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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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Don Juan lo olvidó todo; no vió más que á doña Clara.

Su vista fué para él lo que la sombra para el peregrino cansado, lo que la fuente para el sediento, lo que la luz para el ciego. Y ebrio de placer, y de amor, y de alegría, y de esperanza, abrazó á doña Clara y la besó en la boca.

Quevedo miraba aquello con una triste gravedad.

– ¡El alma de los jóvenes! – dijo – ; ¡humo que agita el viento en el cielo de la esperanza! Helos curados á los dos.

– ¿Dónde has estado? – dijo doña Clara.

– Casa del duque de Lerma.

– ¡Oh! sí – dijo doña Clara con toda la fe de su alma – , no podía ser otra cosa; me habían engañado horriblemente.

Quevedo dejó á los dos esposos en libertad de explicarse, y con uno de los vecinos de la casa envió á pedir dos sillas de manos.

Cuando llegaron hizo acercar la una, en la cual doña Clara y don Juan entraron y se dirigieron al alcázar.

Luego, con la otra silla de manos se fué á la casa donde estaba el padre Aliaga, con lo que había sido Dorotea, abrió, hizo que los ganapanes que conducían la silla le metiesen dentro y se quedasen fuera.

Poco después Quevedo abrió é hizo que los conductores llevasen la silla, cerró la puerta, y á pie y lentamente escoltó la silla de manos.

Dentro de la silla iban el cadáver y el padre Aliaga.

Más allá de la casa, entre la obscuridad, bajo la lluvia, quedaba el cadáver del tío Manolillo.

Cuando el padre Aliaga y Quevedo, con gran trabajo, disimulando cuanto pudieron el estado de muerte de Dorotea, la pusieron en su lecho y se encerraron con ella, Quevedo se fué sin vacilar al cajón de la mesa donde, según la postdata de la carta póstuma de Dorotea á don Juan, estaba el testamento de la comedianta.

Abrióle, y le encontró fechado y autorizado con muchos días de anterioridad, á pesar de que con arreglo á todos los indicios, había sido otorgado aquel mismo día.

Dorotea dejaba su hacienda al bufón, al cocinero mayor, á sus dos criados Pedro y Casilda, á los pobres y á su alma.

Al bufón, por lo mucho que le estimaba, dejaba seis mil doblones; al cocinero mayor, por un gran beneficio que le había hecho, mil doblones; á Pedro y Casilda, mil ducados á cada uno; cuatro mil ducados para los pobres, que debían darse de limosna para su alma, y diez mil ducados á la parroquia de San Martín por una sepultura en tierra, sin losa ni letrero, y para sufragios por su alma.

Esta cantidad debía encontrarse parte en dinero, en su casa, y el resto debía completarse con la venta de sus trajes, sus alhajas y sus muebles.

Quevedo leyó conmovido este testamento, y sobre todo una cláusula en que Dorotea le constituía su albacea único y le suplicaba tomase en amor suyo, en memoria suya, la prenda que más quisiese de lo que dejaba.

Quevedo se enjugó las lágrimas con el envés de la mano, y luego escribió con mano firme al fin del testamento:

«No pudiendo permanecer en Madrid, del que salgo esta noche, delego las facultades que en este testamento se me otorgan, en el ilustrísimo señor Fray Luis de Aliaga, inquisidor general, archimandrita del reino de Nápoles, del consejo de Estado, confesor de su majestad el rey nuestro señor, que conmigo firma aceptando. —Don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago.»

Esto escrito, Quevedo apartó del cádaver al padre Aliaga, y le leyó el testamento.

Oyólo en silencio el confesor del rey.

Pero cuando Quevedo leyó la nota adicional escrita por él, exclamó:

– ¡Qué! ¿Os vais dejando esta pesada carga sobre mis hombros?

– Antes de irme yo os abriré camino fray Luis.

