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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¿Mi supuesto sobrino?



– Sí, sí; él ha pasado hasta ahora por sobrino vuestro… la Dorotea le ama… le ama con toda su alma…



– Sí; sí, señor.



– Y pudiera suceder también que no sea á don Juan á quien se quiera matar… sino á su mujer… doña Clara de Soldevilla…



– ¡Dios mío!



– ¡Corramos! ¡Corramos y callemos!, que las palabras nos fatigan y retrasan nuestra marcha.



Y siguieron corriendo sin hablar ya, sin escucharse más que de tiempo en tiempo alguna exclamación angustiosa del cocinero.



Y así, sin encontrar á nadie, bajo la lluvia, azotados por el viento, llegaron en muy poco tiempo á la calle de Don Pedro.



Pero al entrar en ella, oyeron dos voces irritadas, ruido de aceros que se chocaban, y á poco un grito de agonía, tras el cual no se volvió á oír el choque del acero.



Montiño se detuvo, pero el padre Aliaga tiró violentamente de él y le arrastró hacia un lugar donde resonaban grandes golpes á la puerta de una casa.



CAPÍTULO LXXIX

DEL MEDIO EXTRAÑO DE QUE SE VALIÓ QUEVEDO PARA SOLTARSE DE LA PRISIÓN EN QUE LE HABÍA PUESTO EL AMOR DE LA CONDESA DE LEMOS

Dejamos al final del capítulo LXXI á Quevedo y á la condesa de Lemos en un magnífico salón de una quinta, y sentados á una mesa admirablemente servida.



El moreno y hermosísimo semblante de la condesa estaba embellecido por el color febril de una excitación extraña; el amor, pero un amor lastimado, ofendido, receloso, entumecía sus ojos fijos en Quevedo.



Su mórbida garganta se hinchaba hasta el punto de que parecía no poderla contener la gargantilla de gruesas perlas, con broche de diamantes, qué la ceñía, y la magnífica cruz que pendía de esta gargantilla, se levantaba y descendía á impulsos de la continua dilatación y compresión del casi desnudo seno de doña Catalina; sus hermosas manos cuajadas de cintillos, y sus brazos que dejaban descubiertos hasta la mitad, entre encajes de Flandes, las anchas mangas de su rico traje de brocado blanco, temblaban al hacer el plato á Quevedo.



Este, por su parte, tenía fija una mirada atónita, ardiente, asombrada en la condesa.



Nunca la había visto, ni aun la había soñado tan hermosa.



Y era porque todo se combinaba aquella noche en la condesa para aumentar su hermosura.



El estado de su alma; su voluntarioso amor por Quevedo; la manera cómo pensando en seducirle, en deslumbrarle, se había ataviado, todo lo cual la hacía resplandeciente, y luego el carácter particular de aquella aventura, en que una mujer enamorada lo arrostraba todo, la deshonra, y acaso la muerte, por el amor de un hombre, daban á la condesa un poderío terrible, tratándose de un hombre tan sensual y tan espiritual á un tiempo como Quevedo, que se sentía halagado por completo en los sentidos, en el alma y en el orgullo por aquella mujer, toda hermosura, toda alma, toda voluptuosidad, toda deseo, para él y sólo por él.



Y además, hasta la vanidad de Quevedo, que también tenía vanidad, estaba halagada, y su buen gusto, que le tenía exquisito, estaba satisfecho.



Todo lo que le rodeaba era magnífico, rico y bello; desde el techo, de madera ensamblada, pintada y dorada, hasta el pavimento, cubierto de una alfombra de terciopelo, las tapicerías, los cuadros, los cortinajes, los muebles, las arañas de cristal de Venecia, los espejos con marcos de plata cincelada, las mesas cargadas de bujerías preciosas, aquella otra mesa con riquísimos manjares servidos en vajilla de oro, y lo que alegraba la malicia de Quevedo, con el escudo de arma cincelado de la casa de Lemos, las viandas exquisitas, los transparentes y límpidos vinos generosos en costosas y raras cristalerías; el fausto, el brillo, la nobleza por todas partes, y en medio de esto, viviendo para él solo, hermosa para él solo, enamorada para él solo, una mujer engalanada con un tesoro de joyas y del alhajas, semejante á un sueño, noble por su cuna, distinguida por su talento, envidiada por hermosa y esquiva, sensible, poética, valiente, obstinada, en lucha con él, todo esto mareaba á Quevedo, le aturdía, le adormecía, le fascinaba.



