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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO LXXVI
DE CÓMO EL COCINERO MAYOR CONOCIÓ CON DESPECHO QUE NO HABÍAN ACABADO PARA ÉL LAS ANGUSTIAS

Encerrado en aquel aposento reservado que, como sabemos, tenía en su casa Francisco Martínez Montiño, se ocupaba en contar una gran cantidad de dinero que tenía sobre la mesa.

Con un placer sin igual, apilaba los relucientes doblones de oro, y á otro lado los escudos y los ducados de plata.

– Cabal, cabal – decía – , nada he perdido; ni un maravedí; mi mujer no me ha engañado; había puesto á cubierto mi dinero, y el señor Gabriel Cornejo es un hombre de bien. Mis treinta mil ducados están aquí… completos, justos. Sólo he perdido el dinero que llevaba en el bolsillo y que me quitaron los alguaciles. Pero lo doy por bien empleado y más que hubiera sido. El arca de hierro donde está el dinero de don Juan la tiene el mayordomo mayor del rey, y me será entregada, según me han dicho, para que yo responda de ella á su dueño. Además, ese bribón de sargento mayor que había llegado á inquietarme, ha muerto. Casaré á mi hija con ese Cristóbal Cuero, y allá se arreglen; haré lo posible para que el duque de Lerma dé un empleo al galopín Cosme Aldaba, y cuando todo esté hecho, me iré con Luisa y con lo que haya nacido á Asturias, compraré una tierra y viviré en paz.

El cocinero empezó á poner en sacos su dinero, y á colocar aquellos sacos en una arca.

– Sólo me inquieta una cosa – decía entre dientes y compungido… – la muerte de ese pobre paje Gonzalo… esa muerte cuyo autor conozco, y á quien no me atrevo á delatar porque sería necesario delatar á mi mujer… Vamos, es necesario olvidar esto, olvidarlo de todo punto… yo no he tenido la culpa; y luego, ¿quién sabe si aquellos polvos que me dió en la cárcel Cristóbal son un hechizo ó un veneno? los tengo aquí; me los metí sin reparar en ello en el bolsillo. Yo los llevaré al señor Gabriel Cornejo que entiende de esto y él me lo dirá. Vamos… por último… yo soy inocente; yo no tengo la culpa de nada de lo que ha sucedido.

Acabó de colocar su dinero en el arca, y saliendo del cuarto y cerrándole cuidadosamente, se fué á una habitación donde su mujer y su hija estaban ocupadas en ponerlo todo en orden.

– ¡Eh! ¿qué tal? ¿se te ha pasado ya el susto, mujercita mía? – dijo Montiño, en quien la debilidad era un defecto incurable.

– No ha sido tan pequeño que pase tan pronto, marido mío; si vos hubiérais sido mejor de lo que sois y no hubiérais pensado mal de vuestra mujer, y no la hubiérais hecho meter en la cárcel, estaríamos mejor; yo no puedo olvidarme tan pronto de lo mucho malo que habéis hecho contra mí; yo no puedo perdonaros tan fácilmente.

Esto lo decía Luisa, subida en una silla, de espaldas á Montiño, clavando clavos en la pared y dejándole ver el pie más pequeño y el principio de unas piernas lo más bonito que podía darse.

– Vamos, no hablemos más de esto, mujercita mía; yo he estado loco y á los locos se les perdona todo; yo te compraré un justillo y una saya de terciopelo tomados de oro y collar y arracadas de corales, y te daré aquellos cintillos de diamantes que te gustan tanto.

– Ya sois bueno – dijo Luisa – , conocéis que habéis sido malvado, y queréis contentarme con regalos, como si con los regalos pudiera curarse el alma.

Y Luisa se echó á llorar desconsoladamente; aquel llanto era por la muerte del sargento mayor á quien amaba, y con quien había pensado gozar fuera de España el dinero robado á su marido.

Pero Montiño era de esos ciegos que no ven ó no quieren ver, y exclamó:

– ¡Válgame Dios y qué llanto tan inútil! ya no tienes nada que temer, y yo te amo más que nunca.

– No queréis que llore, ¡y me habéis llamado adúltera y miserable! – dijo Luisa buscando un pretexto á su llanto.

– Vamos, mujer, por Dios, olvidemos eso; ya te he dicho que yo estaba loco. ¿No estás bastante vengada de mí?

