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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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Si el duque no hubiera llevado allí, según su sentido político, un alto objeto, hubiera roto por todo y hubiera pedido á doña Ana luz. Pero aquella mujer le parecía muy importante, y necesario y conveniente de todo punto seguir representando á obscuras un papel de rey enamorado y celoso de su dignidad.

El duque de Lerma incurría en su millonésima equivocación.

Estaba allí representando por la millonésima vez su papel de simple.

– ¡Ah! ¿con que amáis á su majestad, cuanto habéis amado al que habéis amado más? – dijo el duque.

– Os ruego, señor, que no volvamos á la pasada disputa; yo no me atrevo á disputar con vos. Respeto vuestros deseos y callo.

– Continuad; señora, continuad – dijo el duque halagado por las palabras de doña Ana, porque tal era su vanidad, que se hinchaba con el placer de representar al rey de una manera indirecta, aunque esto no fuese sino como podía ser, á obscuras y ante una persona que nunca hubiese oído la voz del rey.

Doña Ana continuó:

– Amaba yo á don Hugo por cuantas razones puede amar á un hombre una mujer; me enamoraba y me enorgullecía. Pero fuí muy desgraciada en mis amores. No los logré.

– ¡Cómo! ¿Pues no sois su viuda?

– Oíd, señor, oíd: cuando estuve ataviada como una dama, don Hugo zarpó de nuevo y tomó rumbo para Barcelona; durante la travesía me trató con el mayor respeto. Yo no comprendía por qué don Hugo me respetaba; después lo he comprendido; don Hugo respetaba en mí su amor, un amor tan extrañamente concebido por una pobre muchacha deshonrada. Pero contra el amor no hay razones; se ama porque se ama, y nada más.

En Barcelona saltamos en tierra, y don Hugo me llevó á casa de una anciana tía suya. Habíamos convenido, para que nada pudiese decir la tía, en decirla que don Hugo me había rescatado de unos piratas berberiscos que me habían apresado algunos años antes, matando á mis padres.

La buena vieja era muy crédula, y creyó todo lo que su sobrino quiso que creyese.

Don Hugo estuvo algunos días en Barcelona y partió al fin, dejando encomendado á su tía que hiciese de mí una dama.

Yo quedé con un agudo dolor.

Don Hugo me escribió al poco tiempo una carta muy tierna que aumentó mi amor hacia él. Con el afán de poder leer sus cartas, de poder escribirle, aprendí en muy poco tiempo á leer y á escribir.

Al año pude contestar, aunque mal, por mí misma á aquel amante que se me había entrado en el alma, y á quien debía el verme cambiada en otra.

Porque ya no era yo la pobre muchacha ignorante que andaba descalza por la playa, entregada al primero que encontraba al paso, abandonada á sí misma; había formado otra concepto del mundo; estaba en una casa rica; proveían mis deseos numerosos criados; vestía ostentosamente; iba á todas partes y á todas partes en litera ó carroza; la buena doña María me amaba y no había sospechado nunca de la verdad de la historia que la habíamos contado su sobrino y yo. Por otra parte, yo, que en realidad me llamaba Ana Pereira, me llamé doña Ana de Acuña, como ahora.

– ¿Y cómo pudo ser eso? – dijo admirado el duque de Lerma.

– No lo sé, porque don Hugo no me lo dijo por escrito ni pudo decírmelo de presente.

– ¡Cómo!

– ¡Don Hugo y yo no nos volvimos á ver!

– ¡Y sois su viuda!

– Seguid escuchando. Un día recibí una ejecutoria, que aún conservo, y unos papeles que acreditaban que yo era, en efecto, doña Ana de Acuña, única descendiente de una familia ilustre, pero pobre.

– ¿Era rico don Hugo? – preguntó el duque de Lerma.

– Riquísimo.

– Pues entonces comprendo perfectamente cómo os ennobleció… Compraría su apellido y su ejecutoria á una familia pobre…

– Eso debió ser.

– Continuad, señora.

