Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPÍTULO LXXX
DE CÓMO EL INTERÉS AJENO INFLUYÓ EN LA SITUACIÓN DE QUEVEDO

No sabemos cuánto tiempo hubiera estado nuestro buen ingenio preso por los pies en el lodo pegajoso, y maldiciendo de su suerte, y del amor, y de las mujeres, y de los hijos bastardos y del mundo entero, y si acaso hubiera perecido, á no ser por un incidente imprevisto para él.

Y decimos si acaso hubiera perecido, porque el incendio había progresado con una voracidad tal, que las llamas salían en turbiones rugidores por las rejas de la cámara de la condesa de Lemos, al poco tiempo de estar enclavado Quevedo en el fango y los escombros, que no debían tardar en caer, debían caer sobre él inflamados.

Al resplandor de estas llamas, Quevedo vió un hombre embozado que se deslizaba junto al muro del edificio, sobre un terreno que no habían podido reblandecer las lluvias por estar cubierto por los anchos aleros.

– ¿Quién será éste – dijo Quevedo – que adelanta y me mira? ¿estaría cercada la casa? pues si es así, á lo menos con éste me quedo.

Y sacando de su cinto uno de los pistoletes, le armó y apuntó.

– ¡Eh! ¡vive Dios! ¡don Francisco! – dijo deteniéndose de repente el embozado que adelantaba – ; ¿así queréis tratar á quien viene á salvaros?

– ¡Ah! ¡por mis pecados! ¿conque eres tú, Francisco de Juara? – dijo todo admirado Quevedo – . ¡Milagro patente que tú hagas una buena acción!

– Me conviene. Os tengo cogida una palabra.

– Cógeme primero á mí, y sácame de este atollo.

– A eso vengo, y por vos esperaba. Allá va la punta de mi capa, que si yo me meto me atollo también y somos dos pájaros en vez de uno.

– Paréceme bien la idea y agárrome á ella – dijo Quevedo agarrándose á la punta de la capa que le había echado el matón.

Tiró éste, y crujiendo costuras, abriéndose telas, y con gran trabajo, logró verse al fin en firme Quevedo, pero con una arroba de tierra en cada pierna y perdidos los zapatos.

– Descalzádome has, condesa – dijo Quevedo – , pero fuego te dejo; agarrado por los pies me has tenido, pero no por la cabeza; libre me veo y de ti me escapo; no creía tanto; pero días pasan y días vienen, y tal vez llegue alguno en que vuelva á pedirte lo que de mí contigo se queda. ¿Y á dónde vamos en esta guisa? – añadió Quevedo.

– Al camino, donde en un ventorrillo tengo preparado para vos un caballo.

– ¿Está muy lejos ese ventorrillo?

– Como un tiro de arcabuz.

– ¿Sabes que, sin ofensa, no me fío de ti, Juara?

– Hacéis bien en no fiaros, porque no soy hombre de fiar; pero hoy me confieso vuestro.

– Pues echa delante, que mejor quiero ver si eres gallardo, que no que tú me veas las espaldas.

– No me quejo, y delante echo.

– Vóime fiando de ti, porque te tengo fiado.

– Dentro de poco fiaréis más.

– Paréceme que suena gritería en la quinta.

– Sin duda vienen á apagar el fuego.

– Pues andemos de prisa, si es que yo puedo.

– Ya no dan con nosotros; está muy lejos y por aquí hace obscuro.

– Pues silencio, no nos sientan.

Siguieron caminando en silencio.

Poco después estaban sobre el camino, y al cabo entraron en un ventorrillo.

– Ahora – dijo Juan – , lo que importa es que vuesa merced se mude de medias y se ponga zapatos.

– ¿Y con qué, voto á Baco? – dijo Quevedo.

– Con mis zapatos y con mis medias.

– Paréceme bien – dijo Quevedo echándose fuera las calzas enlodadas – , pues digo que el enclavamiento fué donoso.

– A él debéis la vida, que si la tierra no está blanda, os estrelláis.

– ¿Y tú qué vas á ponerte?

– Las medias y los zapatos del ventero.

