Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPÍTULO LIX
DE CÓMO DOROTEA ERA MÁS PARA CON EL DUQUE, QUE EL DUQUE PARA CON EL REY

Dijimos al final del capítulo LV, que cuando Casilda, la doncella de Dorotea, anunció á su señora la llegada del duque de Lerma, la Dorotea escondió á Quevedo en su dormitorio, á fin de que pudiese oír su conversación con el duque de Lerma, y que luego, quitado de en medio cuanto podía parecer extraño al duque, se sentó en el hueco de un balcón, y se puso á estudiar su papel de reina Moraima.

El duque entró al fin, grave, espetado y con el sombrero puesto como tenía de costumbre.

Al verle la Dorotea se levantó, arrojó el papel sobre una silla y se inclinó ceremoniosamente en una cumplida reverencia ante su hinchado amante.

– Mil gracias, señor – le dijo – , pues al fin os dejáis ver de esta pobre mártir.

Y puso un sillón al duque.

– ¿Cómo os va, Dorotea? – dijo éste sentándose y extendiendo hacia la joven una mano, que ésta estrechó con respeto.

– Me va muy mal – dijo la Dorotea sentándose bruscamente en un taburete á los pies del duque – , y esto no puede continuar así.

– ¿Qué decís, señora?

– No me llaméis señora – dijo la Dorotea – ; yo no soy señora, soy una comedianta; una mujer que ha nacido para vivir libre como los pájaros, cantando siempre de rama en rama… para estar alegre, para gozar… para tener un amante… un verdadero amante que la ame, y no la trate con esos insoportables miramientos con que vos me tratáis… que no se pase los días sin verla… que no la olvide por nada… que no se vea obligada á llamarle señor, más que de su alma… y esto dulcemente… en fin, que no la aburra, que no la entristezca, que no la fastidie.

– Indudablemente estáis de muy mal humor, Dorotea.

– Tenéis razón, estoy de un humor endiablado.

– ¿Y qué queréis?..

– Que acabemos de una vez; yo no sé aún lo que soy para vos.

– ¿Que no lo sabéis?

– Quiero no saberlo, aunque vos me lo decís claramente con vuestra conducta.

– Pero en fin… ¿qué creéis vos?

– Creo que yo para… vuecencia… soy… así, como una cosa que se tiene por vanidad… porque cuesta muy cara.

– ¡Oh! ¡oh!

– Ni más ni menos; vos supísteis que había en la corte una mujer que había despreciado las ofertas, los regalos, las súplicas de los señores más principales, y os dijísteis… por vanidad, por pura vanidad: es necesario que esa mujer sea mía, cueste lo que cueste, valga lo que valga; es necesario que, como soy el dueño de la primera persona del reino, lo sea también de esa dificultad viviente. Es necesario que yo humille la vanidad de los demás.

– ¿Y me habéis llamado para esto?

– Cierto que sí; para deciros que de vanidad á vanidad, la mía es mayor que la vuestra.

– ¡Ah! ¡vuestra vanidad!

– Ciertamente; ¿habíais creído que yo os amaba?

A esta inesperada pregunta de la Dorotea, el duque puso un gesto imposible de describir, en que lo que más se determinaba era una contrariedad terrible.

La Dorotea soltó una larga carcajada.

– Pues no os amo, ni os he amado nunca, ni os puedo amar – dijo inmediatamente después de la carcajada.

– ¡Señora! – dijo el duque pálido de cólera.

– No me llaméis señora, ya os lo he dicho; llamadme Dorotea; no os irritéis tampoco; debéis apreciar el que yo os diga la verdad. Y además, si no os amo, no es porque no quiero amaros, sino porque no lo merecéis.

– ¡Que no lo merezco!

– No, porque no me amáis. El corazón se rinde al amor, y el amor es tan libre, que todos los tesoros del mundo no bastan para comprarle; ¿cómo he de amaros yo, si desde que os conocí estoy quejosa de vos?

– ¡Quejosa! ¿Qué habéis querido que no lo hayáis tenido?