– No, no y no; necesito vengarme más.

– Pues bien, haz de mí lo que quieras, pero no me atormentes más con tus lágrimas. Tendrás todo lo que quieras: ricos trajes, hermosas alhajas…

– ¡Ah! – exclamó desconsoladamente Luisa.

– Y á mí, padre, ¿qué me daréis á mí? – dijo la Inesilla.

– A ti, hija mía, te daré un hermoso ajuar, un buen dote y te casaré con Cristóbal.

– ¡Ay, padre! y ¡qué bueno es vuesa merced!

– No lo cree así tu madre, que dice que se ha de vengar de mí.

– ¡Bah! madre Luisa está irritadilla… pero eso se le pasará: ¿no es verdad, madre?

– ¡Eh! ¡no! – dijo Luisa.

– ¡Todo sea por Dios! – dijo Montiño – ; voy á las cocinas, que ya es tiempo de que yo vuelva de nuevo á mi obligación; quiera Dios que cuando vuelva te encuentre de mejor humor, mujer.

Y Montiño salió y se trasladó á las cocinas.

– Señor Gómez Puente – dijo al oficial mayor, que adelantó cuchilla y tenedor en mano – , ¿qué hacéis?

– Salpimento unos lechones, señor Francisco – contestó el oficial mayor.

– Muchas gracias, señor Gómez – dijo Montiño.

– ¿De qué, señor Francisco? – dijo el oficial mayor.

– Todo está en orden, todo limpio, todo á punto; parece que no he faltado yo de las cocinas.

– Vos nos tenéis acostumbrados á trabajar bien.

– Veamos qué vianda habéis preparado á su majestad.

– Aquí está la lista – dijo el oficial mayor dejando la cuchilla sobre un mantel, sacando un papel doblado del bolsillo de su mandil.

Montiño desdobló con gran interés aquel papel y le recorrió.

– Bien, muy bien – dijo – ; diez principios con perniles, diez platos de volatería, otros tantos de pescados, ocho de caza mayor, surtido completo de entremeses, variedad de empanadas, de asados y de fritos, seis ensaladas, todas las frutas secas y frescas de la estación y abundancia de conservas y dulces de repostería; bien, muy bien, señor Gómez; ya veo que no hago aquí gran falta. ¿Y la cena, señor Gómez?

– Hela aquí – dijo el oficial sacando otra lista.

Recorrióla con suma avidez Montiño y con cierto disgusto, porque no halló nada que reprender, y esto, hasta cierto punto, ofendía su amor propio.

– Está visto que yo aquí no hago absolutamente falta – repitió – . Todo esto está muy bien.

– Vuesa merced hace siempre falta en las cocinas – dijo Gómez – ; hemos podido salir adelante dos días; pero si vuesa merced faltara un día más, no sabríamos cómo componernos. Así como así, faltan en estas dos listas algunos platos de que gusta sobremanera su majestad, y que son tan delicados, que sólo vuesa merced los sabe preparar.

– En efecto, y quiero hacer dos platillos de los míos reservados, para que el rey conozca que no me he muerto todavía. ¡Hola! Lamprea, hijo: prepárame unos filetes de ternera.

– Buenos días, ó más bien, buenos medios días, señor Francisco – dijo una voz áspera, en aquel punto, á las espaldas del cocinero, al mismo tiempo que una mano pesada se apoyaba en su hombro.

Volvióse de una manera nerviosa Montiño, y vió detrás al tío Manolillo que le presentaba una escudilla de madera.

Estremecióse el triste del cocinero.

El bufón le miraba de una manera terriblemente fija y con una expresión que era un misterio para el cocinero mayor.

– ¿Qué queréis? – dijo Montiño con la voz temblorosa de miedo.

– Quiero que me deis algo bueno que almorzar, tengo mucha hambre y no puede esperar mi estómago á la mesa de mi hermano don Felipe; paréceme que esas empanadas que acaban de salir del horno, por lo que huelen, son de águilas; apropiadme una.

Montiño puso por sí mismo una hermosa empanada en la escudilla del bufón.

– Ahí veo formadas en batalla algunas botellas con telarañas; la masa, señor Francisco, no pasa bien sin vino; dadme una botella.

El cocinero dió al bufón una botella, que éste se puso debajo del brazo.

– Ahora, echadme aquí – dijo quitándose la caperuza – algunos pastelillos y confituras con que acabar mi almuerzo.

