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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Os he traído á mi cámara de bodas, y para ello me he vestido el mismo traje de mis bodas.

Y luego, sentándose en un sillón y señalando otro á Quevedo, le dijo con la mirada llena de amor, de embriaguez, de encantos:

– ¡Cenemos!

– ¡Oh! ¡qué feliz podía yo ser! – murmuró Quevedo.

Y luego, sentándose resueltamente, dijo con una voz que espantaba por su sarcasmo, por su desesperación, por su amargura, y con la mirada ardiente y fija en los ojos de doña Catalina:

– Cenemos.

CAPÍTULO LXXII
DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA ENCONTRÓ Á TIEMPO UN AMIGO

Amaneció el día siguiente.

Y seguía lloviendo, y nublado y sin señales de mejor tiempo. Estaba en su despacho el duque de Lerma, y su secretario Santos escribía á más y mejor lo que el duque le dictaba.

Se notaban en el semblante del duque señales de insomnio.

Lo que demostraba que había pasado muy mala noche.

Como que volvían á la corte todos sus enemigos, y podían hacerle la guerra y derrocarle, sin que él pudiera defenderse, atado como estaba por los terribles secretos suyos que poseía el bufón.

En lo que se ocupaba el duque, era en escribir á sus parciales de las provincias, á fin de que le hiciesen un partido entre la gente que alborota y que ha existido en todos tiempos bajo todas las formas de gobierno, á fin de que escribieran cartas honrosas para él, esto es, una especie de opinión pública ficticia, que debía figurar ante los ojos del rey como la opinión pública del reino.

Para esto se ofrecía á comunidades de frailes, cosas que el duque había resistido; á los ayuntamientos, arbitrios; á los labradores, tolerancia en el pago de los tributos; á las corporaciones de todo género, nuevos privilegios; á éste y al otro señor, amenazado por desafueros, hacer la vista gorda, como suele decirse, y á las audiencias, desestimar las numerosas quejas de injusticias, cohechos y violencias que pendían por ante el rey.

Claro es que todo esto venía á gravar en último punto sobre la gran masa del reino, sobre el pobre, sobre el débil, sobre el querelloso; pero importaba poco: era necesario que el rey recibiese de todas partes plácemes por el buen gobierno del duque de Lerma.

Desde el amanecer estaban trabajando en esto el duque y su secretario.

Santos, á pesar de que hacía frío, sudaba la gota gorda.

El duque estaba fatigado.

– No puedo más, señor – dijo Santos – ; de tanto escribir, se me ha puesto el brazo tan frío y tan pesado como si fuera de plomo.

– Urge, urge, Pelegrín; ya sabes que mi sobrino no ha perdido el tiempo, y que ya está en Madrid; viene irritado contra mí y no perdonará medio; además, se encontrará al duque de Uceda apoderado del príncipe de Asturias, y empezará de nuevo entre ellos la guerra, que vendrá á herirme de rechazo.

– Yo aconsejaría á vuecencia que tomase un partido mucho más prudente, que el de lograr por medio de estas cartas que se corten las quejas que vienen de todas partes – dijo Santos estirándose el brazo derecho y frotándoselo con la mano izquierda.

– ¿Y qué partido es ese, Pelegrín?

– ¡Hum! vuecencia está muy comprometido.

– Sí, es cierto; pero todo lo que puede suceder será perder la gracia del rey.

– Perdonad, señor, de antemano, lo que voy á decir á vuecencia, porque mi lealtad no me permite guardar por más tiempo silencio.

– ¡Crees tú!..

– Creo que puede sucederos peor que perder la gracia del rey.

– ¿Peor?

– Podéis ser procesado.

– ¡Procesado! – exclamó con orgullo el duque.

– Porque podéis ser calumniado; esta gente enemiga vuestra, os teme, sabe que el rey está acostumbrado á vos, y como en el rey no hay nada más poderoso que la costumbre, como es indolente y enemigo de luchas y de mudanzas y sobre todo irresoluto y débil, usarán contra vuecencia de armas infames; se han cometido en la corte grandes desaciertos; vuestro secretario don Rodrigo Calderón ha usado y abusado de vuestro nombre y no se ha detenido en nada; se ha pretendido primero deshonrar á la reina, después envenenarla…

– ¡Cómo!

