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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO LI
EN QUE ENCONTRAMOS DE NUEVO AL HÉROE DE NUESTRO CUENTO

El padre Aliaga salió del alcázar inmediatamente después de haberse turbado de una manera tan extraña, por el tío Manolillo, el almuerzo de la reina.

El confesor del rey estaba aturdido con lo que le acontecía.

El bufón había llegado á hacerse para él un gigante.

Aquel hombre había leído en su alma.

Aquel hombre había visto su fondo tenebroso.

Además, el hombre que se había creído amado por la reina, don Juan Téllez Girón, el hombre por quien acaso la reina se interesaba, el que se había casado con doña Clara Soldevilla para cubrir acaso á Margarita de Austria; el recuerdo de aquel hombre, roía el alma del padre Aliaga.

Porque el padre Aliaga, desesperado y loco, estaba celoso.

Y los celosos desconfían de todo, y aun en el mismo sol ven sombras.

El padre Aliaga hizo por lo mismo prender al cocinero mayor.

Porque tenía celos.

De modo que, el mísero de Francisco Martínez Montiño, estaba constantemente pagando pecados de otros.

El alguacil del Santo Oficio le había llevado en derechura al convento de Atocha, le había metido en la celda, y se había quedado guardándole por fuera.

Cuando se vió allí Montiño, respiró un tanto.

– Vamos – dijo – , estos son asuntos del inquisidor general. ¿Pero y mis asuntos? aquel Cosme Aldaba metido en las cocinas… y había en mi casa un no sé qué… yo estoy en ascuas… ¡y cuánto tarda el padre Aliaga! ¡Dios mío!

Y el pobre Montiño tuvo que esperar más de tres horas, esto es, desde las ocho hasta las once, sin atreverse á moverse del rincón de una de las vidrieras de los balcones de la celda donde se había pegado, viendo cómo caía el agua continua sobre la tierra de la huerta.

El ver llover da tristeza.

El cocinero mayor, que tenía más de un motivo para estar triste, se puso más triste aún.

Sus monólogos fueron tomando un no sé qué de insensato.

Sus ojos miraban de una manera singular la compacta cerrazón del cielo, como si ella hubiera tenido una relación directa con el nublado que envolvía su alma.

Acabó por adormilarse, que no eran para menos la inacción en que se encontraba, la insistencia de un mismo pensamiento, esto es, su casa y su cocina, y el lento, contínuo, incesante rumor de la lluvia.

De repente le hizo volverse despavorido una mano que se apoyó fuertemente en su hombro.

Encontró delante de sí al padre Aliaga.

Pero no al padre Aliaga humilde, impenetrable, sencillo, sino á un varón pálido, ceñudo, cuyos ojos brillaban de una manera terrible, y tenían allá en su fondo algo que hizo temblar á Montiño.

– ¿Por qué no me trajísteis anoche el cofre de que hablamos? – le dijo.

– ¡Porque me lo robaron! – exclamó todo lagrimoso, asustado y empequeñecido el cocinero mayor.

– ¡Que os lo robaron!

– Sí, señor… en la Cava Baja de San Miguel. Pero miento; no me lo robaron… es decir, sí me lo robaron…

– Tranquilizáos, Montiño, porque estáis diciendo disparates.

– Es que vuestra señoría me está mirando con unos ojos…

El padre Aliaga comprendió que el cocinero mayor estaba bastante asustado para que fuese necesario asustarle más, y que seguir asustándole sería dar motivo á que no dijese una palabra con concierto.

– Vamos, vamos; no os he hecho venir…

– Perdone vuestra señoría; me han traído preso.

– Pues bien, no os he mandado prender para manteneros preso, sino para que viniérais. No pretendo haceros mal alguno.

– Así fueran todos como vos, padre, porque desde hace tres días todos me están haciendo daño.

– Tranquilizáos, que yo os protegeré contra todos.

– ¿Y mi mujer y mi hija? ¿Y el galopín Cosme Aldaba? ¿Y don Juan de Guzmán? – dijo el cocinero recayendo en su pensamiento fijo.

– Ya hablaremos de eso. Sentáos aquí, junto al fuego, que hace frío, y si tenéis apetito pediré de almorzar.

– No; no, señor, he almorzado ya, y por cierto con buen apetito… y si no me encuentro al tío Manolillo que me animó…

– ¡Ah! ¿habéis almorzado con el tío Manolillo?