Y la mirada de la condesa, que continuamente pasaba de los ojos de Quevedo á un bello pórtico dorado y misterioso, á cuyo interior servía de telón una cortina de encajes… Quevedo tuvo necesidad de afirmarse, por decirlo así, en los estribos y acordarse de su porvenir; sobreponerlo en grandeza, en goces, en belleza, á aquel su bellísimo presente, para poder luchar con alguna esperanza de triunfo con la condesa.



Se encontraba en el alcázar mágico de una encantadora.



– Cuando hayamos dado un enorme escándalo – dijo la condesa sirviendo un plato á Quevedo y haciéndole la copa – ; cuando sin temor á nadie ni á nada, seamos yo tuya y tú mío; cuando nuestro nido de amor sea más hermoso y más rico que éste; cuando nos rodee una familia tuya y mía…



– Dios me libre de bastardos.. – dijo Quevedo mascando á dos carrillos y tomando una copa de oro rebosando de vino – . Un bastardo tiene la culpa de que nos suceda lo que no debía sucedernos.



– ¡Qué! ¿te pesa… don Francisco?..



– Pesaríame por ti… ¿pero qué digo, pesarme?.. bebe, Catalina, luz de mis ojos, bebe… embriaguémonos… olvidémonos de todo… pidamos á Dios que disponga como nos conviene de mi señor el conde de Lemos.



– ¡Qué! ¿serías tú capaz?..



– Yo… ¡eh! ¡de qué he de ser yo capaz!.. abriría yo de buena gana, que bien lo merece, el alma torcida del conde, puerta bastante para que se escapase del cuerpo, si no hubiera de perderte…



– ¡Ah! sí… sí… yo estoy loca… tan desesperada estoy, que si tú fueras otro hombre, no sé á dónde me llevaría mi locura; pero si tú fueras capaz de una infamia… yo no te amaría…



– Dios nos libre de espectros como de bastardos… los unos y los otros acaban por pesar mucho… no pensemos en echar peso sobre nuestra conciencia. Pero… ¡no bebes, luz de mis ojos!



– No… me basta con la embriaguez de mi amor, ya que he perdido el corazón no quiero perder la cabeza. Resígnate á ser mío, y no esperes escapar por ningún medio; te tengo, y no te he de soltar tan pronto.



– Hablemos con juicio, Catalina mía.



– ¡Juicio! no sé si lo he tenido alguna vez; pero ahora sólo tengo amor y miedo de que te me vayas.



– No puedo irme; aunque estuviésemos separados, aunque tú, lo que Dios no permita, murieses, yo no me vería libre; tu memoria… la memoria de mi felicidad perdida, de mi corazón muerto…



– ¡Ah! ¡don Francisco! ¡por qué antes no nos comprendimos!



– El hombre es necio é insensato; necesita ver lo suyo en manos de otro para conocer que era suyo lo que le han robado… ¡oh! ¡si yo hubiera sido menos necio! ¡si no hubiera mirado en ti á tu padre!.. porque en fin, ¿qué tiene que ver tu padre contigo? ni tu hermosura, ni tu alma, la has heredado de él; te las ha dado Dios… yo… desde mis primeros años he vivido soñando, y aún sueño… aún sueño…



Las dos últimas palabras de Quevedo fueron sombrías.



Después de pronunciarlas, inclinó la cabeza sobre el pecho, é instantáneamente la levantó, dejando ver en sus enormes y poderosos ojos negros una expresión de soberbia y de blasfemia tales que aterraron á doña Catalina.



– ¡Oh! ¡qué soy yo para ti! – dijo la joven comprendiendo la mirada de Quevedo.