– Pasaron dos años, y al cabo de ellos, cuando yo estaba completamente transformada, cuando acababa de cumplir los diez y nueve años, doña María adoleció de su última enfermedad. Escribí á don Hugo que me veía expuesta á quedarme sola en el mundo, y don Hugo me contestó, enviándome los papeles necesarios por medio de un amigo suyo para que pudiera casarme con él por poder, que para este efecto había dado á su amigo.

En efecto, una noche en que la dolencia de doña María se había agravado de una manera tal que los médicos no la daban más que algunas horas de vida, me casé, junto á su lecho, con don Hugo, representándole el amigo que para ello había enviado.

Acabada la ceremonia, el amigo de don Hugo y los testigos se retiraron, y yo, triste y temerosa por aquellas bodas que se habían hecho junto á una moribunda, me quedé velando su agonía.

Al amanecer murió.

Aquel día un escribano vino á abrir el testamento.

La buena doña María había dejado todos sus bienes, que eran muchos, á la esposa de su sobrino.

Yo era ya rica.

No sé si por esto, yo que había olvidado completamente á mis pobres padres, lloré por aquella mujer.

Quedéme en la casa como dueña.

Escribí á mi esposo participándole la muerte de su tía, y al poco tiempo recibí una carta enlutada.

La abrí con el corazón helado y recibí un golpe cruel.

Don Hugo había muerto en Flandes como bravo, peleando por el rey, pero había tenido tiempo para darme la última prueba de aquel extraño amor que había sentido por mí.

En su testamento aparecía yo su heredera universal.

Encontréme viuda, joven, hermosa y dos veces rica.

Lloré mucho por don Hugo, pero todo pasa, todo muere y muere también y pasa el dolor.

¡Oh! ¡si yo entonces me hubiera acordado de mis pobres padres y hubiera ido á sacarlos de su miserable cabaña!

¡Dios acaso, entonces, me hubiera amparado!

Pero me olvidé de todo y acabé por olvidarme de don Hugo, del único hombre á quien había amado.

Rica, joven y hermosa, me propuse apagar mi sed de placeres, mi sed de vanidad.

Y aunque muchos quisieron casarse conmigo, yo no quise.

Quería volar libre, suelta, poderosa; devorar cuanto el mundo tiene de incitante y bello.

Y lo gocé.

Pero lentamente mi caudal disminuía.

Vivía en la corte, y gastaba, gastaba sin reflexión el caudal que me habían dejado una santa y un hombre de corazón.

Gasté su caudal y su nombre, porque fuí una mujer galante, una aventurera; porque en mi sed de gozar me olvidaba de mi honra, como me había olvidado de mis padres, como me había olvidado de mi esposo.

– ¡Oh! ¡oh! vos sin duda exageráis, señora.

– Os digo la verdad; no he querido engañaros. Soy una mujer perdida, y no comprendo cómo vos, señor, podéis haberos enamorado de mí, como no he podido comprender nunca por qué de mí se enamoró don Hugo.

– Tenéis una hermosura maravillosa, doña Ana.

– Gracias, muchas gracias, señor, pero escuchadme todavía, que aún no he concluído.

– Os escucho.

– Muy pronto estuvo enteramente perdido lo que había heredado; empecé á contraer deudas, y no sé lo que hubiera sido de mí, si un día no me hubiese visto en el coliseo del Príncipe, el príncipe don Felipe.

– ¡Ah!

– Aunque es muy niño, clavó en mi sus ojos y no los apartó en toda la función. El duque de Uceda estaba en el aposento del príncipe.

– ¡Oh! ¡oh! – exclamó el duque de Lerma con un acento que engañó á doña Ana.

– Yo no debería deciros esto, señor – dijo ella – ; pero no debo engañaros; no debo excusaros ni la parte más leve de la verdad. Además que su alteza es muy niño…

– ¡Y sin embargo, quiere pervertirle el buen duque de Uceda!..

