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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO LVIII
LAS AUDIENCIAS PARTICULARES DEL DUQUE DE LERMA

Acababa el duque de Lerma de apurar un almuerzo suculento, y se ocupaba de hacer la digestión cómodamente arrellanado en su ancha y magnífica poltrona, cuando entró su secretario Santos.

– ¿Qué ocurre, amigo Pelerín – le dijo el duque – , que vienes tan serio y cuando acabo de almorzar? ¿Tendremos algo extraordinario?

– Lo ignoro, señor; pero su excelencia la señora condesa de Lemos, vuestra hija, pregunta por vuecencia y viene tras de mí y vestida de casa.

– ¡Vestida de casa!

– Sí, señor, y siento ya las fuertes pisadas que bastan para adivinar que se acerca su excelencia.

– ¡Oh! sí; mi hija es muy buena moza, ¿no es verdad?

– ¡Señor, yo no he querido decir!..

– Demasiado buena moza, demasiado hermosa, por desgracia… pero ya está ahí… vete… por ahí…

Y le señaló á Santos una puerta de escape.

La condesa entró en el despacho del duque, cerró la puerta, y asiendo un sillón, le acercó al del duque y se echó el manto atrás.

– ¿Qué es esto, Catalina? ¿qué es esto? ¡Pálida, llorosa, con los ojos encendidos! ¿Qué tienes, condesa?..

– No me llaméis condesa, padre: malhaya la hora en que me casásteis con el conde de Lemos.

– ¡Ah!..

– Soy la mujer más desdichada de la tierra.

– ¿Y por qué?

– Porque amo á un hombre.

– ¡Catalina!

– Será todo lo escandaloso que queráis el que yo os diga esto… pero vos, padre y señor, me habéis sacrificado.

– El hombre á quien amas, me dijo anteanoche, con la mayor desvergüenza, que no se hubiera casado contigo por nada del mundo.

– ¿Pero quién es el hombre á quien yo amo?

– Yo no extraño que le ames, porque yo también le amo; es decir, le amo porque para el rey, para España, y por consecuencia para mí, sería precioso si fuese mi amigo, en vez de serlo del duque de Osuna.

– ¡Ah! ¡creéis que!..

– Sí… me consta que le amas, mancillando mi nombre, ultrajando á tu esposo, confundiéndote con esas despreciables mujeres…

– ¡El nombre, el nombre de quien amo!

– Don Francisco de Quevedo.

– Pues bien, sí, es verdad; le amo… más que eso; soy su amante.

– Irás de aquí á un convento – exclamó irritado el duque.

– No iré.

– ¿Que no irás…?

– No, porque me necesitáis… no… porque sin mí no sabríais muchas cosas que pasan en palacio… no… porque vos no tenéis derecho para reprenderme… me habéis perdido.

– ¡Estás loca! – exclamó el duque levantándose irritado.

– Loca, sí; fuera de mí… desesperada… ¿qué me importa todo…? se va… me deja… me abandona… y no ha de irse.

Volvióse á sentar el duque.

– Afortunadamente están cerradas todas las puertas… pero eres demasiado violenta, Catalina, y gritas… no grites… ya que te has atrevido, ya que te atreves á presentarte sin pudor á tu padre…

– ¡Sin pudor! ¿creéis que porque yo amo á Quevedo he perdido el pudor? ¿y me decís eso cuando me habéis casado con don Fernando de Castro?

– Es un igual tuyo…

– Ni igual mío ni igual vuestro, padre; el conde de Lemos ha llegado á ser mi esposo sirviéndoos de una manera harto miserable; os convenían sus servicios y me casásteis… cuando yo era una inocente… cuando no sabía quién era el marido que me dábais… después, él mismo se ha encargado de que yo conozca el mundo al conocerle á él; me encontré viuda, viuda del corazón, y Quevedo… el gran Quevedo…

– Nadie niega su grandeza; tu pasión es disculpable; pero no lo es el que me la vengas á arrojar á la cara.

– ¿Y qué os importa á vos que se deshonre vuestra hija, cuando vos mismo habéis deshonrado á su esposo?

– ¡Yo!