– ¡Ah! pues… sí… bien… y á Madrid á escape.

– Como gustéis.

– Pues en marcha – dijo Quevedo – , ya estoy listo.

– Esperad, esperad un momento á que yo esté listo también. Quiero daros resguardo, la noche es obscura y mala y no sabemos lo que os puede acontecer de aquí á Madrid, que hay media legua larga.

Y Juara entre tanto se ponía apresuradamente unas medias y unos zapatos que le había dado el ventero.

– Saca los caballos – dijo á este último Juara – , y toma un ducado.

El ventero tomó la moneda y sacó dos caballos.

Quevedo y Juara montaron y se encaminaron á Madrid.

– ¡Oh! ¡y cómo arde la quinta! – dijo Juara – no entráis en parte donde no hagáis daño.

En efecto, la quinta del conde de Lemos era una hoguera.

– Oblíganme – dijo Quevedo – , malo me hacen culpas ajenas; la maldición me sigue; pero pica, Juara, pica, que me importa llegar á Madrid cuanto antes. Pero calla, que oigo los cuartos de un reloj da la villa que nos trae el viento.

– ¡Las nueve! – dijo Juara.

– Pues pica largo, y gracias que aún están abiertas las puertas; enderecemos á la de Segovia.

– Me place; que así podremos dejar en el mesón del Bizco los caballos.

– A caballo iré yo hasta el alcázar, que así llegaré más pronto.

– Como queráis.

– Recuerdo que me has dicho al sacarme de mi atolladero que me tenías cogida una palabra.

– Sí por cierto: á prima noche, cuando os libré de los alguaciles que os llevaban á Segovia, para entregaros á cierta dama, me ofrecísteis si os soltaba dinero y una compañía en los tercios de Nápoles. Yo dije para mí: ahora no puedo soltar á don Francisco, porque la condesa de Lemos no me lo perdonaría nunca, y es demasiado persona la condesa para que yo no la tema; pero después que yo haya entregado á don Francisco, es distinto. En efecto, apenas entrásteis en el coche, dije á aquel criado de la condesa, amigo mío, si sabía á dónde os llevaban y aun tuve que darle algún dinero para que cantase; entonces me dijo: yo no sé á dónde irá la condesa con ese caballero; nadie sabe una palabra; pero he oído allá en la casa que se había mandado arreglar la cámara de la señora en la quinta que tiene el señor junto al río.

– Bueno – dije para mí – ; ya sabemos algo; y despidiéndome de mi compadre, me metí en Madrid y me fuí en derechura á casa del conde de Lemos. Yo esperaba que habiéndole sido levantado el destierro á su excelencia, y estando cerca, hubiese llegado á Madrid, y no me engañé. El conde de Lemos había llegado al obscurecer, y no encontrando á la condesa en su casa, se había ido á la del duque de Lerma; entonces, me metí en la primera taberna que encontré, escribí una carta al conde avisándole de que su esposa se solazaba en aquellos momentos con un galán en la quinta del río, llevé la carta á casa del duque de Lerma, la entregué con un doblón á un criado para tener seguridad de que la carta había llegado á manos del conde, y sin esperar la respuesta, que no era para esperada, fuíme de allí al mesón del Bizco, alquilé dos caballos, y por lo que pudiera tronar me fuí á rondar la quinta. – Ya veis que si no es por mí no escapáis, y que he ganado bien todo el dinero que queráis darme, y á más mi compañía de los tercios de Nápoles.

– Rico serás y capitán, Juara, y perdónenme los soldados á quienes en ti tal capitán he de darles.

– Tendrán en mí una cabeza valiente.

– No lo dudo; ni tampoco de que les darás buen ejemplo; pero llegamos á la puerta de Segovia: adentro, y torzamos hacia el alcázar.

Arremetieron los dos jinetes por la puerta, y poco después Quevedo, echando pie á tierra en la puerta de las Meninas, dijo á Juara dándole las bridas:

– Desde ahora estás á mi servicio.

– Muy bien, don Francisco, y me alegro.

– Despídete de las gentes de que tengas que despedirte, porque esta misma noche marchamos á Nápoles.

