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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Sí, sí – dijo impaciente Dorotea.

– ¿Yo? ¿qué hubiera hecho yo? ¡dar mal por mal y con creces, con horribles creces! primero… en el primer momento se me ocurrió matar… cuando me hieren, lo primero que se me ocurre es matar; pero después… la reflexión, la calma… ¡matar! ¡hacer morir! ¡es decir, exterminar! ¡no, no! ¡es poco! yo creía que tenías más alma… y tienes el alma débil… no has sabido sacrificarte para sacrificarle… para sacrificarla á ella…

– ¡Oh! ¡ella! ¡ella! pensar que ella le posee por completo, delante del mundo, con la frente alta, siendo su orgullo…

– Tienes que contentarte con matarla… y esto es poco, muy poco.

– ¿Pero qué hubiérais vos hecho?

– Le he estado observando desde allí, temblaba, temblaba estremecido de deseo… sus ojos devoraban tus ojos, se fijaban en tu cuello, en tu seno… sufría… está loco por ti… no te ama… tiene hambre de ti y nada más.

– ¡Eso es mentira!

– ¡Pobre loca! porque ella le ama, porque le ama con toda su alma, cree que él… ¡él! lo más puro que él siente por ti, es lástima… y eso es humillante…

– ¿Pero qué queríais que hubiera hecho?

– ¡Qué! mantenerme firme, hacerle comprender, aunque fuera mentira, que te importaba poco que se hubiera casado… empezaste muy bien… yo estaba diciendo allí, detrás de los cristales… ¡qué buena cómica es mi hija!.. ¡qué pobre hombre es ese don Juan! ¡pero luego lo has echado todo á perder, le has dejado ver tu desesperación, y se gozaba en ella sin saberlo! ¡oh! ¡qué felicidad tan incomprendida es para algunos hombres, magullar á una pobre mujer como el gato que magulla á un ratón! ¡Oh! ¡cuán felices, cuán felices son algunos hombres, y qué poco merecen su felicidad!

La excitación febril del tío Manolillo asustó á Dorotea, la asustó por don Juan; comprendió que debía engañar al bufón.

– Veamos qué hubiérais vos hecho mejor, qué he debido yo hacer.

– Oye: el hambre pasa cuando se satisface, pero cuando no, se irrita; el que muere de hambre… el que muere de hambre, no niega nada al que le ofrece un pedazo de pan.

– Seguid, seguid, me parece adivinaros; veamos si me he engañado.

– Tú irás misteriosamente á ver á ese hombre. Debes ir. Yo te buscaré el lugar.

– ¡Ah! no, no – dijo Dorotea.

– Bien, no insisto… no quieres ser expiada… no quieres sermones… bien, mejor… buscarás un lugar retirado: lo embellecerás, lo perfumarás, enloquecerás en él con tu don Juan; te resignarás á todo, lo olvidarás todo, porque le amas con el amor más humilde del mundo; tu don Juan, esperará impaciente los primeros días la hora de verte; le será muy cómodo lograr tus amores sin que lo sienta la tierra, sin que pueda tener celos su doña Clara; después, á medida que vaya pasando el tiempo, le parecerás menos hermosa, y esperará con menos impaciencia la hora de verte; luego irá por ir, por lástima, te hará esperar, después le esperarás en vano algunos días, y te volverás á tu casa, humillada, desesperada, celosa, al fin y al cabo te abandonará, hastiado de ti…

– ¡Oh!

– Matarás á doña Clara; puedes matarla… pero esa no es la venganza que tú necesitas…

– Seguid – dijo Dorotea, con el alma helada, por decirlo así – . Decidme, ¿de qué otro modo más horrible me puedo vengar?

– ¿De qué otro modo? Oye: procura buscar un retiro á propósito; el lujo, las pinturas, los perfumes, todo esto favorece á una mujer y la hace más hermosa, cuando es tan hermosa como tú; vístete, además, como te vistes cuando quieres que el público te aplauda sólo al verte: los hombros desnudos, los brazos desnudos; perlas en el cuello; diamantes en los brazos, y en la cabeza flores; una corona de flores es lo mejor que puede llevar una mujer hermosa; allí, en aquel hermoso gabinete, más hermosa tú por tu atavío, una cena exquisita; vinos… pero tú no bebas… no bebas… conténtate con arrojar sobre él la doble embriaguez de tu hermosura y de licores… y en medio de todo esto… desespérale, irrítale, háblale continuamente de su mujer… llámale tu hermano… llegará un día en que no podrá sufrir más, un día en que, loco, no podrá negarte nada… en que podrás dictarle condiciones.