Montiño le llenó la caperuza.

– Muchas gracias, hermano – dijo el bufón.

– ¿Y qué más queréis? – dijo con voz chillona, con impaciencia Montiño, viendo que el bufón con la botella bajo un brazo, la escudilla en una mano y la caperuza en otra, no se movía.

– Quiero que me acompañéis.

– Yo he almorzado ya.

– Que me acompañéis mientras almuerzo yo.

– No puedo; tengo que hacer un platillo de filetes de ternera sobreasados por mi propia mano…

– Y yo tengo que hablaros urgentemente de un platillo que he inventado yo y que quiero que hagáis – dijo con voz ronca el bufón.

– ¡Ah! ¡habéis inventado un manjar!.. – dijo el cocinero, que tenía graves motivos para no atreverse á desobedecer al bufón – . Pues esto es distinto. Vamos, tío Manolillo, y veamos vuestra invención.

Y salió con el tío Manolillo.

– ¡Pobre señor Francisco! – dijo el oficial mayor – . Cada día me convenzo más de que está loco.

– Tiene los ojos que le echan fuego – dijo otro de los oficiales.

– Y se sonríe de una manera que mete miedo – observó otro.

– ¡Pobre señor Francisco! – dijeron todos.

Entretanto el bufón había llevado al cocinero á su aposento y se había encerrado con él.

Puso los manjares que llevaba sobre una grasienta mesa y empezó á comer con ansia.

– Es necesario alimentarse para tener fuerzas – dijo – , y sobre todo cuando hay que obrar.

– Decidme, tío Manolillo, ¿para qué me habéis traído aquí?

– Para deciros que Dorotea tiene que haceros un encargo y os espera al momento.

– Yo no puedo ir… y no iré… – dijo el cocinero.

– ¿Cómo que no iréis? ¿Ignoráis que sobre vuestra cabeza pende un proceso de asesinato?

– El duque de Lerma ha mandado romper ese proceso.

– ¡Ah, el duque de Lerma!.. Pues bien, el duque de Lerma os mandará prender de nuevo cuando se lo mande yo.

– ¡En cuanto vos se lo mandéis! ¡Bah! vos sois algo fanfarrón, tío Manolillo.

 

– Oye, Montiño: si te vuelves á permitir burlas conmigo, te doy una paliza, ¿me entiendes?

El cocinero mayor se acobardó.

– Y si te niegas á servir á Dorotea te llevo á la horca.

Entróle pavor á Montiño.

– ¿Pero en qué hay que servir á Dorotea?

– Puede suceder que Dorotea quiera matar á alguien.

– ¿Y se valdrá de mí?

– Ya lo creo; en tu casa no es ya nuevo el veneno.

– Os digo que no, que no y que no – exclamó Montiño poniéndose lívido de miedo – ; si vos sois un infame, yo no quiero serlo y no lo seré.

– Urge aprovechar el tiempo, el asunto es importante y te voy á revelar lo que sólo sabemos Lerma y yo; voy á convencerte de que Lerma es mi esclavo. Mira.

El bufón sacó de su pecho un legajo de papeles, le desató y, desdoblando uno de aquellos papeles, le dijo:

– Lee.

– ¡Dios mío! – exclamó el cocinero después de haber leído aquella carta.

– Es una prueba de traición á favor de la Inglaterra contra el duque. ¿No es verdad? Pues lee estotra.

– ¡Señor, señor! – exclamó el cocinero después de haber leído aquella segunda carta.

– Aquí se prueba que Lerma roba al rey, ¿no es verdad?

– Sí, sí.

– ¿Y crees tú que quien tiene éstas y otras terribles pruebas contra Lerma no te tiene en sus manos?

– ¡Dios mío! – exclamó medio muerto de terror el cocinero.

– ¿Y crees tú que si yo digo á Lerma: «la vida de Francisco Martínez Montiño por estas cartas», no te llevará Lerma al cadalso?

– Tened compasión de mí, Manuel; tened lástima de un hombre de bien que ningún mal os ha hecho.

– Dorotea necesita vengarse, y para vengarse te llama. Tú eres mío y yo uso de ti. ¿Qué importa una muerte más? ¿No mataste anoche al amante de tu mujer?

– ¡Le mató Dios, le mató Dios! ¡Yo solo fuí la mano de Dios!