– ¿Por qué llevó el conde, desempeñando un ruin oficio, al niño príncipe de Asturias á donde no debía llevarle?..

– Vamos, vamos, Catalina, tú estás loca.

– Pues bien, en mi locura seré capaz de todo. Vos no me habéis de matar, y si me matáis, ya tendré medios para haceros entender que os conviene el que yo sea vuestra amiga.

– Indudablemente… indudablemente deben de haberte dado algún bebedizo.

– ¿Qué más bebedizo que el amor?

– Pero… prescindiendo de todo: ese amor debe humillarte.

– Lo que me humilla es que don Francisco no me ame.

– ¡Hum! – exclamó el duque de Lerma – ; nunca hubiera creído posible que este caso llegase para mí.

– Vos tenéis la culpa.

– ¡Yo!

– Vos me habéis dejado conocer tales cosas, que me habéis curado de espanto.

– ¿Y qué cosas son esas?

– ¿No se ponen en práctica los medios más repugnantes por todos, para conservar el favor del rey?.. Vos mismo, ¿no habéis ennoblecido á ese don Rodrigo Calderón, que al cabo se ha vuelto contra vos… como que no puede obrar sino miserablemente el que por miserables medios se ha engrandecido? ¿no lo he visto yo aprovechando todo? ¿qué hay que extrañar en que yo, cansada de sufrir, haya querido ser feliz de la única manera que podía serlo, y haya abierto mi alma á Quevedo?

– Es necesario que olvides eso, Catalina; don Francisco es un hombre funesto; lleva consigo la desgracia.

– ¡Ah! harto lo sé; pero no lo puedo olvidar; figuráos, padre, que le amaba sin saberlo, antes de casarme, y que me hubiera casado con él con toda mi voluntad, con todo mi afecto. Pero estamos perdiendo el tiempo; decid de mí lo que queráis… pero es necesario que don Francisco no salga de Madrid.

– ¡Cómo! ¿quiere irse?

– A Nápoles.

– ¡A Nápoles!

– En Nápoles, al lado del duque de Osuna, puede haceros mucho daño.

– Pues no sé…

– Prendedle.

– ¡Que le prenda!

– Sí por cierto.

– ¿Para que tú… esto es… para que tú tengas ocasión de obligarle á ser agradecido?

– Sea para lo que fuere… ¿créeis que yo puedo serviros de mucho, padre y señor?

– Indudablemente.

– ¿Sabéis, padre y señor, que vuestra privanza está muy en peligro?

– ¡Bah! eso dicen siempre; hace mucho tiempo que lo dicen, y sin embargo…

– Si os vais privando de la ayuda de todos los que os sirven, acabáreis por no ver nada… yo os he servido bien.

– Esto en resumen es dictarme condiciones, y de una manera indigna.

– Estoy desesperada.

– ¿Y si prendo á don Francisco?

– Sabréis todo lo que suceda en el cuarto de la reina.

Meditó un momento el duque.

– Le prenderé – dijo al fin.

– ¿Al momento?

– Al momento.

– Y yo, señor, os serviré con el alma. Empiezo á serviros: guardáos de mi hermano.

– ¡Ah! ¡esto es terrible!

– El duque de Uceda tiene el pecado de la soberbia y de la ambición.

– Y vos, hija, manchando así un nombre…

– No lo sabe nadie.

– Lo sabe el que lo mancha.

– No lo puedo remediar… y vos, padre, debéis comprender cuán resuelta á todo estaré cuando me he atrevido á dar este paso.

– Y además mi hijo… pero ¿con qué pretexto?..

– Las ciudades se quejan de los tributos, del abuso de los empleos; piensan acusarnos de inteligencias con los ingleses… y la reina…

– ¡La reina!

– Se ha propuesto dar con vos en tierra.

– Sin embargo, yo… he cedido.

– Habéis cedido tarde… después de haberla insultado.

– Yo volveré á reducir á su majestad al estado á que estaba reducida.

– Y yo os ayudaré… yo diré al rey…

– ¿Qué puedes tú decir al rey?..

– Mucho.

– Y… ¿qué le puedes decir?..

– Despacio… quiero tener armas reservadas…

– ¿Tú también te vuelves contra mí?