– ¡Y esas condiciones!

– ¡Esas condiciones! ser suya cuando sea tuyo.

– ¿Y cómo?

– ¡Cómo! abandonando á su mujer… siendo tu amante delante de todo el mundo… llevándote á todas partes…

– ¡Oh!

– Entonces habrás matado su felicidad; doña Clara Soldevilla, la conozco bien… te obligará á huir… pero él… él… te seguirá… ella… ella… puede ser que no sea tan honrada… si llegas á herirlos en el alma… porque se aman… ¡se aman! no necesitas más venganza… te habrás vengado horriblemente.

– ¡Pero si él quería seguir viniendo á mi casa! – exclamó la Dorotea.

– Y tú has cometido la imprudencia de decirle que el venir á tu casa podía robarle la paz de la suya… tú no quieres vengarte.

– Os juro que me vengaré; que me vengaré de una manera cruel.

El bufón movió la cabeza en un ademán de duda, de incredulidad.

– Sí, me vengaré – insistió ella.

– ¿Y cómo?

– Ya lo veréis.

– No… adivino.

– Yo haré de modo que en su vida me olvidará.

– ¡Don Francisco de Quevedo! – dijo á la puerta anunciando Casilda.

– ¡Ah! ¡ese hombre! ¡ese hombre! – exclamó el bufón.

– Dejadme sola con él – dijo Dorotea.

El bufón salió por la alcoba.

Dorotea le siguió.

– ¡Ah! no quieres que te escuche – dijo dolorosamente el bufón – ; pues bien, adiós.

Y salió por la puerta de escape de la alcoba.

Después volvió á la sala.

Ya estaba en ella Quevedo.

CAPÍTULO LV
QUEVEDO, VISTO POR UNO DE SUS LADOS

El buen ingenio llevaba sobre sí las señales de la ruda actividad á que se había visto sentenciado desde su llegada á Madrid.

Sus ojos estaban un tanto hundidos, su nariz parecía más afilada; la blanca golilla de su cuello estaba más de un tanto ajada, su traje descuidado y todo él descuadernado y lánguido que no había más que pedir.

Había movido el brasero y se calentaba y se restregaba las manos.

Cuando apareció Dorotea, don Francisco la miró con suma gravedad.

La comedianta adelantó, se detuvo junto á Quevedo y le miró intensamente.

– Mea culpa– dijo don Francisco.

– Lo que quiere decir en castellano, que vos tenéis la culpa de todo lo que me sucede.

– Trasladáis el latín al romance con grande licencia. Yo no tengo la culpa de lo que os pasa.

– ¿Pues quién trajo aquí á ese hombre?

– ¿Y tengo yo la culpa de que os hayáis derretido como cera? Allá os las compongáis.

– ¿Os acordáis de lo que me dijísteis ayer en aquella taberna?

– Os confieso que estoy tan manoseado, tan traído, tan cansado, tan sin sueño y tan con hambre, tan calado y tan frío, tan asendereado y lastimoso, que no tengo memoria, ni siento más que los huesos que me duelen, las ropas que me mojan, los ojos que se me cierran, el estómago que pide más que cien frailes, y los pies que me chillan. Esto sin contar la cabeza, que se me anda. Si mi amigo Miguel de Cervantes viviese, juro á Dios, que al ver lo que me pasa, había de escribir un libro intitulado «Trabajos de don Francisco», que le había de dar más fama que el Ingenioso Hidalgo.

– Sin embargo, noto que no se os ha cansado la lengua.

– ¡Ah, lengua mía! quemarála yo, si no me doliera, para que no tuviese que hacerme arrepentir.

– ¡Ah! conocéis que habéis hablado mal – dijo la Dorotea sentándose – , y que vuestras malas palabras han hecho mucho daño.