– El duque de Uceda es muy ambicioso, y hace la guerra á su padre el duque de Lerma de la manera que puede. El duque de Uceda es tan mal hijo como lo he sido yo. Dios le castigará como me ha castigado á mí. En cuanto al príncipe…

– Decid, decid…

– El duque le trae algunas noches. Su alteza se alegra cuando me ve y me abraza y me besa, y me dice que cuando sea rey yo seré lo que quiera ser.

– ¿Pero el príncipe está ya pervertido?

– No; no, señor, pero si… su majestad el rey no pone remedio, el príncipe será un rey débil capaz de todo, si para lograr sus intentos le pone un ambicioso delante una mujer hermosa.

– Gracias, señora, gracias en nombre del rey.

– ¡Oh! el rey pude contar con mi corazón, con mi alma. Pero el rey tendrá compasión de mí y me salvará; ¿no es verdad, señor?

– ¿Pero de qué tiene que salvaros el rey?

– ¡Ah, señor! ¡yo no os lo he dicho todo! Pero antes de que concluya la triste confesión de mis desdichas, dadme, señor, vuestra palabra de que me protegeréis.

– Os protegeré, no lo dudéis. Pero alzad, alzad, señora, y no tembléis de ese modo.

Doña Ana se había arrojado de nuevo á los pies del duque de Lerma, y besaba llorando sus manos.

El duque creyó que quien causaba el miedo de doña Ana, era el duque de Uceda.

Doña Ana se levantó.

– Continuad, señora – dijo el duque.

– Yo tenía un amante, más por miedo que por amor.

– ¡Un amante!

– Sí, señor; el sargento mayor…

– ¿Don Juan de Guzmán?

– ¡Cómo! ¿lo sabíais, señor?

– Sí, me lo habían dicho.

– Y á pesar de eso, señor, ¡me habéis solicitado!

– Sé que ese hombre ha muerto.

– ¿Lo sabéis?

– ¡A puñaladas!

– ¿Pero sabéis quien le ha matado?

– ¡Sí!

– ¿Lo sabéis?

– Permitidme que no lo diga; su nombre…

– Os lo diré yo, porque ninguna parte tengo en su muerte.

– ¿Qué decís?

– Que le ha matado el tío Manolillo, el bufón de… el rey.

– ¿Lo sabíais?

– Pero yo creía que le había matado por distinta causa.

– ¡Cómo! señora, ¿creéis que yo he mandado la muerte de ese hombre?

Y en el acento de temor y de sorpresa del duque, que era siempre hinchado, doña Ana creyó oír el acento de un rey ofendido.

– ¡Ah! ¡perdón! ¡perdón, señor! – exclamó – no crea vuestra majestad…

 

Era tan grave lo que sucedía, que el duque de Lerma perdió la serenidad y exclamó:

– ¿Cómo os he de decir que yo no soy el rey?

– ¿Pues quién sois entonces? – exclamó con espanto doña Ana, á quien parecieron enérgicamente verdaderas las palabras del duque.

– Yo – dijo Lerma reponiéndose, pero torpemente – soy… un caballero que os ama.

– ¡Ah! – exclamó con acento rugiente doña Ana – ¡me ha engañado ese miserable Montiño! Pero yo sabré quién sois.

Y corrió al rincón donde, como dijimos, había dejado la linterna sorda, vino hacia donde estaba el duque, y abriendo la linterna, inundó de luz su semblante.

– ¡El duque de Lerma! – exclamó.

– ¡El duque de Lerma! – exclamó un hombre que abría al mismo tiempo una puerta.

Lerma arrancó la linterna de las manos de doña Ana, y miró á aquel hombre y retrocedió.

– ¡Mi hijo! – exclamó con espanto.

– Sí; sí, señor, vuestro hijo – contestó el duque de Uceda.

Y el padre y el hijo delante de doña Ana, aterrada, quedaron mirándose frente á frente.

CAPÍTULO LXVI
EL PADRE Y EL HIJO

Entrambos se encontraban contrariados.

Ni el padre ni el hijo habían esperado verse allí de una manera tan ambigua.

El duque de Lerma, que había tenido aquella mañana una entrevista escandalosa con su hija la condesa de Lemos, debía tener aquella noche otra con su hijo el duque de Uceda.