– Tú… ¿qué puedes ser tú, Catalina? Tú puedes ser y eres mi diablo amor.



– ¡Oh! ¡y qué palabras!



– Creo que he nacido maldito, Catalina – continuó Quevedo.



– Tú quieres asustarme.



– No… – respondió Quevedo con voz vibrante – ; las palabras que te digo, se me salen á borbotones del corazón. Escúchame, Catalina: tú eres la única mujer nacida para mí; tú… tú tienes todo lo que yo he soñado en la mujer… ya lo ves, te estoy hablando frío y desnudo como si hablara conmigo mismo. Oye, Catalina, yo necesito dominar, dominarlo todo, porque desprecio todo lo que me rodea, todo menos á ti, que eres mi mujer como yo tu hombre… ¿entiendes?.. hay en mi algo rebelde, algo de Satanás… yo marcho, marcho y sigo marchando sin detenerme, la vista fija en un punto, la cabeza firme en un propósito… ¿por qué te me pones delante de ese propósito? ¿por qué me has obligado á huir, á ofenderte?



Quevedo miraba de hito en hito á doña Catalina, que de hito en hito le miraba también.



Entrambos estaban transfigurados, fuera de sus condiciones ordinarias.



El rostro, la mirada, la actitud de Quevedo eran terribles; no era el mismo hombre que doña Catalina conocía; hasta su lenguaje, aquel lenguaje artificial, tan usado por él, había desaparecido.



Y era que doña Catalina, verdad para él, le arrastraba con su influencia, le llevaba por el camino de la verdad.



– Creo que yo te puedo servir de algo, don Francisco – dijo la condesa dejando su asiento, dando vuelta á la mesa, rodeando con un brazo el cuello de Quevedo y asiendo una de sus manos.



– Ahora de mucho, de todo, Catalina mía – dijo Quevedo, rodeando la cintura de la condesa, que se estremeció.



– Cuenta conmigo.



– Cuidado con lo que ofreces – dijo Quevedo.



– Todo cuanto yo pueda es tuyo.



– ¿La ambición de tu padre?..



– Sí…



– ¿La vida de tu esposo?..



– Sí, y cien veces sí.



Pasó algo terrible, inmenso, doloroso, por el alma de Quevedo, esto es, por sus ojos.



La condesa no vió aquella mirada breve y rápida, pero sombría, que pasó como un relámpago.



Si la hubiera visto se hubiera asustado.



Quevedo empezaba á cobrar miedo á la condesa.



Era demasiado enérgica, demasiado terrible.



Quevedo vió de un golpe que doña Catalina podía ser el obstáculo perenne de su vida.



Tanto amor y tan ciego, y en una mujer tan ardiente y con tanto ingenio como doña Catalina, era respetable; más que respetable, terrible.



Quevedo llegó á temer si había más que amor en doña Catalina hacia él.



Si la ambición la impulsaba á recurrir á él por una poderosa simpatía.

 



Serenó su semblante, y atrayendo á sí con ambas manos la cabeza de la joven, la dijo:



– ¡Oh, y cuan bien que brillaría sobre esta serena y noble frente una corona!



– Sí, una corona de mirto y rosas purpúreas – dijo doña Catalina sonriendo – ; una corona de amor.



Desconcertóse Quevedo; doña Catalina no tenía más ambición que su amor.



Si la ambición de doña Catalina hubiera sido otra, Quevedo hubiera tenido esperanzas de dominarla.



Para con doña Catalina no había otro dominio que el amor, y estaba escarmentada, recelosa.



– Dime, don Francisco – dijo doña Catalina sentándose sobre sus rodillas – : ¿es cierto que tú sueñas grandezas?..



– ¿Yo?..



– ¿Que, porque las sueñas, te sirves de la soberbia y de la locura del duque Osuna?



– El duque de Osuna es mi amigo.



– No; es tu criado.



– ¡Catalina!



– ¿No has pensado nunca en el reino de Nápoles?



Quevedo miró profundamente á la joven.



La joven sonreía de una manera singular.



– ¡Rey! – dijo con acento hueco Quevedo – . ¿Y qué es ser rey?