– Todos los cuidados los llevo conmigo.

– Bien; busca un buen coche de camino, ajústalo para Barcelona y llévalo al mesón del Bizco.

– Muy bien.

– Después busca diez hombres bravos, con sus caballos, armados á la jineta y con arcabuces, que no están los caminos muy buenos para ir desprevenidos.

– ¿Y dinero para todo eso?

– Ya se te dará.

– ¿Y para cuándo ha de estar todo preparado?

– Para las doce de la noche.

– Estará.

– Pues adiós, que me importa no perder tiempo.

– Quede vuesa merced con Dios.

Juara se alejó, y Quevedo se metió en el alcázar y se encaminó en derechura á la habitación de doña Clara Soldevilla.

CAPÍTULO LXXXI
DE CÓMO QUEVEDO SE ASUSTA MÁS DE SABER QUE DON JUAN ESTÁ EN LIBERTAD, QUE SI HUBIERA SABIDO QUE ESTABA PRESO

Doña Clara se ocupaba en arreglar su equipaje, cuando entró en su cuarto Quevedo.

La joven le recibió con alegría.

– Pláceme – la dijo Quevedo – , encontraros tan bien entretenida…

– Sí; he llegado á cobrar miedo á la corte.

– Y habéis hecho bien en asustaros, porque Madrid es un almacén de peligros; ¿conque nos vamos?

– Sí por cierto; sólo necesitábamos saber de vos para marchar, pero esperábamos saberlo pronto, aunque no se os ha encontrado cuando se os ha buscado.

– Tened á milagro el verme, porque á punto he estado de perdido.

– ¿Qué os ha pasado?

– Cosas que solo por mí pasan; preso me han tenido, pero suelto me veo.

– Don Juan también ha estado preso.

– Lo esperaba, lo temía; pero vos le habréis soltado.

– No por cierto; el rey no quiso oírme, ni la reina ha conseguido nada; pero al fin, cuando menos lo esperábamos, el rey ha llamado á su majestad y le ha dado el auto de libertad de mi esposo.

– ¡El rey, que se había negado á oíros, y que había desoído á la reina, os ha dado por fin el auto de libertad de don Juan!

– Sí; él y vos habéis sido declarados libres.

– ¡El y yo! ¿y no adivináis quién ha podido alcanzar esa gracia del rey?

– Indudablemente ha sido el duque de Lerma.

– ¡El duque de Lerma! – dijo Quevedo frunciendo el entrecejo y poniéndose pálido – ; el duque de Lerma no hace nada de balde.

 

Pero recobrando su expresión impenetrable, añadió:

– Sin duda el duque de Lerma, después de haber meditado, ha conocido que le conviene estar bien con don Juan y conmigo. Dios se lo pague á su excelencia, aunque por su conveniencia lo haya hecho. Y… don Juan, ¿dónde anda que junto á vos no le veo?

– Ha salido – dijo doña Clara fijando su mirada tranquila y profunda en Quevedo – ; ha salido á las ocho sin decirme á dónde iba…

– ¿Y no le habéis preguntado?

– Yo jamás pediré cuentas de nada á mi marido.

– Sois la perla de las mujeres. ¿Pero no ha indicado al menos?..

– Nada, y estoy con sumo cuidado: salió á las ocho, son las nueve y media, él no conoce á nadie en Madrid… como no sea á esa comedianta con quien tuvo amores… pero no hay que pensar en que… yo no quiero pensar en ello.

– Ni hay para qué – dijo Quevedo – ; amores de un día han sido, ó por mejor decir, conocimiento de un día, y aun así conocimiento simple.

– Sin embargo… pudiera suceder… la comedianta no está en su casa.

– ¡Cómo! ¿os habéis metido en averiguar?..

– Sí, don Francisco, sí… he tenido celos… los tengo… no hace ni más ni menos tiempo que me conoce á mí don Juan, que el que hace que conoce á esa mujer, y sin embargo, yo soy su esposa y le amo; ¿tendrá algo de extraño que esa mujer, que le ama también, sea su amante?

