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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO LXXXIII
EN QUE SE VE QUE EL BUFÓN Y DOROTEA HABÍAN ACABADO DE PERDER EL JUICIO

Hora y media antes de los últimos sucesos podía verse en la casa donde acababan de entrar Quevedo y el padre Aliaga, un extenso salón magníficamente engalanado.

Tapices de Flandes cubrían las paredes, una gruesa alfombra el pavimento; del techo, renegrido ya, pero majestuoso, uno de esos techos de madera del gusto del Renacimiento, de enorme relieve, con profundos casetones magistralmente tallados con florones, grecas, hojas, frutas y caprichos admirables, pendía una araña de cristal cargada de bujías de cera encendidas.

Debajo de esta araña había una gran mesa cubierta con un mantel, y sobre el mantel una numerosa variedad de manjares servidos en vajilla de plata; en el centro estaban los postres de dulces, conservas y frutas de la estación, y en medio de estos postres un plato de confituras coronado por una enorme pera, puesta sobre una hoja de parra artificial, y adornada con un lazo rojo y negro.

A los dos extremos de la mesa había un bosque, por decirlo así, de botellas de riquísimo cristal, sobre salvillas rodeadas de copas.

A la derecha y á la izquierda de esta mesa había otras dos cubiertas de otros platos y de otras botellas y alumbradas cada una por un candelabro en forma de ramillete, de entre cuyas flores, admirablemente contrahechas, salían las bujías.

Dos sillones, puestos el uno junto al otro, estaban delante de la mesa; una hilera de sillones dorados alrededor del salón junto á los tapices, y espejos y cuadros cubriéndolos á éstos.

Ultimamente, delante de la mesa había un brasero de plata con fuego.

Gran parte de aquellos efectos habían sido llevados de la casa de la Dorotea; el resto comprado acá y allá, donde se había encontrado y por lo que habían pedido.

Aquel era un capricho de la Dorotea que la costaba algunos miles de ducados.

¿Pero qué importaba esto? quería presentarse hermosa y grande ante su amante en una habitación rica y bella.

Como á las ocho de la noche se levantó un tapiz y entró una mujer envuelta en un manto.

Tras ella entró un hombre pequeño y ancho, embozado en una capa.

La mujer se desprendió el manto y le arrojó al hombre, que había echado abajo su embozo.

Eran Dorotea y el bufón.

Ya sabemos que Dorotea era la hermosa de moda; es decir, la comedianta que por orgullo enriquecía el duque de Lerma, la niña de los grandes ojos azules y del seno de nácar, que enloquecía á los galanes de Madrid; la reina de las entretenidas, como diría un francés de nuestros días; la tentación viviente y continua del corral de la Pacheca, aquella á quien si por comedianta excelente hubiera aplaudido siempre el público, aplaudía con frenesí, por inimitable comedianta y por incomparable en hermosura.

La hemos descrito ya. Pero necesitamos describirla de nuevo.

Dorotea estaba transfigurada por el amor, por el sufrimiento, por la horrible decisión que á aquella casa la llevaba; su palidez mortal, la lucidez de su mirada, un no sé qué portentoso que emanaba de la dolorosa contracción de su boca, de lo grave, profundo y ardiente de su mirada febril; de aquellos hombros redondos, tersos, mórbidos, en que la vista parecía tocar una suavidad dulcísima; de aquel seno cuya parte superior no cubría el escote, agitado por una respiración poderosa, por un aliento de fuego; de aquellos brazos desnudos, modelados por Dios, de una manera tan bella, tan dulce, tan pura, que el cincel griego se hubiera detenido impotente al querer copiarlos; de todo su ser, en fin, emanaba tal magia, que la hermosura de Dorotea parecía divinizada, sobrenatural, hija de la imaginación, no real y efectiva; una de esas bellezas que se ven raras veces, que la mayor parte de los hombres no ven nunca, y que hacen creer al que las ve que han de desvanecerse como una sombra al ser tocadas.

Sus densos, brillantes y sedosos cabellos estaban peinados en largos rizos, en una manera de teatro, contra la moda de aquellos tiempos; estos rizos, de un tono obscuro, ceñidos en la frente por una corona de rosas de brillantes, formaban un marco hechicero al rostro de Dorotea, contrastando con su blancura, que la palidez había llevado hasta el último punto del blanco en la tez de la mujer. Su pecho estaba rodeado por las múltiples vueltas de un collar de gruesas perlas (las perlas son el adorno inmejorable de un cuello hermoso) que se anudaba en un rosetón de brillantes y encendidos rubíes.