– Sí; sí, señor… el tío Manolillo iba que centelleaba tras la comedianta, tras la Dorotea… que iba con el sargento mayor don Juan de Guzmán y se metió con ella en casa de doña Ana de Acuña.

El cocinero mayor, fuese por temperamento, fuese por debilidad, fuese por cálculo, vomitaba todo lo que sabía.

– ¡Ah! – dijo el padre Aliaga, cuya fisonomía había vuelto á ser impenetrable y benévola – ¿conque esa comedianta entró con el sargento mayor en casa de doña Ana?

– Sí, señor.

–¿Y el tío Manolillo?

– Se entró conmigo en una taberna de enfrente, donde almorzamos.

– ¿Y luego?

– Luego, el tío Manolillo se fué á la casa de doña Ana, llamó…

– ¿Luego conoce?..

– Debe conocer, porque le abrieron.

– ¿Y vos?..

– Yo me fuí al alcázar: llegaba á él, cuando me prendieron.

– Os trajeron… Montiño.

– Yo digo que me prendieron, y aunque alegué que tenía que estar á la mira del almuerzo de sus majestades, y evacuar otros negocios, el alguacil que me prendió, sólo me dejó dar una vuelta por las cocinas, y llevar á mi casa el cofre, el famoso cofre, que había dejado en una portería por irme con el tío Manolillo.

– ¿Pues no decíais que os habían robado el tal cofre?

– Sí; sí, señor; me lo robaron.

– ¿Y cómo le recobrásteis?

– No le recobré yo.

– ¿Pues quién fué?

– Ese caballero, que no sé por qué razón acertó á venir con dos amigos por la Cava Baja, cuando ya se llevaban el cofre.

– ¡Don Juan Téllez Girón!

– ¡Ah! ¿sabéis ya cómo se llama?

– Anoche le casé.

– ¡Que le casásteis!

– Sí, con doña Clara Soldevilla.

– Pero, señor, ese mancebo ha caído de pies en la corte, todas le aman.

– Sigamos, sigamos – dijo el confesor del rey con voz ronca – . Le casé, y al pedirle su nombre, me dijo: don Juan Téllez Girón.

– Como que lo sabía… como que abrió el cofre y dentro encontró papeles, y una carta del duque de Osuna, en la que le llamaba su hijo, y un tesoro en joyas y en buenos doblones de oro, que es lo que queda únicamente en el cofre, porque los papeles y las joyas se las llevó.

– ¿Y por qué no vinísteis?

– Tenía miedo.

– ¿Qué hicísteis, pues?

– Me volví á palacio, pero estaban las puertas cerradas, y me vi obligado á meterme con el cofre y con mis gentes en donde mis gentes me entraron, en una muy mala casa, señor, donde me dieron un jergón muy malo, y pasé una muy mala noche y luego me hicieron pagar un muy buen precio… desdichas y más desdichas… y cuando creía que iba á descansar, he aquí que me prenden en nombre del Santo Oficio, y me asusté, señor, porque sin que os ofendáis, el nombre del Santo Oficio mete miedo, y me entran y me encierran en vuestra celda.

– De aquí saldréis libre y favorecido: pero me habéis de hablar con verdad.

– Os diré cuanto sepa y más que supiere á trueque de que me amparéis, que bien he menester de amparo.

– Antes de ir por el cofre consabido para traerle, ¿dónde estuvísteis?

– En el convento, por la carta de la madre Misericordia.

– ¿Y luego?

– Fuí á casa del duque de Lerma, pero su excelencia no estaba en casa.

– ¿De modo, que?..

– Tengo todavía en el bolsillo la carta de la madre Misericordia para el duque, y otra carta de la misma madre para vos.

– Dadme, dadme.

– Tomad, señor.

El padre Aliaga abrió la carta dirigida á él, y encontró todo el fárrago que nuestros lectores conocen.

– ¡Ah! ¡ah! – dijo el padre Aliaga para sí – ; ¿conque la de Lemos y Quevedo mancillan los nombres de dos familias ilustres? ¡se aman! ¡Quevedo es amigo de ese don Juan, y la condesa de Lemos es camarera de la reina!

El padre Aliaga se quedó profundamente pensativo y guardó la carta de la abadesa.

– Llevaréis esta otra al duque de Lerma – dijo el padre Aliaga devolviendo á Montiño la carta que la noche antes había escrito la madre Misericordia para su tío, bajo la presión del temor causado en ella por el Santo Oficio.

