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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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»Hace dos años, antes de morir, me dijo nuestro hermano – : No te he dicho todo lo que sé respecto á Juan; Dios no quiere que yo viva hasta que cumpla los veinticinco años: para entonces le espera una gran fortuna.»

– ¡Una gran fortuna cuando cumpla los veinticinco años, y nació el día de San Marcos del año de…! veamos: le quedan pocos meses para cumplirlos; ¡ah! ¡ah! ¡diablo! ¡una gran fortuna! no hay como ser hijo secreto de gran señor. ¿Y qué fortuna será ésta? ¡oidor en Indias! ¿quién sabe? ¡secretario del rey! ó lo que es mejor, secretario del secretario de Estado. ¡Ah! ¡diablo! será necesario estar bien con el muchacho; ¡eh! ¡eh! veamos, veamos.

«Esta gran fortuna, continuó nuestro hermano Jerónimo, está encerrada en un cofre que está guardado en aquel armario que no se ha abierto hace veinticuatro años – . ¿Pero qué contiene ese cofre? – pregunté á Jerónimo – . No lo sé, contestó; sólo sé que pesa mucho, y que cuando me le entregaron vi meter en él, como si se hubiesen olvidado, algunos papeles: aquellos papeles parecían como escrituras.»

Abrió enormemente los ojos Montiño y le pareció que las letras que de allí en adelante contenía la carta eran de oro.

«Delante de mí el escribano Gabriel Pérez selló el cofre, y pegó sobre él, de modo que para abrirle es necesario romperle, un testimonio en que constaba que yo había recibido aquel cofre cerrado el día de San Marcos de 1586.

»Yo firmé un recibo en que me obligaba á entregar aquel cofre cerrado, tal cual le había recibido, á la persona cuyo nombre constase en el recibo, ó á Juan, con facultades de abrirlo, si al devolverme el recibo se expresaba en él esta circunstancia; yo transmito á ti ese cofre, por una cláusula de mi testamento que te obliga á cumplir lo que yo no puedo por mí muerte.

»Después me reveló el nombre del padre de Juan, nombre ilustre, nombre de uno de los españoles más grandes y más nobles que han honrado á nuestra patria, nombre que no me atrevo á escribir, porque aunque Juan me inspira mucha confianza, una carta puede perderse.

»Es necesario, pues, que te pongas inmediatamente en camino. Deja en la corte á Juan, porque al pobre muchacho le sería muy doloroso verme morir. No te digas que tú vienes, para que no se empeñe en acompañarte.

»Ven, porque es necesario que ese ilustre nombre que ha guardado Jerónimo durante veintidós años como un depósito sagrado, que he guardado yo después de la muerte de nuestro hermano, pase á ti después de mi muerte.

»Ven, porque sólo á ti diré yo ese nombre, y eso muy bajo por temor de que lo escuchen las paredes: si cuando vengas he muerto, ese nombre bajará conmigo á la tumba.

»Como podrá suceder que llegues tarde, porque mi mal se agrava extraordinariamente de momento en momento, permíteme que respecto á Juan te dé algunos consejos que podrán aprovecharte.

»No seas miserable ni áspero con Juan: te digo esto, porque te conozco; has amado á tus hermanos, pero has amado más al dinero; tus hermanos han sufrido resignadamente su pobreza, porque tus hermanos sabían bien que si te pedían socorros se los hubieras enviado, pero causándote una dolorosa herida cada doblón de que te hubieras desprendido; tus hermanos no han querido hacerte sufrir; perdona á uno de ellos, moribundo, el que te diga estas palabras y no veas en ellas una queja; sí únicamente justificar el consejo que voy á darte: sé generoso con Juan; sé franco: él es sumamente agradecido y leal, y tal persona puede llegar á ser, que si tú te haces amar de él, sea para ti su amor un tesoro; tienes además, hermano, un excelente corazón, pero eres receloso, desconfías de todo… y luego… tu avaricia… Juan es muy generoso y muy delicado. No desconfíes de él, porque esto le resentiría, y te lo repito, el cariño de Juan, dentro de muy poco tiempo, puede valerte mucho.

»Allá te le envío pobre de ropa y de bolsillo, pero muy hermoso, muy valiente, muy noble, casi sabio.