– ¿Porque procuro ser fuerte? No; no, señor. Yo os he dicho… como si no fuera vuestra hija: amo á un hombre, tengo empeño por él, ese hombre huye… detenedle, servidme… en cambio yo os serviré.

– Pues bien; detendré á ese hombre… detened vos, evitad, avisadme de lo que pueda hacerme daño.

– ¿Cuándo prendéis á Quevedo?

– Al momento.

– Pues desde el momento empiezo yo á serviros. Adiós, señor.

– Id, id en paz, doña Catalina, y que Dios os perdone.

La condesa salió.

La escena que acaba de tener lugar entre el padre y la hija no podía ser más repugnante.

El duque de Lerma lo posponía todo á su ambición, hasta su dignidad de padre.

Llamó á su secretario Santos, y le mandó extender y llevar para su cumplimiento á un alcalde, una orden de prisión á Quevedo.

No se sabía por qué se prendía á Quevedo.

Pero era necesario prenderle y se le mandaba prender.

El duque quedó profundamente agitado.

Había pasado poco tiempo desde que doña Catalina había salido de la casa de su padre, hasta que un criado anunció á su excelencia la duquesa de Gandía.

Maravilló esto al duque, porque doña Juana jamás había ido á su casa.

Cambió precipitadamente de traje y fué á su cámara á recibir á la duquesa.

Doña Juana estaba conmovida, pálida, ojerosa.

– ¿Qué sucede, mi buena amiga – la dijo el duque después de los saludos – , que así me alegráis y asustáis al mismo tiempo, viniendo á mi casa?

– Sucede… sucede mucho… – dijo la duquesa – muchísimo.

– Adverso debe ser, porque tenéis señales de haber sufrido.

– Me he reconciliado con doña Clara Soldevilla.

– ¡Cómo! ¿con nuestra eterna enemiga?

– Desde hoy, duque, doña Clara es mi mejor amiga: es mi hija.

– ¡Duquesa!

– No os quiero engañar… desde hoy…

– ¿Qué…?

– Dejo de ser camarera mayor.

– Meditad lo que hacéis – dijo el duque alarmado… – fuera vos de palacio, no podéis ayudarme á hacer el bien del reino.

– Estoy cansada, don Francisco… sufro mucho… lo que pasó anoche en palacio…

– ¿Pero qué pasó anoche?

– Anoche… ¡pasaron tantas cosas…! el padre Aliaga estuvo en audiencia particular con sus majestades… don Francisco de Quevedo anduvo enredando por el alcázar…

– ¡Ah! no enredará más. He dado orden de prenderle y en cuanto me avisen de haberle preso, le envío bien asegurado al alcázar de Segovia.

 

– Haríais muy mal – dijo alarmada la duquesa, que no se olvidaba un momento de que importaba á su hijo la libertad de Quevedo.

– ¿Que haré mal en prender á un tan encarnizado enemigo mío? ¿Ignoráis lo que ha hecho don Francisco?

– De ningún modo.

– Nos ha hecho mucho daño.

– No importa, es preciso que don Francisco esté seguro en Madrid.

– ¡Para que nos haga libremente la guerra…!

– Os lo pido yo.

– Pues os digo que no os entiendo.

– Ni yo me entiendo tampoco.

– Os quejáis de lo que ha pasado anoche en palacio, y entre las cosas de que os quejáis, es una de ellas el que Quevedo ha andado enredando.

– Es que ha sucedido mucho más.

– ¿Mucho más?

– Don Juan Téllez Girón, se ha casado con doña Clara Soldevilla.

– ¿Don Juan Téllez Girón? ¿pariente del duque de Osuna?

– Su hijo…

– ¿Hijo suyo…?

– Bastardo, pero reconocido…

– ¿Y qué tiene que ver con nosotros…?

– Y tanto como tiene que ver. ¿Ignoráis que ese don Juan Téllez Girón es el que ha herido á vuestro secretario don Rodrigo?

– ¡Cómo! ¡si quien hirió á don Rodrigo, ayudado por Quevedo, fué un tal Juan Montiño, sobrino del cocinero mayor de su majestad!