– Pues bien, seguirás siendo la mano de Dios, porque haciendo lo que Dorotea te mandará, habrás matado á ese infame.

– Pensadlo bien, Manuel, pensadlo bien.

– Lo tengo pensado.

– ¿Y decís que…?

– Que si no obedeces á Dorotea vas á la horca.

– Dejadme tiempo para pensar.

– Si no te decides te dejo encerrado aquí, voy á ver á Lerma, le arranco la orden de prenderte como asesino y vengo con la justicia.

– Bien – dijo el cocinero sudando de angustia – , iré á casa de Dorotea.

– Vendrás conmigo; ya he acabado mi almuerzo y me siento con más fuerzas que nunca. Vamos.

Y llevándose tras sí á Montiño, que estaba adherido á él por el terror, salió de su aposento y poco después del alcázar.

Encamináronse á casa de la Dorotea.

Cuando llegaron á la puerta, el bufón dijo al cocinero:

– Llamad y entrad, aquí os aguardo.

Montiño llamó temblando.

Abrióse la puerta y apareció Pedro.

– Decid á vuestra señora – dijo Montiño con voz apenas inteligible – que aquí está el cocinero mayor del rey.

– No es necesario avisarla – dijo Pedro – ; os espera y me ha dicho que en cuanto vengáis, entréis.

El cocinero entró, y poco después estaba á solas con Dorotea.

CAPÍTULO LXXVII
EN QUE SE ENNEGRECE Á SU VEZ EL CARÁCTER DE DOROTEA

La joven cerró las puertas en cuanto entró en la sala Montiño.

A pesar de su turbación, Montiño notó que Dorotea estaba llorosa, muy pálida, y visiblemente enferma. Sobre una mesa había mucho dinero en oro.

– Tomad de aquí lo que necesitéis para una buena merienda para dos personas – dijo Dorotea.

Montiño, que iba resignado, contestó:

– ¿Cómo queréis que sea esa merienda, señora?

– Como pudiera serlo para el rey.

– ¿Con vinos y licores?

– Sí… sí… con vinos y licores.

– Pues bien, tomo diez doblones.

– Tomad lo que queráis.

– ¿Y para cuando ha de estar dispuesta esa merienda?

– Para esta noche á las ocho.

– Es muy pronto.

– Tomad por vuestro trabajo lo que queráis.

– No, no es eso. Lo que importa es tener cocina y utensilios.

– Cocina tendréis; utensilios, compradlos.

– Entonces se necesitan otros cuatro doblones.

– Gastad, gastad, y si no basta con el dinero que ahí está, os daré más.

– ¡Dios mio! con ese dinero basta para dar un convite de Estado en palacio.

– Pues bien, el oro hace milagros. Gastad sin miedo, y que la merienda esté dispuesta para las ocho de la noche.

– Lo estará.

– El tío Manolillo os llevará á la casa donde habéis de guisar y servir esa merienda.

– ¿Será necesario buscar vajilla?

– No, se llevará de casa. Pero es indispensable buscar otra cosa, para lo cual no dudo que necesitáreis mucho dinero.

– ¿Qué cosa, señora?

– Un veneno que mate como un rayo.

Y al decir estas palabras Dorotea, se cubrió el rostro con las manos y rompio á llorar.

– ¡Un veneno, señora! – exclamó aterrado el cocinero – ; ¡un veneno! ¿y para qué le queréis?

– Buscad un veneno; cuando habéis venido aquí, ¿no habéis venido resuelto á obedecerme?

– Sí.

– Pues bien, tomad todo ese dinero, tomad más si es necesario. Ahí deben quedar sesenta doblones. ¿Habrá bastante?

– Sí; sí, señora.

– Pues tomadlos.

El cocinero tomo maquinalmente el dinero y le guardó.

– Oíd: el veneno le pondréis en una sola confitura, pero en gran cantidad; por ejemplo, en una pera; cuidaréis que no haya otra; á esa pera la pondréis un lazo rojo y negro.

– ¡Señora! ¡señora!

– Estáis demasiado turbado; voy á escribiros lo que debéis envenenar, con la señal que debéis ponerle, para que no podáis equivocaros.

Y la joven se puso á escribir con mano segura, pero llorando sobre el papel.

Cuando hubo acabado de escribir, entregó el papel á Montiño.