Los brazaletes eran del mismo género: perlas y rubíes, y del mismo género también los herretes y el ceñidor de su magnífico traje de raso blanco bordado de oro, traje de teatro, traje de reina, que dejaba desnudos los hombros, el seno y los brazos, con doble falda, ancho, flotante, maravilloso, que aún no había estrenado Dorotea, que aún no había visto nadie.

Jamás se había presentado de tal modo al público, por más que fuesen famosos por su lujo sus trajes y sus joyas é hiciesen que muchos tuviesen lástima del duque de Lerma y la mayor parte envidia.

Aquello lo pagaba España, como ha pagado tantas otras cosas.

Pálida, lenta, dominada por un pensamiento fijo, Dorotea adelantó hasta la mesa; la examinó y luego miró en torno suyo.

– Gracias, Manuel – dijo dirigiendo la palabra de una manera fría al bufón – ; habéis hecho más de lo que yo quería; esto es magnífico.

– Ha costado mucho y se ha trabajado bien – dijo el tío Manolillo con la voz conmovida y sin apartar su mirada ansiosa de Dorotea.

– ¿Qué hora es? – dijo la joven.

– Ya es hora de ir en su busca.

– Pues id; tengo grandes deseos de acabar.

– ¡De acabar! ¡de acabar! ¿y qué ha de acabar?

– Esta agonía que me devora, esta muerte en vida.

– Dorotea, yo necesito saber lo que piensas hacer.

– ¿Qué? – dijo Dorotea sonriendo tristemente – ¡vengarme!

– ¡No, tú no le matarás! – dijo el bufón – ; ¡le amas demasiado! ¡no te atreverás!

– ¿Dónde está el dulce envenenado, Manuel? – dijo Dorotea sin contestar á la observación del tío Manolillo.

– Aquí, en este plato del centro – dijo el bufón estremeciéndose – ; esa pera que tiene un lazo negro y rojo. Pero ¿para qué quieres ese veneno?

– Para un último caso.

– ¿Pero qué último caso es ese?

– Que don Juan no quiera seguirme.

– Mientes; no hay nada preparado para una marcha.

– Pues yo os aseguro, Manuel, que el viaje se hará.

– Me espantas, Dorotea, yo no sé por qué tiemblo, yo, que no tiemblo por nada; yo que no me aterro; tú no eres franca conmigo, Dorotea; y debías serlo… porque yo soy… tu padre… á mí me debes la vida.

– Os lo agradezco, Manuel, os lo agradezco; nada temáis; no sucederá nada; don Juan me debe la vida también.

– Don Juan no te ama.

– Peor para él.

– Doña Clara le tiene loco.

– ¡Oh! ¡doña Clara! aborrezco á mi pesar á esa mujer; porque ella, ella no tiene la culpa de que él la haya amado; hay momentos en que mataría á esa mujer.

– Y eso, eso es lo que debía hacerse; pero no tú… tú no debías matarla; las cuentas con la justicia son malas de ajustar… oye, Dorotea: voy á quitar de ahí esa pera…

Y el bufón tendió su mano hacia el plato.

– Dejadla, dejadla ahí – dijo Dorotea – ; en cuanto á doña Clara, mirad, Manuel: yo quisiera que doña Clara me viera junto á él aquí…

– ¡Oh! – dijo con alegría el bufón – , la traeré.

– Sí; que vea cómo su marido cae á mis pies… porque caerá, Manuel, caerá; no me ama, pero me desea… cuando esté á mi lado algún tiempo, se embriagará en mis ojos, en mi sonrisa, en mis palabras. Quiero… quiero que doña Clara vea que desprecio á ese hombre á quien ama ella… quiero…

– ¡Oh! tú no sabes lo que quieres, y el estado en que te encuentras me espanta… ¿para qué te has engalanado de ese modo? ¿para qué te has puesto tan hermosa como un ángel?.. ¡pobre niña! tu alma, tu corazón, tu vida, es ese hombre, ese hombre que no puede hacerte feliz; el solo hombre á quien has amado; ¡terrible Dios, que has dado al hombre amor y caridad, sangre y lágrimas, y no le has dado poder!.. ¡mañana me pedirás cuenta de lo que yo haya destruído, arrastrado por mi desesperación, y no tendrás en cuenta mi amor hacia esta infeliz, mi rabia al ver que nada puede servirla, mi dolor al mirarla anonadada, muerta, apurando la hiel más amarga que tú has destinado para probar á las criaturas! ¡oh! ¡yo estoy loco! ¡mi cabeza se rompe! ¡mi corazón revienta! ¡Maldito sea ese hombre! ¡maldito! ¡maldito!