– Es que ese Juan Montiño es don Juan Girón.

– Me estáis maravillando.

– Lo que debe maravillaros, es que siendo vos secretario de Estado universal, no sepáis cosas que han pasado en palacio delante de todo el mundo. No tenéis un sólo amigo junto al rey; entre tanto yo me he visto obligada á ser madrina en nombre de su majestad la reina de los recién casados, cuando era padrino á nombre de su majestad el rey, el conde de Olivares.

– ¿Y este matrimonio lo ha hecho don Francisco de Quevedo?

– Sin él no se hubiera efectuado.

– ¿Y queréis que á un hombre que así me sorprende y que así de mí se burla, no le prenda y le sujete? Preso he de tenerle todos los días de su vida.

– ¿Aunque yo os ruegue que no le prendáis?

– Vos no debéis rogármelo.

– Os lo suplico.

– Pero yo no entiendo ni una palabra de esto. Creo que todo se vuelve en contra mía: mis hijos, mis amigos… vos… en quien yo confiaba ciegamente.

– ¡Yo…!

– Sí, vos; me habéis dicho que os retiráis de la servidumbre de la reina… y vos me hacéis mucha falta al lado de la reina… no contenta aún, os hacéis amiga de nuestra enemiga doña Clara, y amparáis á mi enemigo don Francisco.

– ¿Queréis que yo continúe desempeñando el cargo de camarera mayor?

– ¿Que si quiero? os lo suplicaría de rodillas.

– Pues bien, continuaré siéndolo.

– ¡Ah! ya sabía yo que no me abandonaríais.

– Pero con una condición.

– Hablad.

– Don Juan Téllez Girón no será molestado por la estocada que tiene en el lecho á don Rodrigo.

– Os lo juro.

– Don Francisco de Quevedo no será preso.

– ¿Pero qué causa hay que os obligue á proteger á esas gentes?

– No me preguntéis la causa, porque no os la diré.

– ¿Y estáis empeñada?

– Empeñada de todo punto.

– ¿Y si prenden á don Francisco?..

– No sólo dejo de ser camarera mayor, sino que ofendida de vos…

– ¿Ofendida de mí?..

– Sí por cierto; porque habréis desatendido mi recomendación… ofendida por vos, dejaré de ser vuestra amiga.

– No se prenderá á don Francisco – dijo trasudando Lerma, porque al decirlo, recordó el irritado empeño con que su hija pretendía que se le prendiese.

– Gracias, muchas gracias – dijo la duquesa levantándose – ; no esperaba menos de vos. Y ya que me habéis complacido, me vuelvo á mi casa.

– ¿Pero seguiréis en palacio?

– Sí.

– ¿Y me ayudaréis?

– Os ayudaré… y en prueba de ello, desconfiad del duque de Uceda y de la condesa de Lemos. Vuestros hijos son vuestros mayores enemigos.

– Será necesario destruirlos.

– Obrad con energía.

– Obraré, pero decidme: ¿qué os ha dado don Francisco de Quevedo que así os ha vuelto en su favor?

– Nada, no me preguntéis nada. Pero tened en cuenta que amo mucho á doña Clara Soldevilla, y que llevo vuestra palabra de que Quevedo no será preso.

Y saludando al duque salió.

El duque salió acompañándola y murmurando:

– Ese Quevedo debe de ser brujo.

Apenas el duque se volvió de haber acompañado á la duquesa hasta las escaleras, cuando un criado le dijo:

– Señor, Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, solicita hablar á vuecencia.

Lerma mandó que le introdujesen, y le recibió en su despacho.

Volvemos á tener en escena al mísero cocinero mayor.

Parecía haber enflaquecido desde la víspera, y sus cabellos, antes entrecanos, estaban completamente blancos.

Alrededor de sus ojos hundidos y excitados por una fiebre ardiente, había un círculo rojo.

Francisco Martínez Montiño había llorado mucho.

Primero por su dinero: después por su mujer y por su hija.

– Os he esperado con impaciencia, Montiño – le dijo con severidad el duque.

– Señor, excelentísimo señor, poderoso señor… – dijo todo compungido y trémulo el cocinero mayor.