– Hay quien lo sabe, y quien lo murmura… lo que hoy es un rumor sordo, será mañana un estruendo, y un estruendo tal, que no podrá menos de oírlo el rey… ¡si para entonces estáis desprevenido!..

– Pero yo no he pensado… yo no he hecho…

– En la corte es muy fácil hacer caer sobre una persona los delitos de otra; Calderón ha sido vuestro favorito y aún lo es, al menos para todo el mundo, que ve que en vuestra casa le tenéis, que en vuestra casa le curáis. Calderón es presuntuoso, soberbio, tiene mucho ingenio, vale mucho, conoce la corte, y en cuanto pueda se abrirá paso, obligándoos á que vos le facilitéis el camino, porque os tiene sujeto…

– ¡Pelegrín!

– Enojáos cuanto queráis conmigo, señor; pero no oiga vuecencia á Pelegrín Santos, pobre hidalgo que os debe cuanto es, sino á la voz severa de la verdad; sucédame cuanto quiera, aunque vuecencia irritado conmigo me haga pagar cara mi lealtad, no puedo callar por más tiempo. Porque se hace necesario prevenir el mal, necesario de todo punto; no se puede perder un minuto.

– Sigue, sigue, Pelegrín.

– Como os decía, aunque sabéis que don Rodrigo os ha hecho traición, no podéis deshaceros de él; como no podéis deshaceros ahora de Uceda, de Lemos, de Olivares, de Sástago, de tantos y tantos á quien vuecencia estorba; os veréis obligado á servir de escala á Calderón, que partirá con vos la ganancia, porque os necesitará siempre, pero que os comprometerá; porque Calderón, soberbio y ciego y codicioso, hará tales cosas, que él mismo se hundirá… y al hundirse, os hundirá con él.

– ¿Pero qué puede suceder?..

– Yo veo á Calderón marchar de frente hacia el cadalso, sin verle, confundiéndole con el trono.

– ¡Ah!

– Dejad que suba solo al cadalso… cubríos…

– ¡Cómo! ¡Pelegrín! ¡crees…!

– Lo creo posible todo. Si fuera tiempo, os diría: retiráos de la corte… pero ya no es tiempo, señor; estáis en el mismo caso que aquel que, subiendo unas escaleras, va dejando caer los escalones; no tiene más remedio que seguir subiendo, ó caer desde una inmensa altura á una muerte cierta; no podéis retroceder.

– Y entonces… ¿qué hago?

– Roma insiste sobre el asunto de las preces…

– Pero no puedo complacer á Roma sin rebajar la dignidad del rey.

– Es un recurso desesperado. Complaced al papa, á cambio de otra complacencia del papa.

– Explícate mejor.

– Pedid á Roma el capelo.

– ¡Ah! – exclamó el duque de Lerma, abandonando su sillón y yendo á abrazar á Santos – ; sí, sí, tú eres mi amigo; tú eres la única persona leal con que cuento; ¡el capelo! ¡y no se me había ocurrido! ¡y sin embargo, tengo el alma llena de una inquietud vaga, del temor de verme envuelto en las traiciones infames, en los delitos de los que me rodean! ¡el capelo! ¡gracias, Pelegrín, gracias! El duque de Lerma puede ser juzgado y condenado por el rey. ¡El cardenal, duque de Lerma, sólo puede ser juzgado y sentenciado por Roma! ¡Roma! yo haré que Roma esté tan contenta de mí, que me crea ser su mejor hijo. Escribe, escribe, Santos…

– ¿A Roma?

– ¡A Roma!

– No es asunto para escrito… es necesario que vaya una persona de toda la confianza de vuecencia.

– ¡Y quién mejor que tú! ¡tú que acabas de darme una prueba inapreciable de tu amor y de tu lealtad hacia mí!

– ¡Partiré!

– Al momento.

– Esperemos…

– ¿Que esperemos, y dices que es de todo punto necesario?..

– Esperemos á mañana.

– Preconíceme Roma y nada temo.

– Nada de preconizaciones: basta con que en un momento dado, autorizado por el papa, podáis vestiros la púrpura; sed en buen hora cardenal, pero no lo digáis á nadie… no mostréis miedo…

– ¡Ah! ¡Pelegrín! ¡yo no te conocía!

– Como no habéis conocido á los traidores hasta que ha sido de todo punto imposible que no los conozcáis, no habéis conocido á los leales hasta que los leales se han visto obligados por amor vuestro á darse á conocer.