– ¡Blasfemia! ¡suposición negra que sólo puede engendrar los celos, que con llamarse celos está dicho que son locos! vos no debíais haber llegado hasta el punto de informaros de lo que pasa en la casa de esa mujer.

– Tengo el presentimiento de que mi marido está con ella.

– ¿Pero no sabéis nada de cierto?

– No; Juana, mi doncella, fué á buscar á la comedianta con un pretexto: con el de venderla muy baratas unas ricas alhajas. Sin embargo, esa mujer no estaba en casa… es decir, no recibía á nadie.

– Seguid, seguid haciendo vuestro equipaje, señora, que hemos de marchar esta misma noche; entre tanto descuidad, que yo he de traeros antes de media hora á don Juan.

Y Quevedo, saludando á doña Clara y evitando prolongar la conversación, salió, porque le tardaba saber lo que hubiese de cierto en el negocio.

– Y es muy posible – decía encaminándose hacia la casa de la Dorotea, bajo la tenaz lluvia que no cesaba un momento – ; es muy posible que los celos de doña Clara sean verdades; se prende á don Juan, no bastan las lágrimas de una mujer como doña Clara para que le suelten, ni aprovechan para nada las súplicas de la reina. Después y de motu proprio, el rey nos pone en libertad. Veo detrás del rey á Lerma, detrás de Lerma al bufón, y detrás del bufón á la Dorotea. ¿Quién había de haber creído que esa muchacha era capaz de un amor tal? ¡pecador de mí! de modo que si le sucede una desgracia por su conocimiento con Dorotea, yo, que le hice trabar conocimiento con ella, soy la causa de esa desgracia. Y como doña Clara, yo tengo también un presentimiento. ¡Dios quiera que quede en imaginación y en miedo, que tal podría suceder, que no lo olvidásemos en mucho tiempo!

Y don Francisco apretó cuanto pudo el paso, y llegó al fin casa de la Dorotea.

Llamó con la misma desenvoltura que si á la puerta de su casa hubiera llamado.

Pedro contestó desde arriba.

Quevedo intimó que le abriesen.

Pedro replicó que su señora no estaba en casa.

Hubo de terciar Casilda, que conocedora de la confianza que su ama dispensaba á Quevedo, no tuvo inconveniente en abrir.

– Entrad y os convenceréis – le dijo – : si queréis esperar á la señora, esperadla.

– Dejadme, sin embargo, subir, hija.

– Subid enhorabuena.

Quevedo subió, y con su audacia acostumbrada, lo registró todo, hasta la alcoba.

– Pues es verdad – dijo.

– ¡Qué! ¿había creído vuesa merced que le engañábamos? – dijo Casilda.

– Todo pudiera ser. Pero veamos si me decís también ahora la verdad.

– Veamos – dijo Casilda.

– ¿Dónde está tu señora?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes?

– Ha venido por ella el bufón del rey y se la ha llevado en una silla de manos.

– Tú sabes dónde está tu señora – dijo Quevedo encarándose de repente á Pedro.

– ¡Yo!

– Sí, tú: te estás rascando una oreja.

– Porque me pica.

– No, sino como diciendo para ti: si yo quisiera podría decir dónde está mi señora.

– No; no, señor, yo no lo sé.

– ¿A dónde has ido con un recado de tu señora? – dijo á bulto Quevedo, pero con un acento tal de seguridad y una mirada tan profunda, tan dominadora, que Pedro se turbó.

– ¡Pero don Francisco!.. – dijo Casilda.

Quevedo no la dejó continuar.

– Vendrá la justicia, y se sabrá todo – dijo – , y os llevarán á la cárcel y… lo pasaréis mal… porque no sabéis de lo que se trata.

– ¿Pues de qué se trata?

– ¿Por qué nos han de llevar á la cárcel? – dijeron á un mismo tiempo los dos domésticos.

– Por encubridores.

– Nosotros no encubrimos nada – dijo Casilda.

– Yo no sé nada – añadió Pedro.

– Sabéis demasiado: peor para vosotros si no queréis declarar, porque todavía sería tiempo de impedir un gran crimen.

Quevedo, sin saberlo, decía la verdad.

