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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Oye, oye: yo he visto crecer una mujer, crecer desde la cuna; la arrebaté de los brazos de su infame padre.



– ¡Mi padre! – exclamó Dorotea.



– El padre de aquella niña era un monstruo: la llevaba consigo para abandonarla; aquella niña sin mí hubiera ido al hospicio…



– ¡Ah!



– Yo fuí para la desdichada madre de aquella niña un hermano: comí pan seco y duro, dormí sobre el suelo, anduve sin capa en el invierno, viví en una calurosa buharda en el verano, llevé mi ración entera, y mi soldada entera de bufón, á aquella pobre madre abandonada, y cuando poco después murió, empeñé mi soldada por muchos meses para comprarla un nicho en el panteón de la parroquia, donde durmiese tranquila.



– ¡Ah! – exclamó Dorotea.



– La misma noche en que enterraron á Margarita… oye… oye bien, Dorotea, oye con toda tu alma porque… vas á oír una cosa horrible – y el rostro del bufón tomó toda la terrible expresión de un condenado – : cuando tu madre…



– ¡Oh! ¡no me había engañado! – exclamó la joven.



– Sí… sí… tu madre… pero más bajo, más bajo… ¿no ves que yo devoro mi voz, cuando si estuviese solo rugiría?.. cuando tu madre estuvo sepultada… es el nicho de la segunda hilera, junto al rincón, en la pared derecha de la puerta, conforme se entra… nunca olvido aquel nicho… cuando estuvo sepultada… parecióme que me quedaba solo en el mundo… no había amado nunca…



– ¡Amásteis á mi madre!



– La amé… ¡oh! sí, como yo podía amar á una mujer que había conocido amando á otro, con toda mi caridad, y cuando digo con toda mi caridad, digo con todo mi corazón; la amé… ¡oh! sí, mucho, mucho… pero era un amor que no me inquietaba… porque nada quería… más que proteger á tu madre… consolarla, y protegiéndola y consolándola, y viéndola vuelta hacia mí como su único consuelo… mi amor recibía toda la recompensa que podía recibir… y al mismo tiempo… aquel amor puro, tranquilo… aquel cuidado de una pobre enferma, me alentaba… me reconciliaba con la vida… cuando perdí á tu madre, me encontré solo… salí del panteón con el corazón oprimido… por el momento no pensé en nada… pero luego… el frío de las noches de invierno, la lluvia, refrescan la sangre, y cuando la sangre que arde se refresca, el pensamiento se calma y la razón sobreviene… pensé y vi que no estaba solo en el mundo… que vivías tú… que te habías quedado sola en tu cuna… tenía una hija… una hija de quien Dios me encargaba… y yo no tenía dinero… no esperaba tenerlo en mucho tiempo, porque había empeñado mi soldada por mucho tiempo… para enterrar á tu madre.



– ¡Oh, Dios mío! – exclamó Dorotea.



– ¡Qué debía yo hacer! – exclamó con acento roncó el bufón – ampararte, criarte, velar por ti… y no tenía dinero… ¡el diablo á veces acude al auxilio de los desesperados y acudió al mío!



Y el bufón soltó una carcajada opaca, silenciosa, horrible.



Dorotea se sentía estremecida por un terror inexplicable.



– Sí, sí – añadió el bufón – ; el diablo acudió en mi socorro; al pasar por delante de una tienda cerrada… en Santa Cruz… sentí contar dinero… mucho dinero…



– ¡Ah! – exclamó Dorotea, que empezó á adivinar la horrible verdad.



– Escucha, escucha – prosiguió el bufón – ; no es eso sólo… no es solamente lo que tú has sospechado… es más horrible… y todo por ti… por ti…



– ¡Oh! ¡más horrible aún! – exclamó Dorotea.