»¡Ah! te advierto, para lo que te pueda convenir, que hace tres años vino aquí huyendo de ciertas malas aventuras, el docto y regocijado don Francisco de Quevedo. Conoció á Juan, y se hicieron los más grandes amigos del mundo. Don Francisco es un hombre que vale mucho, y que podrá servir de mucho á Juan. Y cuando Quevedo, que es un hombre que estrecha muy pocas manos de buena fe, distingue y ama y no muerde con su sangrienta burla á nuestro hijo, mucho debe éste de valer.

»Allá te lo envío: sale de aquí sin un maravedí y sin una camisa. Cuando llegue á esa, llegará hambriento, cansado, mojado: préstale mesa á que sentarse, ropa con que mudarse, lecho en que descansar; no le niegues nada de esto, Francisco; recuerda que tu hermano y yo le hemos amado como si fuera un hijo de nuestra sangre, y que yo, que nunca te he pedido nada, te lo suplico desde el borde de mi sepultura.

»Sobre todo ven al instante, porque me siento morir. – Tu hermano que desea verte un solo momento y expirar en tus brazos,

Pedro Martínez Montiño.»

Enjugóse el cocinero del rey dos lágrimas enormes que le había arrancado el final de la carta de su hermano, la guardó cuidadosamente en un bolsillo y se puso á pasear por la pequeña estancia, profundamente pensativo.

– Sí, sí, es preciso – dijo al fin – ; me le ha endosado; prescindiendo de que llegue á ser ó no ser, yo no puedo… vamos, de ningún modo; un mozo hermoso, y esto es verdad, que ha sido estudiante, que le gustan desordenadamente las mujeres, y que puede dar un chirlo al lucero del alba… no, no… es imposible que yo tenga á este mancebo en mi casa… mi mujer, mi hija… gracias á que las tengo seguras guardándolas y cerrando mi puerta á piedra y lodo; y luego no teniéndole en mi casa, échese vuesa merced el cargo de pagarle un día y otro la posada durante quince meses; no, señor; será preciso que el duque de Lerma le dé un oficio… es verdad que cualquier oficio, por pequeño que sea el que me dé el duque, podría valerme algo, y en estos tiempos… pero del mal el menos. ¡Ah! me olvidaba de que ha salido sin almorzar de Navalcarnero. ¡Hola! ¡eh! – dijo abriendo la puerta y entrando en la repostería – Gonzalvillo, hijo, ven acá.

Acercóse un paje.

– Ve á aquel aposento – le dijo – y lleva un servicio de mesa, un pastel de olla podrida, un capón de leche asado, un besugo cocido, un pastel hojaldrado, frutas y confituras, y dos botellas de vino de Pinto, á un hidalgo que se llama Juan Montiño, que es mi sobrino, hijo de mi hermano: sírvele bien, hijo, sírvele, y guárdate por el servicio las sobras, que bien podrás sacar de ellas dos reales.

Gonzalvillo se separó de la puerta, y cuando Montiño iba á cerrarla, se le presentó de repente un hombre.

– ¡Eh! ¡esperad, señor Francisco, esperad! ¡pues á fe que me ha costado poco trabajo llegar aquí para que yo os suelte!

– ¡Ah! ¡señor Gabriel! ¿y qué me queréis? – dijo el cocinero del rey, con mal talante – Entrad, entrad, y decidme lo que me hayáis de decir.

Entró aquel hombre, y Montiño se encerró con él.

CAPÍTULO VII
LOS NEGOCIOS DEL COCINERO DEL REY. – DE CÓMO LA CONDESA DE LEMOS HABÍA ACERTADO HASTA CIERTO PUNTO AL CALUMNIAR Á LA REINA

El hombre que acababa de entrar era un hombre característico.

Si la persona que tiene alguna semejanza típica con la fisonomía de algún animal, tiene las propensiones del animal á quien se parece, aquel hombre debía tener alma de lobo, pero de lobo viejo y cobarde, que en sus últimos tiempos hace por la astucia, lo que en su juventud ha hecho por la fuerza.

Habiendo dicho que la fisonomía de aquel hombre se parecía á la de un lobo viejo, nos creemos dispensados de una descripción más minuciosa.

