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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO LVI
EN QUE EL AUTOR RETROCEDE PARA CONTAR LO QUE NO HA CONTADO ANTES

Cuando entró en su casa doña Juana de Velasco, duquesa de Gandía, de vuelta de palacio, se encerró diciendo á su dama de confianza:

– Cuando vengan don Juan Téllez Girón y su esposa doña Clara Soldevilla, introducidlos y avisadme.

A seguida se sentó en un sillón, y quedó inmóvil, pálida, aterrada, muda como una estatua.

Nada tenía esto de extraño; la caía de repente encima el hijo involuntario que le había procurado una fatal casualidad, una fatal sorpresa, un sobrecogimiento funesto, una inaudita audacia de las mocedades del duque de Osuna.

Nunca una mujer se había visto en tales y tan originalísimas circunstancias.

Es el caso que la duquesa, si tenía mucho por qué desesperarse, no tenía nada por qué acusarse, por qué avergonzarse.

Ella no tenía la culpa absolutamente de aquello; ella no la había autorizado; es más, ella, hasta que vió el aderezo funesto sobre doña Clara y supo que el esposo de doña Clara era un Girón, no sabía, no podía imaginarse quién era el padre de aquel hijo completamente fortuito.

Entonces comprendió doña Juana la razón de ciertas sonrisas intencionadas que el duque de Osuna se había permitido hablando en la corte con ella, después de la aventura de que había sido oculto testigo en El Escorial el tío Manolillo. Ella, irritada por el recuerdo de aquella enormidad, sin atreverse á mirar á nadie frente á frente, temerosa de que el hombre á quien mirase fuese el autor de su vergüenza, con el duque de Osuna había sido con el único que había hablado sin empacho.

En verdad que el duque de Osuna se había permitido enamorarla aun antes de ser viuda del duque de Gandía; pero el noble don Pedro, á pesar de que era joven é impetuoso, sabía enamorar á doña Juana sin que ésta se ofendiese, de la manera más delicada, más discreta, más respetuosa, más peligrosa, sin embargo, para la mujer objeto de aquellos amores que nadie conocía, más que el duque que los alentaba, y doña Juana causa de ellos.

Y luego estos amores tenían disculpa.

El duque de Osuna no había conocido á doña Juana hasta que después de casado la presentó en la corte su marido, y parte de esto, doña Juana era una mujer sumamente peligrosa.

A una hermosura delicada, espiritual, resultado de una maravillosa combinación de encantos, unía un candor y una pureza de ángel; se había casado crecida, más que crecida, á los treinta años, veinticuatro de los cuales los había pasado en un convento, y era, sin embargo, una niña, y tenía en su mirada, en su sonrisa, en su expresión una fuerza imponderable de sentimiento; dormía bajo su inexperiencia, bajo su timidez, una alma vivamente impresionable, ardiente, apasionada, por lo dulce y por lo bello, pero sin aspiraciones, sin comprender su deseo, sin irritarle.

El duque de Gandía, su esposo, era un señor antiguo, provecto, que se acordaba del emperador continuamente, que no sabía hablar más que del emperador, y que miraba con desprecio á los que no habían nacido en aquella generación de gigantes, en aquella época de gloria, en aquel período de embriaguez de las Españas.

Soltero siempre, porque no había sentido nunca el amor, porque su alma de plomo, por decirlo así, no podía sentirle, se casó cuando era viejo con el único objeto de tener un hijo á quien transmitir su nombre, un hijo que impidiese que sus Estados pasaran á sus parientes bilaterales, á quienes aborrecía lo más cordialmente posible; entonces se encaminó á la casa del conde de Haro, condestable de Castilla, hombre viejo, tan duro y tan excéntrico como él, y que por una casualidad se había casado joven, y le dijo:

– Amigo don Iñigo: los médicos me dicen que cuando más, cuando más, puedo prometerme cuatro años de vida.

– Los médicos quieren robaros, amigo don Francisco – contestó el conde.