– Tomad, idos – le dijo – ; á las ocho todo ha de estar dispuesto. ¿Lo entendéis?

– ¡Adiós, señora, adiós! – dijo Montiño, y salió apresurado, porque le parecía que saliendo de allí, se libertaba del horrible compromiso en que se veía metido.

Pero al abrir la puerta se encontró delante al tío Manolillo.

Entre él y el bufón creyó el cocinero ver levantarse los dos palos rojos de la horca, y se decidió á hacer todo lo que quisiese con tal de no verse colgado de aquel patíbulo horrible.

La fatalidad arrastraba á Montiño.

– ¿Estáis dispuesto? – le dijo el bufón.

– Sí; sí, señor; estoy dispuesto á todo.

– Pues vamos á donde sea necesario ir.

– Es necesario comprar cacerolas, vasijas, todo lo indispensable para preparar la vianda que quiere Dorotea.

– Vamos, pues.

No había pasado una hora, cuando Montiño, ayudado por el bufón, guisaba sin mandil y sin gorro, sin más oficial ni galopín que el tío Manolillo, en la cocina de una casa deshabitada.

Eran las dos de la tarde.

A cada momento llegaban mozos cargados de muebles, de alfombras, de cuadros, y un tapicero se ocupaba en adornar á toda prisa un inmenso salón en aquella misma casa.

CAPÍTULO LXXVIII
EN QUE SE SIGUEN RELATANDO LOS ESTUPENDOS ACONTECIMIENTOS DE ESTA VERÍDICA HISTORIA

Era ya cerca del obscurecer.

En dos bufetes (así se llamaban en aquellos tiempos una especie de mesas aparadoras) se veían puestos en tres filas como hasta dos docenas de platos, conteniendo una riquísima variedad de manjares.

Sentado á un lado de la cocina, limpiándose el sudor que corría en abundancia por su frente, y mirando con cierta vanidad inevitable á pesar de la situación, su magnífica merienda, perfectamente arreglada, estaba el cocinero mayor.

Al otro lado, arreglando sobre otros dos bufetes una magnífica vajilla de plata, y un no menos rico y bello juego de cristal, estaba el tío Manolillo, ceñudo y taciturno.

Ninguno de los dos hablaba una palabra.

Pero como obscureció hasta el punto de que ya no se veía en la cocina, el bufón dijo al cocinero como pudiera haberlo dicho á un criado:

– Encended una luz.

– Dejad, dejad que descanse un tanto, tío Manolillo – contestó humildemente el cocinero – ; acabo de sentarme y estoy rendido; nunca he trabajado tanto; es cierto que las confituras y los hojaldres y las empanadas se han traído de fuera, pero así y todo, he hecho más de doce platillos en tres horas, y buenos todos, y sin oficiales, ni aun siquiera galopines. Sólo yo podría hacer otro tanto; ¡qué día! ¡qué día, Señor!

– Después descansaréis – dijo el bufón – ; pero antes, concluyamos; encended, encended la luz.

– ¿Pues qué? ¿no hemos concluído? – dijo el cocinero levantándose.

– Yo creo que no.

– Pues yo creo que sí – dijo el cocinero mientras encendía una tras otra seis bujías que puso sobre los bufetes.

– ¿No os ha hablado Dorotea de cierta confitura que ha de ir á la mesa, señalada con un lazo de seda negro y rojo?

Montiño se estremeció todo; sus ojos erraron vagos, atónitos, espantados, sin fijarse en ningún objeto.

– El lazo está aquí – dijo tomando un papel ahuecado de un aparador el tío Manolillo – , y muy bello por cierto; como que me ha costado tres reales, á pesar de ser una quisicosa; mirad, mirad, Montiño; ¿no es verdad que es muy bello?

Y desenvolvió el papel y mostró al cocinero un precioso lazo de seda.

Montiño miró y apartó instintivamente los ojos del terrible lazo.

– Además – dijo el tío Manolillo tomando otro papel más abultado – , aquí hay una porción de lazos: blancos, verdes, azules, dorados; adornad ese plato de confituras, Montiño, que esté vistoso; vamos, que se pasa el tiempo.

Montiño se acercó á uno de los bufetes, tomó un plato de frutas confitadas, y lentamente, pálido, convulso, fué poniendo á cada dulce un lazo, un adorno, una flor, que también las había.

Quedaba únicamente por poner el lazo negro y rojo.