– ¿Y quién había de creer que ese don Juan era un milagro y una fortuna insolente? ¿Quién había de esperar lo que ha sucedido? Cuando os digo que estoy atónito, y espantado y medroso, y que de mí mismo recelo, y que ya no sé qué decir, ni qué pensar, ni por dónde salir…

– Menos lo sé yo.

– ¿Sabéis las novedades que han ocurrido?

– Sé que es hijo del duque de Osuna y que se ha casado.

– ¿Quién os lo ha dicho?

– ¡El mismo!

– ¡Ha estado aquí! No me espanta, esperado me lo había… ¡horror! recién casado y…

– ¿No es verdad que eso es terrible…?

– Lo peor será que vos seáis tan loca como él.

– No puedo remediarlo. La última desgracia que podría sucederme sería no verle.

– ¡Pobre Dorotea! debéis haber pecado mucho.

– ¡Yo! ¡bah! yo no he hecho tanto como debería haber hecho; yo no he hecho mal á nadie.

– ¿Amáis mucho á don Juan?

– No debía amarle.

– No acabaremos nunca. Os pregunto…

– Y bien, le amo.

– ¿Y pensáis disputársele á su mujer?

– No.

– Hacéis bien; lo demás sería indigno de vos.

– Vos habéis venido para algo, don Francisco.

– Ciertamente, he venido á que me deis de almorzar.

– ¡Casilda! un almuerzo abundante – dijo Dorotea en el momento en que se presentó la doncella.

– Sois un ángel, á quien es lástima hayan cortado las alas, pero me tenéis cuidadoso.

– ¡Cuidadoso!

– Estáis demasiado tranquila después de lo que os ha sucedido.

– ¿Y qué queréis que haga?

– Que no hagáis nada.

– ¿Y qué hago con esta aflicción que se me ha metido en el alma?

– Gozarla.

– ¡Gozarla! decís – ¡gozar los celos, la desesperación, la rabia!

– ¡Ah! ¡todavía no sois bastante desdichada!

– ¿No?

– No, porque no gozáis en la desdicha.

– ¡Decís unas cosas, don Francisco!

– La desgracia es no sentir, tener el corazón de corcho, y la cabeza de hielo; vivir por necesidad, por aquello de que por cien mil y más razones es necesario vivir. ¡Ah! cuando nada os interese en el mundo, cuando nada hostigue vuestro pensamiento, cuando todo os importe nada, cuando no penséis en nada, cuando comáis por no morir y durmáis por que se cierren vuestros ojos; cuando os hayáis convertido en un pedazo de carne insensible á todo, que obra como una máquina; cuando el amor y las locuras de los otros os den hastío, cuando no os encontréis bien en ninguna parte, cuando vuestra alma haya muerto, entonces, entonces si que podéis llamaros desgraciada. No sentir es no ver, no ver es no vivir, no vivir es el sufrimiento mayor. Pero ahora que os abrasa la vida, ahora que soñáis, que lucháis, que esperáis, que lloráis, que os agitáis, ahora más que nunca vivís; hay algo en el mundo que os deslumbra, que os atrae, que os hace gozar el gran placer del sufrimiento. ¡Vos sois muy feliz!

 

– ¡Oh! ¡y qué felicidad tan horrible!

– Pero siempre es una felicidad. Yo quisiera padecer.

– ¿Cómo, no padecéis?

– Padezco, el que no padezco; pero dadme licencia, veo á vuestros criados que adelantan con la mesa. Y traen dos servicios. ¿No habéis almorzado vos?

– No por cierto.

– Habéis hecho mal; con el estómago frío, la cabeza está débil y vaga y se pierde. Almorzad, almorzad conmigo, y después de almorzar ya veréis cómo pensáis de otro modo.

– Sí, sí, es preciso – dijo Dorotea – y aunque sólo fuera por probar…

– Observo que en el estado en que nos vemos necesitamos más vino, una botella es poco.

– Traed, traed más vino; cuatro botellas… – dijo Dorotea.

– ¿De qué? – repuso Casilda.

– Puesto que tenéis bodega, que venga, si hay, Jerez – dijo Quevedo.