– Ser esclavo de un favorito – dijo la condesa – ; de modo que si el duque de Osuna, en vez de llamarse virrey, se llamase rey de Nápoles, lo que no sería otra cosa que un reino más perdido para el rey de España, el secretario del virrey sería secretario del rey… ¿y quién sabe?..



– El duque de Lerma ha nacido para equivocarse, y nada más que para equivocarse.



– ¿Y qué tiene que ver mi padre?..



– Tú… no has sido tú quien ha pensado ese desvarío que me supones… lo has oído al duque de Lerma.



– Es que te he adivinado, don Francisco.



– ¡Y bien, qué! ¿Si eso fuera cierto?..



– Entonces una mujer que ocupase un alto lugar en la corte de España, que supiese conspirar, que lo viese todo, que lo oyese todo y que te amase… sería tus pies y tu cabeza; podrías obrar aquí y allá… aprovechar las ocasiones propicias… ¿Crees tú que yo puedo ser esa mujer?



– Sí.



– ¿Crees tú que yo soy capaz de sacrificarlo todo por ti?



– Lo creo.



–¿Crees tú que sería capaz de doblar mi orgullo hasta el punto de ser dama de la duquesa de Osuna, si la duquesa llegase á ser reina?



– Sí.



– Y entonces, ¿por qué quieres destrozarme el corazón, abandonándome?



– Es que yo no te abandono, me ausento.



– Tu ausencia es la muerte de mi esperanza. ¡Dicen que son tan hermosas las napolitanas! ¿No has dejado allí ningún amor, don Francisco?



– No he amado á nadie más que á ti; virgen del alma, me has tenido y no me has dejado alma para otra mujer.



– Pues bien; no nos separaremos.



– Es urgente, necesario, que yo salga de aquí esta noche. No sé lo que ha sido del hijo bastardo del duque de Osuna.



– Yo lo sabré.



– Lo que yo puedo hacer por él no puede hacerlo nadie.



– ¿Es decir, que tienes empeño en salir de aquí?



– Lo necesito, lo arriesgo todo si paso algunas horas sin correr al auxilio de don Juan.



– Pues bien, primero soy yo que nadie; no saldrás.



– Te aborreceré.



– Aunque me aborrezcas; ¿qué me importa, si insistiendo en huir de aquí me pruebas que no me amas? para el hombre que ama, lo primero es la mujer de su amor.



Y doña Catalina se levantó irritada de sobre las rodillas de Quevedo.



– ¿Conque somos decididamente enemigos? – dijo don Francisco.



– Aún hay un medio de entendernos.



– ¿Cuál?



– Entre mis bienes dotales, tengo yo hacienda cerca de Nápoles.



– ¡Oh! pues entonces…



– Si me pruebas que me amas, abandono á España, y con el pretexto de la salud, de mudar de aires, del deseo de ver aquellas posesiones mías, me voy contigo.



– No puedes dudar de mi amor.



– Necesito una prueba.



– ¿Cuál?



– Permanece aquí, deja á mi cuidado el salvar á ese don Juan, y cuando esté en salvo, partiremos juntos.



– A don Juan no puede salvarle nadie más que yo.



La condesa se irritó.



– Y bien – dijo – , tú me desprecias; á nada te avienes; quieres verte libre de mí… quieres burlarme; que se pierda, pues, don Juan; piérdete tú y piérdame yo en buen hora… todo me importa nada.



– Malhaya, amén, la primera mujer que vino al mundo para producir mujeres – exclamó perdida ya la paciencia Quevedo.



– Malditas sean – dijo la condesa – , si han nacido para ser tan desventuradas.



– Ello es necesario, señora, que yo salga de aquí – dijo Quevedo, acabando de perder completamente la paciencia.



– Por lo mismo que tú quieres salir, yo no quiero que salgas, y no saldrás.



– No me obliguéis á cometer una villanía.



– Será necesario que me mates, y nada me importa morir; ¿no te he dicho que estoy desesperada?



– Hasta en amor me persigue la desventura – dijo Quevedo.