– ¿Y por qué no os quedáis? ¿por qué no nos ayudáis con vuestras grandes fuerzas á soportar el enorme peso de aconsejar á su majestad en la gobernación del reino?

– Líbreme Dios de meterme en embrollos y en obscuridades; que no soy yo cortesano de los que hoy se usan, ni mis consejos serían para seguidos; y pues mejor es no aconsejar que aconsejar al aire, dejadme ir á donde mis consejos se oyen y aprovechan, y no me queráis aquí; que en cuatro días que hace que en esta última vez en la corte ando, han sucedido cuatro mil desgracias. Que tal es mi suerte pecadora, que á donde yo voy va la desdicha, y el bien que hago sangre y lágrimas me cuesta.

– Os debemos, sin embargo, demasiado.

– Quédanse las cosas como se estaban, y no podía suceder de otro modo; que tal anda ello, que el gobierno es como capa vieja á quien se la va el remiendo que se la ha puesto, por las puntadas. Ved, pues, lo que me mandáis para Nápoles, que tengo que hacer bastante, y verme quiero fuera de Madrid antes de que acabe la noche.

– Sacadme antes de iros, si podéis, de este pantano en que me encuentro.

– A ver voy á Lerma y os le enviaré, y él hará lo que sea menester, que él lo puede todo.

– ¿Y no volveremos á veros por aquí?

– Acaso.

– Id con Dios, id con Dios, don Francisco, y al menos escribiéndonos, no nos olvidaréis.

– Así haré, porque como escribiendo me divierto, en escribir soy diligente. Y adiós, fray Luis, y no me detengáis más, que estoy decidido y aún me queda que hacer, y ansia tengo por acabar.

– ¿Y no os despedís de esa desdichada?

Quevedo se volvió en un movimiento nervioso hacia la alcoba, entró en ella, se acercó al lecho, asió una helada mano del cadáver y se descubrió.

Su ancha frente, nublada, sombría, transparentando un pensamiento desesperado, parecía absorber el amarillo reflejo de una lámpara que estaba encendida sobre una palometa de plata junto al lecho, delante de una virgen de los Dolores.

La mirada de Quevedo, abarcando aquel cadáver afeado por la muerte, de que quedaban aún los hombros desnudos, redondos y mórbidos, y las maravillosas galas y las joyas deslumbrantes, tenía algo de espantoso.

– Te he calumniado – dijo – en el corazón del hombre por quien has muerto; pero tú ya estás donde la verdad resplandece, pobre niña; tú verás que de los que aquí quedan, sólo queda en uno la amarga memoria tuya; yo haré que en los templos de Nápoles se eleven preces por tu alma y por tu descanso; yo rogaré á Dios por ti lo que me quede de vida; y puesto que una prenda tuya me legas, este rizo y mi recuerdo serán lo único que de ti quede algún tiempo sobre la tierra.

Y Quevedo desnudó su daga, cogió uno de los sedosos y pesados rizos de Dorotea, le cortó, le anudó, le guardó en el seno y salió de la alcoba.

– Adiós, fray Luis, adiós – dijo abrazándole – . Hasta que la desdicha nos vuelva á juntar.

– Adiós, don Francisco, adiós, y que Él os de fuerzas para sufrir vuestras amarguras.

Quevedo salió y se encaminó á casa del duque de Lerma, en cuya portería escribió la carta en tres renglones que le abrió paso hasta el despacho del duque.

Recibióle Lerma afablemente y le mostró la carta que acababa de leer.

– Explicadme esto, don Francisco – le dijo.

– La explicación está en estos sangrientos papeles – dijo Quevedo entregando al duque los que llevaba en la mano.

El duque los examinó rápidamente.

Eran los papeles que le había robado el tío Manolillo, y que le tenían sujeto.

– ¿Qué precio queréis por estos papeles, don Francisco?

– Yo no vendo seguridades ni en ser soplón he pensado nunca. Lo que quería ya lo tengo, una audiencia vuestra.