Y el tío Manolillo se paseaba iracundo, terrible, á lo largo de la estancia, con ese paso igual, sostenido, terrible del león enjaulado.

Dorotea tenía una mano apoyada en la mesa, en la otra mano apoyada la barba y la mirada fija, profundamente fija, en la pera que tenía el lazo rojo y negro.

Hubo un momento en que se estremeció de pies á cabeza y cerró los ojos.

Luego se pasó la mano por la frente como si hubiera querido arrancarse un pensamiento horrible, y haciendo un poderoso esfuerzo se separó de la mesa á la que parecía retenida por una influencia fatal.

– Don Juan estará esperando – dijo al bufón.

– ¡Oh! ¡no piensas más que en él! – dijo el tío Manolillo sin detenerse en su paseo.

– Sí, sí, es verdad; quiero verle cuanto antes; quiero concluir; id por él.

– ¿Y luego?.. porque supongo que querrás que él entre solo.

– Sí, sí, es verdad; me olvidaba; entradle hasta aquí á obscuras; que no pueda ver la desnudez de esta casa; además, esa obscuridad tendrá para él algo de misterioso, y esta habitación le parecerá mejor. Luego, Manuel, necesito que nadie me escuche; ¿lo entendéis?

– Nadie te escuchará, hija mía – dijo dolorosamente el bufón.

– Luego, así que haya entrado don Juan, vos saldréis de la casa, dejaréis la llave debajo de la puerta y os retiraréis.

 

– ¿Y quién ha de acompañarte cuando hayas concluído?

– El.

– ¡El!

– Sí, él.

– ¡Pero entonces ese veneno!

– No me preguntéis, por Dios, más. Prometedme hacer lo que os he dicho.

– Lo haré; pero no te comprendo.

– Os repito, Manuel, que por caridad no me atormentéis más.

– Una sola palabra. ¿Quieres que traiga aquí á doña Clara?

– No… no… no quiero atormentarla… ella no tiene la culpa… dejad á doña Clara en paz.

– ¿Pero no habías pensado vengarte?..

– Me vengaré, Manuel, pero noblemente. Aborrezco á esa mujer, pero sólo como á una cosa que me hace daño… no quiero ser infame… que nada sepa doña Clara… no hay necesidad, basta con que lo sepa él.

– ¿Pero qué es lo que ha de saber él? – exclamó el tenaz bufón.

Dorotea hizo un movimiento de colérica impaciencia.

– ¿Sois mi señor ó mi amigo? – exclamó – ¿pretenderéis que os diga lo que cuando no os he dicho ya, debíais comprender que no quiero, ó que no puedo deciros?

– Estás loca y es necesario perdonártelo todo, Dorotea. Pero tienes razón; no soy tu señor ni aun tu amigo; soy menos que eso, soy tu esclavo; pero un esclavo que vive para ti y por ti.

Dorotea hizo otro nuevo movimiento de impaciencia.

– Sí, sí, voy… perdóname, porque no sé ni lo que digo ni lo que hago. Voy por don Juan.

Y el bufón salió.

Aquel hombre singular, que sólo vivía por Dorotea, que por Dorotea era capaz de todos los crímenes y de todas las grandezas; de matar y de morir, lloró cuando estuvo fuera de la casa, atravesando entre la obscuridad de la noche las estrechas calles de la villa hacia Puerta de Moros.

Cuando llegó vió paseándose delante de la cruz á un hombre.

Se acercó á él y le dijo:

– ¿Esperáis á una persona?

– Sí.

– ¿Os llamáis don Juan?

– Sí.

– Seguidme, os esperan.

– Guiad.