Los criados de Dorotea se aterraron.

– Yo sólo sé que la señora estaba llorosa, que no ha comido, y que antes de obscurecer se ha vestido como una diosa – dijo Casilda.

– Yo sólo he ido á llevar vajilla de plata y copas y botellas de cristal á una casa de la calle de Don Pedro.

– ¡Vajilla! ¡copas! ¡botellas! ¿y dónde?.. ¿hacia dónde de la calle de Don Pedro está esa casa?

– Hace esquina á la calle de la Flor.

Quevedo no esperó á saber más.

Una intuición poderosa le decía que habiendo salido Dorotea en silla de manos, vestida como una diosa, según el dicho de Casilda, no podía haber ido á otra parte que á aquella casa á donde Pedro había llevado vajillas de plata y de cristal.

Allí donde estuviese Dorotea, allí debía estar don Juan.

Y aquella cita fuera de la casa de la comedianta, entre ésta y el bastardo de Osuna, en que intervenía el tío Manolillo, asustaba á Quevedo.

Por la primera vez de su vida procuró correr.

No pudo; pero por la primera vez de su vida, á pesar de la defectuosa configuración de sus pies y de sus piernas, anduvo de prisa.

La calle á donde se encaminaba estaba cerca de un extremo de Madrid.

CAPÍTULO LXXXII
EN QUE EL TÍO MANOLILLO SIGUE SIRVIENDO DE UNA NEGRA MANERA Á DOROTEA

Apenas había salido Quevedo del cuarto de doña Clara Soldevilla, cuando uno de sus criados la anunció que el bufón del rey quería hablarla.

En otras circunstancias doña Clara se hubiera negado á recibir al tío Manolillo; pero el tío Manolillo era una persona allegada á la comedianta Dorotea, á aquella mujer que la hacía probar la amargura mayor que puede probar una mujer: sentirse herida en su amor, en su orgullo, en su dignidad; doña Clara, pues, mandó que introdujesen al tío Manolillo.

Entró lentamente el bufón, abarcando en una mirada sombría el aposento.

Sus ojos estaban encarnados, parecían arrojar el fuego de una calentura horrible, y su pecho de gigante se alzaba y se deprimía á impulsos de una respiración poderosa, que se exhalaba por su boca entreabierta y seca, produciendo un silbido ronco y débil, á veces un ruido semejante al de un hervor fatigoso; de tiempo en tiempo, á lo largo de los cortos miembros del tío Manolillo, corría una convulsión rápida, fuerte, instantánea.

Detúvose en medio de la estancia, y dijo con una voz sepulcral, terrible, que estremeció á doña Clara:

– ¡Estáis preparando vuestra marcha! ¡quedáos! ¡pensáis iros!.. ¡iros… y con él! ¿para qué queréis partir ya, si él se quedará aquí?

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles, incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturienta del bufón, con toda la expresión funesta de odio, de desesperación, de horrible alegría.

– ¿Qué decís? – dijo marcando fuertemente su pregunta doña Clara.

– Digo que sois viuda.

– ¡Viuda! – gritó doña Clara, salvando de un salto la distancia que le separaba del bufón y asiéndole con violencia: ¡viuda habéis dicho!

– Sí, viuda – contestó el bufón desasiéndose de doña Clara con un ligero sacudimiento – ; pero no quiero atormentaros antes de tiempo; podéis daros por viuda porque os lo roban.

– ¡Que me le roban!

– ¡Sí, no volverá!

– Explicáos, ó por mi alma, llamo…

– Y si me prenden, ¿quién llevará á la hermosa doña Clara á que vea por última vez á su hermoso don Juan?

– ¡Está con ella!

– Sí, con Dorotea.

– ¡Mentira!

– Aún tendréis un manto fuera de esos baúles; aún os quedará valor; ese valor que hace pocas noches demostrásteis para salvar á la reina, para venir á salvaros á vos misma; yo os guiaré.

– ¿Dónde están ellos?