– ¿Qué os mandé ayer? ¿qué me prometísteis ayer?

– ¿Qué me mandó vuecencia? – dijo espantado Montiño – ¿qué prometí á vuecencia?

Se detuvo asustado, como quien no encuentra una contestación satisfactoria á una pregunta importante.

Y luego rompió á llorar, y dijo en una de sus tremendas salidas de tono:

– Haga vuecencia de mí lo que quiera; pero yo no me acuerdo de nada.

– ¿Que no os acordáis? ¿habéis perdido la memoria?

– Lo he perdido todo, señor: mi dinero… mi mujer… mi hija…

Y entre otra nueva y más violenta salida de tono, añadió:

– ¡Me han robado! ¡Me han perdido!

– ¡Que os han perdido!

– ¡Qué, señor! ¿quién ha dicho que me han perdido?.. ¡mienten! ¡mienten! ¡bah! ¡la reina está sana y buena!

– ¡Montiño! ¡qué decís de la reina!

– ¡Yo! ¡bah! ¡yo no digo nada de la reina!

– Sí, sí… hay algo en vos que me aterra, no sé por qué… vuestros ojos… vuestra voz…

Y el duque se levantó, salió, cerró todas las puertas de modo que de nadie pudiesen ser oídos, y se volvió al lado del cocinero mayor, á quien asió violentamente de un brazo.

Había recordado aquellas palabras que le había dicho poco antes la duquesa de Gandía: «sucede… sucede mucho… lo que pasó anoche en palacio…» y una relación misteriosa, terrible, se había establecido en la imaginación del duque, entre aquellas palabras de la duquesa, y las que acababa de oír, vagas, reticentes, respecto á la reina, al cocinero de su majestad.

– Oye… – le dijo el duque – , estamos solos: yo soy omnipotente en España.

– Lo sé, señor, lo sé… – dijo Montiño.

– Puedo… ¿qué sé yo lo que puedo hacer contigo?.. puedo, por un lado destruirte… por otro, enriquecerte.

– ¡Señor!.. ¡señor!.. ¡que me lastimáis!

– Y si no me respondes á lo que te pregunto, claro, muy claro… mira: mando que traigan aquí mismo una silla de manos, que te metan en ella, y que te lleven á la Inquisición…

– ¡A la Inquisición!.. – exclamó trémulo, acongojado, el cocinero mayor.

– Y allí, encerrado yo contigo, á quien mandaré poner en el potro, te haré pedazos si no me contestas…

– ¡Ah, señor, señor! – exclamó Montiño, cayendo de rodillas á los pies del duque – . ¡Esto sólo me faltaba!

– Y oye – añadió el duque soltando á Montiño y yendo á la mesa y escribiendo y trayendo después el papel escrito á Montiño – , si me respondes con verdad y lo que me dices vale la pena, te doy este vale para que al presentárselo te pague mi tesorero mil ducados.

– ¡Mil ducados, ó la Inquisición y el tormento!

– Elige.

– Sí… sí… señor… pues… elijo… ¡los mil ducados!

Y tendió las manos al vale.

– Despacio, despacio, señor Francisco Montiño – dijo el duque sentándose en el sillón – ; antes es necesario que me respondáis á lo que voy á preguntaros.

– Si puedo responderos, señor, lo haré con toda mi alma.

– Decidme: ¿por qué habéis dicho con terror que la reina, que su majestad, está sana y buena?

– ¡Yo!.. ¿he dicho yo eso?.. Sí, señor… la reina está muy buena… su majestad goza de muy excelente salud.

– Montiño, estáis pálido, aterrado cuando me decís eso; hablad, hablad, por Dios; os lo mando, os lo suplico. Tengo antecedentes…

– ¡Cómo! ¡sabéis, señor!..

– Sí… sí… sé que en palacio han mediado cosas graves.

– Pero sabréis también, señor, y si no lo sabe vuecencia yo lo puedo probar, que en tres días no he parecido por las cocinas, y que soy inocente.

– ¡Inocente! ¿Luego era verdad? ¿Luego se ha cometido un crimen?

– Señor… ¡yo no he dicho eso!

– Será preciso para que habléis que yo me encierre con vos en la inquisición.