– Oye… Oye… el ruido tentador del oro me detuvo, me trastornó, me atrajo… y… me quedé inmóvil, pegado á la pared… cerca de aquella puerta… yo no sentía, no oía otra cosa que el ruido del dinero… y tras él me parecía escuchar tu llanto desconsolado… me parecía verte extendiendo tus bracitos… llamando á tu madre… ¡oh! ¡Dios mío!.. yo no sé cuánto tiempo pasé de aquel modo… al fin aquella puerta… la puerta de la tienda se abrió y salió un hombre… la puerta se cerró y el hombre que había salido se alejó solo; yo le seguí… le seguí recatadamente… eran mis pasos tan silenciosos, que no podía oírme… era la noche tan obscura, que aunque hubiera vuelto la cabeza no hubiera podido verme… y una fascinación terrible, involuntaria, me acercaba más á aquel hombre… de repente aquel hombre dió un grito y cayó de boca contra el suelo… al caer se oyó un ruido metálico… el de un saco de dinero… luego se oyó crujir de nuevo aquel saco, y otro hombre dió á correr… el que había caído no volvió á levantarse… el otro no volvió á pasar jamás por aquella calle… tres días después estabas tú en las Descalzas Reales… porque yo… yo tenía oro… mucho oro… yo era rico… y podía criar bien á mi hija.



– ¡Matásteis por mí un hombre!.. – exclamó Dorotea – ¡algún desdichado padre de familia!



– No sé quién era… ni aun oí hablar á nadie de aquella muerte… el tiempo ha pasado… pero aquella sangre… aquella sangre está cada día más negra é indeleble en mi conciencia. ¡Dicen que estoy loco! es verdad… ¡loco! y es muy razonable que yo esté loco… porque he sufrido mucho… mucho…



El bufón se detuvo fatigado.



Dorotea temblaba.



– Oye… oye aún… – continuó el bufón – . Durante los primeros años de tu vida, te amé como á mí propio… más que como á mí propio… yo lo empleaba todo en ti… el oro que había robado… mi soldada… tú eras una pequeña dama… estabas mejor vestida, tenías más juguetes y más ricos que las hijas de gente noble y poderosa que se criaban en el convento… yo enloquecía por ti… porque tú eras para mí más que mi amor: eras el recuerdo de un horrible crimen… yo veía sobre tu pura y hermosa frente de ángel una mancha roja…



– ¡Dios mío! – exclamó Dorotea, exhalando un grito de espanto, mirando con terror al bufón – ¡vos me habéis criado á precio de sangre humana, y vuestra maldición ha caído sobre mí!



Y como Dorotea quisiese huir, el bufón la retuvo.



– Espera, espera – la dijo – ; aún no he concluído; llegó un día en que ya no fuiste una niña, sino una mujer, y una mujer hermosísima… entonces, sin poderlo evitar te amé…



La Dorotea miró con espanto al bufón.



– Te amé – continuó el tío Manolillo – como nunca he amado; ninguna mujer me parecía ni me parece tan hermosa como tú… y te he amado con ese terrible amor que no espera satisfacerse; con ese amor resignado al silencio, resignado al martirio; te amé y te amo de ese modo; he transmitido mi vida á ti y gozo cuando gozas, sufro cuando sufres. Tú sufres ahora y yo sufro también. Tú estás celosa de esa mujer, de esa doña Clara Soldevilla; yo también estoy celoso; tú amas á ese don Juan y ese don Juan no te ama… es necesario que ese don Juan sufra las mismas penas que nosotros sufrimos; es necesario que ese don Juan se desespere.



– ¡Ah! – exclamó Dorotea estremeciéndose – , ¡y qué terrible situación la nuestra!



– ¡Sí! ¡terrible, muy terrible! pero del mismo modo que nosotros la sufrimos, es necesario que otros la sufran. Es necesario que nos venguemos.



– ¡Y cómo! ¡cómo! – exclamó Dorotea.



– Primero, oye… don Juan vendrá á verte.



– ¡A verme! – exclamó la joven poniéndose densamente pálida.



– ¿Ha obtenido algo de ti?



– No.



– Don Juan vendrá á verte; eres demasiado hermosa para que no vuelva; don Juan sabe que le amas… y querrá hacerte su querida.



– ¡Oh! – exclamó Dorotea.



– A nadie le desagrada el que le amen dos hermosísimas mujeres. Don Juan vendrá, pretenderá engañarte…



– Le despreciaré.



– No, no le desprecies; desespérale.



– ¡Desesperarle! ¿y cómo?