– Háilo y muy rico – dijo Casilda.

– Pues cuatro botellas, virtud sirviente; búscalas de las que estén más empolvadas, y si tienen telarañas, mejor. ¿Y qué haces tú ahí? – añadió don Francisco dirigiéndose á Pedro, que estaba detrás de la mesa con una servilleta en el brazo. – La señora y yo necesitamos estar solos.

Pedro salió.

– Os voy á hacer el plato – dijo Quevedo dirigiéndose á Dorotea – ; este jamón de Granada es sumamente confortante; se ceba con víboras, es un plato que yo, que sólo gozo cuando como, le prefiero á todos; voy á haceros la copa; este tintillo de Pinto es un gran vino de pasto; refrigera y no predica. Vamos; arriba con esa copa y no lloréis ¡vive Dios! que me lastimáis.

– Os hago feliz puesto que os hago sentir – dijo Dorotea enjugándose los ojos y apurando de un trago la copa, después de lo cual tomó un pedazo de jamón y se lo llevó á la boca.

Quevedo la miraba profundamente.

Dorotea arrojó el bocado sobre el plato.

– ¡Oh! no puedo, no puedo; me mataría como si fuera un veneno.

– Tan llena está de despecho que no la cabe ni un bocado; es necesario andar con cuidado con esta loca. Bebed más – añadió alto – , el beber os dará apetito.

Y la llenó de nuevo la copa.

Dorotea apuró la mitad y luego puso los codos sobre la mesa, apoyó la cabeza entre sus manos y quedó profundamente pensativa.

Quevedo entre tanto devoraba la enorme cantidad de jamón que se había servido, y mientras comía pensaba.

Casilda trajo cuatro botellas, las puso sobre la mesa y se retiró.

– ¿Sabéis, Dorotea – dijo de repente Quevedo – , que es necesario que toméis una determinación? Estáis muy enferma, hija.

– Tengo ya mi determinación tomada – dijo Dorotea.

– ¡Veamos si en medio de vuestra locura tenéis juicio!

– Pienso.. sufrir y callar y no vengarme de nadie… ni aun de vos.

– ¡De mí! ¿y qué culpa tengo yo?

– Porque lo trajísteis á mi casa…

– ¿Quién había de pensar?..

– Vos adivinásteis que me había yo de enamorar de él… y no os engañásteis, porque no os engañáis nunca.

– Eso no es verdad, porque me he engañado con vos.

– ¿Me creíais más perdida de lo que estoy?

– No os creía tan corazón y tan alma y tan voluntad…

– ¡De modo que vos creísteis que mis amoríos con don Juan!..

– Serían sol que sale y sol que se pone… yo os necesitaba por un solo día y creí que con teneros asida de cualquier modo de sol á sol…

– ¡Ah! ¿hicísteis venir á propósito, con mala intención, á don Juan á mi casa?

– Vamos claro: ¿os pesa de amar á don Juan?

– Por muy desgraciada que su amor me haga, no quiero verme curada de él.

– Bien, muy bien; respondéis á mis preguntas como un instrumento perfectamente templado á la mano que sabe tocarle. Sigamos hablando, y acabaremos por ser los dos más grandes amigos del mundo. Pero bebed, hija, bebed; vuestro Jerez es un verdadero néctar de los dioses, se conoce que se lo han regalado al duque de Lerma.

– ¿A qué pronunciar ahora su nombre?

– Es que como todo tiene una causa en este mundo, el estado en que os encontráis la tiene, y esta causa es el duque de Lerma.

– ¿El duque de Lerma tiene la culpa de que yo me haya enamorado de él?

– Sí por cierto, porque yo… que he tenido gran parte en el estado en que se encuentra don Rodrigo Calderón; yo, que he venido á la corte para mucho, necesitaba tener asido á su excelencia; ningún asidero mejor que vos…

– Muchas gracias – dijo dolorosamente Dorotea.

– Perdonad, que si yo hubiera sabido lo que iba á resultar… hubiera hecho más para que os hubiérais empeñado por mi amigo.

– Gracias otra vez, don Francisco.