– Podrá ser; pero sucede endiabladamente que yo pienso lo mismo que ellos; me siento mal, muy mal; me pesa cada pie un quintal, y cuando quiero andar derecho como in illo tempore, me da un crujido el espinazo, y el dolor me hace volver á encorvarme un tanto; el peso del arnés y del yelmo son malos, muy malos, amigo mío, bien lo sabéis, porque vos, como yo, los habéis llevado mucho tiempo; además, este respirar dificultoso, este hervor en el pecho; yo estoy muy malo y voy á hacer cuanto antes el testamento.

– ¿Y venís á preguntarme sin duda, á cuál de vuestros parientes?..

– ¿Qué? Ni por pienso; si me heredan será porque yo no puedo hacer otra cosa.

– Pues no veo el medio de evitar… ¿Tenéis algún hijo incógnito?..

– ¡Quia! no; yo no he amado nunca; no comprendo para qué se quiere una mujer, como no sea para hacerla mujer madre; como una cosa; para un objeto de utilidad; por eso nunca me he acercado á una mujer, como no haya sido á las reinas que he conocido, y eso en los días de corte para besarlas la mano.

– Pues por más que hago, no adivino la razón de que hayáis venido á hablarme de vuestro testamento.

– Para hacer testamento á mi gusto, necesito tener un hijo, y vengo á que vos me deis ese hijo.

Púsose en pie de un salto el conde de Haro.

El duque de Gandía no se movió del sillón en que estaba sentado.

– Sí, sí señor, vengo á que me deis un hijo por medio de una de vuestras hijas.

– ¡Ah! – exclamó sentándose de nuevo el conde de Haro – ; eso es distinto; ahora lo comprendo; pero decidme, amigo don Francisco, ¿estáis seguro, es decir, tenéis probabilidades de obtener hijos?

– Al menos los médicos me lo han asegurado.

– Bien; ¿y cuál de mis hijas queréis?

– La más hermosa.

– La destino para monja, y si no ha profesado ya es porque todavía no ha salido de ella; no quiero violentarla.

– ¿Pero tiene hecho algún voto?

– No.

– ¿Sabe ella vuestra voluntad?

– No, porque yo quiero que haga la suya.

– ¿Habéis hecho alguna promesa á Dios?

– Tampoco, porque no puedo prometer lo que otro ha de cumplir, y mucho más cuando ese otro es hija mía.

– ¿De suerte, que sólo tenéis un ligero deseo de que sea monja?

– Es tan candorosa, tan sencilla mi hija doña Juana…

– Pues mejor, mucho mejor; yo sólo sabía, porque lo había oído á muchas personas, tratándose de vuestra familia, que teníais una hija que era un portento… Como para mí la mujer es completamente inútil, sino para madrear, ni reparé en ello, ni sentí absolutamente deseo por conocer á ese portento de vuestra hija; pero cuando empecé á pensar en que yo debía tener un heredero, y para ello me era forzoso casarme, sin saber cómo, se me vinieron á la memoria los elogios que acerca de una de vuestras hijas había oído.

– Pero si la mujer es para vos completamente indiferente, si sólo os casáis mecánicamente – dijo el conde de Haro, que era un tanto socarrón – , casáos con la menor de mis hijas; tiene veinte años, es fea, fuertemente fea de cara, pero robusta, llena de vida, y á propósito, decididamente á propósito para la maternidad. Me quitaríais de encima un cuidado, porque aunque la he dotado mejorándola, para contrapesar con dinero lo que la falta de hermosura, no hay un cristiano que cargue con ella; vos es distinto; á vos, para quien no existen los encantos de la mujer, ¿qué más os da?

– Amigo don Iñigo, yo he sido muy buen mozo.

– Ya lo sé.

– Y quiero que mi hijo ó mi hija lo sean.

– Es muy justo.

– Porque á más de la nobleza de la sangre, es conveniente tener la nobleza natural de la hermosura.

– Sin duda.

– Ahora bien; un chiquillo se parece á su padre ó á su madre, ó á los dos; si se parece el que yo tenga de una hija vuestra á mí cuando tenía treinta años, estoy satisfecho; pero si le da la gana de parecerse á su madre… Es necesario que sea hermosa.

– Esto se parece á la manera cómo se hacen los caballos de la cartuja de Jerez – dijo el conde de Haro, á quien convenía una alianza con el duque de Gandía, y á quien la tiesa extravagancia de éste hacía feliz.

