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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XLIX

DE CÓMO LA DUQUESA DE GANDÍA TUVO UN SUSTO MUCHO MAYOR DEL QUE LE HABÍAN DADO «LOS MIEDOS DE SAN ANTÓN»

Doña Clara Soldevilla era feliz.



Feliz de una manera suprema.



Estaba consagrada enteramente al recuerdo de su felicidad.



Apenas si había hecho, desde que había salido aquella mañana de su aposento su marido, más que pensar en él, sentada en un sillón junto al brasero.



Ya bien entrado el día creyó que era un deber suyo dar parte á su padre de lo que le acontecía, y tomó la pluma para escribir una larga carta.



Pero una vez puesta á ello sólo pudo escribir lo siguiente:



«Padre de mi alma: Mi lealtad y la reina me han obligado á casarme; pero al casarme no he hecho un sacrificio. Soy feliz. Mi marido se llama don Juan Téllez Girón. No puedo escribiros más, mi buen padre. Estoy aturdida con lo que me sucede; enviad vuestra bendición, señor, á vuestra hija que os ama y queda rogando á Dios por vuestra vida. —

Clara



Cerró esta carta y llamó.



– Que venga al momento Anselmo – dijo.



Presentóse poco después un escudero como de cincuenta años.



– Monta al momento á caballo, mi buen Anselmo – dijo Clara – , y ve á llevar á mi padre esta carta.



– ¿Pues qué sucede, señora? – dijo Anselmo cuidadoso, porque era un antiguo criado de la casa.



– Sucede que doy á mi padre la noticia de mi casamiento.



– ¡Cómo! ¿La señora se casa?



– Me he casado ya.



– ¿De secreto?



– No, por cierto; me casé anoche delante de testigos en la capilla real.



El escudero se puso pálido y no se atrevió á preguntar más.



– Pero… me olvidaba… esta carta no puede ir sin otra suya, y él no ha venido.



En aquel momento entró en el cuarto una dama de la reina que venía de ceremonia.



– ¡Ah, doña María! – exclamó la joven.



– Vengo, doña Clara, primero á daros la enhorabuena… una triple enhorabuena… qué sé yo cuántas enhorabuenas…



– ¡Oh! ¡Muchas gracias, señora! Anselmo, vete fuera. Sentáos, doña María.



– No, por cierto; estoy en el tocador de la reina y la reina me envía. Di á doña Clara Soldevilla, me dijo, que no nos haga esperar; que se vista como conviene á una recién casada que va á ser presentada con su marido á la corte y á tomar la almohada de dama de honor, mientras que su marido toma el mando de la tercera compañía de guardias españolas. He venido, pues, doña Clara, contenta porque vos debíais estarlo mucho.



– ¡Oh, sí! ¡gracias á Dios!



– ¿Conque casada?



– Anoche…



– ¡Y no haber conocido al novio!.. ¡Reservada siempre!



– En cambio, señora, conoceréis al marido.



– Pues vestíos, vestíos, doña Clara; dentro de poco vendrán por vos y por vuestro esposo, el conde de Olivares representando al rey, la duquesa de Gandía representando á la reina, como que son vuestros padrinos. Además, permitidme un momento – y doña María salió y volvió á entrar trayendo un cofrecillo en las manos – , la reina me encarga que os prendáis estas joyas que os regala. Y es un bello aderezo… muy bello… su majestad os ama mucho.



– No sé cómo pagar á su majestad… y siento, siento mucho no poder complacerla… pero mi marido me ha regalado otro aderezo.



– ¡Ah! ¿Conque es rico?.. Os doy otra nueva enhorabuena. ¿Y seréis tan reservada respecto á vuestras galas de novia, como respecto á vuestros amores?



– ¡Ay, Dios mío, no! Si queréis ver antes que nadie esas joyas, os daré gusto. Isabel.



Apareció una doncella.



– Trae un cofrecillo que hay en mi retrete, aquel cofre de sándalo donde yo guardo mis alhajas. ¿Y decís – continuó doña Clara – que la duquesa de Gandía vendrá por nosotros como madrina en nombre de la reina?