– Ya me habéis dicho que por nada del mundo os pesará el haberle conocido; cuando no os pesa es que os alegra; cuando os alegra es que os hace bien; cuando os hace bien… debéis estar agradecida á quien ese bien os ha hecho: he sido yo… recibo vuestras gracias y me saboreo con ellas… y tengo razón.

– Indudablemente – dijo la Dorotea mirando con una expresión de doloroso candor á Quevedo – , creo que en parte tenéis razón cuando decís que vale más sufrir que hastiarse.

– ¡Ah! ¿Y quién duda acerca de eso? Para dudar de ello es necesario ser tonto, y vos no lo sois; todo, hasta la salud, cansa; vos vivíais sin rivales en la escena, sin rivales en la hermosura; poseíais una hermosa casa, una buena mesa; os galanteaba en vano toda la corte; el duque de Lerma es un amante muy cómodo, que se contenta con que todo el mundo sepa que paga á la mujer codiciada por todos, que os visita poco, y cuando os visita os habla de la última comedia de Lope, ó del tiempo, y se va saludándoos gravemente, sin haber mortificado más que al sillón donde su hinchada vanidad se ha sentado. Don Francisco de Rojas y Sandoval, no os desea, ni os ha deseado nunca, ni nunca ha pasado de vuestro recibimiento, ni se ha acercado á vos, ni conmovídose delante de vos; os tiene como á su papagayo y á su negro y otras muchas cosas que el buen señor tiene sólo por tener lo que cuesta caro.

– Pero ¿quién os ha dicho eso?

– Conozco demasiado á su excelencia.

– Aunque no hayáis acertado por completo, aunque siempre no haya sido tan feliz como suponéis con la indiferencia del duque, es cierto que para mí es más bien un gran señor que compra el derecho de entrar en mi casa cuando quiere, que un amante. Vuestros ojos penetran en lo más escondido.

– Y mis narices, que por algo son largas, huelen donde no huele. Resulta, pues, que vos para don Francisco sois más la vanidad que el deseo.

– Es verdad.

– Si vos dijérais al duque de Lerma: no volváis más á poner los pies en mi casa, el duque, herido en su vanidad, sería capaz de hacer cualquier desatino.

– ¡Oh! el duque haría cuanto yo quisiera, sólo porque no pudiera nadie decir: la Dorotea le ha despedido.

– Pues bien; ved ahí por qué he venido yo á veros.

– ¿Para utilizarme?

– Para valerme de vos.

– ¡Ah! ¿Me necesitáis?

– ¡Dios me perdone si no me han seguido hasta vuestra casa cuatro corchetes!

– ¡Ah! ¡os quieren prender!

– Mucho me lo temo, y aunque estoy ya muy acostumbrado á encierros, os afirmo que ahora sentaríame muy mal el ser guardado.

– Pues yo me alegraría… me alegro… os tendré preso algún tiempo sólo por haceros rabiar, en cambio de lo que vos me hacéis sufrir.

– ¡Ingratitud inaudita! os saco de vuestra cansada vida, os hago mujer, os desentierro, os hago probar el divino fuego del amor y me aborrecéis. No os creía yo mala.

– No os aborrezco – dijo seriamente la joven – , porque yo no he nacido para aborrecer; no os estremecéis vos del daño que me habéis causado por vuestro interés propio, porque… no veis mi alma, porque no sabéis qué horribles pensamientos pasan por ella, ó porque, si lo comprendéis, no tenéis corazón. ¿Qué os importa á vos, poeta que de lo más santo se burla, que á lo más respetable zahiere, que arroja su chiste mordaz sobre todo y todo lo calumnia; cortesano enredador que sobre todo pasa, cuando encuentra un obstáculo en el tenebroso camino que sigue; sabio que no ha sabido conservar la ternura, la caridad de su alma si alguna vez la ha tenido; qué os importa, digo, que una pobre mujer, que si no era feliz, no era desgraciada, se retuerza como una sabandija en el fuego por vuestra causa, porque la habéis necesitado para vuestros proyectos, y que caiga ante vos ensangrentada, palpitante, aniquilada? ¿qué importa? ¿qué importa? Adelante, don Francisco, adelante; vuestros semejantes son para vos figuras que se mueven, que andan; despreciables criaturas sobre las cuales, porque os humilla el estar confundido con ellas, necesitáis levantar la frente maldita, pisarlas, destrozarlas bajo el lento y pesado paso de vuestros pies; ¿qué os importa á vos, alma fría, que yo sufra, que yo grite, que yo blasfeme, si os he servido para algo? Yo no os aborrezco, no, porque os desprecio, porque lo que habéis hecho conmigo os hace despreciable; yo no os temo, porque no podéis hacerme más daño que el que ya me habéis hecho; yo no me vengaré de vos, porque quiero ser más grande que vos; quiero heriros en vuestro orgullo; quiero que tengáis el recuerdo de una víctima que ha caído mirándoos frente á frente á vos, hombre funesto, mientras sus ojos han podido mirar.