– ¡Bah! si yo he aceptado vuestros regalos, no ha sido porque me hagan falta, sino porque mi vanidad se halaga con los sacrificios que vuestra vanidad hace por mí.

– ¡Sacrificios! ¿creéis que me he visto obligado á hacer sacrificios para complaceros?

– Sí.

– Os equivocáis.

– Cuando se me ocurrió tener una casa mía, amueblada á mi gusto, ostentosamente, como la de un grande de España, con bodega y despensa provistas de los mejores vinos y de los mejores manjares del mundo, os vísteis apurado.

– Os juro que no.

– No me dijísteis ni una palabra en contra, ni hicísteis nada, ni siquiera un gesto que pudiera indicar que mi petición os disgustaba; por nada del mundo hubiérais pronunciado la palabra no quiero. Yo lo sabía, pero quería que la vanidad de decir, de que supiese todo el mundo que yo era vuestra querida, os costara muy caro; y no me contenté con la casa, y con los muebles, y con la cocina, y con los criados, y con la carroza, y con el camarín forrado de raso en el coliseo; no, no, señor: os pedí diamantes, y perlas, y brocados, y sedas, y plumas, y encajes… habéis gastado conmigo un tesoro, sólo por hacer rabiar á los otros grandes y decirles: yo soy más que vosotros, mucho más que vosotros; yo tengo todo lo que vosotros no podéis tener, desde el rey hasta la cómica… y ellos rabian… y como lo que me habéis dado es el precio de la rabia que hacéis tener por mí á más de tres, no os agradezco lo que me habéis dado, y lo doy á mi vez á quien quiero.

– Si sé para lo que me llamábais, no vengo.

– Y yo creo que vos no habéis venido porque os he llamado; que os he llamado otras veces, y no os ha faltado pretexto para no venir: creo que habéis venido para algo que os conviene… sobre todo de día y viéndoos las gentes…

– Dejemos esta conversación, Dorotea.

– Por el contrario, sigámosla para que lleguemos á donde debemos llegar.

– ¿Pues qué, tenemos que llegar aún á alguna parte?

– ¡Vaya…! pero continuemos. A mi no me hacía falta, absolutamente falta nada de lo que me habéis dado; me trataba muy bien antes de conoceros, y tan cierto es esto, que os he llamado para devolveros todo eso, y salir antes que vos de esta casa, si no quedamos en lo que hemos de quedar.

– ¡Qué decís!

– Digo… que… si no sois enteramente mío como el rey lo es vuestro, tomo ahora mismo por amante… ¿á quién diré yo…? á un aposentador muy rico que anda enamorado de mí, y á quien puedo arruinar en tres días.

– ¿Pero estáis loca?

– Y todo el mundo dirá, conociéndoos, al ver que os dejo: mal debe de andar el duque de Lerma; su querida, que es una cómica interesada donde las hay, le ha dejado por un aposentador… luego el duque puede menos; ved de qué modo una cómica puede poner á vuecencia, secretario de Estado universal del rey, por debajo de un cualquiera, de un hombre burdo, de un aposentador.

– ¿Y seríais capaz…? ¿habláis seriamente?

– Tan seriamente, que voy á empezar á deciros lo que quiero.

– Veamos, veamos lo que queréis.

– Quiero, en primer lugar, ocupar el lugar que me corresponde.

– ¿Pues qué, no le ocupáis?

– No por cierto. Las queridas de los grandes hombres, son ó deben ser más que sus queridas. Deben partir con ellos el poder, la autoridad, deben ser omnipotentes. ¿Qué importa que la querida sea una cómica? al elegirla, el grande hombre la ha igualado á sí; esto no admite réplica, porque la querida de un grande hombre debe ser una gran mujer, y si no lo es, algo hay de vano en el hombre á quien todos tienen por grande.

– Esa mujer puede tener, como vos, una gran hermosura…

– No me extraviéis, no me respondáis. No será muy grande su hermosura, si no enloquece al grande hombre.