– Bien merece ser desventurado, quien no es capaz de amar.



Quevedo se puso á pasear á lo largo de la cámara; la condesa se sentó en un sillón silenciosa y sombría, y quedó profundamente pensativa.



Pasó algún tiempo, durante el que ni ella ni él hablaron una sola palabra.



De improviso se detuvo Quevedo.



– Paréceme que se acerca alguien – dijo.



La condesa se puso sobresaltada de pie.



– Y bien, ¿qué me importa? – dijo dominándose y sentándose de nuevo – ; sea quien quiera, nada me importa.



– Pues no – dijo Quevedo – ; oye, se acercan… llaman.



La condesa volvió á ponerse de pie.



Llamaron por segunda y tercera vez con insistencia, y se oyó una voz de mujer que dijo recatadamente detrás de la puerta:



– ¡Señora! ¡señora! ¡por amor de Dios! ¡oíd, si no queréis que suceda una desdicha!



La condesa se acercó á la puerta.



– ¿Qué sucede, Josefina? – dijo.



– El señor conde de Lemos acaba de llegar á la quinta y pregunta por vuecencia.



– ¡Ah! ¡mi marido! – dijo la condesa.



– ¡Tu marido! ve, Catalina, evítame un desastre; el conde es orgulloso y yo estoy desarmado.



– ¡Desarmado! ¡desarmado no! en aquel retrete hay armas de todas clases, blancas, de fuego… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Espera, Josefina, espera… y tú espera también… Yo te juro que, á pesar de todos los condes y de todos los maridos del mundo, no te me escaparás, no huirás de mi.



Doña Catalina abrió violentamente la puerta y salió.



Quevedo la oyó cruzar por fuera una barra y echar llaves.



– Pues no – dijo Quevedo – , ella es muy capaz de engañar á ese imbécil de don Fernando de Castro, ó lo que es peor, de hacerle consentir en un convenio vergonzoso, como si lo viera; después de una hora de conversación con su marido, volverá para tenerme al lado y no separarse de mí en una eternidad; si no aprovecho esta coyuntura, largo cautiverio me espera, y don Juan… y mi proyecto… perder por una mujer… ¡ah! ¡no! ¡Quevedo! ¡muy poco valdrás y merecerás todo cuanto te suceda si no logras escaparte! Lo primero es prevenirse; me ha dicho que en aquel retrete hay armas, armémonos.



Quevedo tomó una bujía de sobre la mesa y se dirigió á una puerta situada á un extremo de la cámara, la abrió y entró.



En los ángulos había algunos hermosos arcabuces; en las paredes, en una especie de espeteras de madera rica y tallada, gran número de espadas y dagas; algunos preciosos pistoletes se veían acá y allá.



Quevedo tomó una espada, una daga y dos pistoletes, después de cerciorarse que estaban cargados, y se los puso en el talabarte; á seguida salió de la cámara y abrió una de las puertas que suponía de balcón; pero se había engañado, aquella puerta tenía detrás una fuerte reja.



Quevedo era un hombre de imaginación pronta; recordó que en el estante, entre las armas de caza, había algunos frascos de pólvora, y entró, se apoderó de aquellos frascos y los puso junto á la reja; luego, con la daga, abrió algunos huecos entre el marco de la reja y la pared, rellenó de pólvora aquellos huecos, puso en comunicación con ellos un reguero que llevó hasta un lugar desde donde podía ponerle fuego á cubierto de la explosión de las cargas de pólvora de la reja, y á continuación se puso á apilar las mesas, las sillas y los muebles junto á la puerta de entrada.



Luego se dirigió á aquel misterioso apartamiento, cubierto por una cortina, en el que tantas veces se había fijado la vista de la condesa, y se encontró en un precioso dormitorio. Quevedo suspiró, pero suspirando cargó con un colchón y le llevó á la cámara; volvió y cargó con otro, y así sucesivamente, colchones, ropas, muebles aumentaron el montón que cubría la puerta de entrada de la cámara; y cortinas, tapices, cuadros, ropas, todo fué á parar allí, y todo esto en pocos momentos.