El bufón tiró adelante; no quería hablar ni una sola palabra más con aquel hombre que hacía tan infeliz á Dorotea, con aquel hombre á quien aborrecía, porque no amaba á la comedianta.

Y así, el tío Manolillo delante y don Juan detrás, llegaron en muy poco espacio á la calle de Don Pedro.

Abrió el bufón la puerta de la casa y se dejó ver un fondo tenebroso.

– No receléis en entrar – dijo el tío Manolillo procurando dar á su acento el tono más amistoso posible – ; venturas os esperan, que no desgracias; el amor os llama, no la traición.

– Adelante – dijo don Juan.

– Seguid mis pasos – dijo el bufón entrando y cerrando la puerta – ; cuidad de que subimos, seguid en derechura, ahora á la izquierda, ahora á la derecha: hemos subido; seguid recto; ahora bien – dijo el bufón deteniéndose – , tras ese tapiz, por cuya abertura se ve luz, os esperan. Adiós.

El bufón se volvió.

Don Juan entró.

Cuando don Juan hubo entrado, el bufón se detuvo.

– No, yo no puedo dejarla sola con ese hombre – dijo – ; ella está fuera de sí; yo no sé lo que intenta; es necesario que yo observe; observaré, comprimiré mis celos… seré capaz de ser testigo de su alegría si se comprenden… y seré capaz de alegrarme. ¡Oh, Dios mío! ¿por qué no soy yo tan hermoso, tan joven y tan gentil como don Juan? ¿ó por qué don Juan no tiene para mi pobre Dorotea el amor que tengo yo?

Y quitándose los zapatos, se acercó silenciosamente al tapiz y se puso en acecho.

CAPÍTULO LXXXIV
EN LO QUE VINIERON Á PARAR LOS AMORES DE DOROTEA Y DON JUAN

Don Juan se asombró al ver el lugar donde le esperaba Dorotea.

Porque aquel salón, dispuesto como se encontraba, era completamente bello y fuertemente voluptuoso.

Dorotea estaba indolentemente reclinada en un sillón junto á la copa, en la que arrojaba de tiempo en tiempo algunos granos de perfume.

Don Juan había ido allí vivamente excitado por el recuerdo de lo que había pasado entre Dorotea y él aquella mañana en la prisión.

A pesar de su amor á doña Clara, Dorotea era un astro bellísimo, que poniéndose entre los dos esposos, producía un eclipse de amor.

Don Juan no veía entonces más que á Dorotea.

Se acercó á ella, y al verla de cerca, sintió una conmoción poderosa, tembló, se deslumbró.

Dorotea le miraba, le sonreía, y le mostraba una hermosísima mano.

De una manera irreflexiva, dominado por la situación, por la magia poderosa que se desprendía de Dorotea, por aquella voluptuosidad concentrada, por decirlo así, don Juan cayó de rodillas, y asió la mano de Dorotea y quiso llevarla á sus labios.

Pero Dorotea la retiró.

– Perdonad, señor mío – le dijo sonriendo – ; pero me hacéis mucho daño, y no tengo valor para que me lastiméis de nuevo; aún siento el dolor horrible del cruel beso que me dísteis esta mañana. Tratadme, pues, con caridad; sentáos y hablemos como dos buenos amigos que se despiden para no volverse á ver.

– ¡Ah, Dorotea! ¿estáis irritada conmigo?

– Irritada no; estoy lastimada y nada más. Pero sentáos.

Don Juan puso el otro sillón que estaba junto á la mesa muy cerca de Dorotea, y se sentó.

Dorotea retiró su sillón.

Don Juan dijo para sí:

– Dejémosla; no la irritemos; me ama, y su amor me ayudara.

Entrambos guardaron por un momento silencio.

Dorotea miraba de una manera ansiosa, enamorada, dulce, á don Juan; le transmitía su alma entera, y con su alma todos los embriagadores sentimientos de que su alma estaba llena; y como si en aquella mirada le transmitiera también su vida, Dorotea se ponía más pálida, se espiritualizaba más y más, se hacía irresistible.

–¿Cuándo os vais? – le dijo Dorotea.

– Nunca – respondió el joven – ; me quedo con vos.

– ¡Conmigo! ¿sabéis si yo quiero que os quedéis?

– ¡Oh, vos me amáis!

– Es cierto que os amo, que mi alma toda entera es vuestra.