El cocinero se levantó súbitamente, porque le tardaba en verse en libertad.

– Esperad, esperad todavía.

Montiño volvió á sentarse con pena.

– Cualquier cosa que os suceda, la remediaré yo, y si no puedo remediarla, procuraré satisfaceros lo mejor posible.

– ¡Ah! ¡señor! ¡Dios se lo pague á vuestra señoría!

– ¿Para cuándo ha citado doña Ana de Acuña al duque de Lerma?

– Al duque de Lerma, no – dijo en una suave advertencia el cocinero.

– Al rey… eso es… es lo mismo… ¿cuándo debe ir el duque de Lerma á hacer el papel del rey en casa de esa mujer?

– Tengo que avisarla.

– Id á llevar esta carta al duque.

Montiño se levantó de nuevo.

– Si el duque os envía á casa de doña Ana, avisadme.

– Avisaré á vuestra señoría de todo.

– Y como vivís en palacio, procurad no perder nada en cuanto os fuese posible de cuanto haga ese don Juan.

– Serviré fielmente á vuestra señoría.

– Y como os quejáis de haber hecho gastos…

– Yo no me he quejado, aunque los he hecho…

– Tomad.

El padre Aliaga abrió un cajón y sacó un centenar de escudos que dió al cocinero.

– ¡Ah! ¡señor! – dijo Montiño – ; yo no tomaría esto, si no fuera porque estoy pobre.

Y en aquellos momentos el cocinero mayor decía la verdad sin saberlo.

– Id, id, que el día avanza, y tal vez os busquen.

– No lo quiera Dios: y puesto que vuestra señoría no me necesita, voy… voy á dar una vuelta por mi casa…

– Id con Dios.

Montiño salió desolado.

A pesar de que estaba asendereado y molido, de que llovía, de que el terreno estaba resbaladizo, de que hay una gran distancia desde el convento de Atocha á palacio, Montiño recorrió aquella distancia en pocos minutos.

 

Cuando estuvo en la puerta de las Meninas, se abalanzó por las escaleras más próximas y subió á saltos los peldaños.

Cuando llegó á su puerta, llamó.

Nadie le contestó.

Volvió á llamar y sucedió el mismo silencio.

Entonces vió lo que en su apresuramiento, en la turbación, no había visto.

Un papel pegado sobre la cerradura, en que se leía en letras gordas, lo siguiente:

NADIE ABRA ESTA PUERTA, DE ORDEN DEL REY NUESTRO SEÑOR

Si hubiera visto la cabeza de Medusa, no hubiera causado en él tan terrible efecto como le causó la vista de aquel papel.

Pero de repente se serenó y soltó una carcajada insensata.

– ¡Vamos, señor! – dijo – he perdido el tino; en vez de venirme á mi casa, me he venido á otra puerta.

Y siguió el corredor adelante.

Pero á medida que adelantaba se convencía de que estaba en el corredor de su vivienda.

Entonces volvió á sobrecogerle el terror, y se volvió atrás, y volvió á llamar, pero de una manera desesperada.

– ¡Sí, sí! – exclamó – ; esta es la puerta de mi aposento, y no hay nadie en él, y luego este papel sellado; ¡Dios mío!

El cocinero mayor se agarró con entrambas manos la cabeza, como pretendiendo que no se le escapara, y de repente dió á correr y se entró en la cocina.

Oficiales, galopines y pícaros, hablaban en corros.

De repente, una voz desesperada, horrible, llamó la atención de todos.

Aquella voz había gritado con una entonación que partía el alma:

– ¿Dónde está mi mujer? ¿dónde está mi hija?

Por el momento nadie le contestó.

Al fin, uno de los oficiales de más edad adelantó y le dijo:

– Señor Francisco, es menester que vuesa merced tenga mucho valor.

– ¿Pero qué ha pasado? – gritó con más desesperación, con más miedo, con más horror Montiño.

– Hace una hora se ha encontrado abierto el cuarto de vuesa merced y robado.

– ¡Robado!

Y aquel robado, no fué un grito, sino un aullido, ni un aullido tampoco, porque no hay en ninguno de los sonidos que representan el dolor, el terror, la muerte, el fin de todo, la agonía, cuanto puede sentir y sufrir un ser humano, nada comparable al grito del cocinero mayor.