Bástanos añadir que aquel hombre en su juventud, debió ser alto y robusto, que á causa de sus años, que casi rayaban en los sesenta, estaba encorvado, y que á la expresión feroz que debió brillar en sus ojos y en su boca, cuando ganaba la vida matando á obscuras y sin dar la cara, había sustituido una mirada hipócrita y una sonrisa fría y asquerosa que parecía haberse estereotipado en su boca rasgada.

Aquel hombre, que en otros tiempos había sido rufián y asesino (nosotros sabemos que lo fué, y basta que lo digamos á nuestros lectores sin que nos entremetamos á contarles una historia que nada nos interesa), era hacía ya algunos años ropavejero en la calle de Toledo, y corredor de no sabemos cuántas honradas industrias.

Conocíale Montiño, y aun le trataba íntimamente, porque el cocinero del rey era hombre de negocios, y un hombre de negocios suele necesitar de toda clase de gentes. Pero como el buen Montiño sabía demasiado que el señor Gabriel Cornejo había sido perseguido por la justicia, salpimentado más de tres veces por ella, puesto por sus méritos en exposición pública más de ciento, para ejemplo de la buena gente, y compañero íntimo de un banco y de un remo durante diez años, guardábase muy bien, sin duda por modestia, de decir á nadie que conocía á tan recomendable persona, y mucho más de que le viesen en conversación con ella.

Por esta razón, Montiño, que tenía suficiente causa para estar entristecido con la muerte próxima ó acaso consumada de su hermano, y con la venida de un sobrino putático que se le entraba por las puertas, sin dinero y sin camisas, acabó de ennegrecerse al ver que el señor Gabriel Cornejo se arrojaba á buscarle nada menos que en casa del duque de Lerma, y en medio de una legión de pajes y lacayos, gentes que á todo el mundo conocen, y que hablan mal de todo el mundo.

– ¿Qué cosa puede haber que os disculpe de haberme venido á buscar de una manera tan pública? – dijo severamente Montiño.

– ¡Bah! señor Francisco: nadie tiene nada que decir de mí – contestó sonriendo de una manera sesgada Cornejo – ; si en mis tiempos fuí un tanto casquivano, y no supe guardar el bulto, ahora todo el mundo me conoce por hombre de bien y buen cristiano. Y luego, sobre todo, cuando las cosas son urgentes y apremiantes, es menester aprovechar los momentos…

 

– ¿Pero qué sucede?

– Suceden muchas cosas: por ejemplo, esta tarde ha estado en mi casa el tío Manolillo.

– ¿Y qué me importa el bufón del rey?

– Despacio y paciencia. Quien escucha oye, y cosas pueden oírse que valgan mucho dinero.

– Sepamos al fin de qué se trata.

– Ya que de dinero he hablado, se trata de dinero, y de un buen negocio; de una ganancia de ciento por ciento.

– ¡Ah! ¿Y qué tiene que ver con eso el bufón del rey?

– El tío Manolillo ha ido esta tarde á mi casa, se ha encerrado conmigo ó yo me he encerrado con él, y de buenas á primeras, como hombre de ingenio y de experiencia, que sabe que todas las palabras que sobran en una conversación deben callarse, me ha dicho – : ¿Conocéis á un hombre que quiera matar á otro?

– ¡Oh, oh! – exclamó Montiño, abriendo desmesuradamente los ojos.

– Yo, que también sé ahorrar de palabras cuando conozco á la persona con quien hablo, le contesté – : ¿Quién es el hombre que queréis despachar al otro mundo? – Un caballero muy rico y muy principal – . ¿Como quién? por ejemplo, le pregunté – . Así como el duque de Lerma ó el de Uceda, ó el conde de Olivares – . ¿Pero no es ninguno de los tres? – No: pero aunque no lo parece, vale más que todos ellos – . Pues entonces, si vale más… por el duque de Lerma, pediría mil doblones; por el otro mil quinientos – . Trato hecho – dijo el bufón – . ¿Cuándo ha de ser? – Cuando esté depositado en buenas manos el dinero – . ¡Qué! ¿No le tenéis? – Nada os importa eso – . Es verdad – . Adiós – . Dios os guarde.

– ¡Conque el tío Manolillo!.. – exclamó seriamente admirado Montiño – ; esto es grave, gravísimo. ¿Y no os dijo, señor Gabriel, quién era su enemigo?

– No me lo ha dicho, pero yo lo sé.

– ¡Ah! ¿Y cómo lo sabéis vos?