– Los negocios no son para las mujeres: para las mujeres las delicadezas de la vida, la buena casa, la buena mesa, las joyas, las galas, las sedas, las pieles… y el amor. Los cuidados graves, deben quedar para los hombres.

– Decís bien, cuando los hombres no son torpes.

– ¡Cuando los hombres no son torpes! explicáos mejor; ¿me tenéis por torpe, Dorotea?

– Por torpísimo; y como yo soy orgullosa, sumamente orgullosa, me mortifica que mi poderoso amante sea burlado.

– ¡Burlado!

– Como que no sabéis dónde estáis de pie.

– ¡Vos también! ¡vos también os habéis convertido en esa voz que por todas partes me avisa!

– ¡Sí… sí por cierto: yo os aviso con más interés que nadie!

– ¿Pero de qué me avisáis?

– Os aviso de que… debéis mudar de amigos.

– ¡De amigos!

– Porque los que os fingen amistad, os venden.

– Hablad más claro.

– Don Rodrigo…

– ¡Herido!.. ¡medio muerto!..

– A causa de sus traidores enredos.

– Creo que érais muy amiga suya, Dorotea, y aun algo más que amiga.

– Pues ahí veréis: cuando yo de repente me vuelvo en contra de don Rodrigo, algo debe de haber. Don Rodrigo, como pretendió robaros la querida, ha pretendido y pretende robaros de una manera villana el favor de su majestad.

– Hablad, hablad, Dorotea; decidme todo lo que sepáis.

– Para abreviar, sólo os diré que desconfiéis de todos los que hasta ahora se han llamado vuestros amigos, y que busquéis para ayudaros, porque no hay hombre sin hombre, á alguno que os haya dicho frente á frente que es vuestro enemigo.

– ¿Habéis querido que os pregunte quién es ese hombre?

– Puede ser.

– Pues bien, decidme cómo se llama.

– ¿No conocéis entre vuestros enemigos alguno tan noble y tan grande que no pueda confundirse con ninguno otro?

– ¿El duque de Osuna?

– Sí, pero no os hablo de él; aunque el que yo digo anda cerca de él.

– ¡Quevedo! ¡Pero si Quevedo no quiere ser mi amigo!

– Mereced su amistad.

– ¡Merecer su amistad! – dijo con orgullo el duque.

– Sí por cierto; bien merece Quevedo, por sabio y por ingenioso, que se merezca su ayuda.

– ¿Conocéis también á ese hombre?

– Sí por cierto, y porque le debo muy buenos consejos, creo que vos podréis debérselos también, si conseguís que os trate con la buena amistad que á mí me trata.

 

– Ese hombre es tenebroso.

– Para los que no tienen ojos para mirarle.

– Le temo.

– Hacéis mal en temerle, porque es el único hombre que os puede salvar.

– Pero, señor, ¿qué ha dado don Francisco á todo el mundo, que así todo el mundo me habla de él, y las personas que más estimo, que más quiero, se ponen de su parte?

– Eso consiste en que tenéis personas que os aman, que saben que vuestro favor con el rey está amenazado, que quieren salvaros y que no encuentran otro mejor medio de salvación que don Francisco de Quevedo.

– ¿Dónde vive don Francisco? – dijo Lerma profundamente pensativo.

– En mi casa.

– ¡En vuestra casa!

– Sí por cierto; aquí le doy mesa y lecho; pero no para un momento; anda en ciertas diligencias del duque de Osuna, y concluidas que sean, marcha á Nápoles. Por lo mismo, es necesario que os apresuréis á atraérosle.

– ¿Y está por acaso en casa?

– No por cierto.

– ¿Pero vendrá?

– Vendrá indudablemente á la tarde.

– A la tarde vendré yo. Entre tanto, y ya que en tal asunto nos hemos entremetido, Dorotea, voy á deciros francamente la razón de haber yo venido á veros.

– ¡Ah! ¡ya sabía yo que no veníais porque yo os había llamado!

– Hubiera venido más tarde, á la noche.

