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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XLIV
LO QUE SE PUEDE HACER EN DOS HORAS CON MUCHO DINERO

Don Juan Téllez Girón había salido feliz, enloquecido de amor del alcázar, transformado, gozando de una nueva vida.

Pero después de haber asegurado su amor, de haber saciado su sed delante del sol de su felicidad, de aquella felicidad suprema, que el día anterior no se había atrevido á soñar, cruzaba una nubecilla negra.

Aquella nube era Dorotea.

Don Juan no la podía apartar de su memoria. Sentía hacia ella ó creía sentir un impulso de ardiente caridad.

Y además de la caridad, no sé qué más íntimo, más humano, más sensual.

Comprendía que quedaba algún licor en la copa de su deseo.

Era joven, había crecido entre privaciones, tenía el corazón virgen, y le había consagrado sin saberlo á dos mujeres.

Don Juan había salido á la ventura.

No sabía dónde ir.

No tenía en Madrid casa propia, aunque había tomado posesión de dos: de la de Dorotea primero; después y de una manera más completa, de la de su mujer.

Don Juan había salido para procurarse un traje conveniente.

¿Pero dónde buscar aquel traje?

Y luego, ¿con qué dinero?

No tenía en el bolsillo más que algunos de los doblones que le había dado su supuesto tío.

Y esto no bastaba para un equipo de caballero.

Pesóle entonces de no haber tomado una buena cantidad del cofre de hierro; pero al acordarse del cofre, se acordó de que llevaba un tesoro de pedrería en los bolsillos.

– Empeñaré una de estas alhajas – se dijo – y punto concluído… pero ¿y dónde?.. no sé como hacer para hallar á Quevedo, y no conozco á nadie en Madrid más que á mi tío postizo; y no me vuelvo atrás ni le pido mi dinero; es menester obrar de cierto modo con cierta clase de gentes.

Y cuando daba vueltas á su imaginación, se acordó de la señora María Suárez, la insigne esposa del bravo escudero Melchor Argote.

– ¡Ah! – dijo el joven – la casa donde dormí anteanoche… paréceme aquella mujer á propósito para cualquier cosa. ¿Pero podré yo dar con la casa?..

Y se puso en busca, y al fin, como la suerte le protegía, pudo reconocer la calle y la casa á las pocas vueltas.

Antes de entrar en ella, sacó á bulto de uno de los anchos bolsillos de sus gregüescos uno de los estuches más pequeños, y le abrió.

Contenía una gruesa sortija de oro con un grueso diamante.

– Puede que valga esta joya… pediré mil doblones, y ya veremos.

Entróse, y encontró á la señora María entregada á sus faenas domésticas, y al señor Melchor Argote sentado junto á un fuego mezquino almorzando pan y queso.

– Dios os guarde, señora – dijo don Juan entrando.

Miróle la vieja con su vista cruzada durante un segundo, y luego dijo:

– ¡Jesús, buen mozo! ¡yo os daba por perdido! ¿y de dónde venís, hijo?

– Vengo á veros para que me saquéis de un apuro – dijo don Juan.

Tomó el rostro de la vieja la expresión de una innoble reserva, y contestó con voz compungida:

– ¡Jesús, señor! ¡apuros tenéis apenas entrado en Madrid! ¡y venís á que yo os saque de ellos! ¡si yo supiera quién quería sacarme de los míos!

– Mi apuro consiste en que, como soy nuevo en la corte, no sé dónde podré empeñar una rica alhaja.

– ¡Ah! – dijo tranquilizándose la vieja – ; ¡alegróme de que ese sea vuestro apuro! ¡conque ya os regalan! ¡preciso! ¡hidalgos como vos!..

– Gastan de lo que han heredado de su padre – contestó severamente don Juan.

– ¡Ah! perdonad, perdonad, señor: ¿y es de mucho valor la alhaja?

– No entiendo de eso… pero yo pido por ella mil doblones.

– Rica debe ser, pero mostrad.

Sacó el joven el estuche, y del estuche la sortija.

Entonces pasó por la vieja una cosa extraña.

Se estremeció, tembló, y su pequeño ojo bizco y colorado, se puso á bailar mirando la sortija.

– Rica es, en efecto; pero me parece que pedís mucho: en fin, lo que yo puedo hacer es enviaros… mejor… mi marido os acompañará. Melchor, lleva á ese caballero á casa del señor Gabriel Cornejo.

Levantóse renegando Melchor, acabó de tragarse los dos últimos bocados de pan y queso, bebió agua, se limpió la boca con el revés de la mano, tomó su capa y su sombrero, y dijo á su mujer.