– ¡El capelo! ¡el capelo! – exclamaba el duque de Lerma paseándose á largos pasos por su despacho – . ¡Y que no se me haya ocurrido! ¡el capelo! ¡hijo de Roma! ¡la Iglesia puesta entre el poder temporal y yo! ¡qué quieres, Pelegrín!

– Seguir siendo vuestro secretario.

– ¿Y nada más?

– Nada más. Pero para que siga siendo vuestro secretario, es necesario que no me deis muchos días como hoy.

– Vete, vete á descansar, y… está dispuesto.

Santos se inclinó y salió.

El duque de Lerma estaba contento; había encontrado al fin la difícil solución de un problema obscuro que le tenía vivamente inquieto. Cubrir su responsabilidad como ministro, cuando tan duros eran los tiempos, con el manto de la Iglesia, era cosa que jamás se hubiera ocurrido al duque de Lerma.

Saboreando estaba su contento, cuando un ayuda de cámara abrió la puerta y dijo respetuosamente:

– Señor, el cocinero mayor de su majestad, solicita hablar á vuecencia.

Lerma mandó entrar á Montiño.

Presentóse éste, pálido, desencajado, estropeado completamente en cuerpo y traje; miró al entrar con recelo en torno suyo, y dijo con grande misterio:

– ¿Podrá escuchar alguien lo que voy á decir á vuecencia?

– Nadie, Montiño, nadie – contestó el duque – . ¿Pero qué sucede?

– Sucede, señor… En primer lugar, la Dorotea me envía.

– ¿Y qué quiere la Dorotea? – preguntó el duque estremeciéndose, porque veía de nuevo asomar la fatídica figura del bufón, que había llegado á convertirse para él en un espectro.

– La Dorotea… quiere ver á vuecencia… al momento; me ha mandado llamar para eso solo… está enferma… muy enferma…

– Iré, iré… Id á decírselo.

– Un momento, señor; tengo que hablar á vuecencia de asuntos míos.

 

– ¿De asuntos vuestros?

– Creo, señor – dijo Montiño, á quien la desesperación daba atrevimiento – , que en mí tiene vuecencia un esclavo, que ha hecho por vuecencia…

– Lo bastante para que os ampare; lo sé.

– ¡Ah, señor! necesitado y muy necesitado estoy de amparo. Por servir anoche á vuecencia al salir de aquella casa, me aconteció una negra aventura.

– ¿Y qué fué ello?

– El diablo me echó delante al sargento mayor don Juan de Guzmán.

– ¡Que os encontrásteis anoche á don Juan de Guzmán! – dijo con asombro el duque – . ¡Bah! ¡imposible! ¡no puede ser! ¡vísteis visiones!

– No vi, tropecé; y como llevaba la daga de punta, porque eran malos sitios, mala hora y mala noche, sin quererlo, sin pensarlo, le maté.

– ¡Ah!, ¡matásteis… al sargento mayor!..

– Y me encontró sobre él la justicia.

– ¡Ah! – dijo el duque de Lerma comprendiéndolo todo, porque como saben nuestros lectores estaba en el secreto – ; ¿y os prendió el alcalde de casa y corte Ruy Pérez Sarmiento?

– ¡Cómo, señor, sabéis!..

– Sí, el licenciado Sarmiento me ha hablado de una prisión. Pero si os prendieron, ¿cómo estáis en libertad?

– Bajo fianza de un tal Gabriel Cornejo…

– ¿Y qué queréis?

– ¡Señor! ¡señor! – exclamó Montiño arrojándose á los pies del duque y con los brazos abiertos – ; puesto que lo sois todo en España, y que yo soy inocente, porque quien mata sin querer no mata, salvadme, señor, salvadme.

– Levantáos, levantáos, Montiño, y nada temáis; se le echará tierra al muerto, se romperá el proceso…

– ¡Ah señor! ¡piadoso señor! ¡Mi vida!..

– Merecéis que se os ampare.

– Después de lo que vuecencia acaba de hacer, no me atrevo á pedirle otra gracia.

– Hablad, hablad.

– Muchas gracias, señor, muchas gracias, no sé cómo pagar á vuecencia.

– Acabando pronto, Montiño.