– Así me lo ha dicho su majestad.



– Ved el aderezo de que os he hablado – dijo doña Clara, abriendo el cofre.



Doña María, que había sabido con envidia el casamiento de doña Clara con un joven capitán de la guardia española, y con disgusto su nombramiento de dama de honor, que las igualaba á entrambas, vió con despecho las ricas alhajas que la mostró doña Clara con la mayor lisura, sin alegría y sin orgullo.



– Sois completamente afortunada – dijo – , y os repito mis enhorabuenas. Pero me voy; ya os he dado el mensaje que os traía, y me espera su majestad – y salió.



Apenas había salido doña María, cuando entró una doncella.



– Señora – dijo – , un caballero pregunta por vos; yo le he dicho que no acostumbrábais á recibir visitas, pero me ha contestado riendo, que estaba seguro que vos le recibiríais.



– ¿Cómo se llama ese caballero?



– Se llama don Juan… don Juan…



– ¿Téllez Girón?



– Eso es.



– Pues que entre al momento.



– ¿Llamo á vuestra dueña?



– No.



La doncella salió escandalizada; doña Clara jamás había recibido visitas de hombre.



Introdujo, sin embargo, á don Juan, y salió.



Pero se quedó mirando por el quicio de la puerta y su escándalo creció cuando vió que su señora y el joven caballero se asían tiernamente de las manos, y que el caballero se atrevía á dar un beso á su señora.



– ¡Oh, qué hermoso y qué gentil vienes, mi don Juan! – dijo doña Clara, mirando arrobada al joven – . Y cómo se conoce la ilustre sangre que te alienta. Yo también voy á engalanarme, á prenderme las hermosas joyas que me has regalado.



La doncella, escandalizada, se fué á decir á los demás criados, al rodrigón, á la dueña y al escudero, que su dama había recibido á solas á un caballero que la besaba, y lo que era peor, que la regalaba joyas.



Pero cuando estaba en lo más ardiente de su acusación fiscal, entró la dueña cojitranqueando, y dijo:



– Todo el mundo al cuarto de la señora.



El mundo todo aquel á que se refería la dueña, eran un rodrigón que ya conocemos, dos doncellas, dos escuderos, dos criados y un paje.



Todo el mundo entró con cuatro palmos de curiosidad en el aposento de la joven.



Don Juan estaba lisa y llanamente sentado junto al brasero y con el sombrero puesto.



Como el señor en su casa.



Los criados miraban á don Juan con asombro.



– Amigos míos – dijo doña Clara – , anoche, mientras vosotros dormíais, apadrinada por sus majestades, me casé con este caballero… con don Juan Téllez Girón, que siendo mi esposo y mi señor, es vuestro amo.



– Sea por muchos años – exclamó el rodrigón, que era el más viejo y el más autorizado – ; que Dios haga muy felices á sus mercedes… este es el segundo casamiento que veo en la casa… cuando la señora madre de vuesa merced se casó…



– Os dió muestras del aprecio en que os tenía; yo os las daré también; ahora idos; quedáos vosotras – añadió, dirigiéndose á las doncellas – ; necesito vestirme.



Los criados salieron por una puerta, y doña Clara y las doncellas por otra.



Quedóse solo el joven.



Una gravedad que hasta ahora no hemos conocido en él, había acabado por ser la expresión de su semblante.



La fortuna le sonreía; se encontraba poseedor de una mujer hermosa entre las hermosas, noble entre las nobles, dificultad viviente que había desesperado á los más peligrosos galanes de la corte; la poseía por completo; doña Clara le había dejado ver todo el tesoro de ternura y de amor de su alma, y le había dicho embriagada de no sabemos qué deleite:



– Vos habéis sido la mano que ha descorrido el velo de mi alma: os habéis presentado en tan poco tiempo delante de mí, tan hermoso primero, tan valiente, tan generoso, tan enamorado, tan noble después, que yo tengo para mí que habéis ganado bien en veinticuatro horas lo que otro no hubiera ganado tal vez en años.