– En efecto, quiero un heredero robusto y hermoso; por lo mismo os pido esa hermosísima hija que tenéis… que se quedará viuda pronto con un título ilustre y con cien mil ducados de renta.

– No hablemos de eso – dijo poniéndose serio el conde de Haro – ; mi hija llevará á vuestra casa en dote, las buenas tierras de un mayorazgo de hembra que posee, cuya renta sube á trescientos mil ducados.

– No hablemos de eso – dijo el duque de Gandía – ; yo no necesito más que la hermosura y la nobleza de vuestra hija.

– Tiene treinta años.

– Mejor.

– Pues entonces… ¡Sanjurjo! ¡Sanjurjo!

El llamado era el secretario del conde de Haro.

– Poned una carta para la abadesa de las Descalzas Reales, en que la diréis que entregue mi hija la señora doña Juana, al aya doña Guiomar; al momento, al momento, y que me perdone si no voy yo en persona porque el catarro no me deja.

Escribió Sanjurjo, firmó el conde y partió la carta, y los dos grandes quedaron departiendo y arreglando aquella alianza improvisada.

Porque es de advertir que los dos eran hombres de fibra y aficionados á ver realizados cuanto antes sus deseos.

Dos horas después, entró de repente en la cámara una joven, una divinidad, vestida con un hábito, un velo y una toquilla de educanda y se detuvo al ir á arrojarse en los brazos del conde de Haro, al ver que había con él otro respetable señor, que la miraba ni más ni menos que como hubiese podido mirar á una yegua de raza, sin mover una pestaña.

Doña Juana se puso encarnada, hizo una profunda reverencia al duque de Gandía, y adelantó con menos apresuramiento hasta su padre, y se arrodilló y le besó la mano.

– ¿Te han dicho que no volverás al convento, hija? – la preguntó el conde.

– Sí, señor.

– ¿Y te pesa?

– No, señor.

 

– Dilo sin reserva, sin temor.

– Yo no tengo más voluntad que la de mi buen padre.

– Se trata de que cambies de estado.

– Muy bien, señor.

El conde besó á su hija en la frente, la levantó y la sentó junto á sí.

Doña Juana permaneció con los ojos bajos.

– Este caballero es mi antiguo amigo, mi hermano de armas don Francisco de Borja, duque de Gandía, de quien me has oído hablar tantas veces con nuestra parienta la abadesa de las Descalzas.

Doña Juana levantó la cabeza, miró de una manera serena á don Francisco, que no había cesado de examinarla, y le saludó de nuevo.

– Este caballero – añadió el conde – , te pide por esposa.

Pasó por los ojos de doña Juana algo doloroso, pero tan recatado, tan fugitivo, que ni su padre ni el duque lo notaron.

Pero no pudieron dejar de notar el vivísimo color que cubrió las hermosas mejillas de la joven.

– ¿Qué respondéis á eso? – dijo el conde.

– Que vuestra voluntad es la mía, padre y señor – contestó doña Juana.

No se habló más del asunto, porque no era necesario hablar más.

Dióse parte á deudos y amigos de estas bodas, encargáronse galas á Venecia, se renovaron muebles y se aumentó la servidumbre de la casa del duque de Gandía, con lo que hacía muchísimos años, desde la muerte de su madre, no había tenido, esto es: con dueñas y doncellas, y dos meses después de la petición, doña Juana de Velasco fué duquesa de Gandía.

Entonces, y sólo entonces, la conoció don Pedro Girón.

Conocerla y codiciarla, fué cosa de un momento.

Codiciarla y poner los medios para obtenerla, fué subsiguiente.

Pero el terrible duque de Osuna encontró una barrera insuperable á sus deseos, en las costumbres, en el candor, en la pureza de doña Juana.

Cuando el duque, aprovechando una ocasión, la decía amores, doña Juana se callaba, se ponía encendida y buscaba en la conversación general una defensa contra las solicitudes del duque.

Si éste la encontraba sola en su casa, doña Juana llamaba inmediatamente á sus doncellas.

Si el duque la seguía á la iglesia, la duquesa no levantaba la vista de su libro de devociones.