– ¿No más que el alma?

– No más.

– ¿Es decir, que pretenderéis que apuremos una vida desesperada?

– ¡Desesperada! ¿y por qué?

– Un deseo voraz que crecerá con el tiempo; un deseo contrariado; un volcán comprimido…

– ¿Y qué queréis? no somos libres: no nos pertenecemos.

– Tratándose de vos, yo soy enteramente libre.

– Pertenecéis á doña Clara.

– Decidme… apartáos de ella… no es necesario que me lo digáis…

– Yo no os diré eso jamás.

– Harélo yo… os seguiré.

– No me seguiréis… os lo juro.

– ¿Y por qué?

– Porque no debéis seguirme.

– No me habléis de deber, cuando se trata de amaros… ¿no os debo la vida?

– Me debéis la voluntad… si yo he podido salvaros, ese poder no añade ni un quilate más á la voluntad; esa misma voluntad de salvaros la ha tenido doña Clara.

– Vos sois más hermosa… vuestro amor más ardiente.

– Ya que os amo, don Juan, no procuréis perder mi aprecio.

– ¡Vuestro aprecio!

– Sí por cierto. No me demostréis que el amor en vos es un devaneo; que al verme joven, hermosa, engalanada, enamorada, os olvidáis de otra mujer que es más hermosa que yo, y que si no os ama más que yo, os da á lo menos un amor más puro; hablemos como dos amigos, don Juan, y desengañáos; si yo aceptase esa promesa que me habéis hecho en un momento de embriaguez, seríais mío durante ocho días; pero á los ocho días veríais á doña Clara, porque doña Clara os buscaría, os embriagaría, con su dolor y con su amor, como ahora os embriago yo, y os iríais con ella; pero habiéndola lastimado, habiendo turbado su alma con un recuerdo que no perdería nunca. No hagamos infeliz á esa señora, ya que nosotros no podamos ser felices.

– Será esta una lucha que durará mientras vivamos; hay en vos, Dorotea, una fuerza tal para conmigo, que me siento arrastrado; vuestro amor es un amor tal que me enloquece; os miro, y paréceme que no sois una criatura mortal; para una fría despedida yo no hubiera venido, os lo aseguro, y os aseguro también, que si no alcanzo completamente vuestro amor, vuestra confianza, vuestra alegría, vuestra posesión… mirad, Dorotea, estoy embriagado, loco; no me desesperéis hasta el punto de que ponga á prueba vuestro amor.

– ¿Y cómo le pondríais á prueba?

– Perdonad; pero al sólo pensamiento de perderos, pasan por mí horribles tentaciones.

– No… no moriréis… – dijo Dorotea extendiendo hacia don Juan una mano y dejándosela besar.

Dorotea sufrió sin alterarse, sin estremecerse, los apasionados besos de que don Juan cubrió su mano.

– Basta de locuras, don Juan – dijo Dorotea – ; os he llamado para cenar con vos antes de separarnos para siempre.

– ¡Separarnos! pero eso no puede ser.

– ¿No veis que estoy vestida de una manera particular?

– Eso es, Dorotea, que os habéis propuesto demostrarme que sois más blanca que las perlas, que vuestros ojos brillan más que los diamantes, que vuestra hermosura domina á todas las riquezas.

– No, no por cierto, don Juan; es que me he vestido de boda.

– ¡Ah! ¡para casaros conmigo!

– No, porque vos sois casado. El esposo que he elegido, será enteramente mío, y yo seré enteramente suya; nada alterará la paz de nuestra unión; nadie podrá separarnos; fiel yo para él, él será fiel para mí, y ningún pensamiento, ningún recuerdo ajeno empañará nuestra unión.

– ¿Es decir, que me olvidaréis?

– Sí.

– No os creo.

– Cuando sepáis con quien me caso, lo creeréis.

– ¿Habláis formalmente, Dorotea?

– ¡Oh! ¡sí!

– ¿Y quién es ese afortunado esposo? Me estáis atormentando, Dorotea.

– Os juro que no tendréis celos del esposo que he elegido.

– ¿Vais á meteros á monja?