Condiciones eran de su posición.

Había asaltado el poder por medio de intrigas y de bajezas, y la bajeza y la intriga debían acometerle á su vez.

Y como su hijo era bajo é intrigante, he aquí que en la maraña en que ambos estaban enredados, debían encontrarse y se encontraron en aquella situación absurda, casa de una cortesana, y rivales en todo hasta respecto á la mujer que los miraba aterrada sin saber qué la sucedía.

Doña Ana, con el terrible acontecimiento de aquella mañana, lo había olvidado todo, y cuando dió la cita al cocinero mayor para el duque de Lerma, creyendo que se la daba para el rey, se olvidó de que el duque de Uceda tenía una llave de la puerta principal de la casa, por medio de la cual podía entrar á cualquier hora.

Si doña Ana se hubiera acordado, con haber corrido los cerrojos de la puerta, punto concluído.

Pero se había olvidado de ello, y como un descuido basta á veces para producir consecuencias inmensas, he aquí que el duque de Uceda, á quien enamoraba doña Ana de una manera doble, como mujer y como instrumento, llegó, abrió, subió y entró en la cámara de la cortesana á tiempo que ésta reconocía al duque de Lerma.

Ya hemos dicho que doña Ana estaba aturdida.

Ni aun se la ocurrió desmayarse.

Un silencio de estupor enmudecía á los tres personajes.

El primero que le rompió fué el duque de Uceda.

– Encended las bujías, doña Ana – dijo – , venid después acá, y decidnos: ¿por qué razón, de una manera tan imprevista y tan enojosa nos encontramos aquí mi señor padre y yo?

– Yo he venido á deshacer vuestras rebeldías, señor duque de Uceda – dijo el duque de Lerma, mientras doña Ana, aturdida, encendía las bujías.

– ¿Mis rebeldías, excelentísimo señor? – dijo el duque con calma – ¿pues acaso hago yo otra cosa que defenderme?

– Defenderos, ¿de qué?

– De los agravios que vuecencia me ha estado continuamente haciendo por celos. Sí; vuecencia cree que nadie puede acercarse al rey sino para hablarle mal de vos.

– Vos habéis conspirado constantemente contra mí.

– Es cierto: por vuestro nombre y por el mío.

– ¿Por vuestro nombre?

– Cierto; soy vuestro hijo y no puedo tolerar á sangre fría que, cegado por viles favoritos, aconsejéis constantemente al rey lo que deslustra vuestro nombre.

– ¿Sabéis que á más de ser vuestro superior por mi estado, lo soy también por ser vuestro padre?

– Padre y señor, hace mucho tiempo que no somos padre é hijo.

– Tan seguro tenéis, porque os ha repuesto el rey en vuestro oficio de ayuda de cámara del príncipe, que soy hombre al agua, que ya se me os atrevéis.

– Os encuentro casa de mi querida.

– ¡Casa de vuestra querida! ¡yo creía que esa mujer era la primera querida de su alteza, querida que vos le habíais procurado!

– Venid acá, perdida – dijo el duque de Uceda asiendo violentamente de una mano á doña Ana – ; ¿así se juega con gentes principales? ¿para esto te doy yo los brocados que vistes y las joyas que gastas?

Doña Ana se echó á llorar, y para que llegase hasta lo último lo escandaloso de aquella escena, el duque de Uceda dió una bofetada á doña Ana, como podía haberlo hecho el último de los rufianes.

– ¡No os conozco! – exclamó el duque de Lerma escandalizado, avergonzado, porque nunca el duque de Lerma había prescindido de las formas – ; vos no debéis ser mi hijo, no; si fuérais mi hijo no hubiérais hecho, y delante de vuestro padre, lo que acabáis de hacer.

Doña Ana lloraba; el duque de Lerma se dirigió á la puerta.

– Esperad, esperad, señor – dijo el duque de Uceda interceptando á su padre la puerta.