El duque se acercó á una bujía y quemó uno por uno aquellos papeles.

– Nada habéis hecho – dijo Quevedo – , si no quemáis también vuestra ambición y vuestra soberbia.

– ¡Siempre cruelísimo conmigo! ¿por qué no me ayudáis?

– Porque no quiero.

– ¡Breve estáis!

– Tengo prisa.

– ¿Y á qué habéis venido?

– A atar unos cabos que si se quedasen sueltos podrían enmarañarnos.

– Veamos.

– Recordad que sangre tenían los papeles que habéis quemado.

– ¿Habéis muerto ó herido?..

– He sacado de penas al bufón del rey. Desdichado era y por mí descansa. Allá está en la calle de Don Pedro.

– Bien; no se harán informaciones acerca de esa muerte.

– Necesaria ha sido, y con decir que ha sido necesaria, digo que ha sido justa.

– Bien, bien; el secreto se enterrará con el muerto.

– Hay además en la calle de Don Pedro, esquina á la de la Flor, una casa deshabitada, de cuya puerta es esta llave.

Y Quevedo dió al duque una llave que el duque puso sobre la mesa.

– En esa casa hay una sala ricamente entapizada y con una cena ricamente servida; la vajilla es de plata; los manjares apetitosos; pero cuando mandéis recoger la vajilla y los tapices y los cuadros, advertid que nadie por golosina coma de aquellos manjares. Podría acontecerle lo que á Dorotea.

– ¡Cómo! ¡pues qué ha sido de Dorotea!

– Debéis alegraros por lo que toca á vuestra hacienda, aunque la lloréis como cristiano; la Dorotea os tenía apurado; dándose muerte desesperada, os ha librado de apuros y de gastos.

Púsose densamente pálido el duque de Lerma.

– ¿Pero quién ha asesinado á… Dorotea?

– Su despecho.

– Su muerte va á causar un alboroto, un escándalo; era muy querida del público.

– Pues ved ahí lo que son las mujeres: ella no ha pensado ni un momento en el escándalo que iba á dar matándose.

– Pero explicadme…

– Ya os he dicho que estoy de prisa; por lo mismo quiero concluir pronto. Que la causa de su muerte se oculte; que su secreto se entierre con la infeliz, como el otro con el bufón.

– Se enterrará, se enterrará. ¿Pero dónde está Dorotea?

– En su casa, en su cama, y orando junto á su cama el bueno del inquisidor general.

– ¿Y qué más queréis, don Francisco?

– Quiero real licencia para que partan cuando quieran á Napóles don Juan Téllez Girón, capitán de la guardia española del rey, con su esposa doña Clara Soldevilla, dama de honor de su majestad la reina.

 

– Pediré la licencia á su majestad.

– Dádmela vos por traslado, que otras más graves reales órdenes se han dado sin que lo sepa su majestad.

El duque, dominado por Quevedo y por la situación, se sentó en la mesa, escribió, firmó, leyó lo que había escrito á Quevedo y luego dobló el papel, le puso un sobre y le selló y le sobrescribió.

– Beso á vuecencia las manos y le doy las gracias – dijo Quevedo tomando el pliego.

Y se encaminó á la puerta.

– No me atrevo á deciros más – dijo el duque – , porque estoy seguro de no reteneros.

– Adiós, don Francisco de Sandoval y Rojas – dijo con un acento singular Quevedo – ; plegue á Dios que no paguéis, como me temo, el favor de su majestad.

Y Quevedo salió.

Poco después fué cuando el duque llamó al alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento.

– Tomad – dijo el duque dándole una orden firmada por el rey – ; presidente sois desde ahora de la real audiencia de Méjico.

– ¡Oh! ¡señor! ¡señor excelentísimo! – dijo doblegándose todo el alcalde.

– Anteanoche me servísteis bien; pero aún os queda que hacerme un último servicio.

– Mandad, señor.

– En la calle de Don Pedro encontraréis un hombre muerto á hierro.