Luego dejó caer los brazos y la cabeza, y repitió aquel ¡robado!, pero de una manera ronca, grave, semejante á la preparación del rugido del león.

Y luego, llorando como un muchacho á quien han roto su botijo, y teme la cólera de su madre, repitió la frase ¡robado! y dió á correr sin saber á dónde, como un gato espantado, tropezando en todo, dándose en las paredes.

De repente se sintió asido como por unas tenazas de hierro, y lanzado dentro de un aposento.

Luego se oyó la llave de una puerta, y le arrastraron á otro aposento.

Y al fin Montiño se vió delante del tío Manolillo, que con los ojos como brasas, amenazador, terrible, le mostraba una escudilla de madera en la cual había algunos berros, y los muslos, las patas, los alones y el caparazón de una perdiz, todo verde, como los berros sobre que estaba.

– ¡Rezad á Dios por el alma de un difunto! – exclamó con voz concentrada el bufón – ¡rogad á Dios! cocinero de su majestad.

– ¡Cosme Aldaba! – exclamó Montiño, y cayó de rodillas y con las manos juntas á los pies del bufón.

CAPÍTULO LII
DE CÓMO EMPEZÓ Á SER OTRO EL COCINERO MAYOR

«Un clavo saca otro clavo», se dice vulgarmente.

Un nuevo terror disipó el anterior terror de Montiño.

Aquella perdiz verde que le presentaba la inflexible mano del tío Manolillo, le devoraba, le mordía, le magullaba el alma, por decirlo así.

Pálido, contraído, yerto, con la boca dilatada, los ojos fijos, desencajados, espantosos, los brazos extendidos, crispados los dedos, erizados los cabellos, temblando todo, estaba horrible por el terror que sentía; detrás de aquella perdiz verde veía un cadáver… el cadáver de la reina, y detrás del cadáver de la reina, los dos palos escuetos y rojos de la horca.

– ¡Infame Cosme Aldaba! – exclamaba con un acento indefinible – . ¡Infame Cosme Aldaba!.. ¡él ha sido!.. ¡yo no!.. ¡yo no!.. ¡no he parecido por las cocinas en dos días!

– ¡Pero habéis sido ciego… miserablemente ciego!.. – exclamó con acento de desprecio y de cólera el bufón – habéis sido ciego, y por vuestra ceguera ese infame Guzmán ha podido volver loca á vuestra esposa… ha podido hacerla un instrumento de muerte… y todo por vos… por haber sido tonto.

– ¡Oh Dios mío! pero su majestad…

– Esa perdiz se ha servido en el almuerzo de la reina – dijo el bufón.

– ¿Pero ese difunto… ese difunto de que hablábais?.. – dijo Montiño levantándose.

– Ha sido un paje.

– ¡Ah! – exclamó el cocinero – ¡un paje!..

– Sí, un paje que se ha comido las pechugas que habían quedado en los platos de la reina y del padre Aliaga.

– El padre Aliaga está perfectamente bueno – exclamó con alegría el cocinero mayor.

– ¿Que está bueno el padre Aliaga?..

– ¡Sí, acabo de hablar con él!

– ¿Y la reina?.. yo no me he atrevido á preguntar… no me he atrevido á hablar… pero el alcázar está tranquilo… ¡oh! ¡si hubiese querido Dios que el golpe se hubiese frustrado!..

– ¡Sí, sí, Dios lo habrá querido!.. – exclamó el cocinero – ¡porque Dios no querrá que nos ahorquen inocentes!

La horca era el pensamiento fijo de Montiño.

– ¡Que nos ahorquen! ¡No, no puede ser! se ha perdido el rastro.

– ¡Que se ha perdido el rastro, y tenéis ahí en esa escudilla los restos envenenados de la perdiz!

– Tenéis razón, tenéis razón, Montiño – dijo el bufón-; pero esto desaparecerá, desaparecerá, yo os lo juro.

Y yendo á un negro fogón que le servía para condimentar su pobre comida, el tío Manolillo hizo fuego, y puso sobre él la escudilla de madera con los restos de la perdiz.

– ¿Y no queda más señal que esa? – dijo el cocinero viendo arder con ansiedad la escudilla.

– No… el veneno sólo queda ahí… y en las entrañas del paje muerto… Pero, según he oído, se han llevado el paje á la parroquia sin que nadie sospeche; cuando le hayan enterrado…

– ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pero mi mujer! ¡Mi hija!