– En nombre de la ley divina y de la humana, apartáos, duque de Uceda – exclamó Lerma con la dignidad que siempre tiene un padre respecto á su hijo.

– Esperad, os lo suplico, señor, no somos, os lo repito, el padre y el hijo, somos dos enemigos; vuestra es la culpa de esta enemistad; me habéis provocado.

El duque, ciego de cólera, puso la mano en la empuñadura de su espada: el duque de Uceda permaneció inmóvil.

– Ved de escucharme á sangre fría – dijo – ; reparad en que causaría gran escándalo que vos me maltratáseis aquí en las altas horas de la noche, casa de esa mujer.

Y señaló á doña Ana, que continuaba llorando arrojada en un sillón.

– Dirían las gentes, si dejándoos llevar de vuestra violencia pusiéseis en mí las manos, que no bastando los odios políticos que nos separan, habíamos reñido por una querida.

– Yo diría á las gentes, si os castigase, como debo castigaros, que vos os habéis olvidado de todo; que para corregir vuestros excesos, me he visto obligado á recurrir á este caso, á sorprender á esta mujer, de quien os valéis para pervertir á su alteza el príncipe de Asturias.

– ¡Ah! ¡vuecencia diría eso! pues bien; yo puedo decir, yo puedo probar para acreditar de falsa vuestra acusación, que vos vendéis al rey y al reino.

– ¡Yo!

– Sí, vos. Y lo declararían sin saberlo los duques de Bukingam y de Seimur; lo declararían sin saberlo vuestros satélites, delegados por vos para sangrar al reino, por medio de cartas que puedan presentarse al rey.

– ¡Mentís! – exclamó el duque, que delante de doña Ana no quería rendirse, por decirlo así, á lo tremendo de su situación; no quería confesarla.

Su hijo lo adivinó.

– ¿Qué haces tú ahí? – dijo á doña Ana – ; ¿no ves que su excelencia y yo tenemos que entendernos? Vete.

Doña Ana se levantó y salió doblegada, cabizbaja, llorando.

El duque de Uceda cerró las puertas.

– Ya estamos solos, padre y señor – dijo – ; sé á qué habéis venido aquí; sé que por el afán de guardar para vos solo el favor de su majestad, habéis llegado hasta el caso de traición, de tomar el nombre de su majestad, de querer pasar ante esa mujer por su majestad, para deshacer uno de los medios que suponéis de mi privanza con el príncipe.

– ¿Pero quién os ha dicho eso?

– El bufón del rey.

– ¡Ese hombre lo sabe todo!

– Ese hombre trabaja por su cuenta, es astuto, tenaz, y sabe aprovecharse de las debilidades, de los vicios, y aun de los crímenes de las personas que necesita.

– ¿Pero cómo sabe el bufón del rey?..

– ¿Que doña Ana os esperaba creyendo esperar al rey? Se lo ha dicho el cocinero de su majestad.

– Es necesario cerrar las bocas de esos dos hombres.

– Sí, es necesario que la lucha quede entre nosotros dos, es necesario destruir esas bajas personas intermedias, y ya que de nuestros rostros han caído los antifaces, entendámonos directamente, padre; solapemos esa lucha, que por vuestra imprudencia va haciéndose escandalosa, y convengámonos.

– ¿Pero qué es lo que vos queréis?

– Padre y señor, yo quiero heredaros cuando sea tiempo.

– ¿Y cuándo creéis que será tiempo?

– Cuando muera el rey.

– Su majestad es joven, y goza de muy buena salud.

– Podrá ser larga la espera, ya lo veo; pero vos me ayudaréis á esperar.

– Explicáos.

– Vos, antes de que muriese Felipe II, mucho tiempo antes, érais el favorito, los andadores del príncipe de Asturias; cuando Felipe II murió, vos fuísteis lo que sois ahora, secretario de Estado universal de Felipe III. Vuestra privanza con el rey cuando era príncipe, os costó poco; era, como lo es, vanidoso y grave, y vos adulásteis su vanidad y su tiesura; era, como lo es, devoto, y vos supísteis haceros más devoto que él.

