puesto; y como la reina trabaja contra vos todo lo que puede; y como Olivares atiza, pensando en su provecho; y como Calderón, creyéndose ya poderoso, no disimula su soberbia; y como Espínola desde Flandes pide hombres y dineros; y como suceden tantas y tantas cosas que no debieran suceder, si no mandárais vos, que no debíais mandar; y como vos creéis que el duque de Osuna me ha nombrado su secretario por algo, y que por algo también me pide en una y otra carta, nada de extraño tiene que yo piense que si quisiera podía vengarme de don Rodrigo enviándole á galeras y de vos haciéndoos mi secretario.

– Conócese – dijo el duque sonriendo á duras penas – que aún os dura la rabia del encierro.

– Os hablo desembozado y nada más.

– ¿Y si fuese cierto que yo necesitase de vuestra ayuda?..

– Os la negaría, porque ayudaros á vos, sería desayudar á la patria y hacer traición al rey.

– Supongo que no os habréis atrevido á llamarme traidor.

– No; pero sois ciego, soberbio y codicioso.

– Os habéis propuesto decididamente enojarme, cuando yo hago todo lo que puedo por haceros mi amigo.

– No debe enojaros la verdad; no puedo ser yo amigo vuestro.

– Sin embargo, si no recuerdo mal, me habéis ofrecido vuestra amistad.

– Sub conditione.

– Pero vuestras condiciones…

– En el estado en que se encuentra la gobernación del reino, las condiciones serían muy duras para vos.

– ¿Creéis que el mal, si le hay…?

– ¿Si le hay? Desde que murió el rey don Felipe, que aun antes de que le royesen el cuerpo los gusanos, se sintió roido por el dolor de dejar la monarquía más poderosa del mundo á un príncipe incapaz, no han pasado por España más que desdichas; la hacienda real, desde que vos subísteis á secretario de Estado, empezó á dar tales traspiés, que dejó muy pronto de ser hacienda; exhausta por los gastos más exorbitantes, escandalizado el reino de tanto desbarajuste, de tal despilfarro, empezó á murmurar, como quien conocía que de su cuero habían de salir las correas; vos, para acallar al reino, os ayudásteis de clérigos para que volviesen á vuestro provecho el púlpito y el confesonario; no era bastante la mentira en nombre del rey: se mintió en nombre de Dios, se pasó de la deslealtad al sacrilegio. Don Rodrigo Calderón, trocado de vuestro paje en vuestro secretario, y engordado con vuestros secretos, y con los empleos que vende, y con la justicia que rompe, se hace fuerte y os domina; la guerra de los Países Bajos, funesta guerra de religión que ningún provecho ha podido nunca traer á España, se encrudece, se hace desastrosa, es más, injusta, deshonrosa, porque nuestros soldados sin pagas, se convierten en una plaga de Egipto, rompen la disciplina, y nuestros valientes tercios son vencidos en las Dunas, en Ostende, en el Brabante, en todas partes, á pesar de la pericia y del valor de Espínola. Somos el juguete de Inglaterra, que satisface el odio que siempre ha sentido hacia la casa de Austria, y de otra parte la Francia ayuda á los Países Bajos, para que entretenida España con una guerra desastrosa no pueda influir en sus negocios. Inútil la tentativa de ceder la soberanía de los Países Bajos al archiduque Alberto y á su esposa la infanta doña Isabel; continúan los desastres. Holanda y Flandes han resistido, resisten y resistirán, como quien pugna por arrojar de su casa un dominio extraño y tiránico. Para satisfacerse de algún modo de los reveses de los Países Bajos, se piensa en ganar gloria perjudicando al comercio inglés, y se envía allá una escuadra que aniquilan los elementos como aniquilaron á la Invencible; todo fracasa, todo muere. Perdido el tino, se firma una tregua vergonzosa de doce años con Holanda y Flandes, acogiendo por medianeras á Francia y á Inglaterra, y se cree tener algún respiro. Pero aqueja la pobreza pública, al par que crecen los dispendios de la corte, y se piensa en leyes suntuarias; leyes inoportunas, ineficaces, contra las que representan los mercaderes y quedan sin efecto; es necesario encontrar dinero á todo trance, y se aumenta el valor de la moneda de vellón; expone los inconvenientes de esta medida el docto Mariana en su libro De Mutatione monetæ, y el bueno, el sabio Mariana es perseguido; á la torpeza sigue la tiranía. Pero no se halla todavía dinero y la tiranía crece, la tiranía no respeta ya nada: ni la fe de los tratados humanos, ni la fe de este eterno pacto de justicia que el hombre tiene hecho con Dios. El edicto de la expulsión de los moriscos, llena de horror á todos los pechos generosos…