– ¿Y quiere vuecencia que se descubra?..

– Por el contrario, quiero que hagáis el proceso de manera que no pueda, ni aun por barruntos, sospecharse quién es el homicida.

– Lo haré, señor.

– Pues id al momento, no dé con el difunto una ronda.

– A tal hora y lloviendo, juraría que no hay un alcalde fuera de su lecho, ni más alguaciles de pie que los que yo traigo.

– Pues id, alcalde, despacháos, depositad el difunto y volved, porque os necesitaré aún.

Cuando el duque se encontró solo, una expresión de contento animó su semblante.

Esto consistía en que se le había quitado una montaña de sobre el corazón, en el momento en que destruyó las pruebas de traición que en poder del tío Manolillo eran su inquietud mortal.

En cuanto á Dorotea, no diremos que el duque se alegrase de su muerte.

Pero el corazón humano es un abismo.

Dorotea era un cocodrilo alimentado con oro.

Le sacrificaba.

Viva Dorotea, no era posible dejarla. ¿Qué se hubiera dicho de la magnificencia del duque de Lerma?

No dejándola, era preciso satisfacer sus gastos.

Por la muerte de Dorotea heredaba Lerma un tesoro.

Esto es, el tesoro que hubiera absorbido Dorotea, si no hubiera muerto.

Y como todo el que hereda cuantiosamente se consuela con facilidad de la pérdida del difunto (en general sea dicho), y como el duque de Lerma salía bien heredado, estaba en unas magníficas disposiciones de consuelo.

Todo se arregló á las mil maravillas, porque el licenciado Sarmiento era hombre que lo entendía.

El tío Manolillo pasó por asesinado por una mano oculta, y con su entierro se terminó el proceso.

Dorotea pasó por muerta de repente en su casa, en su cama; se la hicieron, costeándolos el duque de Lerma, que no podía dispensarse de aquel último gasto, unos ostentosos funerales, y se la enterró según su voluntad, en la iglesia de San Martín, en una sepultura en el suelo, sin piedra ni letrero.

Había cesado de llover y hacía sol.

Un mes después, la duquesa de Gandía recibió por un correo expreso una larga carta del duque de Osuna.

El poderoso grande estaba completamente satisfecho de su hijo y de su esposa, que se amaban con toda su alma y eran felices.

A la carta de Osuna acompañaban una de don Juan y otra de doña Clara.

Aquellas cartas respiraban felicidad.

El autor debe decir, que tal maña se dió Quevedo, que curó á los dos esposos completamente, á él del recuerdo de Dorotea, á ella de sus celos.

Atemos los últimos cabos.

Don Rodrigo Calderón sanó al fin de su herida, y como era necesario al duque de Lerma, éste se guardó muy bien de mostrarse enojado con don Rodrigo.

El incendio de la quinta del conde de Lemos se apagó, pero no se apagó del mismo modo el incendio del corazón de la condesa.

En la primavera siguiente, la condesa de Lemos fué á visitar sus posesiones de Nápoles.

En resumen, ¿cuál de nuestros personajes era la víctima de los sucesos que acabamos de relatar?

La situación de la corte había quedado en el mismo estado que antes; las intrigas seguían, los que antes eran enemigos, seguían profesándose un razonable odio.

Doña Clara tenía á su don Juan.

La condesa de Lemos á su don Francisco.

Dorotea y el bufón habían dejado de sufrir, porque los muertos no sufren.

Doña Ana seguía siendo la maestra de amor del príncipe de Asturias.

El padre Aliaga quedóse más desesperado que lo estaba cuatro días antes.

Unos personajes habían ganado.

Otros se habían quedado como estaban.

¡Pobre Francisco Martínez Montiño! Tú solo, parte paciente de esta historia; tú, pagador constante de pecados ajenos, tú solo fuiste la víctima superviviente á estas aventuras de cuatro días lluviosos.

Su locura se había determinado.