– Veamos á qué habéis venido.

– ¿Qué es vuestro el bufón del rey?

– ¿El tío Manolillo? Es mi padre.

– ¡Vuestro padre!

– Es decir, padre en toda la extensión de la palabra, no; pero ¿qué nombre queréis que dé al que me ha criado á costa de privaciones de todo género, al que vela por mi, al que me ama como ninguno es capaz de amarme?

– Tenéis razón; y decidme: ¿cómo haré yo para atraerme ese hombre?

– Siendo desde ahora todo mío; haciéndole creer que me hacéis feliz.

– Lo creerá. Decidle que vaya esta noche á verme encubierto á mi casa, al obscurecer.

– No le dejarán entrar.

– Que presente esta sortija en mi casa – dijo el duque, quitándose una del dedo y entregándola á Dorotea.

La joven conoció á primera vista que aquella sortija era de gran valor.

– Procuraré dejaros tan satisfecho de mí – dijo el duque levantándose – , que no queráis poner en mi lugar á ese aposentador.

– Lo veremos…¿Pero os vais?

– Sí, es ya tarde y voy á palacio.

– No quiero deteneros, señor; ¿pero volveréis?

– Sí, esta tarde; si para cuando yo llegue ha venido don Francisco, cuento con que me le tendréis entretenido.

– Se me ocurre una idea: comed hoy conmigo; os trataré bien, y sobre todo, Quevedo comerá con nosotros.

– Convengo en ello; comeremos juntos los tres, pero por ahora, adiós.

– Id con Dios, señor duque.

Lerma salió, y Dorotea le acompañó hasta la puerta. Cuando oyó el ruido del carruaje del duque, volvió á la sala.

En ella estaba ya Quevedo.

– Confieso que merecéis mucho, hija Dorotea – exclamó – ; habéis evitado que me prendan, del modo que más me convenía á mí, y que menos os compromete á vos. En cambio, yo prometo curaros de ese amor homicida que se os ha metido por el alma, que es lo que más necesitáis y lo mejor que se puede hacer por vos.

– ¡Ay, don Francisco, que creo que este amor me va á costar la vida!

– El amor no mata más que en las comedias de autor tonto; no se despega á tres tirones el alma de la carne, y el tiempo… vamos, vamos, no hay que pensar mucho en ello; y como tengo harto que andar y estoy seguro de que no me han de prender, quedad con Dios, hasta la tarde, en que hemos de comer juntos, el duque, vos y yo.

Y Quevedo salió.

– Casilda – dijo Dorotea cuando se quedó sola – , que vaya Pedro al coliseo, y que avise de que esta tarde no puedo representar. Estoy muy enferma.

CAPÍTULO LX
LO QUE HACE POR SU AMOR UNA MUJER

Con tanto accidente habíasele olvidado al duque de Lerma revocar la orden que había dado á Santos, su secretario, para que prendiesen á Quevedo.

Y esto no tenía nada de extraño.

El pobre duque estaba tan acosado por todas partes de recelos, tan asustado por avisos; y era tan grave lo que acerca de la reina le había dicho Francisco Martínez Montiño, que su cabeza se había convertido, como decimos los españoles, en una olla de grillos.

El único, el exclusivo pensamiento de Lerma cuando salió de casa de la Dorotea, fué encaminarse á palacio en busca de algo exacto, de algo que ver por sí mismo.

El duque de Lerma no había visto nunca nada, por más que había procurado ver, y sin embargo, reincidía en poner á prueba su mala vista.

Pero si el duque de Lerma se había embrollado, no aconteció lo mismo á su hija doña Catalina.

Ella tenía muy buena vista, y además, tenía concentrada toda su atención, todo su cuidado en un objeto: en que no se le escapara Quevedo.

Y como no confiaba demasiado en su padre, no dejó abandonado á su padre el negocio, ni se fió de otra persona que de sí misma.

Doña Catalina estaba enamorada, y á más de enamorada, irritada.

Temía haber sido burlada por Quevedo, y esto la hacía temblar de indignación.