Llegó á contraer un empeño formidable el duque de Osuna.

Y lo que era peor, un amor intenso.

Porque doña Juana de Velasco lo merecía todo.

Irritábale aquella resistencia, porque él estaba acostumbrado á llegar, ver y vencer, como César.

La conducta fría, tiesa, sostenida de doña Juana, le sacaba de quicio.

Y, sin embargo, doña Juana le amaba con toda su alma; desde el momento en que le vió guardó su recuerdo, reposó en él, acabó en fin, por enamorarse; pero pura, y digna, y acostumbrada á las rígidas prácticas del convento, guardó su amor dentro de su alma, le combatió, le dominó si no le venció, y ni el mismo hombre amado pudo apercibirse de él, ni aun el confesor tuvo noticia alguna.

Porque decía doña Juana:

– La honra de un esposo es un depósito tan sagrado, que no debe menoscabarse ni aun delante del confesor.

La duquesa se confesaba directamente con Dios, y le pedía fuerzas para resistir al duque, que no cesaba en su porfía.

Y Dios se las daba.

Y cuenta que junto á doña Juana no había nada extraño que concurriese á defenderla.

El duque de Gandía, rara vez, y aun así por pocos momentos y tratándola ceremoniosamente, entraba en sus habitaciones.

No era un marido, ni mucho menos un amante, ni siquiera un amigo.

Doña Juana para el duque de Gandía, no era más que un medio.

Y como aquel medio había respondido admirablemente á su intento, puesto que al poco tiempo de casada, los médicos declararon que la duquesa se encontraba encinta, el duque, logrado su deseo, se fué á sus posesiones de Andalucía á pasar el invierno, y dejó en completa libertad y en absoluta posesión de su casa á su esposa.

Esto tenía sus peligros, que no se ocultaban á la duquesa.

Don Pedro Téllez Girón no era un amante vulgar.

Irritado como se encontraba por la resistencia de doña Juana, debía poner en juego todos sus recursos.

Doña Juana, que era sencilla, pero no simple; modesta y dulce, pero no cobarde; callada y circunspecta, pero no torpe, se entró un día sola en el aposento del duque su esposo, tomó un pistolete y lo llevó á su aposento, después de cerciorarse de que estaba cargado.

Doña Juana se había puesto en lo peor.

Y como todo el que se pone en lo peor, había acertado.

El duque, no encontrando ya persuasión ni insistencia que bastasen para ablandar á aquella roca, apeló al oro, y corrompió, enriqueciéndola, á la servidumbre particular de la duquesa.

Esta oyó una noche rechinar levemente una puerta.

Cuando el duque, que era el que había hecho rechinar aquella puerta, entró en el aposento de doña Juana, se encontró á esta vestida de blanco de los pies á la cabeza, más hermosa que nunca, pero terrible.

Doña Juana tenía un pistolete amartillado en la mano, y apuntaba con él al pecho del duque, á dos pasos de distancia.

– ¡Bravo recibimiento me hacéis! – dijo el duque, á quien de antiguo no imponía espanto el peligro – ; contaba con resistencia, porque os conozco bien; pero no creía que me presentáseis batalla.

– Si no os vais, os mato – dijo la duquesa con la voz más serena y más sonora del mundo.

– Habéis de ser mía – dijo el duque, y se fué.

La duquesa desarmó el pistolete, y se acostó como si tal cosa.

Al día siguiente, las dueñas y las doncellas del cuarto de la duquesa fueron despedidas por el mayordomo.

– Pero, ¿por qué se nos despide? – dijo una doncella que había sido envuelta sin culpa en el naufragio universal.

– No lo sé, señoras mías – dijo el mayordomo – ; no sé más, sino que su excelencia acaba de decirme que despida á sus dueñas y á sus doncellas.

Y el mayordomo decía la verdad.

No sabía absolutamente nada.

El duque se dió á los diablos, y tomó el prudente partido de esperar.

Mientras esperaba, la duquesa dió á luz un hijo varón.

El duque de Gandía no pudo saber si su heredero, para el cual había escogido con tanto cuidado una hermosa madre, era feo ó hermoso.