– Antes que Felipe III han sido sus abuelos rigorosísimos con los moriscos – exclamó el duque de Lerma, aturdido por la filípica de Quevedo.

– ¡Los clérigos y los frailes! siempre esa plaga que ha logrado dominar al trono y que acabará con la gloria y con el poder de España. Y, sin embargo, un excesivo celo por la religión, un celo imprudente y ciego, pudo nublar con hechos indignos de su grandeza la gloria de los Reyes Católicos, del emperador don Carlos, de su hijo don Felipe; pero no la mancilló la codicia mortal, la sed infame del dinero; los moriscos fueron perseguidos, ¡pero no fueron robados!

– ¡Robados!

– Sí, Felipe III ha robado á los moriscos, y quien dice Felipe III, dice el duque de Lerma.

– Esto es ya demasiado, demasiado – dijo enteramente aturdido Lerma, que no había creído que existiese un hombre capaz de decirle de frente tan agrias verdades. A tal punto le habían llevado su envanecimiento, su privanza y la nulidad del rey.

– ¡Pues ya se ve que es demasiado! Cuatro millones de españoles ricos, industriosos, han sido expulsados, pobres, desnudos, miserables, desesperados, del suelo que los vió nacer. Y el rey, su majestad, como si hubiérais hecho grandes merecimientos, como si en vez de disminuir en una cuarta parte la población del reino la hubiérais aumentado y enriquecido, os da trescientos mil ducados para vos y para vuestro hijo el duque de Uceda, y ciento cincuenta mil á vuestra hija y á su noble esposo el conde de Lemos.

– ¡Concluyamos, concluyamos, don Francisco! – dijo el duque procurando rehacerse – ; está visto que no podemos entendernos.

– ¡Ya quería yo irme…! – dijo Quevedo levantándose de nuevo – ; quería irme sin hablar una sola palabra, porque no podría deciros más que verdades lisas… pero vos… ¡bah! vos habéis nacido para equivocaros…

– He llegado á vos y os he tendido la mano…

– Yo no puedo estrechar vuestra mano, yo no puedo serviros; yo no quiero hacerme cómplice de la ruina de España; á mi duque de Osuna me atengo… y si me desayudare el duque… me atenderé á mí mismo, que me basto y aun me sobro. Quede vuecencia con Dios.

– Esperad: no es por ahí, don Francisco – dijo el duque tomando una bujía de sobre la mesa y yendo á una puertecilla.

– ¡Cómo! – dijo Quevedo – ; ¿vuecencia sirviéndome de paje?

– Honroso es servir al ingenio, á la grandeza y al valor.

– Muy cristiano andáis.

– ¡Cristiano!

– Sí, por cierto; dais favores por agravios.

– No hablemos de eso; no sois vos quien me agraviáis, sino la fortuna que se me os roba.

– Ahí os queda don Rodrigo Calderón. Calló el duque, y bajando unas escaleras, llegó á un postigo y puso la mano en un cerrojo.

– Perdonad, un momento, don Francisco – dijo Lerma – : ¿quién os ha dado la carta que me habéis traído? ¿puede saberse?

– ¿Y por qué no? ¡Me la ha dado vuestra hija!

– Y… ¿dónde?

– En palacio.

– ¡Oh! ¿con que ya habéis estado en palacio apenas venido?

– De palacio vengo y á palacio voy. Como me crié en él, soy palaciego, y tanto, que atribuyo al haberme criado en palacio mi cortedad de vista.

– Pues cuidad, don Francisco, en dónde ponéis los pies, porque palacio está muy resbaladizo.