– ¿Conque á casa del señor Gabriel Cornejo?

– Sí; él os dirá, señor, cuánto puede dárseos por esta alhaja.

– Muchas gracias, señora, y adiós, y quedad en paz, que estoy de prisa.

Melchor y don Juan salieron.

Cuando estuvieron algo apartados de la casa, el escudero dijo:

– Os advierto que ese Gabriel Cornejo es un bribón, y que si queréis que os dé lo que vale la joya, será bueno que la tase un platero.

– Os agradezco el aviso. ¿Y conocéis á alguno?

– Háilos aquí á montones, en Santa Cruz.

– Pues llevadme á uno.

– ¿Veis aquella tienda obscura de los portales?

– Sí que la veo.

– Allí vive el señor Longinos, platero viejo, que desde que era mozo anda surtiendo de alhajas á la grandeza de España. Pasa por ser un hombre muy honrado.

– Pues vamos allá.

Encamináronse á aquella especie de sótano y entraron.

Un hombre como de setenta años, tembloroso y excesivamente flaco y encogido, se levantó con cuidado de detrás de un mugriento mostrador.

Nada había en la tienda que demostrase riqueza.

Las paredes blancas estaban desprovistas de muebles, y sólo se veía á un lado un fuerte armario de hierro.

– ¿Qué se les ofrece á vuesas mercedes? – dijo el platero mirando con recelo á don Juan y á su guía, porque sus trajes no le inspiraban la mayor confianza.

– Se trata de que taséis esta alhaja – dijo don Juan dándole el estuche.

Abrióle el señor Longinos, y miró y remiró la sortija.

– Muy rico es quien ha mandado montar este diamante – dijo con una entonación particular el platero.

– En efecto, es grandemente rico; pero no se trata de eso. El valor de esa joya, ¿á cuánto ascenderá?

– ¿Queréis venderla?

– Os pregunto que cuánto vale esa joya.

– ¡Valer! este diamante vale, sin el aro, que es muy rico y que está muy bien esmaltado y cincelado, tres mil y quinientos doblones.

– No haríais mal negocio.

– No lo crea vuesa merced, porque como esta joya es de tanto valor, tardaría mucho tiempo en venderla: acaso años.

– En fin, yo no la quiero vender; quiero solamente empeñarla, y empeñarla por horas.

– Pues bien; yo os daré por su empeño tres mil doblones…

– Es que no se va á quedar empeñada aquí – dijo el señor Melchor, que temía las iras de su mujer si el negocio se hacía con otro que con el señor Gabriel Cornejo.

– ¡Dios de misericordia! – exclamó el platero – . ¿Y dónde irá este señor que pueda dejar con seguridad esta alhaja? – dijo con acento insinuante Longinos – . Os advierto, caballero, que os vayáis con tiento. En primer lugar, que un usurero no os daría lo que yo… en segundo lugar, que yo os daré un recibo en regla de esta joya, y yo tengo responsabilidad… todos los vecinos de alrededor, de casa abierta, me fiarán…

– La verdad del caso es que me ahorro de andar más – dijo don Juan – ; acepto vuestros tres mil doblones; dadme un recibo de esta alhaja, y yo os daré un recibo de vuestro dinero.

– Un recibo de tres mil y doscientos doblones, por los tres mil.

– En buen hora.

– Pero… – dijo el señor Melchor, que temblaba presintiendo las iras de su cónyuge.

– ¿Qué tenéis vos que ver en esto? – dijo don Juan – ; asunto concluído: extendamos los recibos.

El señor Melchor se calló.

El señor Longinos puso sobre el mostrador papel y tintero, y los respectivos recibos se extendieron dictándolos el platero.

Poco después hizo entrar en la trastienda á don Juan, guardó cuidadosamente el estuche con la sortija en un armario, y del mismo armario sacó un talego, le puso sobre una mesa, contó, y un montón de oro, representando los tres mil doblones, apareció sobre la mesa.

El señor Melchor, que se había quedado fuera del mostrador como una cosa olvidada, oía, estremeciéndose, el sonido excitador del oro que contaba maese Longinos.

– ¡Me he perdido! – exclamaba – ; mi hombría de bien me ha puesto en el caso de no poder aguantar á mi mujer lo menos en tres meses; esta aventura me va á costar una enfermedad.

En aquel momento apareció don Juan, y dió diez doblones al señor Melchor.

– ¿Y qué es esto? – dijo todo turbado el pobre diablo, que en su vida había visto tanto oro junto, por más que fuese poco.