Y cuando don Juan la replicaba:



– ¿Y si la suerte nos hubiese separado?



– No os hubiera olvidado nunca; nunca hubiera dejado de sufrir al recordaros.



Y don Juan asía la hermosa cabeza de su mujer entre sus dos manos, la besaba y exclamaba entre aquel beso:



– ¡Oh, bendita seas!



No podía ser más feliz don Juan.



Y esta felicidad le había hecho grave.



Contribuían, además, á esta gravedad, un remordimiento y una aspiración.



Aquella aspiración y aquel remordimiento estaban representadas por dos mujeres.



La aspiración era por su madre.



Don Juan sabía que era una dama ilustre. Pero su nombre… el joven hubiera hecho un doloroso sacrificio por saber el nombre de su madre.



El remordimiento estaba representado por Dorotea.



Doña Clara, después de haber asegurado, jurado el joven, que á nadie amaba más que á ella, no le había vuelto á hablar de la Dorotea.



La Dorotea era una cosa pasada, olvidada.



Su deber le prohibía volver á los amores de la comedianta.



Y, sin embargo, don Juan sabía que la Dorotea le amaba; que le amaba con toda su alma, que él había sido para ella una especie de regeneración; que, en una palabra, en la Dorotea se había abierto para él un alma tan virgen como la de doña Clara.



La comedianta, no era, es cierto, la mujer digna, pura, magnífica, el tesoro, en una palabra; pero la Dorotea era un ser desgraciado; tenía en su favor su infortunio… abandonarla era herirla… y luego… digámoslo de una vez, ¡era tan hermosa la Dorotea!.. ¡amaba de una manera tan profunda, ten delicada, tan ardiente!..



Don Juan luchaba en vano con el recuerdo de la Dorotea, no podía dominarle, no podía recusarle… y del recuerdo doloroso de la Dorotea pasaba al misterio de su madre…



Don Juan estaba muy de mal humor.



Y cuando se hallaba en uno de sus momentos más tétricos se abrió la puerta, y uno de los pajes dijo:



– Señor, la duquesa de Gandía.



Don Juan se quitó el sombrero, lo arrojó precipitadamente sobre la mesa, y salió al encuentro de la duquesa.



Doña Juana de Velasco entró vestida, por decirlo así, de pontifical, y contrariada, sumamente contrariada.



Su orgullo estaba lastimado.

 



Un mandato expreso de la reina, la obligaba á presentarse como madrina en el cuarto de una joven dama de honor, á quien, como sabemos, tenía ojeriza, á quien llamaba intriganta y enemiga del duque de Lerma.



Pero lo mandaba su majestad y era necesario obedecer.



Lo que por otra parte contrariaba grandemente á la duquesa, era que el encargado de representar al rey como padrino, fuese el conde de Olivares, otro intrigante, otro enemigo del duque de Lerma.



Así es que la duquesa no se cuidaba de disimular su disgusto.



Don Juan la saludó profundamente.



– ¿Sois vos el novio, no es esto? – dijo sentándose en un sillón y mirando al joven con el mismo aire impertinente con que hubiera mirado á un ayuda de cámara.



– Sí, señora; yo soy – dijo don Juan, templando su acento al tono del de la duquesa, porque en orgullo no cedía á nadie – ; yo soy el marido de doña Clara.



– No os conozco – dijo la duquesa – y, sin embargo, vestís como noble y lleváis hábito, lo que nada prueba, porque hoy se da á todo el mundo una encomienda.



– Me llamo don Juan Téllez Girón, señora.



– ¿Sois pariente de don Pedro?



– Soy su hijo…



– ¡Su hijo!.. No conozco ningún hijo del duque que se llame Juan.



– Soy su hijo bastardo…



– ¡Ah! ya decía yo…



– Pero es un bravo mozo, está reconocido por su padre – , digo, según me han dicho – , y ha hecho grandes servicios á su majestad – dijo un caballero que acababa de entrar.



– ¡Ah! ¿sois vos, don Gaspar? – dijo la duquesa con sobreceño.