– ¿Aún amáis á vuestra mujer?..

– No la amo… no… pero siento una horrible sed de venganza… La miserable… la desagradecida… yo que la había sacado de la miseria… y luego el hijo que lleva en el seno…

– Vos nunca habéis tenido hijos.

– ¡Cómo! ¿No es hija mía Inés?

– Vuestra primera mujer os engañó, como os ha engañado la segunda.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío!

– De modo que debéis alegraros de que se os haya escapado.

– ¡Pero se ha escapado robándome!.. – exclamó en una de sus acostumbradas salidas de tono el cocinero mayor.

– ¡Bah! consoláos; ya tendréis algún dinero empleado por ahí.

– No tengo ni un sólo maravedí… había pensado retirarme.

– Según me han dicho, ha quedado un cofre muy pesado, que se encontró en vuestro aposento, que los ladrones no pudieron abrir porque es de hierro, y que no se atrevieron á llevarse por su tamaño, en poder del mayordomo mayor.

– ¡En todo tiene suerte ese mancebo… mi sobrino postizo! – exclamó con una rabia angustiosa el cocinero mayor – ; me roban á mí, encuentran su dinero en mi aposento cuando me roban y no pueden robarle á él. ¡Dios mío, Dios mío! me quedo solo en el mundo, y pobre y viejo.

– En primer lugar, don Juan Téllez Girón, vuestro sobrino postizo, os debe todo lo que es. Vos habéis sido la causa de las casualidades que le han hecho esposo de doña Clara Soldevilla y favorito de la reina, y qué sé yo qué más cosas… pero ya se ha quemado la escudilla con lo que contenía, ya no queda rastro por aquí del veneno… el alcázar se me cae encima; salgamos… salgamos de aquí, Montiño.

– Llueve que es una maldición. Llovía cuando llegó á Madrid mi sobrino… quiero decir, don Juan Girón; y yo tengo para mí que mientras llueva no cesarán las desdichas.

– Ya veremos dónde nos metemos. Arregláos los cabellos y el vestido, que los tenéis desordenados, ponéos la capa y el sombrero, y vamos.

Púsose el bufón una caperuza, envolvióse en una capilla, salió de su aposento con Montiño y cerró la puerta con llave, murmurando:

– Ahí te quedas, terrible secreto; tú, aposento miserable del bufón, no hablarás, como tampoco hablará la tumba del paje. Vamos, Montiño, vamos; ¿pero á dónde vais?

– A las cocinas. ¿Queréis que cuando me veo arruinado, abandone el único recurso que me queda?

– ¡Dios ayude al bolsillo de su majestad!

– ¡Otros diez años de cocinero, solo, triste, viejo!.. ¡Otros diez años para reunir la décima parte de lo que me han robado! – exclamó Montiño con desesperación.

Y no habló una palabra más hasta llegar á las cocinas.

Ni allí habló otras palabras, que las referentes al servicio.

Lo miró todo, lo inspeccionó todo, dió órdenes, y todos le escucharon con un silencio terrible, con un silencio de espanto, porque á pesar de que el desdichado no decía una sola palabra de su desgracia, ni nadie se atrevía á recordársela, su rostro estaba espantoso.

Se pintaba en él no sólo una desesperación profunda, sino el principio de una insensatez horrible.

Sus miradas vagaban inciertas sobre los objetos, sus mejillas habían como enflaquecido, sus cabellos como blanqueado, habíase afilado su nariz, temblaba de tiempo en tiempo el mezquino, y repetía una misma orden, é iba de acá para allá, volviendo siempre á un mismo punto.

Hasta su voz se había alterado.

Cuando salió, el oficial mayor dijo en medio del silencio general:

– ¡Pobre señor Francisco! ¡está loco!

Y aquella palabra loco retumbó fatídicamente en las cocinas, repetida por todos.

Entre tanto, Montiño decía, asiéndose al brazo del bufón:

– Vamos á donde vos queráis – le dijo – ; afortunadamente entre tanta desgracia la vianda del rey está lista, no falta nada y… no me despedirán… tendrán lástima de mí…

– ¡Infeliz! – murmuró enteramente desarmado el tío Manolillo.

Y entrambos, en silencio, se encaminaron á la salida del alcázar.