– Felipe III tenía un padre muy prudente… y cuando me dejó al lado de su hijo…

– Demostró que no era tan prudente ni tan sagaz como dicen, cuando no conociendo que vos representábais vuestro papel de Estado, os hacíais señor del príncipe su hijo, os lo repito; vos tuvísteis la fortuna de dar con un príncipe imbécil, y yo… el actual príncipe de Asturias, está viciado precozmente por la pasión á la mujer, que hará de él un rey á quien será imposible servir, contentar sin humillarse, sin manchar la dignidad. ¿Creéis que yo he traído al niño príncipe al regazo de esa mujer? Os engañáis: él me ha obligado á traerle; si no le hubiera traído… es un niño muy adelantado á su edad. Lope de Vega escribió su primera comedia á los doce años; el príncipe don Felipe, ha tenido su primera querida á los siete… Vió á doña Ana en un coliseo, y concibió por ella una verdadera pasión; pasión de niño, pero que tiene ya la impureza del hombre. – Quiero mucho á aquella dama – me dijo – ; quiero ir á casa de aquella dama… y yo resistí, porque aunque yo no era asustadizo, me asusté… me asusté porque vi á dónde me llevaría la necesidad de halagar á su alteza para no perder su favor… y me vi obligado á ceder… hizo el diablo que el príncipe viese otras dos veces en el mismo coliseo á doña Ana, y ya fué imposible resistir á su voluntad… me hubiera arrojado de sí, si me hubiese negado. Busqué á esa mujer… afortunadamente es una cortesana, y la compré… el príncipe vino, y desde entonces soy para él la vida, el alma… porque yo soy quien le puede traer junto á esa mujer. Me cuesta, pues, mucho más el afecto del príncipe, que lo que os costó á vos el de su padre. Dejadme, pues, seguir libremente mi camino, no me pongáis embarazos, porque como vos sois el privado de Felipe III, quiero yo serlo de Felipe IV.

– Yo no puedo tomar parte en esa indignidad, yo no puedo permitirla; por el contrario, he venido aquí para cerciorarme en ella y evitarla.

– Vos podéis perderme, señor duque de Lerma, mi buen padre; vos podéis hacer con una sola palabra, que el rey me encierre en un castillo; pero desde el fondo de mi calabozo, yo puedo hacer que caigáis desde tan alto, que no podáis sobrevivir á vuestra caída.

– Horrorizaros debía lo que estáis haciendo – dijo el duque á falta de otra contestación mejor.

– ¿Y por qué? ¿Acaso vos, señor, no habéis querido perderme?

– Debí separaros de la servidumbre del príncipe y os separé; pero no os prendí como pudiera haberlo hecho; ni os desterré, ni aun siquiera os envié á nuestro ejército de Italia.

– Y habéis hecho muy bien, porque os conviene tenerme por amigo.

– ¿Que me conviene?

– Solo vos, no podríais defenderos de la multitud de hombres de valía que acechan el favor de su majestad; con vos yo, falta á esos hombres un aliado, y vos tenéis en mí unos ojos que todo lo ven, unos oídos que todo lo oyen. Puesto que os tengo cogido…

– ¡Cogido!..

– Preso, y de tal modo, que no os podéis mover; voy á deciros las condiciones…

– ¡Vos, condiciones á mí!

– Aquí no hay padre ni hijo; sólo hay el duque de Lerma, favorito del rey, y el duque de Uceda, favorito del príncipe de Asturias. Oíd, pues, las condiciones de avenimiento entre el duque de Lerma y el duque de Uceda.

– ¡Oigamos! – dijo con sarcasmo Lerma.

– Me daréis una parte de lo que os produce el favor del rey.

– Disgustos, compromisos.

– Una parte del oro que os dan los ingleses y del que os procura tanta y tanta cosa como tenéis en las manos, secretario de Estado universal de su majestad. Quiero, además, un puesto en el Consejo real. Quiero participación, aunque secreta, en el gobierno con vos. Quiero una parte en los empleos y en las encomiendas que se dan para venderse…

– Pues no queréis poco, señor duque.