– Pésame mucho, mi señora doña Juana – dijo el llamado don Gaspar – , de que su majestad se haya acordado de mí para representarle en este padrinazgo, cuando su majestad la reina se ha acordado de vos para el mismo objeto. Ya sé que no me queréis bien, y lo siento, porque yo os estimo.



La duquesa se mordió los labios y no contestó.



– ¿Y esa hermosa señora? – dijo el conde de Olivares dirigiéndose al joven, y le dió la mano.



– Se viste en este momento, señor conde – dijo don Juan.



– ¡Ah! de modo que dentro de poco se nos aparecerá un cielo. Os doy la enhorabuena, amigo, y veo que no me habéis olvidado. Hace tres días ignorábais… creo que ignorábais…



– Ciertamente, señor conde.



– Pero no os habéis olvidado de mí… me alegro… soy vuestro amigo… nos iguala la nobleza y el celo con que entrambos servimos á su majestad. ¿Y… vuestro tío? – añadió sonriendo el conde – . ¡Pobre Francisco Montiño! creo que le suceden grandes desgracias. Pero debéis olvidar eso y tender las alas, que las tenéis poderosas. Aprovecho esta ocasión para ofrecerme todo entero á vos; después que con vuestra esposa hayáis sido presentado á la corte, el capitán general de la guardia española y yo os presentaremos á vuestra brava compañía de arcabuceros.



– Gracias, señor conde.



– Pero me parece que vuestra esposa se acerca.



En efecto; se levantó un tapiz y apareció doña Clara, radiante de galas y hermosura: llevaba un traje de brocado de oro sobre verde, con doble falda y con segunda falda de brocado de plata sobre blanco; en los cabellos, en la garganta, sobre el seno, en las brazos, en la cintura, llevaba un magnífico aderezo completo.



– ¡Señora duquesa! ¡señor conde! – exclamó la joven dirigiéndose á ellos – ¡cuánto siento haberos hecho esperar!



Pero de repente doña Clara se detuvo.



Los ojos de la duquesa de Gandía estaban fijos con espanto en ella.



Doña Juana de Velasco estaba pálida y temblaba.



– ¡Qué joyas tan hermosas! – dijo – ; sobre todo… ese collar de perlas… y ese relicario… perdonadme… pero quiero ver ese relicario…



La joven se acercó á la duquesa.



Doña Juana volvió el relicario.



Su mano temblaba.



– ¿Quién os dado esas joyas? – dijo en voz baja y rápida á doña Clara.



– Mi marido, señora – contestó en voz muy baja y profundamente conmovida doña Clara.



– ¿Y sabe vuestro marido?.. ¿sabéis vos?..



– Sí; sabemos que por estas joyas puede conocer á su madre.



– ¡Ah! – exclamó la duquesa dando un grito, y retirándose bruscamente de doña Clara.



– ¿Qué es eso, mi buena duquesa? – dijo con gran interés el conde de Olivares.



– Nada, no es nada; es un accidente que padezco… caballero – añadió dirigiéndose á Juan – , ¿queréis darme vuestro brazo?.. apenas puedo sostenerme… y sus majestades esperan.



– ¡Ah! señora – contestó don Juan turbado y conmovido, porque el acento de la duquesa había cambiado enteramente para él.



Y la dió el brazo.



Temblaba tanto don Juan, como la duquesa de Gandía.



Doña Clara tenía los ojos llenos de lágrimas.



– ¿Qué sucede aquí? – murmuró don Gaspar de Guzmán dando el brazo á doña Clara.



Y siguió hacia una puerta por donde se había llevado la duquesa de Gandía á don Juan.



Se dirigían por el interior de las habitaciones á la cámara pública de audiencia.



La duquesa iba de prisa.



Al pasar por una galería obscura, la duquesa, que iba muy delante del conde de Olivares y de doña Clara, dijo con acento cortado:



– Por piedad, caballero, no me engañéis; ¿por qué habéis querido que vuestra esposa se ponga esas joyas hoy?