Le había abierto su alma y sus brazos, y la condesa de Lemos era demasiado altiva, demasiado honrada, demasiado pura, para permitir que el único hombre por quien se había olvidado de todo, se desprendiese de sus brazos riendo.

Así, pues, cuando salió de casa de su padre y se metió en su silla de manos, se hizo llevar á una tienda inmediata, donde tomó una silla y se ocultó tras de la puerta.

– Rivera – dijo á un hombre embozado que acompañaba á la silla de mano – ; id, entrad casa del duque, buscad á su secretario Santos, y decidle de mi parte que venga.

Rivera, criado de confianza de la condesa, fué á cumplir las órdenes de su señora; poco después entró en la tienda con Santos.

La condesa se dirigió entonces á la tendera, que estaba admirada y aun enorgullecida por tener á una tan gran señora y tan hermosa en su casa:

– Necesito – la dijo – un lugar donde hablar á solas con este hidalgo.

La tendera abrió la compuerta del mostrador, y manifestando servicialmente á la condesa que su casa, ella y su familia estaban á su disposición, la llevó á la trastienda.

Siguió Santos á la condesa, y cuando quedaron solos entre sacos de garbanzos, castañas y judías, la condesa dijo al secretario del duque:

– ¿Os ha dado mi padre alguna orden?

– Su excelencia me da muchas todos los días, señora – contestó respetuosamente Santos.

– Una orden de… prisión.

– Efectivamente, señora: su excelencia me ha dado orden de que mande en su nombre á un alcalde de casa y corte, que prenda á…

– ¿Don Francisco de Quevedo?

– Sí, señora.

– Don Francisco es caballero del hábito de Santiago y no puede ir á la cárcel – dijo doña Catalina.

– Se le prenderá en su casa.

– Don Francisco no tiene casa en Madrid… por ahora.

– Se le llevará á una torre del alcázar.

– Estaría demasiado cerca del rey.

– La torre de los Lujanes…

– Es demasiado honor para un simple caballero que le encierren donde ha estado encerrado un rey de Francia.

– Le llevaremos á un convento.

– Quevedo se serviría de los frailes.

– Consultaré, pues, á su excelencia.

– ¿El duque no os ha indicado el lugar de la prisión de Quevedo?

– No, señora.

– Ha sido un olvido. Mandad al alcalde que le envíe resguardado por una guardia de cuatro hombres al alcázar de Segovia.

– Su excelencia no me ha dicho eso.

– Mejor… mucho mejor.

– No comprendo á vuecencia.

– ¿Creéis que merece la pena el servirme á mí?

– ¡Oh, señora! vuecencia puede disponer de mí como de un esclavo.

– Gracias, Santos, gracias: de mi cuenta corren vuestros adelantamientos: por lo pronto guardad esto en memoria mía.

La condesa se sacó del seno un relicario de oro guarnecido de perlas y diamantes y del hermoso cuello la cadena de que pendía.

Había algo de tentación en dar á un hombre una prenda tan íntima, cuando podía haberle dado una de las ricas sortijas que llevaba en las manos.

Aquello podía tomarse por un favor.

Santos era joven, buen mozo é hidalgo, y las mujeres, aun las de más alto coturno, han dado en todos tiempos tales ejemplos…

Santos, á quien doña Catalina parecía deliciosa como lo parecía á todo el mundo, porque en efecto lo era, y mucho más cuando ella tenía interés en parecerlo de una manera enérgica, se turbó, se puso pálido, guardó el relicario en lo interior de su justillo por la parte del corazón, y tartamudeó algunas palabras.

Doña Catalina le había dado un golpe rudo.

Y para hacer más terrible aquel golpe, los ojos poderosos de doña Catalina, medio velados por sus sedosas pestañas negras, arrojaban sobre él fuego; le miraban de una manera tal que… Santos hubiera dado su alma al diablo porque aquellos ojos le hubiesen mirado de una manera más clara, porque le hubiesen prometido, aunque remotísimamente, algo.