– ¿De qué te servirá ser cómica, si no sabes ser cómica más que en el teatro? Cuando venga recíbele bien.



– ¿Recibir yo bien á ese traidor?..



– La sonrisa en los labios y el odio en el corazón; porque tú debes odiarle, como odiarías á un ladrón, á un asesino, porque él te ha robado tu paz, él te ha matado el alma.



– Yo no puedo aborrecerle; ¡yo le amo, yo le amaré siempre! – exclamó llorando Dorotea.



– Más bajo, más bajo, que no nos oigan.



– ¡Oh! ¡Dios mío! ¿y qué me importa todo?



– Ese nombre que está ahí doblegado bajo su rabia, bajo su desconsuelo, como lo estamos nosotros, ese hombre, Dorotea, puede ser tu puñal.



– ¡Mi puñal!



– ¿No aborreces á doña Clara?



– ¡Oh! ¡sí!



– ¿No deseas que don Juan sufra como tú?



– Sí, sí.



– Pues bien, ese hombre que está ahí reducido á la nada, aniquilado, ese hombre es el cocinero de su majestad.



– No os comprendo.



– Doña Clara vive en palacio.



– ¿Y qué?..



– Un plato de las cocinas del rey, puede bajar al aposento de doña Clara.



– ¡Oh! ¡sí! ¡es verdad! ¡yo me vengaré del desamor de don Juan!



Y en los ojos de la Dorotea, apareció una mirada valiente, enérgica, en la cual, cosa extraña en aquella situación, había mucho de generoso y de sublime.



– ¡Oh! ¡y qué grato será hacerle llorar! – dijo el bufón.



– ¡Oh! sí, sí, es el último recurso, el último consuelo que queda á mi alma; hacer llorar á don Juan.



– Pero para eso es necesario que le engañes.



– Le engañaré.



– Que le desesperes.



– Le desesperaré.



– Y para ello, que recojas esas ropas, que vuelva el color á tus mejillas, la risa á tus labios; que continúes siendo la querida de Lerma y la amante de Calderón; que representes como siempre… que vuelvas á ser la cómica.



– Lo haré, lo haré; descuidad.



– Empieza, pues, por secarte las lágrimas, como yo, mira; yo me las trago… yo me río… ¡ah! ¡ah! ¡qué buen chasco les vamos á dar! – dijo el tío Manolillo, saliendo del hueco del balcón y dirigiéndose al cocinero mayor:



– ¡Chasco! ¡chasco! ¿qué más chasco que lo que á mí me sucede? – exclamó Montiño llorando.



– Pues de eso hemos estado tratando la Dorotea y yo; del chasco que vamos á dar á vuestra mujer, á vuestra hija… á los que os han robado.



– ¡De veras!



– Dorotea… ya lo sabéis… es mucha cosa del duque de Lerma.



– Y tanto – dijo la Dorotea que empezaba á representar su papel, que el duque hace cuanto yo quiero.

 



– ¿Y vos os interesaréis por mí?



– Ya me intereso.



– ¿Y lograréis que mi mujer y mi hija sean castigadas, y que yo recobre mi dinero?



– Haré cuanto pueda; tened por cierto que antes de mucho, una nube de ministros de justicia estarán buscando á los criminales.



– ¡Ah! ¡señora!



– Debes escribir al duque – dijo el bufón.



– En efecto, hace tres días que no le veo – dijo la Dorotea – ; esperad, esperad un momento, voy á escribirle.



Y se sentó junto á una mesa, tomó papel y pluma y escribió lo siguiente:



«Señor mío: Hace tres días que no me honráis; ¿habré caído en vuestra desgracia? No lo creo; al menos no he dado motivo para ello. No me quejo como me quejaría en otra ocasión, porque sé que andáis muy seriamente ocupado y más de un tanto cuidadoso por la vida de nuestro buen amigo don Rodrigo Calderón. Pero, según entiendo, habéis salido bien de vuestros negocios y la vida de nuestro amigo no corre peligro. Debéis, pues, venir, dedicar algún tiempo á la que os ama tanto, señor, que no es dichosa sin veros. – Vuestra

Dorotea



Plegó y cerró esta carta la joven y la dió á Montiño.