Montiño le tomó con la extremidad de los dedos, con el mismo horror que si hubiera sido un reptil ponzoñoso.

– Esperad, esperad – dijo el tío Manolillo – ; voy á daros la confitura que debéis adornar con ese lazo; es una pera bergamota, una hermosa pera; tomad.

Y desenvolvió de un papel que tomó de sobre una mesa una magnífica pera confitada.

Montiño tomó la pera con la misma repugnancia que había tomado el lazo, y fué á adornarla con él.

– Esperad, esperad, Montiño – dijo el tío Manolillo – ; aún falta algo á esa pera.

– ¡Por Dios! ¡Por su Santísima Madre! ¡Por todos los santos y santas del cielo! ¡No me obliguéis á ser asesino! – exclamó el cocinero juntando las manos y llorando.

– Bien, no lo hagáis; todo se reduce á que desde aquí mismo os lleve yo á la cárcel.

– Pues bien – dijo Montiño desesperado – , no soy yo el asesino, sino vos, vos que me obligáis á elegir entre mi vida y la de otro; yo juro á Dios…

– Acabad, que lugar tendréis de jurar después.

– Pues bien, sea – dijo el cocinero metiendo su mano derecha de una manera violenta y nerviosa en el bolsillo derecho de sus gregüescos – : que Dios tenga piedad de la criatura que va á morir.

Y sacó un papel ajado y le desenvolvió.

– ¡Cuidado! ¡cuidado con lo que hacéis! no vaya á caer el tósigo en algún otro plato – dijo el bufón dando la confitura al cocinero y apartándole del bufete donde los otros platos estaban servidos – . Hacedlo aquí.

– Ni veo, ni sé lo que me hago – dijo el cocinero mirando con terror los polvos rojizos que contenía el papel.

– Pues ved de ver – dijo el bufón.

– ¿Y cómo pongo yo esto en la pera? – dijo Montiño, cuya voz aterrada por el miedo, apenas se oía.

– Introducid el veneno con la punta de un cuchillo.

Montiño se dominó, tomó la pera, y con un cuchillo la hizo una hendedura. Luego, con una agonía infinita, llorando, rezando, estremeciéndose todo, tomó de aquellos polvos con la punta del cuchillo, é introdujo otra vez la punta en la hendedura. El bufón le hizo repetir esta operación tres veces consecutivas.

Una gran cantidad de los polvos había sido introducida en la pera.

– Ahora podéis ponerla ese lazo – dijo el tío Manolillo.

Montiño puso en la pera el lazo rojo y negro.

Tomó la pera el bufón, y colocándola sobre una hoja de parra contrahecha, para aislarla, la puso sobre las otras confituras.

– Ahora podéis descansar cuanto queráis – dijo el bufón.

– No; no, señor – dijo el cocinero mayor – ; lo que yo quiero es irme de aquí; irme muy lejos de aquí, porque aquí tengo mucho miedo, porque me muero aquí; porque creo que se me va á caer encima esta maldita casa. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y se echó estrepitosamente á llorar.

El tío Manolillo cantaba entretanto entre dientes, y mientras acababa de arreglar la vajilla, una canción picaresca.

 

Pero había algo de horrible en el acento y en el canto del bufón.

– ¿Dónde están mi capa, mi sombrero, mi espada y mi daga? – dijo Montiño, que buscaba por todos los rincones.

– ¿Cómo, os empeñáis en iros?

– Os juro que no me quedo aquí si no me matáis.

– Es que yo tengo que salir y quisiera que no se quedara la casa abandonada.

– Es que si he de quedarme solo, no me quedo.

– Y bien mirado – dijo el tío Manolillo, como hablando consigo mismo – , ¿para qué quiero yo á éste aquí? ¿para que cometa alguna imprudencia? Vamos, vamos, Montiño, saldremos juntos. Afuera están vuestras prendas.

Y tomando una bujía salió de la cocina.

En la pieza inmediata encontró el cocinero mayor su capa, su sombrero y sus armas.

Púsoselos como pudo, y siguió al tío Manolillo, que no se había detenido.

Cuando estuvieron en el piso bajo, el bufón dejó la bujía en el patio, entró en el obscuro zaguán y abrió la puerta.

Montiño escapó con la misma rapidez y el mismo sobresalto con que escapa un pájaro á quien abren la jaula.