– Sí; donde se enamoran, donde enloquecen, como si no hubiera en el mundo más hombre que él, ni más mujer que ella; ¡oh! tembláis de cólera y de celos; yo también tiemblo de celos y de desesperación; mirad, mis ojos arrojan fuego, mi aliento silba, mi cabeza se pierde… porque la amo… la amo… y quiero… quiero venganza.

Doña Clara no le escuchaba.

Buscaba apresuradamente un objeto.

Al fin levantó de entre sus ropas un manto y se envolvió rápidamente en él.

– ¿Decís, Manuel – exclamó con voz concentrada y breve – , que sabéis dónde están juntos ese hombre y esa mujer?

– Sí – dijo el bufón.

– Venid.

Doña Clara abrió con un llavín una puerta de servicio, y seguida por el tío Manolillo, atravesó un espacio obscuro, sin detenerse, sin dudar, como quien conocía perfectamente el sitio, y á obscuras siempre se oyeron sus fuertes pisadas, descendiendo rápidamente por una escalera de caracol.

El bufón, sin vacilar, sin dudar, como ella, la seguía.

Escuchábase sobre el pavimento de mármol el fuerte ruido de sus zapatos guarnecidos de clavos.

Al fin de la escalera se oyó el ruido de una llave en una cerradura; salieron doña Clara y el tío Manolillo, y volvió á cerrarse la puerta.

A la luz de un turbio farol que ardía en aquel lugar, que era el zaguán de la puerta de las Meninas, se vió á doña Clara envolverse completamente en su manto, y al bufón rebujarse en su capilla.

El suizo, que alabarda al brazo paseaba en el zaguán, se detuvo un momento, y al desaparecer, lanzándose en la calle, doña Clara y el bufón volvió á su paseo.

– Llevadme donde están – dijo doña Clara.

– Seguidme – contestó el bufón.

Y tiró adelante.

Doña Clara le seguía con esa rapidez incomprensible de las mujeres cuando andan de prisa.

Si de improviso el ancho arroyo de una calle, causado por la continua lluvia, detenía á doña Clara, el bufón la asía por la cintura, y levantándola como una pluma, á pesar del enorme peso de buena moza de la joven, la ponía al otro lado del arroyo.

Luego él y ella seguían su rápida marcha.

En pocos minutos habían atravesado el barranco de Segovia, y subiendo las pendientes callejas que están al otro lado, llegaron á las vistillas de San Francisco, y entraron en la calle de Don Pedro.

De repente una voz seca, vibrante, particular, dijo con acento de amenaza, viniendo de la dirección opuesta á la que llevaban el tío Manolillo y doña Clara:

– ¡Alto allá! que en noches tan obscuras es bueno evitar tropiezos.

El bufón se detuvo al escuchar aquella voz y retrocedió.

– ¡Quevedo! – exclamó doña Clara.

Y por instinto, en vez de retroceder, avanzó hasta el bulto informe, del cual al parecer había salido la voz.

– ¡Doña Clara! – exclamó Quevedo – , ¿con quién venís?

– Con el tío Manolillo.

– A mis espaldas, á mis espaldas, señora – exclamó Quevedo poniéndose rápidamente delante de doña Clara, terciándose la capa y echando al mismo tiempo al aire las hojas de su daga y su espada.

– ¡Ah! ¡ah! – dijo soltando una horrible carcajada el bufón – ; ¿conque habré de mataros, hermano Quevedo, ya que se me os habéis puesto por medio?

Y acometió hierro en mano á Quevedo.

– Hacéos, hacéos á la pared, doña Clara – dijo Quevedo parando los primeros golpes del tío Manolillo – ; las habemos con un gato garduño, tan ágil de pies como yo quisiera serlo; así, contra esa puerta, ahora no hay miedo. Tío Manolillo, idos, y no me obliguéis á despacharos; ya veis que aunque hace obscuro, mi hierro huele el vuestro, y siempre le sale al encuentro; en verdad que sois diestro, pero más yo… no me fatiguéis demasiado, hermano, no sea que por descansar os mate.

El bufón no hablaba una sola palabra; acometía en silencio, y de tiempo en tiempo salían de su pecho rugidos poderosos, sordos; hálitos abrasadores, con los que parecía querer comunicar á su acero la fuerza de su rabia.