– Llevadla ahora mismo – le dijo – al duque de Lerma; le digo en ella que quiero verle, y cuanto más pronto le vea más pronto podré hablarle de vuestros negocios.



– ¡Oh, señora! ¡Cuánto os deberé si consigo recobrar mi dinero! – exclamó Francisco Montiño.



– Pues id, id, amigo mío.



– De todos modos, yo tenía también que ir á ver á su excelencia.



– Pues adiós.



– Adiós. Adiós vos también, tío Manolillo.



– ¡Ah! Id, id con Dios, señor Francisco, id con Dios, y hasta más ver.



El cocinero mayor salió tambaleándose como un ebrio.



Dorotea empezó á recoger en silencio sus joyas y sus trajes y á guardarlos en los cofres.



Durante esta operación no habló una sola palabra.



El tío Manolillo, sentado en un sillón, la miraba con ansiedad.



Dorotea estaba serena; sus lágrimas se habían secado; sólo quedaba en su semblante, como vestigio de la pasada tormenta, una profunda gravedad.



El bufón guardaba también silencio.



Casilda y Pedro llevaron los cofres á su lugar y pusieron en orden el mueblaje.



Dorotea entre tanto había cambiado de vestido y se había puesto en el hueco de un balcón á estudiar su papel de la comedia antigua, titulada

Reina Moraima

.



– ¡Oh! Tu calma me espanta, hija mía – dijo el bufón.



– ¿No me habéis dicho que debo ocultar el estado de mi alma para vengarme mejor? – dijo la Dorotea – ; yo he creído bueno vuestro consejo y empiezo á representar mi papel; estoy tranquila, ya lo veis, y estoy tranquila porque estoy resuelta. Ya sé lo que puedo esperar, y para representar mi papel es necesario que continúe en mi vida de costumbre. Esta tarde tenemos un primer ensayo y es necesario que la dama sepa su papel. Estudio, ya lo veis; no podéis pedirme más.



El bufón miró dolorosamente á la joven.



En aquel momento entró Casilda.



– Señora – dijo – , aquel caballero joven que estuvo aquí ayer acaba de bajar de una carroza y pide veros.



– ¡Ah! Ya sabía yo que vendría – dijo el bufón – ; adiós, Dorotea, adiós, y mira lo que haces.



– Id sin cuidado; ya os lo he dicho, estoy resuelta.



– ¡Adiós! – repitió el tío Manolillo, y salió por la puerta de la alcoba.



– Que entre ese caballero – dijo Dorotea.



Y puso de nuevo los ojos en su papel, tranquila, serena, como si nada la hubiera acontecido.



Sólo la quedaban como vestigio de la tormenta dos círculos ligeramente morados alrededor de los ojos.



Toda su fuerza de voluntad no había podido borrar aquellas dos señales de las lágrimas y del insomnio.



Pero Dorotea sabía que tenía aquellas señales y estaba tranquila.




CAPÍTULO LIV

CÓMO SABEN MENTIR LAS MUJERES

Don Juan entró con recelo; esperaba un recibimiento terrible.



Pero se sorprendió al ver que Dorotea se levantaba solícita, salía á su encuentro y le abrazaba.



– ¡Oh y cuánto me habéis hecho padecer! ¡Cuánto me habéis hecho llorar, señor mío! – le dijo con toda la ardiente expresión de su alma – ; venid, venid que os vea; ya sé, ya sé que no os han herido… pero vuestro lance con don Bernardino… ¡No haber vos venido anoche! ¡Y luego como yo no sé dónde vivís!..



– Vivo en palacio – dijo con turbación don Juan.



– ¡Ah! ¿Vivís en palacio… con vuestro tío?.. Me alegro… Y por lo visto vuestro tío es un buen tío; me ha dicho Casilda que habéis venido en carroza… y vuestro traje, vuestras alhajas, ¡oh, y qué hermoso y qué gentil y qué galán venís!.. Cada día os amo más… y me alegro, me alegro de que vuestro riquísimo tío emplee sus doblones en vos con tanta magnificencia… prefiero que no me debáis nada… porque así sabré que me amáis por mí misma… no podré ofenderos en nada ni aun desconfiar de vos.