– Eso es vuestro trabajo.

– ¡Mi trabajo, señor!

– Debo agradeceros el que no me hayan engañado.

– Muchas gracias, señor.

– Y como ya no os necesito, podéis iros.

– Que Dios os guarde, señor.

Y el escudero salió de la tienda, riendo con un ojo y llorando con otro.

Don Juan entró de nuevo en la trastienda.

El señor Longinos se ocupaba en alinear de una manera simétrica las columnas de oro, con esa sensualidad característica de los avaros.

– Me parecéis bastante hombre de bien – dijo don Juan – y quiero valerme de vos. Yo soy capitán de la guardia española del rey.

– Por muchos años, señor.

– Me casé anoche con una dama principal.

– Dios os haga muy felices, mis señores.

– Pero como veis, este vestidillo de viaje no es á propósito para que yo me presente al rey en medio de la corte con mi esposa.

– De ningún modo, señor.

– Ahora bien: ¿qué ropas, qué galas, en una palabra, dignas de un caballero del hábito de Santiago, puedo yo procurarme con ese dinero?

– ¿Piensa vuesa merced gastar esos tres mil doblones?

– Y más que sea necesario.

– ¿Y para cuándo necesita vuesa merced presentarse á su majestad con su señora esposa?

– Hoy á las once.

Rascóse una oreja con su trémula mano maese Longinos.

 

– Y son cerca de las nueve de la mañana. Es decir, que solo tenemos dos horas.

– Aprovechémoslas.

En primer lugar, necesita vuesa merced ropas blancas de Cambray: esto es lo menos, hailas hechas dos puertas más abajo. ¡Antonio!

Apareció un joven con un mandil de cuero, á todas luces oficial de platería.

– Vete al momento á casa del señor Justo – le dijo Longinos – , y que envíe ropas de Cambray para un hidalgo y una gola rica rizada, que no haya más que ponérsela; luego pásate por casa del señor Diego Soto, y que envíe unas calzas de grana de lo más rico, pero al punto, al punto.

El mancebo, con mandil y todo, se lanzó en la calle.

Faltan jubón, gregüescos, ferreruelo y sombrero; el ferreruelo debe ser de terciopelo, el jubón de brocado, los gregüescos de lo mismo que el ferreruelo, y el sombrero igual. Pero es el caso que estas ropas, que yo sé quién las tiene sin estrenar, ricas y buenas, y que es persona así de vuestras carnes, que os vendrá pintada su ropa, y que si se le paga bien y secretamente, no tendrá reparo, y que á más se halla necesitadillo de dinero…

– Pues al momento.

– Poco á poco: el sombrero necesita una toca rica; una toca por lo menos de oro á martillo; el jubón necesita herretes; las cuchilladas piedras ó perlas, y luego espada.

– Todo eso lo tengo – dijo don Juan, descubriendo el resto de su tesoro y abriendo los estuches.

– ¡Misericordia de Dios! ¿sabéis lo que tenéis aquí, señor?

– Pienso que es mucho.

– Esta pedrería vale lo menos dos millones de ducados.

– Pues bien; puesto que soy tan rico, veamos si me puedo presentar en la corte como conviene.

– Indudablemente, señor, indudablemente; el dinero hace milagros. Voy á escribir á algunos caballeros conocidos, que andan necesitados; porque la corte traga mucho: voy á procuraros hasta carroza; en cuanto á lacayos y cochero, yo haré que vengan buenos; las libreas se comprarán hechas… y la espada, la espada es lo primero: yo tengo aquí una buena espada de corte, pero no vale ni la centésima parte que esa empuñadura y esas conteras; se montará al momento…

– No, montad esta buena hoja – dijo don Juan desnudando su espada.

– ¿Sabéis, señor, que tenéis un arma de las buenas?.. Andresillo, hijo, ven acá…

Apareció otro oficial.

– Déjalo todo; monta esta hoja en esta empuñadura, y esta contera en una vaina blanca, rica… anda, hijo, anda; dentro de una hora ha de estar corriente: entretanto, señor, mis nietas coserán los herretes, la toca y las perlas y las chapas del talabarte…

– Y entretanto yo… me daréis de almorzar… me lavaré después…

– Sí; sí, señor; entrad… y ya veréis… ya veréis.

Y precedió al joven por unas obscuras escaleras murmurando:

– ¡Y que por estos quehaceres no pueda yo oír como todos los días la misa del licenciado Barquillos! ¡Válgame Dios!