Con tanta precipitación quiso hacer su viaje el duque de Gandía, que le dió un causón en el camino, y se murió en una venta sin otro consuelo sino que también en un mesón se murió el gran rey don Fernando el Católico.

Trajéronle difunto á su panteón de Madrid, y doña Juana se puso el luto sin alegría, pero sin sentimiento.

El que se alegró poco cristianamente, fué el duque de Osuna.

Muerto el obstáculo más grave, el duque creyó que los demás obstáculos serían fáciles de vencer.

Dejó pasar algún tiempo, y un día, al fin, completamente vestido de negro, y de la manera más sencilla, se hizo anunciar á la duquesa.

Doña Juana le recibió en audiencia particular; sólo que tenía vestido de negro también, sobre sus rodillas, á su hijo.

Con el luto estaba la duquesa encantadora.

Don Pedro Girón, que era violento, se sentó temblando de pasión y de deseo junto á ella.

– Os amo – dijo el duque de Osuna – , y os declaro que soy tan vuestro, que no soy mío. Acoged propicia mi amor, que os juro que es tal, que si se ve despreciado, dará lugar á alguna desgracia.

– Señor duque – dijo tranquilamente doña Juana – , mirad que os oye el duque de Gandía.

Y señaló á su pequeño hijo.

– Pero sois libre…

– No por cierto, porque aún vive mi honor.

– ¿No confiáis en el mío?

– El vuestro está tan enfermo, que dudo mucho que no muera si no le curáis á tiempo.

– ¿Qué decís, señora?

– Que si yo soy libre, vos no lo sois.

– ¡Ah!

– Sí; doña Catalina, vuestra esposa, tiene en mí una buena guardadora por lo que toca á sus derechos.

– ¿De modo que si yo fuera libre?..

– Me esclavizaría con vos.

– ¿Me amáis?..

– Me casé sin amor, y con vos, si pudiera ser, me casaría por tener un noble apoyo. Pero como esto no puede ser, adiós, señor duque, y perdonadme si no estoy más tiempo aquí.

Y la duquesa se levantó, saludó profundamente á don Pedro, y salió con su hijo en los brazos.

El duque estuvo á punto de hacer un desacierto; pero como un desacierto hubiera producido un escándalo, y el duque de Osuna era demasiado principal caballero para atreverse á un escándalo, se contuvo, salió de la casa, y después de haber dado vueltas á cien proyectos, y de haberlos abandonado por inaceptables, se redujo al último recurso de todo el que desea un casi imposible: á esperar.

Y no sabemos cuánto tiempo hubiera esperado, si el mar, los vientos y los ingleses, no hubieran vencido á la Invencible; si por esto, doña Juana, que era del cuarto de la infanta doña Catalina, no hubiera ido á dar á su señora la nueva del fracaso, y no se hubiera encontrado sola en una galería obscura, con un hombre que tuvo buen cuidado de matar la luz antes de que pudiera reconocerle.

Puede fácilmente suponerse el terrible efecto, la honda impresión, la desesperación que causaría en la duquesa aquel lance tan serio, tan grave, de tan terrible trascendencia.

¡Y luego no saber el autor de aquel desacato!

Doña Juana estuvo, como ya hemos dicho, muchos días avergonzada, sin atreverse á mirar frente á frente á ningún hombre de los de la servidumbre interior que habían estado de servicio la noche de su mala ventura; doña Juana se había informado de quiénes eran aquellos nombres, con gran reserva, se entiende; pero el duque de Osuna no había estado aquella noche de servicio, ni en El Escorial por aquel tiempo.

Esto consistía en que el duque acababa de llegar á la ligera desde Madrid al Escorial, cuando se tropezó en la galería obscura con la duquesa, y después de su crimen, para no dar sospechas, se había vuelto á Madrid sin ver al rey.

De modo que la duquesa no podía sospechar siquiera que el duque de Osuna hubiese sido el reo de aquella enormidad.

Por lo tanto, era el único delante el cual se presentaba serena, y el duque era el único que se sonreía dolorosamente delante de la duquesa.

Pasó algún tiempo y la duquesa se heló de espanto; conoció que era madre. ¡Madre de un bastardo, sin culpa, sin más culpa que la de un aturdimiento hijo de su misma pureza! ¡madre y viuda!