– ¡Pobre loca! – exclamó profundamente Quevedo, separando de sus labios una copa que llevaba á ellos – ; ¡pobre niña, digna de cuanto una mujer puede alcanzar de menos malo en este mundo, donde todo es locura ó lodo! ¡pobre ciega, que deslumbrada por su desgracia no ve, no sabe distinguir el oro del barro!

Y Quevedo se levantó y cerró las puertas.

Luego vino, se sentó frente á Dorotea que estaba doblegada.

– He cerrado las puertas, porque vais á oír lo que nadie ha oído; porque vais á ver lo que nadie ha visto; vais á oír al hombre; vais á ver al hombre en este pobre Quevedo, en quien todos ven lo que él quiere que vean. Os confieso que sólo conozco cuatro personas dignas de que yo les tienda la mano, de que yo las hable palabras de verdad, de que yo las ame, de que yo me sacrifique por ellas. Tenéis razón; yo no veo en el mundo, alrededor mío, aturdiéndome siempre con su charla insoportable, dándome náuseas con su vanidad estúpida, repugnándome con sus vergonzosos vicios, más que miserables divididos en dos mitades: los comidos y los que comen; tenéis razón, yo no tengo alma ni corazón ni más que indiferencia, ó hastío ó mala intención, para el mundo; pero yo, en medio de ese mundo, tengo un pequeño mundo mío, que me consuela del otro, por el que lucho, por el que vivo, para el que tengo alma, corazón, amor, lágrimas; el uno, el primero de esos cuatro seres, es el duque de Osuna, alma grande, noble y generosa, cuyo pensamiento comprende el mío, cuyo corazón no late sino por lo grande, por lo verdaderamente grande, y que tan grande es, que los que no le comprenden le llaman extravagante; el duque y yo nos fuimos aproximando el uno al otro insensiblemente, porque debíamos estrechar la distancia que nos separaba; nos unimos al fin, porque era necesario que nos uniéramos, y al cabo nos confundimos de tal modo, que el duque se reflejó en mí, y yo me reflejo en el duque; que yo sin Osuna sería un filósofo arrinconado, y Osuna sin mí un águila sin alas. No somos dos, sino uno; la desgracia que suceda al duque debe necesariamente hacerse sentir en mí, como en el duque la desgracia que á mí me suceda. Sabe Dios á dónde iremos á parar don Pedro Téllez Girón y yo, pero nuestra suerte será igual: él me comprende y yo le comprendo, él me ama como amaría á su cabeza, y yo le amo á él como á mi brazo. Dióle Dios riqueza y poder, y cuna ilustre, y á mí me dió ingenio y dominio sobre los demás, y ojos que saben mirar, y oídos que sin escuchar oyen; somos, pues, uno solo.

– ¿Y qué me importa á mí de todo eso? – dijo la Dorotea.

– Oíd, oíd, y esperad al fin. Como el duque no tiene para mí secretos, sabía yo que tenía un hijo bastardo: llegó el tiempo de que su hijo cumpliese sus veinticuatro años, y como quiera que por uno y otro informe se sabía que era digno de su padre, cuando salí de mi última prisión, recientemente, me encargó don Pedro que buscase á su hijo, que le revelase el secreto de su nacimiento, y que me lo llevase á Nápoles. Sin el señor Juan Montiño, que así se llamaba falsamente el hijo de don Pedro, yo no hubiera venido á Madrid. Hubiera tomado postas para Barcelona, y allí un barco para Nápoles. Pero vine, y encontréme á nuestro hombre metido en enredos que me dieron susto. Estos enredos produjeron las heridas de don Rodrigo Calderón, y los amores de don Juan con su esposa.