– ¡Llevar yo á Dios un corazón lleno del amor impuro de un hombre! ¡No, don Juan! no soy tan impía. Podrá faltarme valor para el martirio, podré ser criminal, podré llamar, arrastrada por mi desdicha, la justicia de Dios sobre mi cabeza; pero no cometeré un sacrilegio, ¡no, no tomaré á Dios por esposo, amando á un hombre! ¡otro es el esposo que he elegido, don Juan!

– No os comprendo, y quisiera comprenderos; hay algo en vuestros ojos, en vuestro semblante, en vuestra sonrisa, en vuestras palabras, que me espanta. Encuentro en vos no sé qué calma fría, horrible.

– Sí, el resultado de una decisión irrevocable.

– Pero explicáos. ¿No os inspiro yo confianza?

– Sí, mucha, muchísima; ¡Dios mío! vos lo sois todo para mí; sin vos no quiero nada… sin vos… sin vos, la vida es para mí una carga insoportable. Pero cenemos, don Juan, cenemos.

– Si vos cenáis – dijo sonriendo don Juan – , cenaré yo.

– Tenéis razón; más fácil sería que una gota de agua horadase una roca, que el que yo pudiese pasar un solo bocado. Tengo el cuerpo y el alma, el corazón y los sentidos, llenos de vos; nada veo más que vos, nada respiro más que el amor que siento por vos.

– ¿Y á qué entonces esa extraña mentira?

– ¿Qué mentira?

– La de vuestro casamiento.

– Quisiera que no fuese una horrible verdad.

– Os repito que no os comprendo.

– Dentro de poco me comprenderéis.

– ¿Y me amáis?

– Como no creo que haya amado nadie; con un amor voluntarioso, ciego. Suponed, don Juan, un pobre náufrago que flota sobre una débil barca, sobre un mar siempre irritado, que ve al fin, cuando ya ha perdido la esperanza, una ribera fresca, hermosa, odorífera, que le llama, que le convida; suponed que el náufrago ha tocado á esa ribera, que se ha creído salvado, y que una nueva ola le ha arrastrado de nuevo, le ha apartado de aquella ribera amada, hasta que la ha perdido de vista. El náufrago, acostumbrado antes á la tempestad, sostenido por su débil esquife, se adormía al bramar de las olas, le era indiferente que éstas le llevasen acá ó allá, estaba seguro de que un día le tragaría el mar, y estaba resignado. Yo, antes de veros, era ese náufrago; el mundo, el mar tempestuoso en que flotaba á la ventura el esquife, que me sostenía, mi ingenio como cómica, mi belleza como mujer; el día en que una enfermedad me imposibilitase para la escena, ó los años destruyesen mi hermosura, estaba previsto por mí; un hospital era mi destino, sin parientes que me amparasen, sin hijos que cuidasen mi ancianidad; no había amado nunca; no creía en el amor: pero os vi; vos habéis sido para mí la ribera encantada donde pude encontrar la felicidad, el porvenir, acaso la familia, y el mundo, el mundo irritado me ha apartado de vos… bebamos al menos, don Juan, bebamos. La embriaguez es hermana de la locura, y yo estoy loca.

Dorotea se levantó y llenó dos copas.

Luego vino con una salvilla, y sirvió una copa á don Juan.

– Por mi amor – dijo don Juan bebiendo.

– Por mi vida – dijo bebiendo también Dorotea.

Y dejó la salvilla con las dos copas vacías sobre la mesa, y volvió á sentarse en el sillón.

 

Don Juan acercó el suyo.

Por aquella vez Dorotea no se retiró.

Don Juan rodeó la cintura de Dorotea.

Dorotea se alzó radiante de dignidad.

– La mujer que ama no es la impura cortesana, la torpe comedianta que vendía sus favores – dijo – ; respetadme, don Juan, respetad en mí lo más noble que Dios ha dado á sus criaturas: el amor y la pureza del alma.

Don Juan se retiró, no confundido, sino enojado.

Dorotea, pensativa y triste, guardó silencio.

– Dorotea – dijo al fin don Juan – , ¿queréis que hablemos seriamente?

– ¿Pues qué, don Juan, creéis que yo me chanceo?

– Quiero decir, que hablemos sin locuras; con arreglo á la situación en que estamos colocados.

– Hablemos.

– ¿No hay un medio de unirnos?

– Ninguno.

– ¿Ni aun de que vivamos como dos hermanos?

– Ya habéis dicho que hablemos con juicio, y es una locura pensar que puedan amarse como hermanos un hombre como vos y una mujer como yo.