Y sin detenerse, sin volver la cara atrás, temeroso de ser cogido de nuevo, no paró de correr hasta que dobló tres esquinas.

Entonces se detuvo y escuchó con atención.

Nada se oía más que el rumor monótono y sostenido de la lluvia, porque seguía lloviendo, y el zumbar del viento pesado y fuerte á lo largo de las estrechas calles.

Miró y tampoco vió nada, porque la noche era obscura.

Montiño no podía apreciar en dónde estaba precisamente, porque había salido de la casa tan azorado, que no sabía si había tomado hacia la derecha ó hacia la izquierda.

Y tal era el miedo, tal la preocupación del menguado cocinero, que no se le ocurrió orientarse, ni otra cosa más que seguir adelante, y aun esto no se le ocurrió, sino que lo hizo maquinalmente.

Y siguió, siguió torciendo esquinas á la ventura, empapándose en agua, tropezando aquí, resbalando allá, sin encontrar ningún transeunte, sino de tiempo en tiempo y aun así sin reparar en él.

No se había atrevido á desenvainar la daga, porque temía no le aconteciese otra negra aventura como la que creía haberle acontecido la noche anterior; esto es: matar á un hombre entre lo obscuro, sin voluntad alguna de matarle.

Y siguió, siguió andando con paso tan rápido, que se cansó al fin y se sentó en el escalón de una puerta.

Y allí, encogido, temblando á un mismo tiempo de frío y de miedo, se puso á llorar sin saber por qué lloraba, porque el pobre cocinero mayor en aquellos momentos había perdido la conciencia de todo.

Pero pasó algún tiempo, y con el frío de la noche, con la lluvia, con el viento, afectado de una manera externa, fué volviendo al uso de sus facultades, recordando, apreciando su situación.

Entonces, no estando sujeto á la influencia próxima del tío Manolillo, la conciencia del cocinero se rebeló contra lo que había hecho, operóse en su alma una reacción poderosa, y se levantó como al impulso de un sacudimiento galvánico.

– ¡Ah, Dios mío, Dios mío! – exclamó – ; ¡no ha sido un sueño, no! ¡no ha sido una pesadilla, ha sido una verdad horrible! yo he cedido de miedo; de miedo por aquellos terribles secretos del duque de Lerma, que posee ese miserable, ¡ese infame Manolillo! ¡y por mi miedo va á morir una criatura humana y yo me condenaré! No, no; es necesario evitar… es necesario correr… avisar… ¿y á quién? á la justicia… porqué… ¿qué sé yo á quién quieren matar?..

El cocinero adelantó algunos pasos.

– Pero Dios mío – dijo al fin – , ¿dónde estoy yo? he venido hasta aquí sin saber por dónde he venido, y no pasa nadie, y la noche está obscura como boca de lobo.

En aquel momento y como contestando á la pregunta del cocinero, traído por el viento, llegó hasta él el sonido de un reloj cercano.

– ¡Dios mío! – exclamó Montiño – ; es el reloj de Nuestra Señora de Atocha. Me he perdido; estoy de extremo á extremo de palacio y son las nueve de la noche. Cuando yo salí de aquella maldita casa debían ser, cuando más, las siete. En dos horas ha habido tiempo para que se cometa el crimen. Pero ¡ah! Dios sin duda me ha traído aquí cerca del padre Aliaga, que puede impedir el crimen, que yo le revelaré bajo secreto de confesión, y que tiene mucho ingenio y sabrá sacarme del paso sin comprometerme; y no hay que perder tiempo: ¡no, Dios mío, no!

Y siguió adelante, guiado ya por la pendiente de la calle de Atocha y casi á la carrera.

Cinco minutos después tiraba de la cuerda de la campana de la puerta del convento y pedía al portero ver al padre Aliaga de orden del rey.

Inmediatamente fué introducido.

El padre Aliaga, sentado delante de su mesa, ceñudo y sombrío, pensaba más que leía sobre un libro.

Al ruido de los pasos del cocinero mayor, levantó la cabeza.

Al ver el aspecto de Montiño, su palidez singular, su temblor, y sobre todo, la extraña é insensata mirada de sus ojos, se estremeció instintivamente, porque al ver el aspecto del cocinero, había creído ver el presagio de una desgracia.

– ¿Qué sucede? – dijo cerrando el libro y levantándose.