 

– ¡Ah! – exclamó Dorotea.

– De todo ello han tenido la culpa dos animales.

– ¡Dos animales!

– Sí por cierto: un caballo viejo y cojo, á quien juro Dios se ha de cuidar como á un rey hasta que se muera de viejo, y el cocinero de su majestad.

– No os comprendo.

– El caballo que debía haber llegado á Madrid con su jinete, es decir, con el venturoso que de tal modo os hace desventurada, antes del medio día, llegó á la noche; Francisco Martínez Montiño, que debió haber estado en su casa, y recibido á su sobrino postizo á la hora de la cena del rey, estaba dando un banquete de Estado al duque de Lerma. Las circunstancias eran además gravísimas. La reina se encontraba grandemente comprometida por una endiablada intriga de don Rodrigo, y doña Clara Soldevilla había salido sola á la calle por el compromiso de la reina, y seguida por don Rodrigo Calderón, al primero á quien encontró, de quien se amparó, como se hubiera amparado de otro cualquiera, fué de don Juan. Solos de noche, por esas calles de Dios; generoso y valiente él, generosa y ansiosa de amor ella, protegida por don Juan, puesta en contacto íntimo con él, que es impetuoso, y noble, y valiente como su padre, apasionado como vos, y como vos hermoso, aconteció lo que no podía menos de suceder: se enamoró ella de él con tanta más fuerza y más pronto, cuanto ella estaba ansiosa de un amor que no había podido encontrar en la corte, de un amor digno de ella. El enredo se había hecho terrible cuando yo encontré en el zaguán de la casa del duque de Lerma á don Juan, que como yo había ido allí en busca del cocinero de su majestad, y se agravó hasta hacerse negro, lúgubre, al caer don Rodrigo bajo la espada de don Juan. Entonces lo temí todo, todo: empecé á buscar una ayuda para salir del atolladero, y en cierta casa donde me refugié por el momento, supe que vos érais la mujer codiciada, la mujer envidiada por todos al duque de Lerma, á quien engañáis siendo amante de Calderón. Entonces dije: de seguro la Dorotea, aquella hermosa niña á quien yo conocí en el convento de las Descalzas, tiene gran poder ó puede tenerle para con don Francisco de Rojas; y en cuanto á Calderón, yo que le conozco, mucho me engaño si no es para Dorotea uno de esos hombres á quienes una mujer ama mientras no se le presenta otro mejor. Nuestro don Juan está terriblemente atollado; pues bien, procuremos que él mismo se desatolle enamorando á la Dorotea, y entonces me vine aquí y llamé á don Juan, y sucedió más de lo que yo creía: que vos os enamorásteis de él, y él se deslumbró al veros. Los sucesos han hecho que don Juan sea esposo de doña Clara, y que vos os encontréis con el alma negra, deshecha, desesperada. Yo no creí que ninguno de los tres valiéseis lo que valéis: mi mundo, el mundo de mi corazón y de mi amor, que se reducía á una persona, se ha aumentado con otras tres: y la que más amo, porque es la más débil, sois vos, hija mía, vos que me habéis sorprendido, que me habéis enamorado con el corazón que me habéis dejado ver. De modo que no me pesa de lo que ha sucedido, no; pero estoy aterrado, aterrado por vos.

– ¡Aterrado por mí!