– Es el caso, que mi mujer y mi hija y el galopín Cosme Aldaba, y el paje Cristóbal Cuero están presos.

– Ya veis que no me he olvidado de lo que me pedísteis.

– Muchas gracias, señor; pero ahora pido á vuecencia que se deshaga lo hecho.

– ¡Cómo!

– Que sin ruido, y sin que nadie pueda saber que han estado presos, suelten á mi mujer, á mi hija, al galopín y al paje.

– ¿Pero estáis loco, Montiño? ¿No os ha deshonrado vuestra mujer?

– ¡No señor!

– ¿No os ha robado?

– ¡No, señor! y ruego encarecidamente á vuecencia…

– Sentáos y escribid vos mismo.

El cocinero se sentó.

El duque le dictó una orden de soltura para el alcaide de la cárcel de villa, y otra para el alcalde de casa y corte, para que diese por nulo y destruyese todo lo que se había escrito é intentado contra los presos.

Después de esto y de haber saludado humilde y profundamente al duque, el cocinero salió.

Poco después, Montiño entraba triunfante en palacio con su mujer y su hija.

Al mismo tiempo, el duque de Lerma entraba en casa de Dorotea.

CAPÍTULO LXXIII
EN QUE EL DUQUE DE LERMA CONTINÚA REPRESENTANDO SU PAPEL DE ESCLAVO

Encontró el duque á la joven en el lecho.

Pero no la encontró sola.

A su lado estaba el tío Manolillo.

El duque se estremeció como si en el bufón hubiese visto personificada su conciencia.

– Gracias, muchas gracias, señor, porque habéis venido – dijo la joven sacando un magnífico brazo de debajo de las ropas y estrechando una mano del duque – . Tengo que hablaros gravemente. Manuel, amigo mío; hacedme el favor del dejarme sola con su excelencia.

El bufón se levantó y salió en silencio, pero no sin haber dicho antes con una profunda mirada al duque:

– Os mando hacer todo lo que ella quiera.

El duque se sentó en un sillón junto al lecho, y por la primera vez se descubrió delante de Dorotea.

– Cubríos, cubríos, don Francisco – dijo la joven – ; yo os lo ruego. Os habla una pobre mujer, y esa mujer os suplica. Cubríos, si no queréis lastimarme.

El duque se puso la gorra.

– ¿Qué queréis, pues?

– Don Juan Téllez Girón ha sido preso; preso como causante de la herida de don Rodrigo.

– Es cierto; todas las pruebas están contra él.

– Pues bien: yo quiero que se destruyan esas pruebas.

– No es eso fácil.

– Ya lo sé: sé que doña Clara Soldevilla, su esposa, se ha arrojado á los pies de su majestad el rey; sé que su majestad la reina ha intercedido por la petición de su amiga, porque doña Clara, más que dama, es amiga de la reina, y sé que el rey se ha mantenido severo; que ha respondido á la reina y á doña Clara, que no puede hacer nada estando de por medio la justicia.

– Ya veis, Dorotea, que cuando el rey…

– Pero vos podéis más que el rey.

– ¡Yo!

– Sí, vos; basta una palabra vuestra para que la justicia calle, para que la puerta de la prisión se abra, y yo quiero que don Juan salga libre y seguro… porque le amo, ¿lo entendéis?.. porque es mi vida, y el mal que le sucede me vuelve loca, me asesina. Quiero ir yo… yo misma á abrirle su prisión; quiero ser para él la libertad, la vida; quiero ser su recuerdo continuo… quiero que no pueda olvidarme nunca… y tanto haré, que no me olvidará… ¡Oh, no! y con eso sólo seré feliz.

– ¡Pardiez, y lo que amáis á ese mozo! – dijo contrariado el duque.

– No os enfadéis señor, vos me tenéis por lujo… ya os lo he dicho… pues bien: vuestra querida pública seré, ya que esto os halaga, hasta la muerte, hasta la muerte, señor; pero… tened compasión de mí; concededme lo que os pido.

El duque miró á la cortina de la puerta tras la cual había desaparecido el bufón.

Aquella cortina estaba inmóvil.

Aquella cortina era en aquellos momentos para el duque el velo impenetrable de la fatalidad.

– No puedo… – dijo al fin.

– Sí, sí podéis – dijo Dorotea – , vos lo podéis todo.