Miró don Juan de una manera franca y valiente á Dorotea.



Aquella mirada estuvo á punto de hacer llorar á la joven.



– ¡Ah, no; vos no podéis engañarme! – dijo ésta – , ya lo sé, y por eso confío en vos.



– Escuchadme, señora, y suceda lo que quiera; sabed todo lo que debéis saber: yo no soy sobrino de Francisco Martínez Montiño.



– ¡Ah! ¿No sois sobrino… del cocinero mayor de su majestad?



– No; soy hijo bastardo del duque de Osuna.



– ¡Oh, me alegro, me alegro! – exclamó fingiendo la alegría más verdadera la Dorotea; vos no debíais ser hijo más que de un gran señor.



– Pues me pesa, señora, de no ser verdaderamente hijo del honrado hidalgo á quien he tenido por padre hasta anoche.



– ¡Ah! – exclamó la comedianta – ; ¿conque es decir que cuando me dijísteis que érais sobrino del cocinero mayor del rey me dijísteis la verdad?



– Nunca he pretendido engañaros; anoche, por un acaso, el mismo Francisco Montiño me dió ocasión de conocer mi nacimiento.



– ¿Y dónde pasásteis la noche, señor mío? Yo os estaba esperando.



– Es necesario que yo os lo diga todo.



– ¿Tenéis más que decirme?



– Ciertamente; vuestra hermosura, y un no sé qué inexplicable que existe en vos, que me obligó á amaros desde el momento en que os vi, tuvo la culpa de que yo, no conociéndoos bien, os haya engañado.



– ¡Ah, me habéis engañado!..



– Y de una manera grave.



– ¿Pero en qué? ¿Cómo?



– Soy casado.



– ¿Y eso qué importa? – dijo la Dorotea, cuyo semblante no se alteró.



– ¡Cómo! ¿No os importa nada que yo sea casado? – dijo don Juan, que sintió un vivo impulso de despecho.



– No, porque no había de haberme casado con vos.



– Sin embargo…



– Porque nunca hubiera sido vuestra querida.



– ¡Ah! ¿Es eso cierto?



– Certísimo.



– ¿Es decir, que os soy indiferente?



Y el joven pronunció estas palabras con un acento tal y tan doloroso, que Dorotea sintió que su amor crecía; se sintió amada; sin embargo, conservó su severidad.



– No; vos no me sois indiferente; no, ¡Dios mío! Por el contrario, sois el único hombre á quien he amado, el que ha encontrado mi corazón virgen… pero por lo mismo, porque sólo mi corazón estaba puro, os amo con pureza… por eso yo, querida del duque de Lerma, querida de don Rodrigo Calderón, mujer perdida, no quiero arrastraros hasta el fango donde está mi cuerpo; os doy mi alma, mi alma entera y nada más; ¿qué me importa que seáis casado? ¿Qué me importa que no me améis si yo os amo?



– ¡Dorotea!



– ¿Os ama tanto como yo vuestra mujer?



– ¡Oh, qué pregunta!



– Es que yo quiero, es que yo deseo que os ame, no más que yo, porque eso es imposible, sino tanto; yo sé bien que siendo vuestra esposa, será digna de serlo…



– ¡Oh, sí!



– ¿Y quién es? ¿La conozco yo? Decidme su nombre.



Fué la primera situación difícil en que se encontró después de casado don Juan; creía profanar el nombre de su esposa y tartamudeó algunas palabras en una torpe excusa; Dorotea vió lo que pasaba en el alma de don Juan.



– Pronunciad, pronunciad sin temor el nombre de esa señora – dijo Dorotea – ; no es la comedianta, no es la mujer perdida quien os lo pregunta, no es tampoco la mujer celosa; es vuestra hermana, vuestra buena hermana, que porque os ama, ama á la mujer que os ama y es también hermana suya; decidme su nombre.



– Doña Clara Soldevilla – contestó don Juan con acento opaco.