– Sucede, que va á suceder un horrible crimen, si no ha sucedido ya.

– ¿Un crimen? ¿Y por qué no habéis ido á la justicia en vez de venir á mi?

– Porque… porque… yo no revelaré ese crimen sino bajo sigilo de confesión.

– ¿Pero no decís que va á cometerse si no se ha cometido? Urge, pues, el impedirlo.

– Por lo mismo, seguidme, señor, seguidme, y por el camino os haré mi confesión.

– Vamos – dijo el padre Aliaga tomando su manteo y su sombrero y saliendo sin avisar á nadie, de su celda con Montiño.

Cuando el portero vió salir no menos que á su señoría ilustrísima el inquisidor general fray Luis de Aliaga, de noche, á tal hora y con tal prisa, y á pie con un hombre que había entrado en el convento trayendo órdenes del rey, no pudo menos de maravillarse y santiguarse porque aquello era verdaderamente extraordinario.

– Empezad, empezad, pues – dijo el padre Aliaga – , y sobre todo, sepamos á dónde me lleváis.

– A la calle de Don Pedro.

– Nos perderemos; está la noche muy obscura y nos hemos olvidado de tomar una linterna: esta calle está lejos. Volvamos al convento, y proveámonos de luz.

– No podemos perder un instante, señor; acaso ya no sea tiempo de impedir el crimen; es necesario ir de prisa. Asíos á mi brazo, que seguro estoy de no perderme; toda la calle de Atocha arriba, á la calle de la Magdalena, la de la Merced, la del Duque de Alba, la de Toledo, la plaza de la Cebada y la calle de Don Pedro; iría con los ojos vendados.

– Pues bien, vamos y apresurémonos – dijo el padre Aliaga recogiéndose con una mano los hábitos y asiéndose con otra del brazo de Montiño – ; empezad, pues, os escucho – añadió el religioso.

– Advierto á vueseñoría que no le revelo nada sino bajo sigilo de confesión.

– Os prometo el sigilo por lo que respecta á vuestra persona, in verbo sacerdotis.

– ¡Cómo!

– Bajo palabra de sacerdote.

Entonces, y con esta seguridad, Montiño se persignó y rezó apresuradamente la confesión general.

Después dijo:

– Hace dos horas envenené una confitura que ha de servir en una merienda.

Y apenas pronunciadas estas palabras, Montiño rompió á llorar.

El padre Aliaga se detuvo de repente, y oprimiendo el brazo de Montiño, hasta el punto de hacerle gritar de dolor y de miedo, y convirtiéndose de fraile en hombre, y en hombre enérgico y terrible, exclamó sacudiendo con furia al cocinero y con voz concentrada, espantosa:

– ¡Miserable! ¡habéis envenenado un manjar que debe comer una criatura de Dios!

Montiño tembló de los pies á la cabeza, vaciló y cayó de rodillas sobre el suelo encharcado, murmurando:

– ¡Ah! ¡Perdón! ¡perdón, señor! – exclamó – ; me aterraron… el tío Manolillo…

– ¡El tío Manolillo!.. ¡el bufón del rey! – exclamó aumentando en severidad el padre Aliaga – . ¡Pero levantáos y seguid! ¡Sigamos, corriendo, volando, si pudiéramos! ¡Llevadme al lugar donde esa criatura va á morir, donde está muriendo acaso!

El cocinero, que hacía ya mucho tiempo no era otra cosa que una máquina que se movía á voluntad de la potencia que tenía al lado, se levantó y dió á correr, temblando, llorando y rezando, todo á un tiempo.

El padre Aliaga, levantándose los hábitos, asido del brazo de Montiño, corría también.

– ¿Y quién es la persona á quien mata el tío Manolillo? – dijo el padre Aliaga.

– ¡No lo sé, no lo sé! – contestó todo gemibundo y miedoso Montiño.

– ¡Cómo! ¿No os ha dicho el tío Manolillo?..

– No, ni la Dorotea tampoco.

– ¿Qué decís de la Dorotea?

– La Dorotea ha sido la que me ha mandado envenenar un dulce… guisar una merienda.

– ¡La Dorotea!.. ¡Dios mío! ¡Corred, corred, que la Dorotea quiere envenenar á una persona!.. ¡Y no os ha dicho el nombre de esa persona!..

– No; no, señor.

– Si fuera por acaso don Juan Téllez Girón…