Perdió, por lo tanto, la cocina de su majestad, cuya pérdida no se le indemnizó sino con dejarle un mechinal donde vivía en palacio y una mezquina pensión nominal, porque no se le pagaba.

No le encerraron porque su locura era tranquila.

Consistía ésta en la manía de querer hacer creer á todo el mundo, que detrás de él, siguiéndole, persiguiéndole, engalanada con sedas y joyas, iba constantemente la comediante Dorotea; que cuando se acostaba, Dorotea se sentaba á la cabecera de su cama.

Y esto, que era asunto de risa para la canalla de escalera abajo de palacio, era una verdad para el infeliz.

Veía por todas partes á Dorotea, engalanada, pero lívida, horrible. Huía de sí mismo, pretendiendo huir de ella, en vano; porque la llevaba consigo, porque su locura había dado una forma real á sus remordimientos.

El infeliz se había quedado solo.

Su mujer se había fugado con un nuevo amante, robándole su dinero ahorrado en tantos años, los dos mil doblones que había contenido el cofre de hierro que había traído de Navalcarnero Francisco Martínez Montiño, donde había hallado las pruebas de su nacimiento don Juan Téllez Girón, que éste le había cedido generosamente, y los dos mil ducados que le había legado Dorotea, como precio horrible de su envenenamiento.

Flaco, desnudo, hambriento, acurrucado en la puerta de las cocinas, comiendo de la caridad de los que en otro tiempo habían sido sus oficiales, fué necesario que, informado el duque de Osuna de su miseria, le señalase una pensión decente, le diese aposento cómodo en uno de sus palacios de Madrid, y destinase una persona á su servicio que sólo tenía esta obligación, y la no muy pesada de cuidar de otro personaje de quien no hemos vuelto á ocuparnos desde el primer capítulo de este libro, de Cascabel, del pobre caballo viejo y cojo, sobre el cual había entrado el señor Juan Montiño en Madrid.

Así pasaron algunos años.

El excocinero hablando siempre de Dorotea y viéndola siempre, pero sin nombrar jamás la palabra envenenamiento.

Cascabel, rumiando su pienso cernido en un rincón de las caballerizas del duque de Osuna.

Un día encontraron á Cascabel muerto.

Pocos días después, al entrar por la mañana en el aposento de Francisco Montiño el hombre que le asistía, le encontró sentado sobre la cama, mirando con extrañeza cuanto le rodeaba.

– ¡Dónde estoy! – dijo – ; ¡y mi mujer! ¡dónde está mi mujer! ¡dónde está mi hija! ¡y tan tarde, y sin haber acudido á las cocinas!

El asistente le creyó más loco que nunca.

Y sin embargo, Montiño había recobrado la razón, pero para morir.

Cuando le dijeron cómo había vivido seis años; que su mujer le había robado y abandonado; que su hija había desaparecido con el paje Cristóbal Cuero; que vivía de la caridad del duque de Osuna, Montiño fué lentamente desplomándose; cuando, por último, le contaron que nombraba continuamente á Dorotea, un grito horroroso, un rugido terrible salió del pecho del desdichado, y cayó sobre el lecho acometido de un vértigo mortal.

Llamóse al padre Aliaga, que no se separó de él, y tanto se esforzaron que le creyeron salvado.

Había dejado el lecho.

Pero el mismo día en que le dejó, en que salió á la calle, le esperaron en vano.

Llegó la noche y tampoco vino.

Al día siguiente se supo que le habían hallado muerto sobre la sepultura de Dorotea.

Aquella sepultura no tenía losa ni nombre.

Montiño no había preguntado á nadie por el lugar de la sepultura de Dorotea.

¿Quién le había llevado á morir sobre la tumba de su víctima?

– ¿Quién sabe? una casualidad tal vez.

Tal vez la mano de Dios.

Madrid, 1.º de Mayo de 1858
FIN DEL COCINERO DE SU MAJESTAD