– ¡Ah, la famosa menina de la reina! Famosa por su virtud y por su hermosura… pero no se decía que esa señora fuese casada… no os extrañe que yo la conozca; yo trato á la gente más principal de España; mi retrete en el teatro y mi casa, están frecuentados por lo más rico, por lo más noble; como delante de mí se habla sin empacho, he oído hablar mucho de doña Clara, ponderan su hermosura, y al mismo tiempo su desdén para con todo el mundo. Dicen que el rey – Dorotea bajó la voz – dicen que el rey ha amado á doña Clara; que ha tenido empeño; que ha enviado á Nápoles al coronel Ignacio Soldevilla, para dejarla más aislada; pero que, á pesar de esto, el rey se ha llevado chasco. A tal altura ha llegado la virtud de vuestra esposa, que la llamaron la

menina de nieve

; ¡oh, me alegro mucho!.. Cuando esa señora se ha casado con vos debe amaros mucho, muchísimo, con toda su alma, con todo su corazón, con todo su deseo. Debéis haberla vuelto loca, don Juan; es la única mujer que conozco digna de vos, y me alegro… ¡oh, sí, me alegro!.. Y la amo porque os ama y me alegraré de tener una ocasión en que demostrarla dignamente mi amor.



– ¡Oh! No os comprendo Dorotea… yo creía…



– Habéis creído mal… yo no podía casarme con vos; yo no podía daros esa suma de encantos, de nobleza, de dignidad que os ha dado vuestra esposa; yo era, yo soy una mujer perdida para el amor; lo he conocido al conoceros… al amaros he comprendido que no debía ser para vos lo que he sido para otros… quería ser más… quería ser… vuestra hermana… vuestra hermana del corazón… oíd… no vendréis á mi casa… no… eso se sabría… creerían que yo era vuestra querida… lo sabría vuestra esposa, porque conoce á muchas gentes, y entre esas gentes, que son como todas, las hay sin duda que se gozan en la desgracia ajena… esto es odioso, pero es verdad; por recatadamente que viniérais á verme, alguien os vería… ya lo creo… os sentirían mis criados… y mis criados… lo dirían, porque los criados lo dicen todo… no, no debéis, no podéis venir á mi casa, porque no podéis, no debéis herir el corazón de vuestra esposa.



– ¿Qué hay en vuestras palabras, Dorotea, que las hace para mí agudas y afiladas como un puñal?



– Hay, que no me conocéis bien: hay vuestro recelo… ¡creéis que yo estoy ofendida de vos!



– Debéis estarlo.



– Lo estaría si os hubiéseis casado con otra mujer.



– Una mujer que ama no cede á ninguna su amor.



– No, su amor no; pero si ama de veras, si ella no puede hacer la felicidad del hombre amado, se alegra de que otra mujer la haga; la ama porque ella es la paz del corazón del hombre á quien ama.



– Tenéis mucho ingenio.



– Si le tengo está en mi corazón.



– Entre tanto me prohibís que venga á vuestra casa.



– ¿Y para qué queréis venir?



– ¡Dorotea! yo no sé lo que pasa por mí; yo estoy loco.



– ¡Loco! sí… debéis estarlo… loco de felicidad.



– No, no; loco de desesperación.



– ¿Y por qué? ¿no sois afortunado? la mujer más pura y más hermosa y más codiciada de la corte os ama. La comedianta que á todos enamora, que á todos desespera, y que tiene buen corazón, es… vuestra hermana. Ella os da en su hermosura, más de lo que puede soñar el enamorado más loco; en su amor un cielo; yo os doy mi alma dolorida y triste, mi pobre alma desterrada y sedienta; os amo con toda esa alma desventurada, y sólo tengo ojos y corazón y oídos para vos. ¿Qué más queréis?



– ¡Yo no os conocía! vos habéis amargado mi felicidad.



– ¡Que he amargado yo…! ¡que puedo yo amargar vuestra vida! ¡oh! ¡no me lo digáis, no! ¡eso me desesperaría! ¡eso no puede ser! ¡eso no es!



– Yo no podía comprender… no, no podía comprender que de repente, á primera vista, pudiese el corazón interesarse de tal modo…



– ¡Ah! decidme… me interesa conocer vuestro corazón. ¿Vais á ser franco y leal conmigo?



– Os lo prometo.