– ¿Quién es en la corte un hombre que vale tanto como el duque de Lerma el de Uceda, ó el conde de Olivares?

– ¡Bah! hay muchos: el duque de Osuna.

– Está de virrey en Nápoles.

– El conde de Lemos.

– Está desterrado.

– Don Baltasar de Zúñiga.

– Ese es un caballero que suele estar bien con todo el mundo.

– Pues no acierto.

– Es verdad: lo que generalmente no vemos, cuando se trata de estos negocios, es lo que más tenemos delante de los ojos. ¿Os habéis olvidado del secretario del duque de Lerma?

– ¡Don Rodrigo Calderón!

– Ese, ese es el enemigo del tío Manolillo.

– Pero no entiendo por qué pueda ser enemigo de don Rodrigo el bufón de su majestad.

– ¡Bah! ya veo, señor Francisco, que vos sabéis muy poco.

– No me es fácil dar con el motivo de la ojeriza que decís tiene el tío Manolillo á don Rodrigo.

– ¿Conocéis á una comedianta que se llama Dorotea, que baila como una ninfa en el corral de la Pacheca?

– ¡Ah! ¿una valenciana hermosota, deshonesta, que ha estado dos veces presa por no bailar como era conveniente?

– La misma. Pues bien; esa mujer es hermana, ó querida, ó hija, no se sabe cuál de las tres cosas, del tío Manolillo.

– Me estáis maravillando, señor Gabriel. ¿Conque la Dorotea?..

– Sí, señor, la Dorotea es mucha cosa del bufón del rey. Pero no es esto todo. El duque de Lerma…

– Sí, sí, ya sé que el duque visita á la Dorotea.

– Pero no sabéis quién ha andado de por medio para concertar esas visitas.

– Sí, sí, ya sé que el medianero, el que ha llevado los primeros regalos, el que acompaña de noche al duque y le guarda las espaldas, es don Rodrigo Calderón.

– Vamos, pues de seguro no sabéis que el duque de Lerma es quien paga, y don Rodrigo Calderón quien goza.

– ¿Pero quién os dice tanto? – exclamó admirado Montiño.

– Ya sabéis que yo tengo muchos oficios.

– Demasiados quizá.

– Están los tiempos tan malos, señor Francisco, que para ganar algo es necesario saber mucho. Saben que sé muchas princesas, y una de ellas, conocida de la Dorotea, la encaminó á mí para que la sirviese. Dorotea quería un bebedizo.

– ¡Ah! ¡ah! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

– Son serpientes, vos no lo sabéis bien, señor Montiño: como se les ponga en la cabeza doctorar á un hombre en la universidad de Cabra, aunque el amante ó el marido las encierren en un arca y se lleven la llave en el bolsillo, le gradúan.

Movióse impaciente en su silla el cocinero del rey, porque se le puso delante su mujer, que era joven y bonita.

– Pero á serpiente, serpiente y media. Cuando ella me pidió el bebedizo, me dije: podrá convenirme saber quién es el hombre á quien quiere esta muchacha entre tantos como la enamoran. Porque yo soy muy prudente, y sé que el saber, por mucho que sea, no pesa. Díjela que el bebedizo no podía producir buenos efectos si no se conocía á la persona á quien había de darse. Entonces la Dorotea, poniéndose muy colorada, me dijo – : El hombre que yo quiero que no quiera á ninguna mujer más que á mí es don Rodrigo Calderón – . Necesito saber cómo habéis conocido á don Rodrigo Calderón, la dije. – ¿Necesario de todo punto? – Ya lo creo; y si fuera posible hasta el día y la hora en que le vísteis por primera vez. – ¿Y si no lo digo no me daréis el bebedizo? – Os lo daré, pero si no sé de cabo á rabo cuanto os ha acontecido y os acontece con don Rodrigo Calderón, no os quejéis si el bebedizo no es eficaz. – Entonces la moza se sentó, y me confesó que había conocido á don Rodrigo cuando don Rodrigo fué á hablarla de parte del duque de Lerma; que se había enamorado de él, y don Rodrigo de ella. Que, en una palabra, el duque de Lerma paga y se cree amado, y don Rodrigo Calderón, que no la paga y á quien ella ama, la engaña amando á otra.

– ¡Ah!

– ¡Y si supiérais quién es esa otra, señor Francisco!