– Como ando despacio, señor duque, nunca resbalo; como tengo los pies grandes me afirmo; cuando caigo no es que caigo, sino que me caen. Guarde Dios á vuecencia y le prospere – añadió, viendo que el duque había abierto la puerta.

– Id, id con Dios, don Francisco – dijo el duque – , y no os olvidéis nunca que os he buscado.

– Lo que no olvidaré jamás es la causa por que he venido – dijo Quevedo, y salió.

El duque, que al abrir se había cubierto con la puerta, cerró murmurando:

– ¡Que no olvidará la causa por que ha venido! ¡y quien le ha dado la carta de la duquesa de Gandía ha sido mi hija! ¡ese hombre! ¿A dónde tenderá el vuelo don Francisco?

Detúvose de repente el duque; había sonado en la calleja ruido de espadas que duró un momento.

– ¿Qué será? – dijo Lerma – ; donde va Quevedo van las aventuras. Don Rodrigo me lo dirá… sí, sí… ¡don Rodrigo!; y es el caso que empiezo á desconfiar de él, pero yo desconfío de todo el mundo… de todos, hasta de mí mismo.

El duque acabó de subir en silencio las escaleras, entró en su despacho, y abrió con una ansiedad marcada la carta de la duquesa de Gandía.

Hizo bien el duque en esperar á quedarse solo para leer aquella carta; nuestros lectores adivinarán su contenido. En ella, á vueltas de pesadas reflexiones, participaba la duquesa á Lerma lo que la había acontecido con el rey y la desaparición de la reina de su cuarto.

El duque, leyendo esta carta, se puso sucesivamente pálido, lívido, verde. No comprendía bien aquello. Creía tener comprimida á la familia real, y, sin embargo, el rey y la reina se le escapaban, como quien dice, por los poros. Creía saberlo todo, y, sin embargo, ignoraba que existiesen aquellas comunicaciones secretas de que hablaba la carta. Se creía seguro del afecto, de la fidelidad de don Rodrigo Calderón, y la duquesa le daba respecto á él una voz de alerta. Daba vueltas el duque á la carta y la leía y volvía á releer una y otra vez, como si dudara de sus ojos, y siempre leía la misma cosa:

 

«Su majestad el rey ha venido á mí por un pasadizo secreto, y me he visto en un grande apuro.»

Y más abajo:

«Cuando obligada fuí á anunciar á su majestad la reina que el rey deseaba verla, no encontré á la reina ni en su cámara, ni en su dormitorio, ni en su oratorio, y á la hora en que os escribo no sé dónde está su majestad.

Y más abajo aún:

«Personas extrañas, que no puedo deciros quiénes son, porque no las conozco, aunque las he sentido y casi las he tocado, entran á mansalva en la cámara de su majestad la reina. Además, he descubierto lo que nunca hubiera creído… desconfiad de don Rodrigo Calderón: está en inteligencias con la reina y os vende.»

El duque acabó de aturdirse, y como siempre que esto le acontecía, mandó llamar á su secretario.

Pero antes de que éste llegase, tuvo gran cuidado de guardar en su ropilla la carta de la duquesa de Gandía.

A poco entró en el despacho del duque un hombre como de treinta á treinta y cuatro años.

Era buen mozo; moreno, esbelto, de mirada profunda, semblante serio, maneras graves, movimientos pausados, como quien pretende aumentar la dignidad de su persona; vestía rica pero sencillamente, y todo en él rebosaba orgullo, mejor dicho, soberbia, y una extremada satisfacción de sí mismo; era, en fin, uno de estos seres que jamás descuidan su papel, y que con su aspecto van diciendo por todas partes: «soy un grande hombre».

Como sucede siempre á estos personajes, su afectación tenía algo de ridículo; pero era la del que nos ocupa una de esas ridiculeces que sólo notan los hombres de verdadero talento, los hombres superiores.

A los demás, don Rodrigo Calderón, que él era, debía imponer respeto, y lo imponía.

Pero delante del duque de Lerma, el más hinchado de los hombres hinchados, don Rodrigo se apeaba de su soberbia para transformarse en un ser humilde, casi vulgar, en un criado, en un instrumento.