– Vivamos como amantes.

– ¡Como amantes! ¿pues qué, no os vais de Madrid?

– Sí por cierto; pero por el mismo camino que yo me vaya podéis ir vos.

– Y bien; suponiendo que yo consienta…

Y Dorotea miraba de una manera ansiosa á don Juan.

– Escucha, alma de mi alma – la dijo don Juan – ; una casita bella, apartada, donde yo vaya á verte de noche; un jardín solitario, donde sólo el firmamento estrellado sea testigo de nuestra dicha; un amor eterno, embellecido por el deseo y por el misterio; hermosos hijos en quienes veas reproducido tu amor; una vida tranquila; sin celos…

– ¡Sin celos!..

– ¡Qué amante puede tenerlos de una esposa!

– ¡Ay de mí! – exclamó Dorotea oprimiéndose el pecho.

– ¡Bebamos, luz de mi alma! – dijo don Juan, y se levantó y llenó las copas y las trajo en la salvilla, y se arrodilló sonriendo para que Dorotea tomase la suya.

Dorotea se inclinó para levantar á don Juan.

Los rizos perfumados de la joven tocaron las mejillas de don Juan y sus ojos se sintieron atraídos por la mirada dulce, apasionada, saturada de amor y de deseo del joven.

Aquellos dos semblantes se unieron y resonó el estallido de un doble beso.

Y entonces el bufón se separó del tapiz, se alejó y dijo bajando las escaleras:

– ¡Oh! ¡gracias á Dios! el veneno es inútil: el veneno no matará á nadie. Pero es preciso… sí… sí… es preciso que doña Clara se separe de don Juan; es preciso que don Juan sea de Dorotea y sólo de Dorotea; es preciso que doña Clara los vea aquí juntos, enamorándose, acariciándose, embriagados de amor.

Y el bufón bajó silenciosamente las escaleras, se puso los zapatos, abrió la puerta, salió, cerró y se encaminó al alcázar en busca de doña Clara.

Don Juan y Dorotea, sin embargo, no habían cambiado de situación: tras aquel beso irreflexivo, fatal, por decirlo así, Dorotea se había rehecho de nuevo.

– Sentáos, don Juan – le dijo – , y hablemos por último con seriedad; hemos vuelto á caer en las locuras. Tenéis sobre mí un poder maravilloso: ya lo sabía yo, y me he prevenido; lo que me habéis propuesto es imposible.

– ¡Imposible!

– Sí; yo no puedo partir mi amor con otra mujer; yo no puedo deciros tampoco, y no os diré: abandonad á vuestra esposa; os debéis al gran nombre que lleváis, y no podéis deshonrarle; aunque queráis yo no permitiré que le deshonréis por mí. Veámonos por la última vez.. y tened mucho valor si me amáis.

– ¿Qué queréis decirme con esas palabras?

– Que cuando salgáis de aquí llevaréis de mí tal recuerdo, que no me olvidaréis jamás.

– ¿Qué misterio tan incomprensible es este que os arranca de mis brazos, que os defiende de mí, que me desespera, que me mata?..

– Mi amor.

– Extraño amor que se complace en despedazarme.

– Amor desdichado, muerto apenas nacido.

– Dorotea, no me obliguéis á ser villano.

– Conmigo no podéis ser más que lo que sois.

– Un hombre burlado, por no sé qué intención que no comprendo.

– ¡Ah! no hay ningún hombre que merezca el amor de una mujer; no hay ninguno que comprenda el alma de una mujer.

Don Juan calló confundido.

– Oye, don Juan – dijo Dorotea asiéndole las manos con acento triste y con los ojos arrasados de lágrimas – : yo no comprendo el amor como tú le comprendes; para mí el amor no es el deleite impuro, ni la vanidad, ni la embriaguez, ni el entretenimiento; para mí el amor es más, mucho más; tiene algo de divino; para mí el amor es ser el pensamiento entero de un hombre, el espíritu poderoso que le engrandezca, que le impulse á las grandes acciones; grandezas buscadas para engrandecer la mujer amada, cuando se trata de un hombre como tú, que se llama Girón, que es hijo del gran duque de Osuna, que debe su espada á sus abuelos y á su patria, y el corazón á una mujer; yo no te pido eso que puede y debe pedirte tu esposa; yo quiero tu grandeza para que refleje sobre mi frente; yo no puedo ser para ti más que la amante oculta y misteriosa, que te sonría apartada de la vista del mundo; mis hijos no pueden llevar tu nombre, porque… tu nombre pertenece entero á los hijos de la mujer con quien te has unido: yo sólo puedo ser para ti un sueño embriagador durante algún tiempo; después… después, cuando hasta el misterio hubiera perdido para ti su encanto, yo sería una carga para ti..