– Porque… va á ser presentada á la corte, y en la corte puede estar mi madre – dijo balbuceando el joven.



– ¿Y amáis mucho á vuestra madre? – dijo llorando la duquesa.



– ¡Por Dios, señora! ¡por vuestro honor!.. vamos á salir á los salones.



– ¡Ah! – exclamó la duquesa.



Y deteniéndose de repente, asió la cabeza de don Juan y le besó en la boca.



Después apresuró el paso.



Cuando salió á los salones, se mostraba serena; pero severa, sombría.



Poco después los novios y los que representaban como padrinos á los reyes, fueron presentados á éstos.



Después doña Clara tomó la almohada de dama de honor.



Cuando el conde de Olivares se llevaba á don Juan para presentarle á su compañía de arcabuceros de la guardia española, la duquesa le dijo:



– Espero que iréis, en cuanto estéis libre, con vuestra esposa á mi casa.



– Iré, señora, iré.



Y el joven salió.



CAPÍTULO L

DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO QUISO DAR PUNTO Á UNO DE SUS ASUNTOS

Cumpliendo lo que había prometido á la duquesa, don Juan y doña Clara salieron una hora después del alcázar en una litera.



Era la litera enorme.



Los esposos iban sentados en el testero; los asientos delanteros iban vacíos.



Entrambos iban silenciosos y pensativos.



De repente una voz muy conocida, dijo al lacayo que guiaba á la mula delantera:



– ¡Eh, conductor de venturas! ¡para, para, que la desdicha te lo manda!



El lacayo paró.



Una cabeza asomó á la portezuela, y una mano tocó á los cristales.



Don Juan abrió la portezuela.



– ¿Es decir, que quepo? – dijo don Francisco de Quevedo.



– Donde quiera que estemos nosotros, cabéis vos; pero entrad, que llueve.



– Desde que llegué á Madrid, que fué el mismo día que llegásteis vos – dijo Quevedo entrando – , no ha cesado ni un punto de llover; hambre tengo de cielo, y hambre de que no me lluevan desdichas; lastimado ando, y espantado y sin sueño aunque no duermo. ¿A dónde vais?



– Casa de la duquesa de Gandía.



– ¿Vais casa… de la duquesa?.. – dijo Quevedo con acento hueco á doña Clara.



– Yo no he tenido la culpa – dijo la joven.



– ¡Cómo! ¿de qué no has tenido tú la culpa, Clara mía? – dijo don Juan.



– Don Francisco lo sabe todo.



– ¡Cómo! ¡sabéis!..



– Sí por cierto, sé…



Y Quevedo se detuvo.



– Sí, sabe que la duquesa de Gandía es… tu madre…



– ¿Os ha dicho acaso mi padre?..



– Sí, sí… vuestro padre… eso es… – dijo Quevedo, que no quería que don Juan supiese que el tío Manolillo conocía aquel secreto.



– Mi padre ha hecho mal… – dijo don Juan.



– ¡Joven! – exclamó severamente Quevedo – ; secretos hay entre vuestro padre y yo que importan tanto, como que él es el duque de Osuna, el grande Osuna, y yo soy don Francisco de Quevedo, su secretario; y si yo no fuera secretario de secretos, no secretearía, y si el duque no tuviera secretos, no me tendría por secretario, y, por último, tan duque soy yo, como el duque es Quevedo, y Dios dirá y ya veremos, y pasemos á otra cosa. ¿Cómo está su majestad la reina?



– Buena y contenta – contestó doña Clara.



– ¿Y no está pálida?



– Nunca ha tenido más hermosos colores.



– Pues que paren la litera.



– Pero yo no os entiendo – dijo don Juan.



– Entiéndome yo; vóime donde iba, y adiós.



Y abrió la portezuela.



– Para – dijo al lacayo.



La litera paró, salió Quevedo, se embozó en su capa y echó á andar.



Cerró don Juan la portezuela, y la litera siguió.



Quevedo, pisando lodos, atravesó con pena algunas calles, se detuvo en una, en la de Fuencarral, delante de una gran casa y se entró.