– ¡Ah! si vos creéis que yo tengo el alma helada, os engañáis; que la tengo muerta, que sólo ha sobrevivido en mí lo malo, os engañáis, Dorotea, os engañáis; mi vida es una vida poderosa, insoportable, insaciable, una calentura continua; mi vida necesita espacio donde extenderse, y no le halla; mi vida está comprimida, encerrada como en una caja de hierro: cada corazón digno de mí que encuentro, es un poco de espacio que se dilata en esa caja terrible, en esa prisión que no puedo romper por más que hago; y al mismo tiempo es una amargura más, una amargura infinita; habéis dicho que yo os sacrifico á sangre fría, y al veros sufrir, al veros de tal modo desesperada, tengo el corazón apretado, siento ansias, y me pregunto qué razón desconocida hay para que el hombre se alimente del hombre el alma del alma, la alegría del dolor, la vida de la muerte, me digo y me espanto al decirlo: ¿por qué Dios no nos ha dado otros sentimientos más fáciles de satisfacer? ¿por qué esta continua carnicería? ¿por qué esta durísima é interminable batalla? Os habéis engañado respecto á mí; insensible, duro, cruel, si se quiere, para todos, pero no para vos, no para vos que, como os he dicho, sois mi aire de vida. Yo haré con vos todo lo que pueda hacer: os haré menos infeliz.

– Menos infeliz ¡y cómo!

– Procuraré prestaros parte de mi fortaleza; emplearé con vos todo el tesoro de consuelos de que mi alma está llena; os enseñaré á encontrar la alegría en la tristeza, el placer en el dolor; haré que, reconcentrada vuestra alma, busquéis la vida en vos misma; os daré el filtro que hace soñar, levantando vuestra alma; seréis mi hija, y yo seré vuestro padre; os retiraréis del teatro, y no entraréis en un convento, viviréis en el mundo, dominándole, despreciándole, engrandeciéndoos á vuestros propios ojos, con la comparación interna de lo que vos valéis, y lo que el mundo vale. Llegará un día en que vos no seréis la amante de don Juan, sino su hermana, en que pondréis á sus hijos sobre vuestras rodillas, y los amaréis como si fueran vuestros; en que purificada por el martirio, levantaréis á Dios la frente lavada, blanca y resplandeciente por el Jordán del sufrimiento. ¡Oh! ¡Dorotea! ¡Dorotea! ¡hija mía! si viérais mi corazón, si apreciárais su amargura y su despecho, si supiérais cuánto esta insoportable amargura y este despecho frío están dominados, puestos en silencio… si viérais cuántas terribles ambiciones, cuántos proyectos inconcebibles se agitan, rugen en mi cabeza, y al mismo tiempo me viérais estudiar, buscar ansioso la ciencia, que siempre me parece poca, reir, y hacer reir á los demás, convertir las lágrimas en burlas… ¡oh! yo os aseguro que os compadeceríais de mí, que encontraríais injusta la maldición que sobre mí pesa, y poco todo el aire de la creación para dar á mi pecho el aliento que necesita.

– Conque, ¿sólo me hicísteis conocer á don Juan para salvarle? – dijo Dorotea, que no podía apartarse de su pensamiento dominante, de su pensamiento desesperado.

– Sí, ¡por Dios vivo! – contestó Quevedo.

– Pues habéis hecho bien, muy bien, y os pido perdón por el odio que os he tenido, por las injurias que me habéis escuchado.

– ¡Bah! no podéis injuriarme.

– Y decidme: ¿habéis venido también á que yo siga salvando á don Juan?

– Sí.

– ¿Y de qué modo puede ser eso?

– Impidiendo que me prendan. Porque preso yo, don Juan queda sin consejo, sin ayuda.

– No os prenderán ó he de poder poco.

– Se necesita además…

– ¡Qué!..

– Que engañéis á vuestro… ¿qué sé yo lo que es vuestro el tío Manolillo?

– ¡Ah! ¡infeliz!

– Es necesario que le digáis, que le hagáis creer que nada os importa ya don Juan.

– Os comprendo, os comprendo, descuidad.

En aquel momento sonó el ruido de una carroza y Casilda entró azorada.

– ¡El duque de Lerma! – exclamó.

– El duque… lleváos al momento esta mesa… y vos… vos don Francisco, escondéos aquí.

– ¡Cómo! ¿en vuestro dormitorio?

– Sí, sí, desde ahí podréis oír y ver. Desde ahí podréis juzgar si soy digna de que me apreciéis.

Don Francisco entró.

Poco después, quitada ya de en medio la mesa, sentada en el hueco de un balcón, Dorotea estudiando su papel de reina Moraima, entró el duque de Lerma.