 

– Ved que me canso, tío – repitió Quevedo.

El tío Manolillo redobló su ataque.

– ¡Ah! – dijo Quevedo – ; ¿conque os empeñáis, hermano? pues señor, descansemos.

Y dejó caer un tajo tal y tan formidable sobre el bufón, que apenas recibido cayó el tío Manolillo, como si la tierra le hubiera faltado de debajo de los pies.

Lo primero que hizo Quevedo fué volver la punta de su espada al suelo, apoyarse en su pomo y descansar; el combate había sido corto, pero reñidísimo, duro, formidable; Quevedo se había visto obligado á resistir los golpes tirados por el puño de hierro del bufón, y sudaba, estaba jadeante.

Pero en el mismo punto en que se había apoyado en su espada se irguió y se preparó.

Se escuchaban los pasos precipitados de dos hombres que se acercaban á la carrera.

– ¿Quién va? – dijo Quevedo.

– El cocinero de su majestad – contestó una voz angustiosa.

– ¿Y quién más? – repitió Quevedo.

– Fray Luis de Aliaga – contestó otra voz.

– ¡Ah, bien venido seáis! He aquí, doña Clara, que Dios nos envía amigos.

Pero doña Clara no contestó.

Helósele la sangre á Quevedo.

Temió que, replegado á la pared contra la puerta de una casa, teniendo inmediatamente pegada á sí á las espaldas para protegerla de todo ataque de costado á doña Clara, no la hubiese alcanzado algún golpe del bufón.

– ¡Una luz, una luz! exclamó Quevedo – . ¿No traéis con vosotros una luz para ver lo que ha acontecido á doña Clara?

– ¡Cómo! ¿Está doña Clara con vos? – dijo el padre Aliaga.

– La trajo, no sé para qué, el tío Manolillo; he reñido con él, le he tendido; pero no sé si habrá alcanzado algún golpe á doña Clara.

– ¡Oh, qué de crímenes, qué de desgracias! – exclamó el padre Aliaga – . Pero socorrámosla; ¿dónde está?

– Vamos – dijo Quevedo, que entre tanto había corrido al socorro de doña Clara – ; no es nada, un desmayo; un desmayo que nos viene á las mil maravillas; quedáos vos aquí, padre Aliaga, y esperadnos.

– ¿A dónde vais?

– A llevar á doña Clara á una de estas casas inmediatas. Ayudadme vos, Montiño.

– Dios quiera que pueda; apenas me tengo de pie.

– Os ayudaremos los dos y es más breve – dijo el padre Aliaga.

Y entre los tres cargaron con doña Clara, que estaba sin sentido.

Después de algunos minutos doña Clara estaba recibida en una casa que se abrió al nombre del tribunal del Santo Oficio, pronunciado por el padre Aliaga.

A aquel nombre no había puerta que no se abriera en aquellos tiempos en España.

Y ninguna persona más competente para usar de él que el inquisidor general.

Nadie vió á doña Clara, que fué introducida envuelta en su manto.

En efecto, sólo estaba desmayada.

Aquel rudo combate la había aterrado, porque si bien doña Clara era valiente, su valor era el valor de la mujer.

El cocinero mayor se quedó encerrado con ella.

Pero antes dijo á Quevedo:

– Si habéis matado al tío Manolillo, importa que le quitéis unos papeles que lleva encima y que son muy importantes; pero apresuráos y entrad cuanto antes en la casa á cuya puerta os hemos encontrado, porque en esa casa están de cena la Dorotea y don Juan, y en esa cena hay un plato envenenado.

– ¡Ah! – exclamó Quevedo, y escapó.

Y llegó al lugar donde estaba el bufón y le registró.

Quitóle unos papeles que encontró bajo su ropilla y una llave.

El bufón no se movía.

Quevedo guardó los papeles, se alzó, se volvió á la puerta que estaba tras él, puso la llave en la cerradura y dijo al padre Aliaga que le había seguido:

– Entremos, fray Luis, entremos.

Poco después el fraile y el poeta estaban dentro de la casa, cuya puerta volvió á cerrarse.