Entonces Quevedo aplicó la luz de una bujía á aquella especie de pira que casi tocaba al techo, y luego otra bujía y luego otra; una llama viva y brillante apareció á los pocos momentos, y un humo denso y blanco inundó la cámara.



Era inevitable un incendio.



La cámara debía convertirse en pocos minutos en una hoguera.



Quevedo aprovecho el tiempo, se fué al ángulo donde empezaba el reguero de pólvora que iba á terminar en los depósitos de pólvora de la reja y le puso fuego; instantáneamente retumbó una detonación y á seguida un golpe, como de un objeto desprendido y que había parado á poca profundidad.



Quevedo, cuanto de prisa se lo permitieron sus mal configurados pies, corrió al vano cubierto antes por la reja, y la encontró franca.



Como había previsto Quevedo, la pólvora había hecho volar la reja.



Y sin pararse á meditar si la altura era ó no tal que pudiese arrojarse á tierra un hombre sin peligro, Quevedo se dejó caer.



Pero Quevedo no había contado con el reblandecimiento de la tierra por una lluvia que había sido constante durante cuatro días, y sucedió lo que no podía menos de suceder: que al llegar al suelo se clavó hasta las rodillas en una tierra gredosa, quedando preso y en la completa imposibilidad de salir por sí solo.



Dejémosle allí para concluir este capítulo y sigamos á la condesa de Lemos.



Su primer cuidado fué cambiar absolutamente de traje y tomar uno que no se hiciese sospechoso á su marido.



Por poco que quiso tardar, tardó lo bastante para que, cuando fué á encontrar al conde de Lemos, que estaba en la cámara principal de la quinta, éste la recibiese de una manera duramente excepcional.



Ni uno ni otro dieron señales de alegría al verse, como convenía á esposos que habían estado separados largo tiempo.



La condesa hizo una reverencia á su marido, y don Fernando de Castro bajó levemente la cabeza en contestación al saludo de doña Catalina.



– Paréceme, señora – dijo el conde – , que habíais tomado la resolución de haceros ermitaña.



– Si lo sabíais no debíais haber dado ocasión á disgustarme, respetando mi voluntad.



– Siempre nos hemos llevado mal, señora, desde el momento en que nos casamos, y en que tuvísteis la franqueza de decirme que, casada conmigo contra vuestra voluntad, nada podía esperar de vos, sino vuestra sumisión á vuestra suerte; yo no he abusado de vuestra sumisión; yo no he intervenido en vuestra vida, pero ha sido mientras habéis respetado mi honor.



– Bien; concluid.



– ¡Tenéis un amante!



– Fuerza era que yo amara á alguien.



– ¡Lo confesáis!



– Había pretendido que no lo supiérais; había tomado mis medidas para ocultároslo; pero como vuestro acento me amenaza, y ningún derecho tenéis sobre mí, sino delante del mundo, y aquí estamos solos, os lo confieso: amo á un hombre y soy suya… es más… lo seré.



– ¿Y quién es ese hombre?



– Don Francisco de Quevedo.



– ¿Y está aquí?



– Aquí está.



– Bien: esto me da ocasión para encerraros en un convento y matar á ese hombre.



– Al separaros de mí… ruidosamente, perderéis la administración de mis bienes.



Púsose pálido el conde.



– Si me servís – continuó la condesa – os pagaré bien.



– ¿Meditáis bien lo que decís? – dijo aturdido el conde, porque la amenaza de perder la administración de los bienes de su mujer le había aterrado.



– Estamos solos, don Fernando, y podemos hablar libremente: yo había querido retardar estas explicaciones porque me repugnan; yo hubiera querido más bien que hubiérais meditado mejor lo que os convenía y que nos hubiéramos entendido tácitamente. Pero ya que me habéis amenazado, yo, que si estoy obligada á ser vuestra ante los hombres, no lo he estado ni lo estoy ante Dios ni ante vuestra conciencia, os declaro que tengo un esposo del corazón; que digna y honrada he sido de ese esposo, por más que yo no se lo haya confesado; que suya seré únicamente, y no vuestra ni de nin