Poco después, una doncella decía á la condesa de Lemos:



– ¡Don Francisco de Quevedo!



– Haced, señora, que me den tintero y papel – dijo Quevedo entrando.



– Os lo daré yo – dijo la condesa – . ¿Pero qué es esto, amigo mío? – dijo cuando quedaron solos.



– Esto es, que como no tengo más casa que la vuestra, ni más alma que vuestra alma, aquí me vengo á hacer mis cosas; por delante, es decir, por el zaguán, cuando es de día; por detrás, cuando es de noche. Vos me fortificáis y me consoláis… y yo me convierto en niño para vos; pero dejadme que sea por algún tiempo hombre y cumpla con mi obligación; que escribir tengo al duque… y largo… y de tal modo que le digo que me espere.



– ¡Cómo! ¿os vais, don Francisco?



– Y me alegro.



– No digáis eso, porque creeré…



– Debéis creer que os amo mucho.



– Tenéisme vuestra…



– Por lo mismo; porque vos no sois vuestra siendo mía, os lo digo: que si yo no os amara… Oíd: el alma… lo que se llama alma, tiene más de una corcova.



– No os entiendo.



– Quiero decir… que lo mejor que puede hacer una criatura, es enderezar su alma.



– ¡Ah!



– Si vos no fuérais quien sois…



– Don Francisco – dijo la condesa – , mirarlo debísteis antes; vos me caísteis como llovido.



– En esta aventura de aventuras, ha llovido de todo. Así estoy yo de calado; el agua me llega ya á las narices, y á poco más me ahogo. Pero dadme licencia para que escriba, que os lo afirmo, importa. No tiene trazas de dejar de llover, y como no quiero morir ahogado de este diluvio, dejadme que fabrique mi barca.



– Y esa barca…



– Ha de serlo una carta. Y en ella heme de salvar yo huyendo de vos: y habéos de salvar por mi huída, y á más han de salvarse ciertos recién casados, que no andan muy seguros…



– ¿Conque es cosa decidida?.. – dijo de mal talante la condesa.



– Bien veo que os enojo; pero en este pueblo de orates algún loco ha de haber con barruntos de juicio. Si sólo se tratara del conde mi señor… merecido lo tiene, pero vos… vos sois distinta cosa… y creedme, doña Catalina… cuando dos almas se casan no hay nada que las divorcie; búscanse, se juntan, se acarician, por más que los cuerpos que las aprisionan anden lejos… y la memoria… ¡bendiga Dios la memoria, consuelo de desterrados!..



– Tormento de mal nacidos…



– ¿Por mal nacida os tenéis?



– Mal nace quien nace para penar.



– Penárais más á mi lado; escorpión nací… hortiga crezco… hiel lloro… ponzoña respiro. Maldición debo de tener encima, que si escribo muelo, si obro rajo… donde piso no nace hierba. Pidiera á Dios razones, si Dios con su lengua muda no me las diera, y paciencia si ya no tuviera callos en el alma. Cansado estoy de vivir, y tengo para mí que de cansado, sin haberme muerto, hiedo, y que se me puede sacar por el olor á poco que se me trate. Tomad á sueño lo que ha pasado, señora, como yo lo tomo á locura y maldición mía, y entendedme y no me digáis que no os amo, que al revés de otros, mi amor os pruebo cuando de vos me aparto, y con esto, dejadme que mi barca fabrique, que la tormenta arrecía y el puerto está lejos, y no por mí, sino por otros, á piloto me meto. Dadme, pues, papel, no lloréis, que tragos de hiel son para mí vuestras lágrimas, y si me provocáis á beberlas, matáranme, porque olvidaré mi propósito y todo se llevará el diablo y no hay para qué tanto.



– ¡Pluguiera á Dios que nunca hubiérais venido! – dijo la de Lemos levantándose y sacando papel de un cajón.



– Pecados ajenos me trajeron, y pecados ajenos me llevan, como si no bastaran y aun sobraran para llevarme y traerme mis pecados propios. Y Dios os lo pague por el papel, y dadme licencia para que escriba.