Pero la intensa y ardiente mirada de la condesa era incomprensible.

– ¿Estáis enterado de lo que debéis hacer? dijo doña Catalina cuando vió que tenía á Santos rendido á discreción.

– Sí; sí, señora – contestó Santos reponiéndose – ; pero suplicaría á vuecencia me dijese claramente punto por punto…

– Oíd: iréis á buscar al alcalde de casa y corte más duro, más valiente, más á propósito para no dejarse engañar por Quevedo.

– Ruy Pérez Sarmiento, es que ni pintado.

– Bien: diréis á ese señor… le mandaréis que sin perder un momento, suelte por Madrid cuantas rondas de alguaciles pueda en busca de don Francisco. Todos le conocen. Encargadle que los alguaciles sean bravos por si Quevedo arrastra de espadas.

– Es decir, que le prendan muerto ó vivo.

– ¿Quién ha dicho eso? – exclamó la condesa con impaciencia y cólera – que le prendan vivo y sin tocarle con las espadas: seis hombres bien pueden apoderarse de uno solo, por valiente que sea, sin herirle.

– ¡Ah! muy bien, señora.

– En seguida… si es de día, que le metan en una litera y le lleven á una de mis casas desalquiladas… mi criado Rivera os llevará á ella…

– Muy bien, señora.

– Luego… cuando sea de noche y en la misma litera, que le saquen resguardado por cuatro alguaciles á caballo, para Segovia.

– ¿Cuatro alguaciles no más? ¿y si se escapa?

– Que sean buenos los cuatro.

– Ahora bien; vuecencia comprenderá que sobre mí carga la responsabilidad del envío á Segovia de don Francisco.

– No importa: si el duque de Lerma os hace cargo, decidle que habíais entendido la orden de llevarle á Segovia.

– Su excelencia tiene muy buena memoria.

– Y bien: todo puede reducirse á que os despida, y á que si ahora sois secretario de mi padre, lo seáis después mío.

– ¡Oh, noble condesa!

– Conque ¿habéis comprendido bien lo que os he dicho?

– Sí; sí, señora; prender á don Francisco sin herirle ni maltratarle, aunque resista; llevarle á donde Rivera me diga, y á la noche enviarle en una litera, cerrada, con una guarda de cuatro alguaciles á caballo, al alcázar de Segovia.

– Al punto de obscurecer.

– Muy bien, señora.

– Recordad que esto es lo primero que os mando.

– Soy enteramente vuestro, señora.

– Pues no perdáis tiempo.

– Guarde Dios á vuecencia.

– Adiós.

Santos salió embriagado, fascinado, loco, porque la condesa, sin concederle nada, sin dar lugar á ninguna suposición de parte de Santos, había sido con él una gran coqueta.

Después salió de la trastienda doña Catalina, dió algunas monedas de plata á la tendera, se metió en la silla de manos y mandó que la llevasen á su casa.

Cuando entró en ella, se encerró en su recámara con Rivera.

– Voy á encargaros – le dijo – de una comisión muy reservada, y tanto, que si cumplís bien, os saco una bandera para Flandes, y antes de dos años os hago capitán de infantería.

– Sin eso, señora, podéis mandar.

– ¿Qué casa tengo yo desalquilada en un lugar retirado de Madrid?

– Vuecencia tiene una á la malicia en la calle de la Redondilla.

– Pedid las llaves de esa casa y con ellas idos á acompañar, encubierto, á Pelegrín Santos, secretario del duque de Lerma, y haced lo que él os mande.

– Muy bien, señora.

– En seguida, buscad un hombre bravo y de puños, que tenga conocimiento con algunos como él, y avisadme cuando le tuviéreis.

– Muy bien, señora.

– Idos, pedid las llaves de esa casa y buscad en seguida, con ellas, á Pelegrín Santos.

Rivera se inclinó y salió.

La condesa de Lemos, sobreexcitada, trémula, enamorada, se quedó profundamente pensativa y devorada por la impaciencia, paseándose á lo largo de su recámara.