– ¡Una carga!

– Sí, una carga enojosa.

– ¿Crees tú que yo reparé jamás en…?

Don Juan se detuvo, porque lo que iba á decir era inconveniente.

Pero Dorotea oyó con el alma las palabras que don Juan no había pronunciado; las oyó dentro de su corazón.

– No; no hablo yo de esa carga material que consiste en atender á las necesidades materiales de una mujer; entre nosotros no puede haber eso; el dinero hace daño al amor; yo cómica, yo cortesana, no he pertenecido á un amante sino á trueque de un tesoro; yo, mujer, no doy mi corazón sino por otro corazón; de otra carga más pesada he querido hablarte: de la carga que consiste en tener que sacrificar algún tiempo todos los días á una mujer á quien no se ama, á quien nunca se ha amado, por quien sólo se ha sentido deseo y por la cual al fin ni deseo se siente, y á la que se sigue fingiendo amor por compasión; carga que acaba por hacerse insoportable, porque el sacrificio más pequeño se hace insoportable cuando es continuo; yo sería dentro de poco una carga para ti y después un remordimiento, porque me abandonaríais…

– Te he dejado seguir porque quería saber á dónde ibas á parar. ¡Que yo no te amo!

– Ahora… ahora, don Juan, te crees enamorado de mi, y lo estás; estás loco…

– No vivo más que para ti.

– Es necesario que vivas para los demás; no eres dueño de ti mismo.

– ¿De modo, que yo que ansiaba que llegase el momento de ver á mi libertadora, me encuentro con una especie de hermosísimo fraile que me predica un sermón de cuaresma? Esto no puede ser. Yo… te amaba como dices, con el deseo antes de hoy: te amé de ese modo desde el punto en que te vi… Pero desde hoy, Dorotea, te amo con un amor que no puede confundirse con nada, porque tu amor me ha obligado á amarte; tú me has procurado la libertad, y con la libertad la vida, no sé á precio de qué sacrificio; has podido satisfacer tus celos, vengarlos, diciendo á mi mujer: «tú, su esposa; tú, la dama hermosísima, noble, rica, favorita de la reina, no has podido salvarle; y yo, la cómica, yo, su querida, le he salvado»; y tú no has hecho eso, Dorotea; tú has sufrido tu despecho, tu desesperación, y has hecho llegar por las manos del rey á mi mujer la orden que me ponía en libertad; tú sabías que yo libre había de partir de Madrid y, sin embargo, la libertad me has dado; ¿cómo quieres que no te ame, á no ser que creas que soy un miserable? Y si soy un miserable, ¿por qué me amas?

– ¡Don Juan! – exclamó Dorotea con la voz trémula, ardiente, opaca, y la mirada ansiosa, fija, concentrada en los ojos del joven – ; ¡don Juan! ¡mira no mientas involuntariamente!

– No, no; te amo – dijo don Juan estrechándola contra su seno.

Dorotea pugnó por desasirse.

– Sólo á ti amo – murmuró el joven en su oído.

Dorotea rompió á llorar.

– Por ti y para ti viviré – continuó el joven – , y escucha: mi vida es tuya; ¿para qué quiero yo un nombre que me aparta de ti? Renuncio á ese nombre, me separo de la mujer que nos impide unirnos, saldré de Madrid, pero saldré contigo, todo por ti y para ti.

– ¡Separarte de doña Clara! – dijo Dorotea levantando de sobre el hombro de don Juan la cabeza y apartando con las dos manos los rizos que se habían desordenado sobre su frente, pálida y tersa – . ¡Ser mío, únicamente mío! ¡Salir de esta casa en que había entrado muerta, contigo, llena de una vida hermosa! ¡Oh! ¡repítemelo, repítemelo! ¡creo que me he engañado! ¡que tú no has dicho eso!