– Alguna cortesana que tiene tan poca vergüenza como don Rodrigo Calderón.

– Pues os engañáis, es la primera dama de España.

– ¿Por hermosa?

– No tanto por hermosa, aunque lo es, como por noble.

– ¡La dama más noble de España! ved lo que decís: cualquiera pudiera creer…

– ¿Que esa tan noble dama es la reina? ¿No es verdad? – dijo con una malicia horrible Cornejo.

– ¡La reina! ¡Su majestad! – exclamó dando un salto de sobre su silla Montiño.

– La misma, Su majestad la reina de España es la querida de don Rodrigo Calderón.

– ¡Imposible! ¡imposible de todo punto! ¡yo conozco á su majestad! ¡no puede ser! ¡creería primero que mi hija!..

– Vuestra hija podrá ser lo que quiera, sin que por eso deje de ser lo que quiera también la reina.

– ¡Pero la prueba! ¡la prueba de esa acusación, señor Gabriel! – dijo el cocinero del rey, á quien se había puesto la boca más amarga que si hubiera mascado acíbar – . ¡La prueba!

– He ahí, he ahí cabalmente lo que yo dije á la Dorotea: ¡la prueba!

– ¿Y esa mujerzuela tenía la prueba de la deshonra de su majestad?

– La tenía.

– ¿Pero qué tiene que ver esa perdida con la reina? ¿quién ha podido darla esa prueba?

– El duque de Lerma.

– Me vais á volver loco, señor Gabriel; no atino…

– No es muy fácil atinar. Pero dejadme que os cuente, sin interrumpirme, sin asombraros, oigáis lo que oigáis, y concluiremos más pronto.

– Y me alegraré, porque no me acuerdo de haber estado en circunstancias tan apremiantes en toda mi vida.

– Pues al asunto. Yo, que había hecho confesar á la Dorotea quién era la dama que la causaba celos, asegurándola que si no me contaba todas las circunstancias, sin dejar una, de su asunto, podría suceder que no fuese eficaz el bebedizo, me dijo en substancia lo siguiente – : Una noche don Rodrigo fué muy tarde á verme: al quitarse la ropilla, se le cayó de un bolsillo interior una cartera, que don Rodrigo recogió precipitadamente. Yo me callé, pero cenando le hice beber más de lo justo, acariciándole, mostrándome con él más enamorada que nunca. Don Rodrigo se puso borracho y se durmió como un tronco. Entonces me levanté quedito, fuí á la ropilla, tomé la cartera, la abrí, y encontré en ella cartas de una mujer; de una mujer que firmaba «Margarita

– Pero eso es muy vago… muy dudoso – dijo con anhelo Montiño – ; si la reina ha de responder de todas las cartas que lleven por firma Margarita…

– Oíd, señor Montiño, oíd, y observad que la Dorotea no es lerda.

– Cuando leí el nombre de Margarita, solo, sin apellido… sospeché, porque tratándose de don Rodrigo es necesario sospechar de todas las mujeres… sospeché que aquella Margarita que se dejaba en el tintero su apellido era… Margarita de Austria.

– Pero, señor, señor – exclamó todo escandalizado y mohíno el cocinero de su majestad – ; esa mujer tan vil, de cuna tan baja… esa perdida, ¿sabe leer?

– Como que es comedianta y necesita estudiar los papeles.

– ¡Ah! – dijo dolorosamente Montiño, cayendo desplomado de lo alto del que creía un poderoso argumento.

– Oigamos á la Dorotea, que aún no ha concluído – : Sospeché que aquella Margarita, que citaba misteriosamente á don Rodrigo, era la reina, y como no me atrevía á quedarme con una sola de las cartas, las miré, las remiré, hasta que fijé en mi memoria la forma de las letras de aquellas cartas, de modo que estaba segura de no engañarme si veía otro escrito indudable de la reina. El duque de Lerma me dará ese escrito – dije – , ó he de poder poco. Y volví á meter las cartas en la cartera, y la cartera en el bolsillo de donde la había tomado. Cuando se fué don Rodrigo, observé que de una manera disimulada, pero curiosa, se informaba de si la cartera estaba en su sitio, y cuando aquella noche vino el duque de Lerma, le recibí con despego, le atormenté, me ofreció como siempre alhajas, y yo… yo le pedí que me trajese un escrito indudable de la reina. Asombróse el duque, me preguntó el objeto de mi deseo, insistí yo, diciendo que era un capricho, y á la noche siguiente el duque me trajo un memorial en que se pedía una limosna á la reina, y á cuyo margen se leía: «Dense á esta viuda veinte ducados por una vez», y debajo de estas palabras una rúbrica. ¡Era la misma letra, la misma rúbrica de las cartas! no podía tener duda: la reina era amante de don Rodrigo Calderón.