Y el duque se levantó.

– ¡Ah, no! ¡no, señor! – exclamó el cocinero agonizando de terror, sudando, estremeciéndose – ; yo lo diré todo.

– Hablad, pues.

– Habéis de saber, señor, que mi mujer…

– Pero si no se trata de vuestra mujer – exclamó con impaciencia el duque.

– Sí, sí; ya sé, señor, que no se trata de mi mujer; pero es necesario empezar por mi mujer.

– Veamos, veamos; seguid.

– Pues… mi mujer ha sido seducida por el sargento mayor don Juan de Guzmán.

– ¡Oh! ¡Don Juan de Guzmán enamora á vuestra mujer!.. Seguid, seguid.

– Y mi mujer se ha dejado enamorar de don Juan de Guzmán.

– ¿Y qué tiene que ver eso…?

– Tiene que ver mucho. Don Juan de Guzmán es ó era servidor de don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah!

– Y como don Rodrigo Calderón ayudaba á los unos y á los otros, á vuecencia contra la reina…

– ¡Montiño!

– Vuecencia me ha mandado decir la verdad.

– Seguid.

– Pues… ayudaba á vuecencia contra la reina, y al conde de Olivares contra el duque de Uceda y contra vos, y al duque de Uceda contra vos y contra el conde de Olivares, y traía enredado á todo el mundo, de cuyo enredo ha resultado el lance que le tiene en el lecho mal herido, y un delito horrible.

– ¡Un delito!..

– Oigame vuecencia y llegaremos á ese delito.

– Seguid, seguid.

– Seducida mi mujer por don Juan de Guzmán, ella sedujo á uno de los galopines de cocina… estoy seguro de ello… á Cosme Aldaba… y á un paje de la reina… amante de mi hija, como don Juan de Guzmán era amante de mi mujer.

– Acabad de una vez.

– Llegamos al crimen. Hoy por la mañana, apenas me vi libre de negocios, me fuí á las cocinas… á cumplir con mi obligación… y me encontré en ellas á ese infame Cosme Aldaba…

– No os entiendo bien… Al resultado… al resultado.

– El resultado ha sido que se ha servido en el almuerzo de su majestad la reina una perdiz envenenada.

El tío Manolillo, revelando aquel crimen al cocinero mayor, había cometido una imprudencia gravísima; Francisco Montiño, que en otra ocasión, por interés propio, hubiera guardado la más profunda reserva, enloquecido, aterrado, fuera de sí, había roto el secreto.

El duque de Lerma, pálido y desencajado, estuvo algunos momentos sin hablar después de haber oído la frase una perdiz envenenada.

Se levantó y se puso á pasear á lo largo del despacho.

Temblaba; estaba aterrado.

– Pero no, no es esto lo que me indicó la duquesa de Gandía; no, no puede ser – decía paseándose – ; y luego… no me han llamado á palacio… este hombre está fuera de sí… se engaña sin duda… veamos… dominémonos.

Y se detuvo delante de Montiño.

El cocinero mayor le miró de una manera que quería decir:

– Yo no he tenido parte en ese crimen.

– ¿Y decís… que su majestad está buena? – preguntó al cocinero mayor.

– Sí; sí, señor – contestó Montiño – ; y el padre Aliaga también… acabo de hablar con él… y está bueno, y tiene buen color… y eso que el padre Aliaga almorzaba con su majestad la reina.

– ¿Es decir, que no han comido de la perdiz?..

– No; no, señor… yo creo que no… pero quien puede deciros eso… es… el tío Manolillo… el bufón del rey, que fué quien me lo dijo á mí.

– ¿Pero cómo se sabe que esa perdiz estaba envenenada?

– Porque ha muerto un paje que se comió lo que había quedado en los platos de la reina y del padre Aliaga.

– Pero si quedó en los platos, debieron comer…

– No, porque el tío Manolillo asustó á la reina…

– Yo creo que estáis loco, Montiño; que lo que os sucede os ha trastornado el seso.

– Puede ser, puede ser, señor.

– No habléis de eso á nadie, porque si de eso habláis con otras personas, podéis dar en la horca… yo me informaré… aunque de seguro estáis equivocado.