¡Y sin conocer al padre de su hijo!

Confesamos que la situación de doña Juana era excéntrica, excepcional, terrible.

Llegó un momento en que la duquesa tuvo miedo de que conociesen su estado, y se retiró de la corte, se encerró en su casa.

El duque de Osuna, al no ver en la corte á la luz de los ojos, quiso verla en el hogar doméstico.

Pero encontró cerrada la puerta del hogar de doña Juana.

Esperó, pero pasó algún tiempo, y doña Juana no se dió á luz.

Entonces el duque tuvo una sospecha: la de si el retiro de doña Juana tendría por objeto ocultar un estado embarazoso.

Bajo la influencia de este pensamiento, don Pedro se encerró en su camarín más reservado, tomó unas tijeras y en un libro, y provisto de una escudilla de plata con engrudo, se puso á cortar, á aislar, á descomponer una por una las letras de imprenta, y luego pegándolas con el engrudo sobre un papel, compuso la siguiente carta:

«Juana de mi alma, corazón mío: Yo soy el dichoso y el desdichado que te encontró en una galería de El Escorial una noche de que es imposible que te olvides. Como has desaparecido de la corte, como te has encerrado, temo que sea una verdad dolorosa lo que sospecho. Si la deshonra te amenaza confía en mí: yo te salvaré. Pero contéstame. Mañana á la noche estaré, después de las doce, á los pies de tus ventanas que dan á la calle excusada.

Tanto tardó el duque en componer esta carta, que ya era de noche cuando concluyó.

Vistióse de negro, envolvióse en una capa parda, cubrióse con un ancho sombrero, y se fué en derechura con su carta cerrada á casa de la duquesa de Gandía, ó más bien á la calle donde la casa estaba situada.

Esperó en un zaguán, y cuando salió un lacayo le siguió y le dijo, fingiendo la voz de tal modo que no podía ser reconocido:

– Yo soy tal persona, que puedo hacerte mucho daño si te niegas á servirme, y rico si me sirves bien.

Y diciendo esto, puso en las manos del lacayo algunos doblones de á ocho.

– ¿Y qué puedo hacer, señor? – dijo el lacayo vencido completamente.

– Dime: Esperanza, la doncella de la duquesa, ¿tiene amante?

– Sí, señor – dijo el lacayo – , y está para casarse.

– ¡Malo! – dijo para sí el duque – ; ¿y con quién se casa Esperanza?

– ¿Con quién ha de ser, sino con el señor Cosme Prieto?..

– ¿Quién es ese Prieto?

– El ayuda de cámara del duque difunto.

 

– ¡Ah! ¿un vejete?..

– Sí, señor.

– ¿Y con ese se casa doña Esperanza?

– ¿Qué queréis? tanto robó á su excelencia, que es muy rico.

– ¡Ya! pues mira: vas á buscar ahora mismo á Esperanza.

– Muy bien.

– La darás esta sortija y la dirás: el caballero que os envía como señal esta sortija, espera hablaros un momento por una de las ventanas que dan á la callejuela excusada.

– Muy bien, señor.

– Pero al instante, al instante.

– En el momento en que vuelva de avisar al médico de la señora duquesa.

Dióle un vuelco el corazón al duque, pero temeroso de comprometer á doña Juana, no preguntó ni una sola palabra más al lacayo, y recomendándole que concluyera pronto, se fué á esperar á la calleja.

Pasó más de una hora.

Al fin el duque sintió abrir una de las maderas de una reja y luego un ligero siseo de mujer.

El duque se acercó á la reja, y con la voz siempre fingida dijo:

– ¿Sois vos Esperanza?

– Yo soy, caballero – contestó de adentro una voz de mujer que, aunque fresca y sonora, no tenía nada de tímida – ; ¿y vos sois quien me ha enviado un recado con el lacayo Rodríguez?

– Sí; sí, señora.

– ¿Y qué me habéis enviado?

– Un diamante que vale cien doblones.

– ¿Eso habrá sido por algo?

– Indudablemente.

– ¿Me conocéis?

– Sí, sé que sois muy hermosa. La hembra mejor que ha venido de Asturias.