– Mi privanza con el príncipe, en vez de producirme ganancias, me produce gastos exorbitantes. Bien es verdad, que es dinero que se siembra para cogerlo dentro de diez, dentro acaso de veinte años, y esto de una manera dudosa. Estoy empeñado; los acreedores me asedian, y para pagarles me veo obligado á conspirar.

 

– ¿A conspirar contra mi?

– Contra todo el mundo.

– ¿Conque es decir, que me proponéis una alianza? – dijo el duque, cuya voz temblaba de cólera.

– Sí, señor.

– ¡Ah! ¡pedís por esa alianza la mitad de mi poder!

– No, señor; os pido… que vos calléis respecto á mi lo del príncipe, á cambio de mi silencio respecto á vos por lo de Inglaterra.

– ¡Ah! ¡son mutuas concesiones!

– Por supuesto.

– Pero á cambio del tesoro que queréis que yo os dé, ¿qué me daréis vos?

– Os daré… la traición que haré por vos á mis amigos.

– ¿Es decir?..

– Que sabréis cuanto piensan Olivares, Zúñiga, Sástago, Mendoza, cuantos están contra vos, y de los cuales seguiré fingiéndome amigo.

– Aceptado – dijo Lerma, tendiendo la mano crispada á su hijo – ; aceptado, señor duque de Uceda. Pero se me ocurre una cosa.

– ¿Qué?

– Conocen nuestros secretos dos hombres.

– Se da de través con ellos. ¿Quiénes son?

– El tío Manolillo y Francisco Martínez Montiño.

– Esperad: ¿no es vuestra amante la Dorotea, la hermosa comedianta?

– Sí.

– Pues por ahí tenéis cogido al bufón del rey.

– Aún queda el cocinero mayor, y éste es el tal, por lo que veo, que un secreto se le va con la misma facilidad que se escapa el agua de una cesta.

– Francisco Martínez Montiño es harto débil para que no le rompamos cuando sea menester.

– Aún todavía quedan otros enemigos, enemigos terribles que no son vuestros enemigos…

– ¿Quiénes?

– El primero, la reina.

– ¡Ah! ¡la reina! la tenemos segura… hay ciertas cartas que Calderón nos venderá…

– Os engañáis, esas cartas han desaparecido.

– ¡Cómo!

– ¿No sabéis que don Rodrigo ha sido gravemente herido?

– Sí, pardiez: por ese bravo bastardo de Osuna que se nos presentó hace tres días, sobre un cuartago viejo, á Olivares y á mí.

– Pues el jinete de ese viejo cuartago, don Juan Téllez Girón, el marido de doña Clara Soldevilla, el maltratador de don Rodrigo, el salvador de la reina, ha estado á punto de dar con vosotros al traste, señores conspiradores de palacio: á él debéis el haber estado dos días separados de vuestros oficios, aturdidos sin saber de dónde venía el golpe.

– ¡A él!

– Mejor dicho, me lo debéis á mí.

– Explicáos.

– Si yo no hubiera tenido ocupado á Francisco Martínez Montiño en el banquete de Estado que os dí hace tres días, el cocinero mayor hubiera estado en palacio, le hubiera encontrado su sobrino, y habiéndole encontrado no se hubiera perdido en palacio, no hubiera visto á doña Clara…

– ¿El sobrino del cocinero del rey ha tenido también aventuras con esa castísima señora?

– Como que es su marido.

– ¿Pues cuántos maridos tiene doña Clara?

– Uno: el sobrino del cocinero del rey, que es lo mismo que don Juan Téllez Girón.

– ¡Ah! ¡es cierto! me había olvidado. Pero estamos perdiendo el tiempo. Debemos concluir por el momento. Tenemos prendas recíprocas… es decir, estamos unidos por la necesidad. Sepamos cómo quedamos.

– ¿Pues cómo hemos de quedar? Unidos como hemos debido estarlo siempre.