 

– ¿Y por qué ha huído mi mujer con mi hija y con el sargento mayor don Juan de Guzmán, y con Cosme Aldaba, pinche de la cocina, y con Cristóbal, paje de la reina… robándome?..

– Yo me informaré, me informaré… y veremos. Si se ha intentado el crimen, por lo que sucede… es decir… por lo que no sucede, es casi seguro que ese crimen se ha frustrado… si ha habido crimen, estoy seguro que estáis inocente de él… se os conoce… y á más… yo os conozco hace mucho tiempo; por dinero sois capaz de engañarme y de engañar á todos los que os paguen; de servir á personas enemigas, las unas contra las otras, á un mismo tiempo… pero no cometeríais un asesinato por dinero… estoy seguro de ello… callad, pues, acerca de este atentado; yo lo averiguaré todo, sabré lo que hay de cierto y castigaré á quien deba castigar.

– ¿Y no correré yo ningún riesgo?

– No, si sois inocente como creo.

– ¿Y mandaréis buscar, señor, á mi mujer y á mi hija, y al dinero que me han robado?

– Sí; sí… pero volvamos al principio. ¿Recordáis lo que os mandé? – dijo el duque cambiando la conversación.

– Me han sucedido tantas desdichas, señor… que estoy aturdido.

– Pues yo recuerdo perfectamente lo que os mandé. En primer lugar, os dije que fuéseis á visitar á cierta dama de quien se vale el duque Uceda para pervertir, á pesar de sus pocos años, al príncipe don Felipe.

– Sí; sí, señor, doña Ana de Acuña.

– Os dí una gargantilla de perlas para ella.

– Sí, señor, y la gargantilla está en poder de esa dama.

– ¡Ah! ¿la habéis visto?

– Sí, señor.

– ¿Y cuándo la vísteis?

– Con gran trabajo, porque se negaba á recibirme, anoche, ya tarde.

– ¿Y qué pasó en vuestra visita?

– Díjela que un altísimo personaje me enviaba á ella, y en prueba de su estimación me mandaba entregarla una alhaja de gran precio. Entonces la dí la gargantilla. Alegráronsela los ojos; pero puso dificultades… me dijo que no conociendo á quien aquél regalo la hacía, no debía recibirle…

– Pero al fin…

– Díjela yo que quien la deseaba era tan alto personaje, que sería necesario, para que no le conociese, que le recibiese sin luz.

– ¿Y qué dijo á eso?

– Quiso echarme rudamente de su casa… hizo como que se irritaba… pero no me echó… al fin de muchas réplicas me dijo: no hay persona que no pudiera ofenderme con una solicitud tan extraña sino el rey.

– ¿Eso dijo? – exclamó el duque.

– Eso dijo.

– ¿Y vos?..

– La dejé en su creencia.

– Habéis hecho bien; ¿y en qué habéis quedado?

– Doña Ana aceptó… y cuando vuecencia quiera, yo la avisaré que… el rey… irá á verla, y la hora en que irá.

– Pues bien; avisadla que iré á verla esta noche. Después vendréis y me diréis á qué hora y qué seña… y me acompañaréis…

– Muy bien, señor.

– Estoy satisfecho de vos por lo tocante á esa dama: pero os mandé además que diéseis una encomienda de Santiago á vuestro sobrino…

– Es que mi sobrino, no es mi sobrino…

– Sí, sí; ya sé que es hijo bastardo del duque de Osuna; pero esto no impide que le hayáis dado de mi parte la encomienda que os dí para él.

– Os diré, señor; estaba tan turbado con lo que me sucedía, que se me olvidó; aquí está la encomienda (y sacó del bolsillo el estuche que le había dado el duque de Lerma, conteniendo una placa con la cruz de Santiago), y además, señor, hubiera sido inútil.

– ¡Inútil! ¿por qué? ¿hubiera despreciado don Juan un favor del rey hecho por mi medio?

– No digo yo eso… pero don Juan es caballero del hábito de Santiago desde que nació por merced del señor don Felipe II.

– ¡Ah! – dijo el duque con asombro – ; sin embargo, no hubiera estado de más que don Juan hubiera sabido que tenía en mí un amigo.