– Pues señor – dijo Montiño – , á pesar de todo, os digo, señor Cornejo, que antes de creer en eso soy capaz de no creer en Dios.

– Sea lo que quiera; pero oíd y atad cabos: ya os he dicho que el tío Manolillo me preguntó cuánto dinero se necesitaba para despachar una persona principal, y que yo le dije que mil quinientos doblones, que el tío Manolillo no los tenía; que la Dorotea cree que don Rodrigo Calderón tiene cartas de amores de la reina… que está celosa… recordad bien esto.

– Sí, sí, lo recuerdo.

– Pues bien; esta noche una dama muy principal, á lo que parece, ha estado casa de mi comadre la señora María; la que tan honradamente vive con el escudero su marido el señor Melchor, que tan hermosa era hace veinte años, que sigue aumentando sus doblones, empeñando y prestando con una usura que da gozo: ya sabéis que cuando la señora María necesita para sus negocios un dinero, viene á mí, como yo vengo á vos.

– Bien, bien, ¿pero qué?

– Esa dama que os he dicho ha ido encubierta esta noche á casa de la señora María, ha ido encubierta también algunas otras veces á pedir dinero. Pero siempre, excepto esta noche, ha llevado una alhaja de mucho precio, ha vuelto con otras pero no ha desempeñado ninguna. Esta noche ha ido, toda azorada, asustada, trémula, ha pedido á la señora María mil y quinientos doblones (nunca había pedido tanto), ofreciendo dar por ellos tres mil en el término de un mes. Ya veis si es negocio.

– ¡Pues hacerlo! ¡hacerlo! – dijo Montiño.

– Lo haremos á medias, ó mejor dicho á tercias, entre vos, la señora María y yo: quinientos doblones cada uno.

– ¿Y para eso me habéis buscado, me habéis entretenido y me habéis mentido tanto? – dijo levantándose Montiño con visibles muestras de despedir á Cornejo.

– Esperad… esperad, que el negocio lo merece – repuso el señor Gabriel con gran calma – . Recordad; yo pido al tío Manolillo esta tarde mil y quinientos doblones por la vida de un hombre principal, que sé de seguro que es don Rodrigo Calderón; don Rodrigo Calderón tiene unas cartas de la reina que la comprometen, y esta noche va á casa de la señora María á pedir mil y quinientos doblones una dama, que aunque no la conocemos, debe ser principalísima. ¿No creéis que debe meditarse esto, señor Francisco? ¿No creéis que en esto danzan las cartas, la reina y el tío Manolillo, y tal vez la reina en persona…?

– ¿La reina en persona…? ¿Creéis que la reina haya podido ir á casa de la señora María de noche y sola?

 

– Yo ya no me admiro de nada, señor Francisco, de nada; además que la dama tapada ofreció como seguridad de los mil y quinientos doblones, mejor, de los tres mil doblones, un recibo en forma de puño y mano de la reina, firmado por ella misma.

– ¿Pues qué mejor seguridad queréis? haced el negocio, y dejadme en paz á mí; no quiero mezclarme en él, y siento mucho que me hayáis dicho tanto, porque cuando se trata de enredos lo mejor es no saberlos.

– Pero venid acá; ¿no veis que nosotros solos no podemos hacer ese negocio?

– ¿Y por qué? ¿Acaso me vendréis á decir, á quererme hacer creer que la señora María y vos no tenéis mil y quinientos doblones?

– La dificultad no es el dinero, sino la seguridad de él; nosotros no conocemos la letra de la reina, y vos…

– Yo no la conozco tampoco.

– Señor Francisco, vos sois más en palacio que cocinero del rey.

– ¡Y bien! ¿Qué? no quiero meterme en este negocio.

– O queréis hacerlo vos solo – dijo irritado por la codicia el tío Cornejo.