– Decidme: ¿qué efecto os causó doña Clara Soldevilla la primera vez que la vísteis?



– No lo sé.



– ¡Pero experimentaríais algo al verla!



– Un deslumbramiento, una ofuscación, un no sé qué… luego… luego la casualidad me puso junto á ella… y mi alma entera fué suya… no, mi alma entera, no… ha quedado en ella un lugar para vos…



– No, no sois franco… ¿os inspiró deseo doña Clara?



– No.



– ¡Ah! no os inspiró deseo; ¿y deseásteis volver á verla?

 



– Deseé… deseé tenerla siempre á mi lado, vivir en su vida.



– Y no sobrevino el deseo…



– No.



– ¿Y os habéis casado…?



– Con el alma llena de felicidad.



– ¿Y la habéis hecho vuestra, con transporte, enloquecido?



– No, con miedo…



– ¡Con miedo!



– Sí, con miedo por vos.



– ¡Ah! ¡yo! ¡siempre yo!



– La posesión de doña Clara no podía hacer que yo olvidara, que yo arrojara de mí esta fascinación poderosa que me causáis…



– Ya que hemos llegado á mí, decidme, decidme, ¿qué impresión causé en vos?



– La impresión ardiente de una hermosura divina; yo no había visto unos ojos que tuviesen la hermosura, el poder, el dulce fuego que hay en vuestros ojos… y luego vuestros ojos, al arrojar sobre mí su primera mirada, exhalaron instantáneamente una mirada de sorpresa, y luego una mirada de atención, y luego una mirada que me dijo claro, claro, como me lo podrían decir vuestros labios: soy tuya, tuya, cuando quieras, tuya toda, cuerpo y alma, corazón y vida… pude engañarme; pero yo leí eso sin quererlo en vuestros ojos, lo leyó mi alma, y mis ojos debieron deciros lo mismo…



– Sí, sí; ¿y no os han dicho lo mismo los ojos de doña Clara?



– ¡Ah, sí, sí!, pero al decirme sus ojos soy tuya, había en ellos alegría, confianza.



– ¡Pureza! ¡decidlo de una vez! ¡y en los míos debió de haber dolor, vergüenza!



– ¡Dorotea! ¿por qué os he visto?



– ¡Por qué! porque Dios es bondadoso y justo, porque Dios sabía que mi alma estaba sedienta de amor y en vos me lo ha dado.



– Y á mí me ha dado en vos un remordimiento.



– No, no lo creáis; escuchad: doña Clara me hace un gran bien; doña Clara hace imposible el que yo me arroje en vuestros brazos; de la única manera que puedo ser feliz es sufriendo por vos, teniendo celos… viendo que vos los tenéis.



– ¿Qué decís?..



– Oíd… mi primera mirada de amor para vos, fué una mirada impura, ¿sabéis por qué?.. por que vi en vuestros ojos el alma que yo anhelaba encontrar; porque vi en vos una hermosura que me enlanguidecía, que absorbía mis sentidos, que llenaba mi corazón; sentí un dolor agudo, porque, como doña Clara, no podía deciros: eres mi primero y último amante… ya lo sabéis.. yo, que hubiera sido vuestra cuando vos hubiérais querido, no lo seré nunca…



– ¿Y si no me hubiese casado?..



– Si no os hubiérais casado… sí, vuestra… vuestra; por lo mismo me alegro de vuestro casamiento… me alegro de ese imposible puesto entre los dos.



– Pero sois desgraciada… ó no me amáis como decís…



– Os amo más… mucho más… ¿no notáis que cuando estoy á vuestro lado soy feliz?



– ¡Asoman las lágrimas á vuestros ojos!



– Puede ser… puede ser… sí, es verdad; que queréis… ¡soy tan infeliz! – Y la pobre Dorotea se desplomó, lloró y se cubrió el rostro con las manos.



– ¿Y queréis que no tenga remordimientos?



– No los tengáis.



– ¡Os he hecho desgraciada, sin poderlo evitar!..



– ¿La amábais?..