– Muchas gracias, caballero: ¿y vos quién sois?

– ¡Yo!.. ¿qué os importa?

– ¡Vaya!

– Soy joven; no tengo ninguna enfermedad contagiosa, ni me huele el aliento.

– ¿Y por qué fingís la voz?

– Porque no quiero que me conozcáis.

– ¿Os conozco yo?

– No; pero no quiero que me podáis conocer mañana.

– ¿Pero?..

– Os amo.

– ¿Que me amáis? Si sois un caballero principal, no querréis más que burlaros de mí.

– Vamos claros. Tú te casas con repugnancia con el viejo Cosme Prieto.

– ¡Ah! sí, señor; con mucha repugnancia.

– Tú eres muy joven y puedes esperar.

– Como que no tengo más que diez y ocho años.

– Pero apuesto cualquier cosa á que si Prieto se casa contigo, es porque no ha podido ser tu amante.

– ¡Bah! bien lo ha querido y me ha ofrecido dinero.

– Pero poco; ¿no es verdad?

– Es muy mísero.

– Vamos, yo soy muy rico y muy generoso: ¿quieres ser mi querida?

– ¡Señor!

– No tendrás que casarte contra tu voluntad, y mucho menos con ese escuerzo de Cosme Prieto.

– ¿Pero qué dirán mis padres?

– Vamos, toma esta buena bolsa de doblones de oro.

– ¡Señor!

– ¿No la quieres?

– Sí; sí, señor.

– Pues entonces tómala.

Salió una mano por la reja, y tomó la bolsa.

– Ahora, ábreme – dijo don Pedro.

– ¡Ah, no! ¡no, señor! – exclamó vivamente Esperanza.

– ¡Ya, ya te entiendo! ¿Te parece poco el diamante y el bolso, ó temes que pueden ser falsos?

– No; no, señor, es que soy una doncella honrada.

– Oye, acaban de dar las ánimas; desde aquí á las doce de la noche van cuatro horas; ¿puedes tú bajar á las doce á esta reja?

– ¡Por esta reja! ahora su excelencia está en el oratorio, y he podido bajar; pero á las doce su excelencia estará en su dormitorio, y el dormitorio de su excelencia da á un corredor, y este corredor á unas escaleras que están aquí orilla.

– ¡Ah! ¿conque tu señora se ha venido á lo último de su casa?

– Vive muy retirada.

– ¿Y no te atreves á venir por esta reja?

– No, señor.

– ¿Pues por cuál?

– Por la última, seis rejas más allá.

– Pues vendré á las doce.

– Venid; pero no os abriré el postigo; bajaré á hablar.

– Bien, muy bien; me basta.

– Pues quedáos con Dios, que temo que mi señora me llame.

– Ve con Dios, y no te olvides de mi cita.

– No lo olvidaré; á las doce, por la última reja del lado de allá; ésta es la primera.

– Hasta luego.

– Hasta luego.

La reja se cerró.

– ¡Conque junto á esta reja hay una escalera que da á un corredor al que sale una puerta del aposento de mi ingrata amante! es necesario pensar en ello… es necesario que ya que por una locura, por una pasión violenta la he comprometido, la salve; y que la salve sin que nadie medie, con mi ingenio, con mi dinero y con la ayuda de Dios… sí, sí; la honra de doña Juana ha de quedar intacta. Pero observemos bien esta reja, que no se me despinte; encima hay otra con celosías. Otra reja volada; no se me confundirá. Además es la primera.

Y el duque se separó de la reja, tomó el camino de su casa y se entró en ella por un postigo sin ser sentido de nadie.

Abrió un pequeño guardajoyas que tenía en su aposento para su uso diario, y tomó una rica cadena de diamantes y la guardó en su escarcela.

Entonces se puso á trabajar de nuevo, esto es, á componer con letras pegadas, bajo lo que había compuesto antes en la carta que había llevado consigo lo siguiente:

«Me he procurado un medio de penetrar hasta la puerta de vuestro dormitorio, sin que nadie sepa que por vos he entrado en la casa; mañana habrá desaparecido de vuestra servidumbre la doncella Esperanza; no la busquéis porque no la encontraréis; no temáis nada por vuestra honra, porque esa Esperanza cree que estoy enamorado de ella y que sólo por ella voy. Sed prudente por vos misma, que ya podremos comunicarnos sin que os comprometáis.»