– Hablemos en paz, señor Gabriel – dijo el cocinero mayor – , y concluyamos, concluyamos de todo punto. No digáis á nadie lo que á mí me habéis dicho, porque podríais ir á la horca.

Echóse á temblar aquel viejo lobo, porque le constaba que el cocinero mayor era uno de esos poderes ocultos que, bajo una humilde librea, han existido, existen y existirán en todas las cortes.

– En cuanto al negocio – añadió Montiño – , no me meto en él; haced lo que queráis, y lo mejor que podéis hacer ahora es… iros.

Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una mirada decisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron; se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, y cuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey, como obedeciendo á una idea súbita, le dijo:

– Esperad.

Cornejo se volvió lleno de esperanza.

– ¿Vais á ver á la señora María?

– Ciertamente necesito decirla vuestra resolución.

– Pues decidla, además, que prepare esta misma noche un aposento con lecho en su casa, y que cuando llame á su puerta uno que se nombrará sobrino mío, que le reciba, que yo respondo de los gastos.

Voló la esperanza causando una dolorosa impresión en el señor Gabriel Cornejo, que se despidió de nuevo murmurando:

– He sido un imprudente, no debía haber hablado tanto; yo confiaba en su codicia, pero está visto: su avaricia es mayor de lo que yo creía. Quiere hacer el negocio por sí solo.

Entre tanto el cocinero del rey murmuraba abstraído y pensativo:

– Es muy posible que sea verdad cuanto ese bribón me ha dicho; yo no me fío de ninguno; un negocio redondo por otra parte, mil quinientos doblones de ganancia, como quien dice, de una mano á otra; pero el asunto es demasiado grave, y la prudencia aconseja no meterse de frente en él… mi sobrino postizo es hombre, según dice mi hermano, capaz de meter un palmo de acero al más pintado, y don Rodrigo Calderón, está en el banquete del duque… después se encerrará en su despacho, y saldrá allá muy tarde por el postigo… ¡Ah, señor sobrino! os voy á procurar una buena ocasión… una ocasión que os hará hombre.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció una dueña.

– ¡Ah, señor Francisco! ¡Y cuánto trabajo me ha costado encontraros! – dijo la dueña – . He tenido que decir que venía de palacio, con orden de su majestad para vos.

– ¿Y es cierto…? ¿Traéis orden?

– Casi, casi. Os traigo una carta.

– Dadme acá, doña Verónica, dadme acá.

La dueña entregó una carta al cocinero mayor, que éste abrió con impaciencia.

«Tenéis un sobrino – decía – que acaba de llegar á Madrid; enviadle al momento á palacio. Tened en cuenta, que se trata de un negocio de Estado; que espere junto á la puerta de las Meninas, por la parte de adentro. Pero luego, luego.»

Esta carta no tenía firma.

– ¿Quién os ha dado esta carta, doña Verónica? No conozco la letra, no tiene firma. ¿Estáis de servicio?

– ¡Ay! ¡sí, señor! Y yo no sé qué hay esta noche en palacio: las damas andan de acá para allá. La camarera mayor está insufrible, y la señora condesa de Lemos tan triste y pensativa… algo debe de haber sucedido grave á la señora condesa.

– ¿Pero quién os ha dado esta carta?

– La señora condesa de Lemos.

– La condesa de Lemos no es alta, ni blanca, ni… no, señor – murmuró Montiño.

– Ea, pues, quedad con Dios, señor Francisco – dijo la dueña – . No me hallo bien fuera de palacio; es ya tarde y está la noche tan obscura…

– ¿Os han dicho que llevéis contestación?

– No, señor.

– Pues id con Dios, doña Verónica, id con Dios. Voy á mandar que os acompañen.

– No, no por cierto: vengo de tapadillo; adiós.

– Dios os guarde.

La dueña se envolvió completamente en su manto, y salió.

– Que me confundan si entiendo una palabra de esto – dijo Montiño – . ¿Si será verdad?.. ¿si será la reina la que necesite en palacio á mi sobrino?.. ¡pero señor!.. ¿cómo conocen ya á mi sobrino en palacio?

Montiño tomó el partido de no devanarse más los sesos; para tomar este partido tomó también una resolución.

– Es preciso – dijo – que mi sobrino vaya á palacio con las cartas de la reina.

Y saliendo del aposento en que se encontraba, atravesó la repostería y se entró en el otro aposento donde estaba su sobrino.