– Perdonad mi olvido, señor; ¡pero me sucedían cosas tan terribles!..

– Guardad… guardad de nuevo esa cruz; llevadla de mi parte á don Juan, y decidle que venga á verme para recibir la cédula real. En este negocio habéis andado torpe…

– ¡Señor! ¡me sucedían tales cosas!

– Veamos si habéis hecho otro encargo mío. Os dí una carta para la madre Misericordia…

– Y la contestación está aquí… – dijo con suma viveza Montiño – , la tengo en el bolsillo desde ayer.

El duque leyó aquella carta.

En ella, por instigación del padre Aliaga, como dijimos en su lugar, la madre Misericordia desvanecía todas las sospechas del duque acerca del género del conocimiento que podía existir entre su hija y Quevedo.

Pero como el duque sabía ya por su misma hija que era amante del tremendo poeta, no pudo menos de fruncir el gesto.

– ¡Conque es decir que también mi sobrina la abadesa de las Descalzas Reales me engaña! – dijo para sí – ; ¡conque es decir que todos me abandonan, y que ahora sé menos que nunca en dónde estoy! Es necesario atraernos decididamente á Quevedo, y si nos pone por condición perder á don Rodrigo, hacer una de pópulo bárbaro, la haremos… aprovecharemos después la primera ocasión para dar al traste con Quevedo… ó cuando menos… sirviéndole, conservaremos nuestra dignidad exterior… Esto es preciso, preciso de todo punto.

Y luego añadió alto, tomando el vale de los mil ducados, y dándoselo al cocinero:

– Hasta cierto punto me habéis servido bien; seguidme sirviendo y os haré rico.

– ¡Ah! bastante falta me hace, señor, porque la infame de mi mujer me ha dejado arruinado – exclamó Montiño volviendo de una manera tremenda á su pensamiento dominante.

– Yo haré que prendan á vuestra mujer. Dejadme su nombre, sus señas, las de vuestra hija y las de esos otros.

El cocinero escribió con cierto sabroso placer, y entregó el papel que había escrito al duque.

– En cuanto á lo que sospecháis respecto á ese crimen que decís intentado contra su majestad, guardad por vos mismo el más profundo secreto.

– ¡Oh! no temáis, señor; yo no sé cómo lo he dicho á vuecencia; ¡estaba loco!.. pero ahora, con el amparo de vuecencia, es distinto… distinto de todo punto… empiezo á vivir de nuevo.

– Id, pues, á ver á doña Ana, y convenid con ella á qué hora podré verla esta noche.

– Iré, señor.

– Y volved á avisarme.

– Volveré.

– Buscad á don Juan Téllez Girón, y dadle de mi parte esa cruz.

– Le buscaré.

– Podéis iros, Montiño, confiando en mí.

– Perdonad, señor; pero antes tengo que deciros algo.

– ¡Qué!

– ¡La Dorotea!..

– ¡Dorotea!

– Sí; sí, señor: Dorotea la comedianta me ha dado para vuecencia esta carta.

El duque la leyó.

– ¡Dorotea! – exclamó para sí el duque – ; Dorotea es… yo no sé lo que Dorotea es del bufón del rey… esta muchacha me ama… la deslumbro… pues bien… me conviene ir á verla… Tranquilizáos é id en paz – dijo en voz alta dirigiéndose á Montiño.

– Beso las manos á vuecencia, y le doy las gracias por tanto bien como me hace.

– Id, id con Dios, buen Montiño – dijo el duque abriendo una puerta para que el cocinero saliera – , y confiad en mí.

Montiño salió haciendo reverencias al duque.

Cuando el duque quedó solo, mandó poner una litera, y cuando ésta estuvo corriente, salió de su casa, sin acordarse de revocar la orden de prisión que á instancias de su hija había dado contra Quevedo.

Lerma estaba tan trastornado con lo que le acontecía, como con sus asuntos el cocinero mayor.

La duquesa de Gandía, por el momento había interpuesto en balde, respecto á Quevedo, su influencia para con el duque.

Este se hizo conducir en derechura á casa de la Dorotea.