La condesa no contestó; fuése al hueco del un balcón y se puso á llorar de espaldas á Quevedo.

 



Quevedo escribía entre tanto al duque de Osuna lo siguiente:



«Señor:



»Con ansias os escribo, y bien podéis creerlo cuando yo lo afirmo, que ya sabéis que en lo de

garlar

 soy duro, y no se me pone tan fácilmente en el

ansia

. Pero tal se ensaña conmigo mi suerte pecadora, que tengo para mí que tendré que irme á un desierto, y aun allí, ya que no haga daño á las gentes, se lo haré á las piedras. Víneme á Madrid desde San Marcos, no sin algún escrúpulo é inapetencia, porque no ha habido vez en que yo haya vuelto á Madrid desde que salí de él á aventuras, que no me haya sucedido una desventura. Apenas llegado, topéme con vuestro hijo, y halléle ya tan enredado y tan en palacio metido y á tanto puesto, que me entró miedo de si podría desatollarlo, y esta es la hora, en que no sólo desatollarlo no he podido, sino que con él atollado me veo, y eso que aún no hace tres días cabales que entrambos estamos en la corte; tal turbión de enredos ha caído sobre nosotros, que estoy enredado y aun con telarañas en los ojos, y tan pegajosas y tales, que por más que restrego no aprovecha. Punzó el mozo, y de tal manera, que de la punzadura anda Calderón en un grito, boca arriba en el lecho, con un ojal en el costado que por poco es de pasión, lo que dudo mucho que llegue á ser de escarmiento. Salvóse por la caía la reina, que no menos que la reina anda en el lance, pero fué salvación de comedia de sustos, que no se sale de un peligro sino para caer en otro. El malaventurado cocinero del rey, hermano del fingido padre de nuestro mozo, se ha encontrado cogido por los enredos, y como es de pasta quebradiza y cicatera, ha cantado de plano, y vuestro hijo sabe quién es su padre y sábelo la corte, y sábelo todo el mundo, y lo único que ha sucedido á derechas y de lo que me alegro, porque el mancebo parece nacido con buena ventura, anoche le casó la reina con la hija del coronel Ignacio Soldevilla, que por ahí anda á las órdenes de vuecencia en los tercios de Nápoles. Y lo que más de espantar es, que siendo ella una dama de acero, donde se han mellado hasta ahora los dardos de Cupido (quiero decir, el diablo), es cera para su esposo, y le ama como si de encargo hubiera nacido para amarle, y está loca y encariñada con él, y él no acertando á mirar ni á ver más que á su doña Clara. ¡Vive Dios que los chicos me dan envidia, y que será gran lástima que tanta miel se acibare! Gran parte para evitar esta desdicha, será el apartar de la corte al recién casado, y que vuecencia le ponga bajo su mano, y nos marchemos de aquí todos; que vos, señor, lo conseguiréis con escribirle, y él se apresurará á obedeceros, que en cuanto á mí, he hecho cuanto he podido, metiéndome por sacarle de donde yo por mi voluntad no me hubiera metido. Pero me descuaderno y me voy de un lado para otro, y no puedo más, y á vuecencia recurro. Venga la orden por la posta, y cuanto antes logre yo poder decir á vuecencia lo que no es para escrito, sino para relatado, y aun así en voz baja y á puerta cerrada. Réstame por deciros, que el mozo es un oro, que si su sangre pudiese honrarse, la honraría, y que es gran pena, que en vez de ser hijo á trasmano, no lo fuese de mi señora la duquesa doña Catalina. Y como me tarda que ésta llegue á manos de vuecencia, abrevio el tiempo poniendo punto final. – Guarde Dios á vuecencia.



Don Francisco de Quevedo.»

Plegó esta carta, la cerró, y se fué hacia doña Catalina.



– ¿Lloráis? – la dijo.



– ¿No os basta que os esconda mis lágrimas – dijo la condesa – , sino que venís á buscarlas?



– Ellas me ahogan y ellas me dan vida.