– Debéis aborrecerla… y ella…



– ¡Ella! ¿sabéis lo que ella haría conmigo? si os ama como yo creo, como indudablemente os ama, me mataría…



– Como vos la mataríais á ella…



– Yo… yo… ¡Dios mío! yo no… no… porque sería mataros á vos… sí, mataros… estáis loco por ella… y yo no quiero mataros… no… de ningún modo… no quiero que sufráis…



– Nos encontramos en una situación muy difícil… muy grave.



– No… suframos cada cual… pero no sufráis más de lo que inevitablemente debáis sufrir, porque ya no tiene remedio… no agravéis el mal, llevándole á vuestra casa… no vengáis á la mía.



– No habéis podido sostener vuestra serenidad; habéis llorado; el castillo de vuestra firmeza se ha venido á tierra… el verme unido á otra os mata… y eso… eso me rompe el corazón.



– Eso ya no tiene remedio; doña Clara os ha inspirado ese amor puro, noble, intenso, ese amor del alma del que yo hubiera querido ser digna; doña Clara es para vos vuestra hermana, más que vuestra hermana, porque es vuestra amante. Yo soy para vos ese demonio tentador que embriaga, que no se puede apartar de la memoria, que no merece ser amado y que no se ama, pero que se desea, que se desea con una sed insoportable, que hace arder nuestra cabeza en una fiebre dolorosa, y gemir nuestro pecho que respira mal, que está dolorido… y al mismo tiempo soy para vos la pobre mujer que ningún mal os ha hecho, á quien veis sufrir de una manera desesperada, cuyas lágrimas no podéis secar, cuyo corazón no podéis dilatar, cuya agonía no podéis curar; un deseo vehemente… una compasión profunda… eso es lo que yo inspiro… ¡amo! ¡amor! ¡oh!



– ¡Me estáis desgarrando el alma, Dorotea! – exclamó dolorosamente don Juan.



– Lo siento, y esto me hace más desgraciada; daría yo porque me olvidárais mi eternidad.



– Escuchadme – dijo don Juan tomando á Dorotea una mano que ardía y que al sentir la mano del joven tembló.



– Decid.



– Cerremos los ojos á todo. Lo sucedido no tiene remedio. Olvidáos de que me he unido á doña Clara.



– No puedo olvidarme… por ella misma… por vos.



– No os entiendo.



– No debéis venir á mi casa, os lo repito.



– ¡Ah! ¡vos os vengáis!



– Justo sería; pero no me vengo, no me puedo vengar. Me domináis, no me pertenezco, porque os pertenezco entera, porque soy lo que vos queréis que sea.



– ¡Dorotea! ¿conque pretendíais engañarme?



– Mentía al hablaros de… de qué sé yo… porque no me acuerdo de lo que os he dicho que no sea mi amor, y mi humildad á vos, que sois dueño de mi alma y de mi voluntad… pero esto no impide el que comprenda que vos olvidáis, arrastrado por mí… lo que no debéis olvidar… yo no puedo olvidarme de vuestra felicidad… yo que os amo, no puedo exponerla… por eso os digo que no vengáis á mi casa… es necesario que vuestra esposa no lo sepa… no por mí… sino por ella misma… por vos… si viniérais… lo sabría… si lo supiera… ¡Oh, si se viese engañada!.. ¡Si los celos la extraviaran… si en un momento de despecho quiere vengarse dándoos celos por celos… infamia por infamia!..



Don Juan se levantó como herido por una punta envenenada.



– Es necesario evitar que eso suceda; pero nos volveremos á ver… sí, nos volveremos á ver… siempre que podamos, sin causar sospechas; en lugar retirado, donde nadie nos vea, donde nadie nos conozca; yo… guardaré vuestro secreto… no os hablaré jamás de ella… no me hablaréis de ella vos… nos veremos mientras vos queráis que nos veamos… después… después… si me abandonáis… yo os veré… iré cubierta con mi manto á la iglesia donde vos vayáis… cuando represente, si estáis en el teatro, yo os haré conocer sin que nadie lo conozca, que represento para vos; mi pensamiento será siempre vuestro… os lo juro… pero ahora idos. Habéis estado demasiado tiempo. Una recién casada encuentra siempre largas las horas que está separada de su marido.



– ¡Ah!


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