Eran cerca de las doce cuando el duque de Osuna acabó de componer las anteriores líneas. Volvió á salir secretamente por el postigo, llegó á la calle á donde daban las rejas posteriores de la casa de la duquesa, reconoció aquélla por donde había hablado Esperanza cuatro horas antes, la dejó atrás y se detuvo junto á la última y esperó.

Al dar las doce el duque sintió pasos indecisos de una mujer en el interior; acercarse aquella mujer á la reja, detenerse un momento como irresoluta, y abrir por fin las maderas.

– ¿Sois vos? – dijo con voz trémula Esperanza.

– Yo soy – contestó con la voz siempre desfigurada el duque.

– Pero ¿por qué si me queréis os ocultáis?

– Ya me conocerás. Entre tanto toma esta cadena.

– ¡Una cadena!

– Que vale trescientos doblones.

– ¡Ah! ¡trescientos doblones! – dijo Esperanza tomando con ansia la cadena.

– Ya conocerás que quien tanto te da debe amarte mucho.

– ¡Oh! ¡y qué buena suerte la mía, señor!

– No es la mía tan buena.

– ¿Por qué? yo… os quiero ya… os quiero bien.

– No lo dudo. Pero me parece que no me querrás tanto que me recibas esta noche.

– ¡Ah, señor! no he tenido tiempo de buscar la llave del postigo.

– ¿Pero la tendrás mañana?

– Sí; sí, señor.

– Y dime, ¿nos podrán sorprender por esta parte?

– No; no, señor; por aquí no viene nadie; ese postigo no se abre nunca; por lo mismo, es necesario buscar la llave.

– Cuento con que mañana…

– ¡Oh! sí; sí, señor.

– Pues entonces, hasta mañana después de las doce.

– Hasta mañana.

El duque se fué, y la doncella se subió á su aposento con el corazón latiéndole con impaciencia por el regalo que la había dado su extraño amante.

Cuando tuvo luz; cuando estuvo sola, miró estremecida la cadena y ahogó un grito de asombro.

– ¡Dice que vale trescientos doblones! – exclamó – y bien lo creo; esto es muy bueno, muy hermoso, ¿pero por qué me da tanto ese caballero? ¿si serán falsas estas piedras? Yo soy bonita, es verdad (y la muchacha no mentía), pero nadie me ha ofrecido tanto; cuando á una le dan para vivir toda su vida, cuando puede ser rica… y luego… debe ser hermoso… yo le veía los ojos en la sombra y me abrasaban… como que creo que le quiero… pero si fueran falsas estas piedras…

Esperanza no durmió en toda la noche; al día siguiente se levantó muy temprano, y se fué á una platería.

– Un caballero que me solicita – dijo al platero – me ha dado estas joyas: yo he temido que sean falsas.

– ¿Falsas? ¡eh, señora! si queréis ahora mismo por ellas doscientos doblones…

– ¿De veras?

– Tan de veras como que os los doy.

– No, no las vendo; quedáos con Dios.

Y Esperanza volvió loca de alegría á su casa.

Entretanto, el duque de Osuna decía á su mayordomo:

– Oye: ¿no tengo yo ninguna casa en Madrid desalquilada?

– Sí; sí, señor: en la calle de la Palma Alta tiene vuecencia una.

– Hazla amueblar, y luego tráeme la llave y las señas de la casa.

– Muy bien, señor.

A la noche, á las doce en punto, el duque de Osuna llegó á la calleja á donde daba la parte posterior de la casa de la duquesa de Gandía.

Reconoció la primera reja por donde había hablado la noche anterior con Esperanza; vió sobre ella el mirador con celosías, y arrancándose una cinta del traje, la ató en un hierro; después, llegó á la última reja, y esperó.

Pero tuvo que esperar muy poco, porque Esperanza, que ya le esperaba, abrió al momento el postigo de la reja.

– ¡Ah! ¡buenas noches! – dijo la joven – ; os esperaba con impaciencia.