Pero esto sólo en la apariencia.

Lo que demuestra que era superior al duque, puesto que le comprendía, y comprendiéndole usaba de él, humillándose.

Cuando entró se inclinó respetuosamente, y su semblante tomó la expresión más humilde y servicial del mundo.

Sin embargo, todos sus esfuerzos y toda su servil experiencia de cortesano no bastaron para borrar de su semblante cierta expresión de profundo disgusto, de ansiedad, de molestia y de un malestar doloroso.

El duque lo notó, receló, pero sin embargo disimuló y ocultó profundamente su recelo.

– ¿Qué os sucede? – le dijo – ¿no estáis satisfecho de las ventajas que acabamos de alcanzar?

– ¡Ventajas! ¡ventajas! tengo la desgracia de no verlas, señor – contestó con voz apagada don Rodrigo – ; si llamáis ventajas el haber logrado que se sienten á vuestra mesa y hablen como amigos el señor duque de Uceda vuestro hijo, el conde de Olivares y don Baltasar de Zúñiga…

– Por el momento parecen desalentados, vienen á nosotros, olvidan sus diferencias y se estrechan las manos.

– Para engañarse mejor, engañando juntos á vuecencia.

– Y bien, si no podemos unirlos los separaremos; no nos ha de faltar pretexto para conferir una embajada al conde de Olivares; enviaremos de virrey á Méjico ó al Perú á mi hijo, y alejaremos con otra honrosa comisión á don Baltasar.

– Pero el conde de Olivares preferirá su empleo de caballerizo mayor, que le tiene en la corte, y cerca del rey, y vuestro hijo y Zúñiga no dejarán por nada del mundo el cuarto del príncipe don Felipe. Desengáñese vuecencia: todos quieren ser, todos; aunque todo os lo deben, conspiran contra vos, los primeros vuestro hijo y vuestro sobrino… el conde de Lemos…

– El conde de Lemos seguirá en su destierro; ha sido más audaz que los otros… ha pretendido ganar la confianza de su alteza, despertando sus pasiones y halagándolas… ha sido, pues, necesario ser severo con él, y como lo he sido con él, lo seré con los demás; lo seré, no lo dudéis – añadió el duque contestando á un movimiento de duda de don Rodrigo.

– Sólo hay un medio… ya os lo he dicho… acabar de una vez… cuando un enemigo se hace demasiado terrible, como, por ejemplo, la reina…

– No, no – dijo con repugnancia el duque – ; no es necesario llegar á tanto… la reina… la tenemos sujeta… esas cartas… esas preciosas cartas… ¡oh! guardadlas bien… guardadlas.

– Las llevo siempre conmigo; la reina por ahora no se atreve… pero si vuestros enemigos… si fray Luis de Aliaga…

– Ya os he dicho que Olivares, Uceda y Zúñiga, se sienten sin fuerzas, se rinden y vienen á buscarla en mí; vuestro celo, don Rodrigo, os hace muy desconfiado. ¿Qué, creéis que yo no tengo poder?

– ¿Y de dónde sacar nuevos tesoros? ¿dónde encontrar otros moriscos? ¿cómo agravar los tributos? ¿Qué hacer para acabar esas guerras eternas que nos desangran? ¿y cómo acabarlas sin exponerse á caer de lo alto ante el orgullo de España ofendida? ¿cómo quitar á un ambicioso de un puesto que satisface su ambición para poner á otro? Os lo repito: cuando se ha llegado á este extremo, cuando falta oro para tanta boca sedienta, siempre queda el remedio de…

– No, no, el remedio es peor, cien veces peor. Todo se sabe…

– Y bien, ¿qué medio creéis que os queda para con la reina?

– Las cartas que poseéis.

– Pero esas cartas no pueden usarse sin que yo me pierda.

– ¿Creéis que vos estaréis perdido, cuando yo esté salvado?

– Hace algún tiempo que, con mucho sentimiento mío – dijo con gran humildad don Rodrigo – vemos las cosas de distinto modo. Yo veo…

– Vos veis menos de lo que creéis ver.