CAPÍTULO XLV
EN QUE EL AUTOR PRESENTA, PORQUE NO HA PODIDO PRESENTARLE ANTES, UN NUEVO PERSONAJE

En una habitación magníficamente amueblada, extensa, iluminada blandamente por una lámpara de noche, al través de un cortinaje de damasco, en una ancha alcoba y en un no menos extenso lecho, dormía una mujer sumamente bella.

Debía ser sombrío su sueño, porque su entrecejo estaba fruncido, corría abundante sudor por su frente morena, y su boca sonrosada y de formas voluptuosas, levemente entreabierta, dejaba salir un sobrealiento poderoso y ronco.

Las anchas trenzas de sus cabellos caían abundantes y desordenados sobre su garganta y sobre sus hombros, y fuera del abrigo que la cubría se dejaba ver un brazo de formas admirables, cerca de cuya mano se vela una pulsera de pelo, cerrada por un broche de diamantes.

Había algo de terrible en el aspecto de aquella hermosa mujer dormida.

Y dormía profundamente.

Abrióse de improviso una puerta en el fondo de la cámara y apareció una mujer joven.

Abrió un balcón y penetró en la alcoba la luz fría de aquella mañana nublada y lluviosa.

La mujer despertó.

Se incorporó en el lecho y miró con disgusto á la puerta de la alcoba á donde había llegado la joven.

– ¡Está amaneciendo! – exclamó con acento duro – . ¿Qué sucede, Casilda? anoche me acosté demasiado tarde y me despiertas al amanecer. Estoy servida detestablemente.

– Son las ocho y media, señora – dijo temblando la doncella.

– Te dije que no me llamaras hasta las doce.

– Es que está ahí don Juan.

– ¡Don Juan! ¡y de día! ¡y acaso por la puerta principal!

– Sí; sí, señora.

– ¡Qué imprudencia!

– Nadie ha podido verle. El lacayo de su excelencia no ha venido todavía.

Este excelencia era el duque de Uceda.

– El duque se fué anoche muy tarde; cuando yo te avisé aún no se había ido; tú te acostaste, yo misma le hice salir por el postigo… podía estar el duque todavía aquí. Te tengo dicho que cuando don Juan venga á una hora imprevista, le contestes como si no le conocieras y le despidas. Esto está convenido entre don Juan y yo. Eres, pues, una torpe.

– Perdonad, señora.

– Pero en fin, ¿don Juan está ahí?

– Sí, señora; ha venido con una mujer.

– ¡Con una mujer! ¿y qué trazas tiene esa mujer?

– Es joven, hermosa, viene ricamente vestida, y parece, según está de pálida y ojerosa, que ha pasado muy mala noche.

– ¿Dónde están?

– En el camarín.

– Vísteme.

Y la dama saltó del lecho, y se vistió apresuradamente ayudada de la doncella, se arregló ligeramente los cabellos, se puso sobre ellos una toquilla, y se dirigió rápidamente á una puerta de escape.

Pero al llegar á ella se detuvo, y dijo á la joven:

– Dile á don Juan que entre solo.

Y se sentó en un sillón, se arropó en un abrigo de pieles que se había puesto y esperó que la doncella cumpliese sus órdenes.

Poco después se abrió aquella misma puerta, y entró el sargento mayor don Juan de Guzmán, que, sin quitarse el sombrero, adelantó hasta cerca de la dama, y deteniéndose á poca distancia de ella y permaneciendo de pie, la dijo:

– Nos sucede mejor de lo que queríamos, Ana.

– ¡Ah! ¿estamos de plácemes?

– Sí por cierto; el asunto de la reina está á punto de concluirse; una vez quitado de en medio ese estorbo, es distinto, nos quedamos solos con el padre y con el hijo.

– ¿Pero y don Rodrigo…?

– Don Rodrigo… afortunadamente la herida, según dicen los médicos, es limpia y no ha tocado á ninguna parte peligrosa; un dedo más acá ó más allá y no tenemos hombre; pero ha faltado un dedo… y don Rodrigo vivirá. Ayer estuvo hablando conmigo largamente, preguntándome y dándome órdenes y consejos. Dentro de algunos días don Rodrigo dejará el lecho, y todo irá bien.

– ¿Y el duque de Lerma?

– Cariñoso y solícito con don Rodrigo… por el duque no hay que temer; es ciego.