– No me atrevo – dijo el duque, que no quitaba ojo de la cortina.

– Necesito la libertad y la seguridad de don Juan – dijo con acento voluntarioso Dorotea.

– Yo no puedo sobreponerme á las leyes.

– Sobreponéos – dijo la voz ronca del bufón detrás de la cortina.

Tembló el duque al sonido terrible, fatídico de aquella voz.

– Es el caso que… yo… mi poder… no alcanza á veces…

– ¿No os he dicho ya, duque de Lerma, que hagáis cuanto ella quiera? ¿ó es que sois tan torpe que no comprendéis lo que se os manda? – dijo el bufón abriendo la cortina y apareciendo.

Sonrojóse vivamente el duque al verse tratado de tal modo por el bufón en presencia de una tercera persona, y balbuceó algunas palabras.

El bufón adelantó lento y sombrío.

– No te agites, Dorotea – dijo – ; no llores; no supliques: el señor duque hará lo que sea necesario hacer; el señor duque no puede negarte nada: excelentísimo señor, afuera, en la sala, hay recado de escribir; yo sé dónde vive el licenciado Sarmiento; escribidle una carta y concluyamos, que Dorotea está impaciente.

– Esto es ya demasiado – dijo el duque colérico.

– Ya lo creo que es demasiada obstinación la vuestra.

– No os irritéis, señor – dijo Dorotea – ; yo os lo ruego, yo os lo suplico.

– No hay que suplicar; tú no tienes que suplicar á nadie, hija mía; yo soy tu esclavo, y el duque de Lerma es esclavo mío. Ayer quisiste la prisión de don Juan, y fué preso; hoy quieres su libertad y hoy se verá libre, porque su excelencia y yo… nos entendemos.

– ¿No teméis que llegue un día en que os pese de lo que hacéis?

– Algunas cosas horribles tengo hechas por ella, y todavía no me ha pesado; servidnos ahora, y después, cuando podáis, no tengáis compasión de mí… pero ahora… haced lo que ella quiere.

Y señaló á Lerma con toda la autoridad y la arrogancia de un señor despótico, la puerta que conducía á la sala.

El duque se levantó maquinalmente y salió de la alcoba.

Maquinalmente se encaminó á una mesa donde había recado de escribir y escribió.

Luego cerró la carta y la entregó al bufón.

Aquella carta estaba concebida en estos términos:

«Mi buen Ruy Pérez Sarmiento: En el punto en que recibáis ésta, rasgad todas las diligencias que hayáis practicado en averiguación del delito cometido en la persona de don Rodrigo Calderón; proveed auto de libertad en favor de don Juan Téllez Girón y de don Francisco de Quevedo Villegas, y guardad esta carta para cambiarla por una provisión de oidor en la Real Audiencia de México. A cualquier hora, mañana, me encontraréis en la secretaría de Estado ó en mi casa. Guárdeos Dios. —El duque de Lerma.»

Apenas entregada esta carta, el duque salió de casa de Dorotea, sin despedirse de ella, trémulo, irritado.

El bufón salió también, llevando consigo la carta del duque de Lerma.

Dorotea quedó en un estado horrible de ansiedad.

Una hora después, el tío Manolillo volvió con unos pliegos en la mano.

– ¿Tenéis ya la orden de libertad? – dijo la joven con anhelo.

– Sí – respondió con voz ronca el bufón – . Este pliego es el auto de libertad de tu amadísimo don Juan; este otro, el auto de libertad de don Francisco de Quevedo, que yo me guardo, porque importa que esté preso; y este otro pliego, es una orden para que tú puedas entrar en la torre de los Lujanes, donde está encerrado don Juan.

Dorotea, á pesar de la fiebre que la devoraba, llamó á Casilda, saltó de la cama, se hizo vestir, pidió una litera, y salió de su casa.

CAPÍTULO LXXIV
LO QUE HIZO DOROTEA POR DON JUAN

Irritado, contrariado, impaciente, cuidadoso, se encontraba don Juan encerrado en un aposento alto de la torre de los Lujanes.

La opaca luz de aquel día nublado y lluvioso, penetrando en el encierro por dos estrechísimas saeteras, apenas bastaba para determinar los objetos que en el aposento había.

Podía juzgarse, sin embargo, que no se había tratado mal á don Juan; algunos muebles, aunque no de lujo, decentes; una cama limpia, una alfombra usada, pero aceptable aún, y un brasero con fuego, hacían cómodo aquella especie de calabozo, si es que un calabozo puede ser cómodo para un preso.

Comprendíase claro que aquel encierro estaba destinado á personas á quienes, por su clase, era necesario tratar bien.

Don Juan no sabía por qué estaba preso, pero se lo figuraba; no podía ser por otra cosa que por el asunto de don Rodrigo Calderón.

Lo que más inquietaba al joven era que suponía que Quevedo habría sido también preso, porque ¿cómo explicarse que estando libre Quevedo no hubiese hecho en su favor maravillas?

Y dolíale, además, el estado aflictivo que suponía en doña Clara Soldevilla.

Cuando le prendieron en su aposento, la joven se puso pálida y se desmayó.

Don Juan no vivía, agonizaba en aquel calabozo, había pasado una noche horrible, de cavilaciones, de temores; se había acordado de todo, había dado vueltas á todo, y sin embargo, no se había acordado de Dorotea.

Cuando el carcelero la noche antes le entró la luz, don Juan le dió dinero y le preguntó por la causa de su prisión.

El carcelero le respondió con sumo respeto, pero encogiéndose de hombros, que nada sabía.

Encargóle don Juan que procurara informarse, que avisase á su esposa del lugar donde se encontraba, y que procurase ver á don Francisco de Quevedo ó saber de él.

El carcelero volvió á la hora de la cena, trayendo una escogida y abundante.

Pero lo que le dijo el carcelero le puso en mayor ansiedad.

Empezó por asegurarle que, por más que había hecho, no había podido averiguar la causa de su prisión; pero que él creía que cuando lo habían traído á la torre de los Lujanes, y con tal misterio, debía tratarse de un grave asunto de Estado.

Añadió que había ido al alcázar y que no había podido hablar á Doña Clara, porque estaba en audiencia con el rey, y que en cuanto á don Francisco de Quevedo, ninguna de las personas á quienes por él había preguntado le habían dado razón de tal persona.

Se empeoraba el negocio á la vista de don Juan, y como hemos dicho, no pudo dormir en toda la noche.

Al día siguiente, cuando volvió el carcelero con el almuerzo, cuando don Juan le habló, el carcelero le respondió con gran respeto:

– Se me ha prohibido terminantemente hablar con vuesa merced una sola palabra; estas que le digo son imprudentes, porque las paredes escuchan. No me pregunte vuesa merced más, porque no le contestaré.

Después de esto el carcelero salió, y don Juan quedó más cuidadoso que antes.

Adelantó el día y con él la desesperación y la impaciencia de don Juan.

Nadie parecía á tomarle declaración ni darle noticia alguna.

Al fin, al medio día se oyeron pasos en las escaleras y luego el ruido de los candados y cerrojos de la puerta.

 

Entró el carcelero.

No traía la comida.

Esto dió alguna esperanza á don Juan.

– ¿A qué venís? – dijo al carcelero.

– Vengo á pediros licencia, en nombre de una dama que quiere hablaros – contestó aquél.

– ¿De una dama? ¿qué señas tiene?

– Está completamente encubierta por un manto; pero parece principal y hermosa.

– ¡Ah, es ella! – dijo don Juan pensando en doña Clara y sin acordarse, ni remotamente, como hasta entonces no se había acordado, de Dorotea.

– Trae una orden terminante para que se la permita hablaros á solas, del señor alcalde de casa corte, Ruy Pérez Sarmiento, de quien pende vuestro proceso.

– ¡Oh, pues que entre! ¡que entre! – exclamó con afán el joven.

– Entrad, señora – dijo el carcelero llegando á la puerta.

Entró una mujer completamente envuelta en un manto, y mandó con un ademán enérgico al carcelero que saliese.

La puerta se cerró.

Entonces la mujer se echó atrás el manto, adelantó hacia don Juan, le asió de las manos y le miró exhalando toda su alma, y su alma enamorada por sus ojos.

– ¡Ah! ¡Dorotea! – exclamó con una sorpresa dolorosa don Juan.

– ¿La esperábais á ella? – dijo Dorotea con la voz apagada de quien sufre un dolor agudo.

– Os confieso que… señora… me sorprende… – dijo trastornado don Juan.

– ¿Os sorprende que yo sea la primera mujer que penetra por vos en este horrible encierro? ¡No sabíais, no habíais podido saber cuánto yo os amaba! ¡cuánto era capaz de hacer por vos! ¡pues sabedlo, os traigo vuestra libertad!

– ¡Mi libertad! ¡vos! – exclamó dejando ver la expresión de una profunda sorpresa don Juan.

– Sí, yo… aquí está – dijo Dorotea mostrando al joven un pliego cerrado.

– ¿De modo que ya puedo salir de aquí?

– Aún no – contestó dolorosamente Dorotea.

Esta respuesta de la joven irritó á don Juan.

– ¡Ah! ¡venís á imponerme condiciones!

– ¡Condiciones! ¡condiciones yo á vos! ¡qué condiciones puede dictar el esclavo á su señor! ¡cuán poco me conocéis, por mi desdicha!

– Entonces, ¿por qué no me dais esa orden?

– ¡Hay en el mundo otra mujer que os ama, que puede y debe confesar el amor que os tiene ante Dios y los hombres! ¡una mujer que por vos sufre, que por vos está enferma, que por vos muere! ¡una mujer que por vos se ha arrojado á las plantas del rey, y que no ha podido conseguir nada, ni aun saber el lugar donde estáis preso! ¡Vuestra esposa! ¡Doña Clara Soldevilla, que es vuestra vida!

– ¡Ah! – exclamó don Juan.

– Y esa mujer venturosa, porque tiene vuestro amor; esa mujer á quien únicamente debéis amar, esa será la que reciba, sin saber de quién lo recibe, este pliego cerrado; esa mujer será la que venga á abriros la puerta de vuestra prisión; esa mujer será, porque debe serlo, quien goce toda la alegría de recobraros, cuando os creía perdido, cuando se creía casi viuda.

– ¡Viuda!

– ¿Pues no sabéis de lo que os acusan?

– No.

– De homicidio premeditado y con ventaja, intentado contra don Rodrigo Calderón.

– Mentira: como hidalgo y frente á frente, reñí con él por un grave asunto, y sirviendo á la reina: vos lo sabéis.

– Pero vos no podéis, por lo mismo que sois hidalgo y leal, sacar á juicio lo de las cartas de la reina, y os sentenciarían cometiendo una injusticia, es cierto; pero las injusticias no sorprenden á nadie en España. Me debéis, pues, la vida, y os lo digo para que lo sepáis; para que no podáis olvidarme.

– Me estáis desgarrando el alma, Dorotea.

– ¿Y qué importo yo… pobre cómica… querida miserable del duque de Lerma? pero dad gracias á Dios de que yo sea querida del duque, y de que el duque, por una casualidad que Dios ha permitido, sea esclavo de un hombre terrible, que es á su vez esclavo mío.

– ¿Y quién es ese hombre?

– El tío Manolillo, el bufón del rey. Él, porque sabe que os amo, y que vos íbais á salir de la corte, hizo que Lerma os prendiera. Él, porque yo se lo he pedido, ha hecho que Lerma mande rasgar vuestro proceso y poneros en libertad. Si yo le hubiese dicho: ese hombre me desprecia, ese hombre me insulta, quiero vengarme de él y de ella, mátale; hubiérais subido al cadalso, y con vos Francisco de Quevedo, á quien Dios maldiga. Sabedlo, quiero que lo sepáis para que no podáis olvidarme jamás; os lo repito. ¿Qué me importa que os apartéis de mí, que no os vuelva á ver más, si estoy segura de que vos no olvidaréis nunca mi memoria?

Don Juan inclinó la cabeza y no supo qué responder.

Estaba seguro de que no podía engañar á Dorotea, porque ésta sabía demasiado que él amaba, que él no podía dejar de amar á doña Clara.

Y sin embargo, la hermosura y el amor inmenso, excepcional de la comedianta, excitaban su deseo; halagaban su orgullo; don Juan, si hubiera podido, sin dejar de amar á doña Clara y de ser feliz con ella, hubiera sido amante de Dorotea.

Pero esto era imposible: Dorotea tenía demasiado corazón.

Dorotea no podía partir el amor de su alma con otra, por más que aquella otra fuese la esposa del hombre de su amor.