– Lo estaremos desde hoy en adelante. Para concluir, os voy á decir lo último en que debemos quedar convenidos, y eso porque es urgentísimo.

– Sepamos.

– Destierro del padre Aliaga.

– ¡Hum! ¡eso es algo difícil!

– ¡Destierro del padre Aliaga! – dijo Uceda, como quien repite una orden que no admite réplica.

– Haré cuanto me sea posible.

– Separación del lado del rey y de la reina.

– Bien.

– Destierro de doña Clara Soldevilla.

– ¡Otra dificultad! ¡la ama el rey!

– ¡Destierro de doña Clara Soldevilla!

– Se procurará.

– Prisión y proceso á don Juan Téllez Girón y don Francisco de Quevedo.

– Eso ya está hecho. Don Francisco de Quevedo va camino de Segovia, y don Juan está preso en la torre de los Lujanes.

– En cuanto al bufón y al cocinero, dejadme obrar.

– Bien, muy bien. Pero aún tenemos algo que decir. ¿Y esa mujer?

– ¿Doña Ana de Acuña?

– Sí, ¿os interesa esa mujer?

– Yo no he dicho eso.

– Esa mujer, tenedlo entendido, no es mi querida; pensaba que lo fuese por cálculo; pero os la cedo.

– Yo no he dicho…

– Pues bien, padre y señor, no disputemos acerca de esto. Vine á interrumpiros, y os dejo de nuevo libre. Estaba aquí con vos esa hermosa señora, y justo es que con vos la deje.

El duque de Uceda salió por la puerta por donde antes había salido doña Ana, y volvió con ella de la mano.

– Mañana nos veremos en palacio, padre y señor – dijo el duque de Uceda – . Hasta mañana.

Y salió por la misma puerta por donde había aparecido.

Quedaron de nuevo solos el secretario de Estado universal del rey y la cortesana.

El escándalo había crecido. La escena tenida por el duque con su hija la condesa de Lemos aquella mañana, era nada, una cosa inocente y casi digna, comparada con la que acababa de tener con su hijo el duque de Uceda.

Lerma no sabía ya dónde se encontraba.

Era un buque sin timón, sin velas, sin jarcias, entregado á merced del mar é impulsado por todos los vientos.

El duque no veía.

Sin embargo, veía delante de sí á doña Ana, pálida, llorosa, aterrada.

El duque necesitaba decirla algo.

Vaciló algún tiempo, y al fin la dijo:

– No soy el rey, pero soy sobre poco más ó menos lo mismo que el rey; ¿queréis servirme?

– Sí – dijo doña Ana – ; vuestra soy en cuerpo y en alma si me salváis y me vengáis.

– ¡Vengaros! ¿y de quién?

– Del duque de Uceda. Aún siento su mano sobre mi rostro; aún abrasa mi mejilla. El que ha sido villano con una mujer, debía ser infame con su padre. De ese hombre quiero que me venguéis.

– Pues bien, ayudadme.

– Os ayudaré; pero para que os ayude es necesario que me salvéis.

– Sí, sí, os salvaré.

– Pero de un peligro inmediato.

– ¿Cuál?

– ¿No os dije que el tío Manolillo había matado á puñaladas al sargento mayor…?

– Sí.

– Pues bien; el cadáver de ese hombre está aquí: está en mi casa.

– ¡En vuestra casa! – exclamó aterrado el duque.

En aquel momento se oyeron grandes golpes en la puerta de la casa y una voz terrible, la voz del licenciado Sarmiento, que dijo desde la calle:

– ¡Abrid á la justicia del rey!

Quedóse el duque perplejo por un instante, pero luego dijo:

– Mandad á vuestros criados que abran, señora.

– ¡Criados! ¡no los tengo! ¡si los he despedido para que no se enterasen!

– ¡Abrid á la justicia del rey! – repitió el alcalde golpeando con furia la puerta.

– Id, id á abrir, señora – dijo el duque.

– ¡Yo! ¡sola!

– Sí; sí, decís bien: iremos los dos.

Y doña Ana y el duque bajaron á abrir á la justicia.