– Sin embargo, ha enviado á don Baltasar de Zúñiga de embajador á Inglaterra, ha sacado del cuarto del príncipe al duque de Uceda, y su excelencia está dado á los diablos con su padre. Creo que hay un diablo familiar que le aconseja. Anoche estuvo aquí hasta las tantas y me dijo: – Por ahora es necesario echar la red por otra parte; el señor duque de Lerma, mi augusto padre, nos ha conocido la intención; paciencia: en cuanto á vos (se refería á mí), ya que no podéis ser la maestra del señor príncipe, sed mi consuelo.

– ¿Eso te dijo el duque?

– Vaya, y que hacía mucho tiempo que no podía olvidar mis ojos.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– Que procurase hacer que mis ojos le pareciesen feos.

– Es decir…

– Que no quiero galanteos con el duque de Uceda.

– Has hecho mal, muy mal. Tus amores con el duque valen más que tus lecciones al príncipe don Felipe. Nos conviene saber lo que hace, lo que no hace, lo que piense ó deje de pensar esa gente. Has hecho mal, muy mal.

– ¡Bah! – dijo doña Ana – ; yo sé que he hecho muy bien, como sé que haré muy bien en decirte que por algún tiempo no vengas á verme hasta que yo te avise.

Pronunció de tal manera, con tal frialdad, con tal descaro doña Ana estas palabras, que el rostro del sargento mayor se cubrió de una palidez colérica.

– ¿Qué viene á ser eso? – dijo con acento amenazador.

– Ya te irritas, querido mío – dijo doña Ana – . ¿Dudas acaso de que te amo?

– Me parece que quieres engañarme.

– ¿Y para qué te había de engañar? además de que te amo me sirves de mucho, hijo, para que yo piense no enajenarme de ti. Pero…

– ¿Pero qué?

– Espera.

Doña Ana se levantó, entró en el dormitorio, abrió un cofre, y del cofre sacó una cajita, volvió, se sentó y abriendo la caja mostró su contenido al sargento mayor.

– Mira el por qué de no haber querido yo por galán al duque de Uceda y de pensar en que por algún tiempo no nos veamos.

– ¿Quién te ha dado esta gargantilla? – dijo con acento ronco Guzmán.

– Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

– ¡Ah! en verdad que ese hombre es muy rico – dijo el sargento mayor – ; pero según pienso y por los informes que tengo, dentro de poco no podrá hacerte tales regalos.

– Es mucho lo que los celos entorpecen los sentidos – dijo doña Ana – ; el cocinero mayor, me ha dado, en verdad, esta joya, pero ha sido en nombre de más alta persona.

– ¡Del duque de Lerma!

– ¡Más alto!

– ¡Del rey!

– ¡Del rey!

– ¡Imposible! ¡de todo punto imposible! el rey no piensa más que en cazar, en dormir y en rezar. Con presentarse muy hinchado y grave al lado de Lerma en las audiencias, piensa que ya tiene hecho todo lo que tiene que hacer para ser rey… pero á don Felipe III no se le conocen galanteos… tan devoto… tan asustadizo… buena fortuna sería, y estaríame yo sin venir á verte á tu casa, que ya nos veríamos fuera de ella, aunque fuese de año á año… ¡pero vamos! ¡es imposible!

– Estos hombres creen que las gentes no son más que lo que parecen – dijo con desdén doña Ana.

– No tal, no; yo no creo eso, porque sé muy bien que tú y yo somos una cosa y parecemos otra. Pero tratándose del rey… ¡cuando te digo que no puede ser!

– ¿Y de dónde ha sacado el cocinero mayor esa alhaja?

– Cuenta con que las perlas no sean cera, el oro cobre y los diamantes vidrio blanco.

– Ya está visto esto, y apreciada la alhaja: vale mil doblones.

– ¡Mil doblones!

– No podía ser menos un regalo de rey.

– ¿Pero dónde te ha visto su majestad?

– Eso mismo pregunté yo á Montiño: ¿dónde me ha visto su majestad?

– ¿Y qué te respondió?

– Que no lo sabía.

– ¡Que no lo sabía! pero cuéntame desde el principio.

– Anoche, ya tarde, llamaron á la puerta. Yo creí que sería el duque de Uceda, y mandé á Casilda que abriese. Poco después oí abajo un altercado: era Casilda que disputaba con un hombre que á todo trance quería entrar, que decía tenerme que decir cosas graves, y que al fin dijo era el cocinero mayor del rey. Como nuestros asuntos están ahora por las cocinas, sentí yo no sé qué terror, yo no sé qué cuidado, y mandé á Casilda que dejase subir al cocinero del rey. Cuando le vi (yo no le conocía) me espanté. Venía pálido, desencajado, desgreñados los escasos cabellos, y la primera palabra que me dijo, fué:

– