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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Sin embargo, podéis hacer grande al desdichado fruto de vuestro delito!

– Sí; sí, señora; grande entre los grandes.

– Pero continuad, continuad; ¿cómo he de hacer yo para que nadie me vea?

– Oíd: tendréis dos habitaciones enteramente provistas de cuanto necesitéis; cuando queráis algo, lo pediréis por escrito; llamaréis y os ocultaréis antes que puedan llegar.

– Y… os comprendo… no sospecharán…

– Vos sois piadosa, os habéis criado en un convento de monjas…

– ¿Y si sobreviene alguna enfermedad?

– Dios no querrá, y si eso sucede, ya encontraré otro medio.

El duque y la duquesa acabaron de madurar su plan.

Al día siguiente doña Juana llamó á su confesor, y le dió parte de que había tenido una revelación, que para salvar del purgatorio á su esposo, se la había mandado recluirse durante un año, de tal manera, que no la viese persona viviente; que había prometido hacerlo y que estaba resuelta á cumplir su promesa.

El confesor, que era un reverendo fraile franciscano, bueno y crédulo, aprobó la conducta de la duquesa, y no sólo la aprobó, sino que la excitó á que la cumpliese cuanto antes.

Preparáronse dos habitaciones y empezó el encierro.

Cuando la duquesa se levantaba, llamaba.

Entonces la preparaban el almuerzo y la ropa blanca y lo que había menester en otra habitación y cuando todo el mundo había desaparecido, hacían señal con una campanilla.

La duquesa pasaba á la otra habitación, que estaba completamente á obscuras, para evitar cualquier curiosidad reprensible; la duquesa cerraba por una parte y otra dos puertas, y sólo cuando era imposible que nadie la viese, abría las ventanas que estaban cubiertas por cortinas.

El paso de una á otra habitación se hacía siempre así.

Era imposible que nadie comprendiese su estado.

Todo estaba previsto; hasta los menores detalles se llenaban.

Súpolo el rey y no lo extrañó, porque conocía la piedad de la duquesa; celebrólo más bien.

Súpolo la corte y nadie sospechó, porque no podía sospecharse nada de doña Juana.

Todos, en aquellos tiempos en que la religión estaba sostenida por una fe ardiente, encontraron muy natural el sacrificio de la duquesa, y la tuvieron por una santa.

¡Y cuánto luchó la desgraciada en aquel largo encierro! ¡cuánto sufrió! ¡cuánto gozó en su sufrimiento!

Había perdonado al causador de sus males, porque al fin se mostraba generoso, y sentía una viva ansia por conocerle.

Pero el duque de Osuna, que iba recatadísimamente á verla por la reja algunas veces en la semana y en las altas horas de la noche, conservaba rigurosísimamente su incógnito.

En vano doña Juana pretendía desvanecer la sombra de aquel bulto negro que se acercaba á la reja.

En vano pretendía recordar una voz conocida en aquella voz afectada.

El causador de su desdicha seguía siendo para ella un misterio, un imposible, un pensamiento fijo.

Y por intuición, como por instinto, al sentir á su hijo en su seno, la pobre madre pensaba involuntariamente con el corazón abrasado de amor en el duque de Osuna, en aquel hombre á quien no podía pertenecer, que no debía conocer jamás su amor.

Y nunca sospechó que aquel encubierto de la reja fuese el duque de Osuna.

Pasáronse al fin seis meses desde el encierro de la duquesa.

Hacía ya algunos días que el duque ocupaba una casa frente por frente de las rejas de la duquesa, desde donde á una señal debía acudir á todo trance.

El duque conservaba aún la llave del postigo.

Desde hacía algunos días, el duque lo tenía preparado todo; la casa de don Jerónimo Martínez Montiño, en Navalcarnero, una litera y mozos en la casa vecina á la de la duquesa; cuanto era necesario.

Una noche del mes de Septiembre, que Dios quiso fuese obscura y lóbrega, el duque acudió á la reja.

Abrióse ésta al momento, y la dolorida voz de la duquesa exclamó:

– Salvadme, caballero, salvadme; abrid el postigo; entrad; yo muero.

El duque entró, y encontró á doña Juana desmayada.

Entonces hizo salir la litera de la casa de enfrente, sacó á doña Juana en sus brazos, la metió en la litera, cerró el postigo, y partió hacia Navalcarnero.

Hizo el diablo, que en aquellos momentos pasase por la calle el tío Manolillo, y lo viese todo, y siguiese á la litera.

Antes del amanecer, doña Juana volvió á su casa.

Había dejado á su hijo en Navalcarnero.

Doña Juana, exponiéndose á morir, no alteró la costumbre que desde el primer día de su encierro había establecido.

Nadie pudo saber nada.

El tío Manolillo, que había cogido el secreto dos veces, su principio en el Escorial, su fin en Navalcarnero, calló, porque el tío Manolillo sabía que ciertos secretos valen tanto, que no deben malgastarse.

Durante algunas noches, el duque de Osuna entró por el postigo.

Cuando la duquesa estuvo restablecida, cuando pudo bajar las escaleras, le habló por la reja.

– Os doy las gracias – le dijo – , por lo honrado que habéis sido; me habéis salvado, después de haberme perdido, y os perdono enteramente. Existiendo lo que entre los dos existe, ¿no podré saber quién sois?

– No – contestó con voz ronca el duque.

– No insisto; pero juradme que nada tengo que temer por mi hijo.

– El será grande y noble.

– Oíd; yo quiero alguna vez conocerle.

– No es prudente.

– Cuando ya sea hombre á lo menos.

– Hablad, señora.

– ¿Cuando sea hombre ocupará un lugar distinguido en la corte?

– Sí, señora.

– Se casará, le casaréis con una dama.

– Sí; sí, señora.

– Pues bien, esperad.

La duquesa subió, y bajó á poco.

– Tomad.

– ¿Y qué es esto, señora?

– La herencia que doy á mi hijo; el aderezo que llevé puesto el día en que me velaron con el duque de Gandía.

– ¿Y bien?..

– Si se casa mi hijo… nuestro hijo, con una dama, y esa dama concurre á la corte, que lleve algunos días puesto este aderezo, y un medallón en que hay un rizo de mis cabellos.

– Bien, muy bien, señora.

– Ahora, caballero, ahora que todo ha concluído entre nosotros, no volváis á verme, sino para algo demasiado grave, para decirme, por ejemplo, si soy tan desgraciada… nuestro hijo ha muerto.

– ¡Ah! ¡no quiera Dios, señora, que muera el hijo de nuestro amor!

Después de algunos momentos de conversación, duque y duquesa se separaron.

Y no volvieron á verse por la reja.

Pero cuando doña Juana acabó de cumplir su voto aparente, y se presentó en la corte, el duque de Osuna se presentó á ella, galán y hermoso.

La duquesa palideció.

– ¡Oh! ¡cuánto os amo! – dijo el duque con un acento salido del corazón – ; yo sabía que érais hermosa y pura; pero no sabía que érais una santa… ¡y un año mortal sin veros!.. y á fe á fe que me parecéis más hermosa.

La duquesa se vió obligada á imponer silencio al duque, pero no sospechó que él fuese el encubierto de la reja; nunca lo sospechó.

El duque creyó, por su parte, que nadie sabía el secreto de la duquesa.

Ignoraba que el bufón del rey lo sabía por completo, por dos extrañas casualidades.

Ignoraba también que cuando dejó de socorrer á su hijo, con la intención de que se acostumbrase á la lucha y á la pobreza, Jerónimo Martínez Montiño, que amaba al bastardo como si fuera su propio hijo, fué traidor al secreto por amor á don Juan.

Un día llamó al escribano Gabriel Pérez, que ya estaba viejo, y le sedujo para abrir el cofre que le había dejado en depósito el duque.

El escribano, como que podía poner un nuevo testimonio, cedió por curiosidad y por algunos ducados.

Abrióse el cofre, y encontraron la carta en que don Pedro revelaba á su hijo que conociera á su madre por medio del aderezo de brillantes.

Pero como no constaba el nombre de la madre y sólo el amor que decía haberla tenido el duque, Jerónimo Martínez Montiño, empeñado en saber quién era la madre de don Juan, se trasladó á Madrid, y tanto preguntó á amigos, á conocidos, acerca de una dama á quien hubiese amado mucho el duque de Osuna en cierta época, que hubo de saber que el duque había andado enamorado de la duquesa viuda de Gandía, pero sin obtener nada.

Entonces Jerónimo quiso conocer á la duquesa, y la conoció.

Vió que los cabellos de la duquesa eran rubios, del mismo color que el rizo que estaba encerrado en el medallón.

Después preguntó quién era ó había sido el joyero del duque de Gandía.

Dijéronselo, y le buscó, y en secreto le preguntó, presentándole un brazalete, si lo había él fabricado.

– En efecto – dijo el platero – , este brazalete es una de las alhajas del aderezo completo que hice para el casamiento de la señora duquesa de Gandía.

– Pues devolved estos dos brazaletes á la duquesa – dijo Jerónimo, que comprendió que era el mejor medio de escapar, y dejando las dos joyas, salió de la tienda y se perdió.

El platero llevó al momento las joyas á la duquesa.

Al verlas doña Juana, tembló, palideció.

– ¿Quién os ha dado esto? – le dijo.

– Un hombre á quien no conozco, que me ha encargado de hacer devolución de ello á vuecencia.

– Pero su nombre…

– No le conozco, señora.

– Os haré prender.

– ¡Ah, señora! eso sería muy injusto.

– Id, id con Dios – dijo la duquesa meditando que si se empeñaba en averiguar por dónde habían venido aquellas joyas, podía descubrir su secreto.

Pero doña Juana quedo en una ansiedad mortal.

¿Habría muerto su hijo, aquel hijo á quien amaba tanto?

Doña Juana, pues, no era feliz.

Y de repente se le habían revelado dos grandes misterios, por medio del aderezo usado por doña Clara Soldevilla.

Había conocido á su hijo.

Era un mancebo hermosísimo, capaz de enloquecer á una madre; noble, generoso, honrado por el rey, casado con una dama sin tacha, por más que no fuese muy de la devoción de la duquesa, por ser amiga doña Clara de la reina y conspirar contra el duque de Lerma.

 

¿Y aquel mancebo era hijo del duque de Osuna?

Nada tiene de extraño, pues, que doña Juana de Velasco se sintiese mala al ver su aderezo sobre doña Clara; nada, pues, que esperase con tanta impaciencia á los dos jóvenes.

Tenía, á pesar de su prevención hacía ella como conspiradora, gran confianza en doña Clara; sabía cuánto era noble y pura, y en cuanto á hermosa…

Como madre, tenía lleno el corazón doña Juana con la esposa de su hijo.

Pero… se veía obligada á defenderse delante de ellos; había llegado el momento de la defensa y temblaba.

Al fin se abrió una puerta, y un maestresala dijo:

– El señor don Juan Téllez Girón y su señora esposa están en la cámara de vuecencia.

CAPÍTULO LVII
AMOR DE MADRE

Doña Juana fué allá desolada.

Sin embargo, se detuvo cobarde antes de levantar el tapiz de la puerta exterior.

Vió á don Juan que miraba los retratos de familia de sus abuelos, y á doña Clara que los miraba también hechiceramente apoyada en el hombro de su marido con el más delicioso abandono.

– ¡Oh Dios mío! – dijo la duquesa – ¡y es preciso, preciso de todo punto!

Y adelantó.

Los dos jóvenes se volvieron.

La duquesa miró á don Juan, hizo un ademán de arrojarse en sus brazos; pero se arrojó de repente en los de doña Clara.

La joven la estrechó entre ellos, la besó en la frente con ternura y la dijo exhalando su alma en su acento y en su voz, que sólo la duquesa pudo oír:

– ¡Oh! ¡madre mía!

La duquesa se levantó de entre los brazos de doña Clara, y la miró al través de sus lágrimas.

La joven había tenido la delicadeza de no llevar el aderezo de bodas, aquel terrible aderezo.

Pero en cambio llevaba uno no menos rico de su madre.

– Sí, sí; ¡mis hijos! – exclamó la duquesa – ; pero hablad bajo… muy bajo… vos… – añadió dirigiéndose á don Juan – hacedme el favor de cerrar por dentro aquella puerta. Ahora venid, venid conmigo á mi recámara, donde nadie pueda escucharnos.

Los dos jóvenes siguieron á la duquesa.

Esta llevaba asida de la mano á doña Clara.

Cuando estuvieron solos, en un reducido y bellísimo gabinete, la duquesa no pudo contenerse; se arrojó entre los brazos de don Juan, le besó, lloró, rió y por último cayó desvanecida sobre el estrado.

– ¡Agua! ¡agua! ¡Clara mía! – exclamó don Juan – ¡mi pobre madre!..

Doña Clara buscó agua, y no encontrándola, sacó de su seno un pomito de agua de olor y la esparció sobre el rostro de la duquesa.

Al poco tiempo, como el desvanecimiento había sido ligero, doña Juana volvió en sí.

Vió á los jóvenes y se ruborizó.

Ellos conocían su secreto.

La duquesa se había visto obligada á llamarlos.

Su honor exigía una explicación, una revelación.

Y en medio de la situación difícil en que se encontraba, gozaba un placer infinito, una alegría inmensa, inefable, como nunca había experimentado.

Al fin era madre y tenía delante á su hijo.

Y su hijo era hermoso.

En su ancha y noble frente se reflejaba la grandeza de su raza: en sus ojos brillaban la generosidad, el valor, cien nobles pasiones.

Y aquellos ojos, fijos dulcemente en ella, inundaban de un placer desconocido el alma de la duquesa, la inflamaban en un amor infinito.

Era el purísimo amor de una buena madre, que había llorado veinticuatro años por su hijo á quien no conocía, y que le era tanto más querido, cuantos más sacrificios de todo género le había costado.

Junto á sí, y esposa de su hijo, tenía á aquella admirable mujer, modelo de la dama española, tipo por desgracia perdido, con su belleza espiritual, con su noble aspecto, con la delicada atmósfera de distinción que vemos aún en los retratos contemporáneos de Pantoja, de Velázquez y de otros tantos.

Doña Juana, pues, sufría y gozaba; lloraba y sonreía, se avergonzaba, y sin embargo su alma se dilataba, reposaba en una dulce confianza.

Doña Juana entonces estaba en el cielo, sin haber desaparecido de la tierra.

Asió las manos de los dos jóvenes, los atrajo á sí, los estrechó á un tiempo contra su pecho, y partió con los dos sus besos y sus lágrimas.

Después, separándolos dulcemente de sí, les dijo:

– Necesito justificarme ante vosotros.

– ¡Madre y señora! – exclamó don Juan.

– ¡Justificaros vos! ¿y de qué? – dijo doña Clara.

– Vos, don Juan, sois noble y á más de noble, hombre de honor; no desmentís la ilustre sangre que por vuestro padre y por mí corre en vuestras venas. Estoy segura, no tengo duda de ello, que os pesa de ser mi hijo.

– ¡Ah! ¡no! ¡no! – exclamó don Juan.

– Y vos, doña Clara; vos, cuya fama brilla pura y resplandeciente como el sol; vos, hija mía, vos tan hermosa, que no hay hermosura que os iguale en la corte; vos tan noble como yo y como su padre; vos pretendida por tantos ilustres caballeros, y tan insensible con todos, vos casada con don Juan, enamorada… porque no tenéis que decírmelo… la felicidad brilla en vuestros ojos… enamorada con toda vuestra alma de vuestro esposo, sin duda seríais más feliz si vuestro esposo no fuera mi hijo.

– Os juro, mi buena, mi amada madre, que no.

– Y sin embargo, hemos sido enemigas.

– ¡Enemigas! – dijo don Juan.

– Si no enemigas, yo no la he querido bien, y ella me ha querido mal.

– No; no, señora: todo consiste en que vos sois amiga de Lerma, y yo amiga de la reina… pero eso nada importa; vos habéis querido separarme de la reina… esto era natural. La reina tenía y tiene en mí un apoyo muy fuerte; porque es fuerte todo aquel que lleva su amistad, su amor hasta el punto de sacrificarlo todo por la persona á quien ama, y una prueba de ello ha sido mi casamiento.

– ¡Ah! – exclamó la duquesa.

Don Juan se sonrió, y miró de una manera elocuentísima á su mujer.

– Digo, señora, que una prueba de mi amor á su majestad, ha sido la causa de mi casamiento con mi don Juan; yo me hubiera casado con cualquiera en las circunstancias en que su majestad se encontraba…

– No os comprendo…

– Tiempo tendré de explicarme. Digo que en las circunstancias en que se encontraba la reina, con cualquiera me hubiera casado; pero al casarme por obligación con don Juan…

– ¡Por obligación…!

– Antes he sido su esposa ante Dios y los hombres, que su mujer.

– ¡Ah! perdonad; pero suceden, aun á la mujer más pura, cosas tan extraordinarias… y él, un Girón… audaz y apasionado como su padre… os repito que no os comprendo.

– Sin tener comprometido mi honor, me he visto obligada, por salvar á su majestad, á casarme con vuestro hijo. Pero he sido tan afortunada, que ansiaba ese casamiento, que ardía en amores por él… que al darle mi voluntad, mi libertad, mi vida, delante de Dios, no era yo quien daba, sino quien tomaba; no era yo quien hacía feliz, sino quien se hacía á si misma dichosa.

– ¡Cómo! – exclamó don Juan.

– Hace ya algunas horas que somos uno en dos: marido y mujer; don Juan, estoy delante de vuestra madre, que siéndolo vuestra lo es mía; nadie nos oye más que nuestros corazones. Ya os lo puedo decir, os lo debo decir: cuando os vi por primera vez… cuando vuestra torpeza os hizo perderos hace tres noches en palacio…

– ¡Cómo! ¿no os conocíais hasta hace tres noches…? – exclamó la duquesa.

– No, madre mía, no – dijo don Juan.

– Si no hubiera sido torpe… no nos hubiéramos visto.

– Si mi tío fingido hubiera estado en palacio, no nos hubiéramos conocido.

– Y si no nos hubiéramos conocido, no seríamos tan dichosos, tan completa, tan inmensamente dichosos. Perdonad, señora – añadió doña Clara – , pero yo no le debo ocultar nada; me parece ahora, ahora que le veo delante de mí, que es mío… mirad, madre, me parece que estoy entregada á un sueño dulce, y mi vida se llena de no sé qué delicia, que me embriaga, ¡y soy tan feliz! ¡Dios mío! ¡tan feliz! ¡tan feliz!

Doña Clara se puso vivamente encendida, y ocultó su rostro embellecido por la felicidad y por el pudor, en el seno de la duquesa.

– Sois un tesoro, doña Clara – dijo la duquesa, levantando entre sus manos la hermosa cabeza de doña Clara y besándola en la boca.

Don Juan, dominado por su amor, por sus sentidos, apoyó un brazo en el sillón, y en su mano la cabeza.

– Como debo decírselo todo, es necesario que sepa, delante de vos que sois su madre, como quisiera que viera mi alma entera… ¿por qué no he de decirlo…? que al abrir la mampara de la cámara de la reina, al verle delante de mí, me sentí herida, no sé cómo, de una manera dolorosa, y al mismo tiempo dulce; que le amé… que le amé cuanto se puede amar… y después… después… cuando amparada de él corrí á obscuras las calles de Madrid apoyada en su brazo… yo… le amo desde que le vi… y si no hubiera sido su esposa, me hubiera metido monja… ¿cómo queréis que me pese que sea hijo de vos, de la madre que le ha dado el ser para que haga mi ventura?

– Y aunque no os pese, hijos míos… ¿qué pensaréis de vuestra madre?

Los jóvenes bajaron la cabeza..

– Vuestra madre, don Juan, es digna de vuestro respeto; la madre de vuestro esposo, doña Clara, es tan pura como vos… una violencia… una locura… un mal pensamiento de vuestro padre, tiene la culpa de todo. Yo no sabía, yo no he sabido hasta que he visto el aderezo con que os presentásteis á la corte, hija mía, que era el duque de Osuna el que tan cruelmente abusó del terror, de la debilidad, del aturdimiento de una mujer en una ocasión funesta. Yo no he sido amante de vuestro padre, don Juan, yo no tengo de común con él nada más que vos, que sois nuestro hijo y os he reconocido… porque mi corazón de madre no ha podido contenerse… os he llamado después para abrazaros, para veros junto á mi á solas; para deciros: yo os amo, os amo con mis entrañas, con mi alma, con mi vida… os amo desde el momento en que os sentí alentar en mi seno; os amo más que á mi hijo don Carlos, más, mucho más, porque me habéis sido más costoso, y al conoceros, don Juan, estoy orgullosa de ser vuestra madre… y yo os veré, os veré todos los días… ¿no es verdad que os veré?

– ¡Oh! ¡sí!

– Y oíd… cuando vos os apartéis de vuestra esposa…

– ¡Apartarse…! – exclamó con profunda energía doña Clara.

Todos sus abuelos han servido al rey.

– ¡Ah, no, no! bastantes aventureros tiene España que vayan á matarse en la guerra, en Flandes, en Italia y en Francia; don Juan es valiente… don Juan es capitán de la guardia española junto al rey, y no saldrá de Madrid, no saldrá de la corte; vos sois camarera mayor de la reina y yo dama de honor; los tres unidos, viviremos muy felices, y luego… lo dominaremos todo… ganará la reina y perderá Lerma.

Frunció el bello y pálido entrecejo doña Juana.

– Lerma abusa de vos, madre mía, de vuestra buena fe – dijo don Juan – . Lerma es un ladrón duque, un miserable. Yo os convenceré, vos no debéis servir á Lerma… y, además, si no os conociesen tanto en la corte, como aún sois hermosa y joven…

– Cincuenta y seis años – dijo la duquesa.

– Sin embargo, podrían creer…

– ¡Qué!

– Podrían creer que amábais.

– No… no pueden creer eso… eso no es verdad… yo no he amado á nadie… más que á vuestro padre… y nunca lo ha sabido… no lo sabrá jamás… porque vosotros, á quiénes debe interesar el honor mío, no se lo diréis… ¿no es verdad?

– No; no, señora.

– No le digáis nunca… os lo pido con el corazón abierto, por Jesús sacramentado, no le digáis nunca que doña Clara se ha puesto aquel aderezo, que yo os he reconocido, don Juan… no le digáis nunca lo que está sucediendo entre nosotros… lo que sucederá… jurádmelo, hijos míos, jurádmelo.

– Señora – exclamó don Juan – : os lo juro por el nombre de mi padre, que conservaré sin mancha; por vuestro amor, que guardaré en lo más profundo de mi alma.

– Y yo os lo juro por mi honra y por la suya, madre mía.

– ¡Oh! ¡pues entonces, soy la mujer más feliz del mundo! – exclamó, dando un grito ahogado por las lágrimas, la duquesa.

Pero de repente palideció y tembló.

– ¿Qué tenéis, madre mía? – exclamó don Juan.

– ¡Oh! hay alguien que conoce no sé cómo este secreto – dijo la duquesa.

– ¡Alguien! ¿y quién es? – dijo don Juan.

– No lo sé… no lo sé… antes de anoche… antes de anoche no encontraba yo á su majestad en su cámara… la buscaba… de repente me dejan caer el candelero de la mano, y oí una voz ronca, una voz que no pude reconocer, y que me dijo, no he olvidado una de sus palabras, no he podido olvidarlas: si queréis que nadie sepa vuestros secretos, noble duquesa, guardad vos un profundo secreto acerca de lo que habéis visto y oído esta noche.

 

– ¿Y no habéis podido averiguar quién era ese hombre?

– No.

– Sin duda se referían á vuestras inteligencias con el duque de Lerma – dijo doña Clara.

– ¿Creéis vos que fuese eso?

– ¿Y cómo podría ser otra cosa? – dijo don Juan – . Mi padre ha guardado un profundo secreto: solamente yo he sabido por esta carta…

Y dió á la duquesa la carta del duque de Osuna que había encontrado en el cofre.

– Pero aquí vuestro padre no me nombra; os dice sólo, que por medio de un aderezo podréis reconocerme si yo quiero darme á conocer de vos.

– Ya veis, madre mía, que mi padre no ha podido ser más hidalgo.

– Sí, pero…

– No es posible que ese secreto…

– Sin embargo… ¿quién os ha dado esa carta?

– El cocinero mayor del rey.

– ¡El cocinero mayor!

– Sí, Francisco Martínez Montiño.

– ¡De modo que ese hombre – dijo doña Clara – os ha dado padres y esposa!

– Sin quererlo y sin saberlo.

– ¡Cómo! – dijo la duquesa – . ¿Montiño no conoce esta carta?

– No, señora.

– ¿Pues no os la dió?

– Sí; sí, señora, pero dentro de un cofre cerrado.

– ¿Y no pudo haber abierto ese cofre?

– No, madre mía, porque la cerradura estaba cubierta con un papel sellado, y en aquel papel había un testimonio de escribano con la fecha de veinticuatro años ha.

– Es necesario, necesario que me expliquéis todo eso… pero otro día… hoy estoy muy conmovida.

– Y yo… yo necesito ir á palacio, mi buena madre – dijo doña Clara.

– ¡Esperad! ¡esperad un momento!

La duquesa se levantó y salió.

– ¡Juan! ¡Juan de mi alma! el secreto de tu madre está vendido… – dijo doña Clara.

– ¡Vendido!..

– Sí… vendido… el hombre que dijo aquellas palabras á tu madre á obscuras, en la cámara de la reina, era… ¡el tío Manolillo! ¡el bufón del rey!

– ¿Y qué interés tiene el tío Manolillo?..

– El tío Manolillo… perdóname, Juan de mi alma, perdóname… no creas que tengo celos al decirte… al nombrarte á esa comedianta.

– ¡Dorotea! – dijo don Juan, y se puso pálido.

Helóse el alma á doña Clara al notar la palidez de don Juan, pero no dió indicio alguno de ello.

– Sí, Dorotea; esa mujer te ama.

– ¡Oh! ¿y qué importa? – dijo don Juan ya completamente rehecho de su turbación.

– Importa mucho, muchísimo – dijo gravemente doña Clara.

– ¿Crees que yo?..

– ¡Oh! ¡no! ¡no! yo sé que tu corazón, tu alma, tu pensamiento, todo tú eres mío; pero el bufón del rey es padre ó pariente ó amante de esa perdida… el tío Manolillo es terrible… ella te ama… tú te has casado conmigo… si por vengarse ese hombre…

– ¡Oh! te juro… te juro que el bufón no hablará; pero para eso es necesario…

– ¡Qué!

– Que don Francisco de Quevedo, mi amigo… mi buen amigo, pueda estar seguro en la corte.

– ¡Cómo!

– El duque de Lerma…

– ¡Oh! descuida… pero tu madre se acerca.

En efecto, la duquesa venía cargada con una multitud de estuches.

– ¿Qué es eso, señora? – dijo don Juan.

– Este es el dote de tu esposa que yo la doy.

– ¡Ah! ¡no! ¡no! señora; yo estoy convenientemente dotada por mi padre.

– Tu padre… es rico… lo que se llama rico entre simples caballeros, que no se ven obligados á sostener gran casa, gran servidumbre; pero tú eres esposa de mi hijo…

– Me basta con eso.

– Y mi hijo mañana será muy alto, muy grande…

– Mi padre, madre mía, me ha dado ya una renta – dijo don Juan.

– Si has recibido de tu padre, ¿por qué no recibes de tu madre?

– ¡Ah!

– Mira: son mis mejores joyas; valen cientos de miles de ducados… yo no las necesito ya… tengo las bastantes para presentarme de una manera riquísima en los días de corte… toma, toma, llévatelas, hijo mío… redúcelas á dinero… compra haciendas y dalas en dote á mi buena, á mi hermosa hija… á mi pequeña enemiga.

– Meditad…

– ¡Oh! ¡no me amas!.. ¡me engañas!..

– Ya tenemos el magnífico aderezo… – dijo doña Clara.

– Y aquí van otros diez… más ricos que aquel…

– ¿No creeréis que nuestro amor es interesado si aceptamos?

– Creeré que no me amáis si no recibís lo que os doy… lo que es tuyo porque eres mi hijo… lo que te doy secretamente porque no puedo dártelo de otro modo.

– Acepto, pues, madre mía.

– Además – dijo doña Juana acercándose á la joven, tomándola una mano, y poniendo en uno de sus dedos una sortija – , quiero que tengas esto mío.

– ¡Ah! ¿una sortija?

– Mi anillo nupcial.

– ¿Y este blasón?

– El blasón de los Velasco, condes de Haro.

– ¿Pero por este blasón?..

– Sabrán que la duquesa de Gandía ha hecho un regalo á su buena amiga doña Clara Soldevilla: sólo vosotros sabréis que ese anillo dado por mi, mi anillo nupcial, representa la bendición de vuestra madre. Ahora, hijos míos… idos… estoy muy conmovida, necesito llorar á solas… llorar de alegría.

– Una palabra, una sola palabra, madre mía – dijo don Juan.

–¿Cuál?

– Tengo que haceros un encargo muy importante.

– Un encargo importante…

– Don Francisco de Quevedo…

– ¡Don Francisco!.. ¡ese hombre!.. ¡enemigo del rey!..

– Os engañáis, madre mía.

– Secretario del duque de Osuna…

– Secretario de mi padre.

– ¡Ah! aún me parece un sueño que el duque de Osuna… pero y bien, ¿qué hay que hacer por don Francisco?

– Antes de anoche… madre mía… herí malamente á don Rodrigo Calderón.

– ¡Tú!

– Y me ayudó don Francisco.

– ¡Cómo! ¡dos hombres contra uno!

– No; no, señora; dos contra dos.

– ¡Ah!

– No podía ser de otro modo… la verdad del caso es que don Francisco y yo estamos amenazados.

– ¡Amenazado tú!

– Sabe Dios de qué, porque sabe Dios si morirá don Rodrigo.

– Pero, ¿por qué le heriste?

– Por miserable.

– ¡Por miserable!

– Había comprometido la honra de…

– Mi honra – dijo doña Clara.

– No, tu honra no – exclamó con extremada energía don Juan – ; la honra de la reina.

– ¡Cómo!

– Siendo traidor á Lerma, fué traidor á la reina… tenía en su poder unas cartas de su majestad…

– Hiciste bien en matarle…

– No lo he conseguido por desgracia.

– Tú no tienes nada que temer.

– Para salvarme á mí, es necesario salvar á don Francisco.

– Le salvaré. ¡Hola, doña Violante! ¡Doña Violante!

Acudió una doncella.

– Mi manto, al momento; que pongan una carroza.

La doncella salió.

– ¡Cómo, madre mía, vos!.. ¿Vais á ir?..

– Sí; sí, yo en persona casa del duque de Lerma.

– ¿Pero no sería mejor que él viniese?..

– No; no… quiero verle al momento… iré. Pero, toma esas joyas… y la carroza tarda…

– La nuestra…

– ¡Ah! ¿tenéis carroza?..

– Y muy bella.

– ¡Oh! bien, muy bien… haz poner en esa carroza el escudo de los Girones, hijo mío; es un noble escudo, ¡ay! ¡si pudiera ser unir á sus cuarteles los del escudo de Velasco!

La última exclamación de la duquesa representaba para los jóvenes el corazón de una madre.

Para nosotros y para nuestros lectores y para la duquesa, aquella exclamación salía del corazón de la madre y de la amante.

Porque doña Juana, enemiga política del duque de Osuna, le amaba; continuaba amándole en secreto; el duque de Osuna era la pasión de toda su vida.

Los recién casados dejaron á la duquesa de Gandía casa del duque de Lerma; después don Juan dejó en palacio á doña Clara, y con el pretexto de ir á esperar á su madre para llevarla á su casa, fué á casa de Dorotea y marchó la carroza á las órdenes de la duquesa de Gandía á la puerta del duque de Lerma.