CAPÍTULO LIII
EN QUE SE DEJA VER CLARO EL BUFÓN DEL REY

El tío Manolillo había aceptado la situación.

Había comprendido que para dominar los sucesos necesitaba dominarse á sí mismo, y se había dominado.

Para dominarse había hecho el siguiente raciocinio:

– Según todas las apariencias, el plan de los asesinos ha fracasado; la reina ha comido muy poco, y es ya viejo aquello de que: poco veneno ni mata ni daña… podrá suceder que á la reina… pero en fin… ¿y qué me importa á mí la reina? ¿qué favores la debo? he cumplido con lo que Dios me manda, procurando evitar el crimen. Si no lo he denunciado con tiempo ha sido por excusarme de un proceso… de una prisión… de un tiempo perdido durante el cual no podría velar por Dorotea… por ella, que es todo lo que me interesa en el mundo… por ella, que es… mi vida, mi pensamiento único… á la que me he sacrificado, que es desgraciada… no, no; yo he debido conservar mi libertad á todo trance… he hecho bien en callar… el crimen ha pasado sin que nadie le conozca… Guzmán, el incitador de este crimen, está muerto… no puede traslucirse… puedo, pues, consagrarme entero á Dorotea. Francisco Montiño podrá darme luz acerca de ciertas cosas que yo no comprendo… es necesario que yo utilice á este nombre… que le ayude… para todo esto debo estar muy sobre mí… pues sobrepongámonos á todo.

Después de este razonamiento consigo mismo, el semblante del bufón tomó su aspecto vulgar, su aspecto de todos los días, como podríamos decir.

Pero no aconteció lo mismo á Montiño.

Continuaba desencajado, contraído, fuera de sí.

Bastaba ver su semblante para comprender su situación.

– ¡Mi dinero! ¡mi mujer!

Esta era la exclamación que de tiempo en tiempo se escapaba de sus labios.

Hécuba, la desventurada esposa de Príamo, la madre sin hijos, la reina esclava, no tuvo nunca el corazón tan desgarrado como lo tenía en aquellos momentos el infeliz cocinero de su majestad el rey don Felipe III.

Cuando salieron del alcázar, continuaba lloviendo ni más ni menos que como tres días antes de entrar don Juan Girón en Madrid.

Montiño no sintió la lluvia.

Pero el bufón, que tenía sobre sí un dominio inmenso, apresuró el paso para ponerse cuanto antes á cubierto de ella.

El cocinero mayor se quedó atrás.

– ¡Eh! ¡señor Francisco! – dijo el bufón – ; ¿en qué pensáis? andad de prisa, amigo mío, andad de prisa, que necesitamos aprovechar el tiempo… y sobre todo… si queréis que se os haga justicia…

 

– ¡Que si quiero que se me haga justicia! pues ya lo creo; ¡á Dios la pido! ¡á Dios clamo por ella!.. y estaré clamando hasta que la consiga…

– Pues aligerad.

– ¿A dónde me lleváis?

– A casa de otra alma desconsolada.

– No hay alma más desconsolada que la mía.

– ¡Quién sabe, Montiño! ¡quién sabe! pero andad, andad.

– ¿Y quién es esa otra alma desconsolada?

– Una mujer que está enamorada de vuestro sobrino.

– ¡Ah! ¿y quién es?

– La Dorotea.

– ¡La querida del duque de Lerma!

– Eso es.

– ¡Y esa mujer…!

– Está loca por don Juan.

– ¿Y esa mujer puede…?

– Ya lo creo… pero si os ayuda, será necesario que vos la ayudéis.

Y el rostro del bufón, al decir estas palabras, tenía algo de terrible.

– Vamos, pues, vamos – dijo Montiño alentando una esperanza – ; ¿y está muy lejos la casa de esa comedianta?

– No, no por cierto; en la calle Ancha de San Bernardo.

– Pues he aquí que estamos en la plazuela de Santo Domingo.

– Y dentro de poco estaremos á su puerta.

En efecto, poco después el bufón llamaba á la puerta de la Dorotea.

Salió á abrir Casilda.

– ¡Oh! ¡bien venido seáis, tío Manolillo! – dijo la joven – ; no sabíamos qué hacer con la señora; está terrible. Entrad, entrad. Pero ¿quién es ese que viene con vos?

– Es un amigo.

– No creo que esté la señora en disposición de que nadie extraño la vea.