– Yo veo todo lo que pasa en la corte y fuera de ella, señor. Sé que vuecencia no puede anunciarme una cosa grave que yo no sepa.

– Voy á deciros una gravísima: ¿sabéis dónde está la reina?

Miró con asombro Calderón á Lerma.

– No comprendo á vuecencia – dijo.

– Me explicaré: ¿sabéis por qué la reina no parece?

– ¿Qué no parece su majestad?

– Sí, por cierto; la reina se ha perdido esta noche, ó ha estado perdida. En una palabra: su majestad la reina, á cierta hora de la noche, no estaba en su cuarto.

– ¿Cómo, á qué hora?

– A principios de la noche.

– Pues puedo deciros – exclamó Calderón poniéndose pálido – que si la reina ha desaparecido de su aposento, ha salido del alcázar.

– ¿Que ha salido?

– Sí, señor, sola y en litera.

– Eso no puede ser; ¡imposible! – exclamó el duque poniéndose de pie – . ¡Margarita de Austria, sola como una dama de comedias!..

– Es más, señor, acompañada de un hombre.

– ¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

– Sí, sí por cierto; yo la había dado una cita.

– ¿Y esperábais?..

– No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yo mismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar, puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos. Impaciente, fuí á informarme de mi centinela, y éste me dijo que había salido del alcázar, bajando por la escalera de las Meninas, una dama que tenía todo el aspecto que yo le había indicado, que había entrado en una litera y acababa de alejarse. Seguimos la dirección que la litera había tomado. La hallamos al fin, la seguimos. De repente para la litera y sale…

¡La reina!

– Una dama tapada que tenía el mismo aspecto, el mismo andar reposado, grave, gallardo de su majestad. Más aún; de repente, aquella dama se detiene junto á un hombre que estaba parado en una encrucijada y se ase á su brazo y sigue.

– ¡Oh! no podía ser la reina, no; ¿á qué había de asirse á otro hombre?

– ¡Ah! aquel hombre, cuando le dejó la dama tapada en una callejuela solitaria, me detuvo hierro en mano.

– ¡Oh! – exclamó el duque de Lerma – ¿se trataba de mataros?

– Y la reina se había puesto por cebo; no tengo duda de ello. Además, aquel hombre había sido buscado á propósito; yo me jacto de ser buena espada; pues bien, aquel hombre me desarmó y me hizo gracia de la vida.

– No querían, pues, mataros: no era la reina.

– Al contrario, la generosidad de ese hombre me confirma más en mis sospechas; la reina se horroriza de la sangre… como vuecencia; la reina, sin duda, ha querido decirme: aunque soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedo en silencio mataros; tengo una valiente espada que me sirve.

– ¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaros las cartas?

– La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siempre las cartas conmigo.

– ¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido á la reina?

– No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por un hombre que no le perderá de vista.

– Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misterio de la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedan entrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo la misma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertos pasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnos graves disgustos. Haced que las gentes que están al lado del rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras…

– Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar una mitra al confesor del rey.

– ¡Cómo!

– Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado de su majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigos y se creía por su reconciliación libre de cuidados.

El duque quedó profundamente pensativo.

– ¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh! la lucha es encarnizada… y bien, será preciso obrar de una manera decidida…

– No digáis es necesario obrar… decidme obrad, y obro. Estas cartas son ya insuficientes… vuecencia no puede pedirme que me pierda al perder á la reina… la reina lo arrostra todo… imitémosla.

– Procurad saber quién es ese hombre de que la reina se ha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto al momento. Después, id á avisarme al alcázar.

Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué á salir.

– No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por el postigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó al menos señales de sangre.

– ¡Ah!

– Sí, antes que viniérais sonaron cuchilladas en la callejuela.

– ¡Ah! ¡ah! – dijo para sí Calderón bajando las escaleras detrás del duque – . ¡Cuchilladas junto al postigo de su excelencia, y su excelencia interesado en saber el fin de estas cuchilladas! ¡ah! ¿qué será esto? ¡Creo que este hombre, cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien, obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; no quiero sumergirme con vos.

Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lerma abría el postigo y se cubría con él para no ser visto por un acaso desde la calle.

Calderón salió.

Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras.

El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.