La situación de don Juan, ante quien Dorotea se presentaba de una manera enloquecedora, dándole la libertad y con la libertad la vida, sacrificándoselo todo, con la abnegación sublime de que sólo es capaz una mujer que ama, la situación de don Juan era horrible.

– ¿Cómo podré yo hacer – dijo al fin – , que vos me perdonéis la desgracia de no haberos conocido antes?

– No blasfeméis de vuestra fortuna – dijo gravemente Dorotea – ; Dios os ha dado en doña Clara una mujer digna de vos. Amadla, reverenciadla, alegráos como de una felicidad inmensa de que sea vuestra esposa. En cuanto á mí, con que vos me apreciéis, con que me recordéis, con que os cause compasión mi desdicha, estoy satisfecha, seré feliz.

Y Dorotea, á quien hasta entonces había sostenido la excitación febril de la alegría que la causaba el llevar la libertad á don Juan, se sentó y se puso sumamente pálida.

– Estáis mala, Dorotea – dijo el joven acercándose rápidamente á ella – . ¿Qué tenéis?

– ¡Me muero!

– Disponed de mí: yo soy vuestro… yo os amo – dijo don Juan embriagado.

Y en aquel momento, olvidándolo todo, asió con sus dos manos la hermosa cabeza de Dorotea y la besó en la boca.

– ¡Oh! ¡qué horror! – exclamó la joven poniéndose en pie de un salto – ; ¡qué crueldad! ¡qué daño me habéis hecho tan terrible!

Y arreglándose el manto, se dirigió á la puerta y llamó.

– ¿A dónde vais, Dorotea? – dijo don Juan.

– Es necesario que venga cuanto antes vuestra esposa.

Sonaron entonces las llaves del carcelero.

– Esperad un momento – dijo don Juan asiendo por el manto á Dorotea, que estaba vuelta hacia la puerta.

– ¿Qué más queréis de mí? – contestó la joven.

– Quiero… quiero volveros á ver.

– ¡Que queréis volverme á ver!.. ¡sí, yo también quiero! pues bien: estad esta noche, á las ocho, al pie de la Cruz de Puerta de Moros.

– Estaré.

En aquel momento se abrió la puerta.

– Adiós – dijo Dorotea, y salió precipitadamente.

– Adiós – dijo don Juan, y se dejó caer aniquilado sobre una silla.

El carcelero cerró la puerta.

– No merece este amor asesino que me ha entrado en el alma – murmuraba la comedianta bajando precipitadamente las escaleras – . ¡Yo estoy loca! ¡yo me muero! ¡Dios mío! ¡irá! ¡irá! ¡le parezco hermosa! ¡le embriago!.. ¡sí, irá! pues bien… ¡me vengaré de él y de ella! ¡él me obliga! ¡aquel horrible beso!.. ¡Oh, Dios mío!

Y acabando de bajar las escaleras, atravesando la alcaidía sin reparar en nadie, salió.

En la puerta de la torre había una litera.

Al aparecer Dorotea, un criado abrió la portezuela.

Dentro de la litera había un hombre.

Era el tío Manolillo.

Estaba más pálido, más cadavérico que Dorotea.

Al ver el aspecto de aniquilamiento y de desesperación de la joven, una chispa de alegría involuntaria pasó por los ojos del bufón.

– Ese miserable no te comprende – dijo.

– Os engañáis, Manuel; le enamoro, haría de él cuanto quisiera, menos que me amara como yo quiero ser amada. Estoy irritada: la cólera y la desesperación me matan. Quiero vengarme, y empiezo. ¡Pedro! ¡al alcázar!

La litera se puso en movimiento.

– ¿A qué vas al alcázar, hija mía?

– No voy yo, sino vos. Tomad.

– ¡Ah! ¡la orden de libertad de don Juan! ¡no se la has dado! ¡quieres que la devuelva al duque de Lerma y que el proceso siga! ¡haces bien! ¡ese no es digno de nuestra protección! ¡no amarte á ti que tanto le amas! ¡que tanto haces por él! ¡véngate! ¡ya que no sea tuyo, que no sea de la otra!

– Vais á entrar en el alcázar y á hacer de modo que doña Clara Soldevilla reciba esta orden sin que pueda saber de dónde viene.

– ¡Cómo!

– ¡Lo quiero!

– Haces mal.

– Lo quiero. ¡Y cuenta con que doña Clara pueda ni aun por indicios sospechar!