– ¡No importa! ¡no importa! entrad, señor Francisco, entrad – dijo el bufón viendo que Montiño se había detenido al escuchar la observación de la criada.

– Vamos á juntarnos dos locos, por lo que veo – dijo entrando Montiño.

Cuando entraron en la sala la encontraron revuelta; estaba llena de cofres abiertos, de trajes sobre los sillones, de objetos sobre las mesas.

Todo aquello era rico, relumbraba, punzaba la vista con los vivos colores y lo brillante de las telas; era, en fin, un magnífico equipaje de comedianta pagado por un gran señor.

– ¡Ah! – dijo Montiño – , bien se conoce que aquí no ha habido ladrones.

La Dorotea, destrenzados los cabellos, desarreglado el traje, iba de acá para allá pálida, sombría, llorosa, sin acuerdo de lo que hacía, obrando maquinalmente, irritada, poseída por una pasión tremenda.

No vió ni al tío Manolillo ni á Montiño.

El bufón adelantó, y en un momento en que la Dorotea estaba de pie, inmóvil, con la cabeza inclinada, sostenida sobre una de sus manos, con el otro brazo abandonado á lo largo del cuerpo, era un vivo trasunto de una estatua pagana, representando á una mujer maldecida por los dioses y meditando de una manera terrible, blasfema é impía, sobre la causa de su desgracia.

El bufón se acercó á ella.

– ¿En qué piensas, hija mía? – la dijo.

– ¡Yo no sé! – contestó con acento de desesperación Dorotea.

– ¡Pero estos cofres, estas ropas!

– Es necesario huir de aquí…

– ¡Huir! ¿y á dónde?..

– ¿A dónde? ¡No lo sé! ¡no he pensado en ello!

Guardó un momento silencio, y luego dijo con un arranque de resolución terrible:

– ¡Sí; sí, sé á dónde! ¡á un lugar donde pueda ocultarme!.. ¡donde nadie sepa que estoy!.. ¡pero cerca de él! ¡cerca de ella! ¡á un lugar desconocido para todos, del cual pueda salir de noche, silenciosa, envuelta en mi manto… sola con mi venganza! ¡No sé dónde! ¡pero no importa! ¡cuando haya vendido todo esto!.. ¡lo estoy sacando de los cofres para venderlo!.. ¡cuando mis ricos trajes, mis perlas, mis diamantes, estén reducidos á dinero!.. ¡porque para vengarme es menester dinero!.. ¡entonces!.. ¡entonces!.. ¡saldré de esta casa… y encontraré donde ocultarme! ¡oh! ¡sí! ¡villano! ¡infame! ¡hacerme conocer el amor y abandonarme!

– ¡Pero no os ha robado! – dijo el cocinero mayor, que tenía el amor propio de creer que era la suya la desgracia mayor que podía acontecer á un mortal.

– ¿Que no me ha robado? – gritó Dorotea clavando en Montiño una mirada resplandeciente de fiereza, que hizo temblar al cocinero mayor – , ¿que no me ha robado? ¿y mi alma? ¿y mi corazón?

– Os queda á lo menos dinero para vengaros.

– Vamos, vamos – dijo el bufón – ; esto es una locura, Dorotea… tú no has pensado, tú no has meditado.

– Yo no puedo meditar, yo no quiero meditar; me basta saber que se ha casado con otra…

– Debes, pues, despreciarle.

– No se desprecia lo que se ama.

– Lo mismo digo yo – exclamó Montiño.

– Vos estáis sentenciado á no decir nunca más que necedades. ¿Qué tiene que ver lo que á vos os sucede?..

– ¡Pues podía sucederme más!.. mi mujer, mi hija…

– ¡Cómo! – exclamó Dorotea – ; ¿vos también, pobre señor, habéis sido ultrajado… abandonado… insultado?..

– ¡Oh! sí; sí, señora – dijo plañideramente Montiño – ; abandonado… ultrajado y robado.

– ¡Vengáos! – exclamó roncamente Dorotea, saliendo de su inercia y continuando en su exhibición de trajes de los cofres á las sillas.

– No, yo no quiero vengarme… si yo recuperara mi dinero…

– ¿Quién es ese? – dijo la Dorotea escandalizándose de que un hombre en tales circunstancias se acordase de otra cosa que de vengarse, y perdiendo de todo punto el miramiento al cocinero mayor.

– Es Francisco Martínez Montiño – dijo el bufón.

– ¡Cómo! ¡su tío!

– ¿Tío de quién? – exclamó el cocinero…

– De Juan Montiño.

– De don Juan Téllez Girón, querréis decir, señora – dijo el cocinero mayor.

– De Juan Montiño digo – repitió con impaciencia la Dorotea.

– Juan Montiño, hija mía – dijo dolorosamente el tío Manolillo – , es don Juan Téllez Girón.

Una palidez biliosa, lívida, terrible, cubrió las mejillas de la comedianta; sus ojos irradiaron una mirada desesperada, tembló toda, y exclamó con acento opaco:

– ¡Conque me ha engañado!.. ¡conque me ha mentido!.. ¡ya lo sospeché yo!.. Quevedo le trajo ayer á mi casa… sí, sí, veo claro… muy claro… ¡ya se ve!.. ¡como yo soy… ó era la querida del duque de Lerma!.. ¡oh! ¡han querido tener en mí un instrumento!.. ¡ese maldito don Francisco, que lee en el alma… que adivinó que yo me enamoraría de él… que me volvería loca por él!.. ¡oh! ¿quién había de creer que Quevedo fuese tan villano? ¡oh! ¿quién había de pensar que un joven de mirada tan franca y tan noble, sucumbiría á tal bajeza… á tal crimen?.. ¡enamorar á una pobre mujer que vive tranquila, resignada con su fortuna… hacerla odioso su pasado y desesperado su presente… matarla el alma!.. ¡oh! ¡qué crimen, qué crimen… y qué infamia! ¡Es necesario que aunque yo me pierda se acuerde de mí! ¡Es necesario que yo me vengue!..

– Sí, es necesario que te vengues – dijo el bufón, que enloquecía por Dorotea – ; si no es necesario que me vengue yo…

– ¡Vos! – exclamó la joven – ; ¡os ha hecho también desgraciado ese hombre!

– ¡Oh! sí, ¡muy desgraciado!

– Vuestra desgracia, sea cual fuere, no puede compararse con la mía – dijo Dorotea, que tenía el doloroso egoísmo de creer que su desgracia era la mayor de las desgracias posibles.

– ¡Oye! – exclamó el bufón, asiendo de una mano á Dorotea – ; oye… y oye tú sola – añadió llevándosela al hueco de un balcón, mientras Montiño, desvanecido por lo que sucedía, se dejaba caer sin fuerzas sobre un cofre cerrado aún – : oye, Dorotea, y sabe que tus desgracias son humo, viento, nada, comparadas con las mías.

Y la mano del bufón estrechaba ardiente y calenturienta la mano de Dorotea, y sus ojos cruzados, encendidos, extraviados, se fijaban en ella con una ansia dolorosa, y en su boca entreabierta, por la que salía una respiración ronca, asomaba ligera espuma blanca.

La joven se aterró al ver el aspecto del bufón, y quiso desasirse.

– No, no; escucha – dijo el bufón – ; es necesario que escuches: es necesario que conozcas el infierno que arde en mi alma… es necesario que lo conozcas para que comprendas que, á pesar de lo que acontece, de lo que te desespera, de lo que te hace creerte la más desventurada de las criaturas, tu infierno, comparado con el mío, es la gloria; tu amargura, comparada con la mía, es miel; tu desgracia, comparada con la mía, es una ventura envidiable.

Y la voz del bufón al pronunciar estas palabras, era ronca, opaca, casi imperceptible, y á pesar de esto, era poderosa y marcaba todas las entonaciones, todas las gradaciones de la pasión.

Dorotea le escuchaba muda, aterrada, dominada por aquella pasión viva.

– Oye, la dijo el bufón – : yo amo.

Y pronunció de tal manera estas palabras, miró de tal manera al pronunciar estas palabras á la joven, que ésta no pudo dudar que era ella á quien de una manera tan terrible amaba el bufón.

Y ahogó un grito de espanto, y quiso desasirse.

Pero el tío Manolillo la detuvo.

– Yo amo – repitió con acento más concentrado – ; amo con toda la desesperación de Satanás; mi amor es más ardiente, más terrible, más atormentador que el fuego del infierno: me consume, me abrasa las entrañas, es un tósigo de muerte que llevo consigo; un dardo envenenado que no puedo arrancarme.

El bufón se detuvo para tomar aliento, porque de todo punto había enronquecido.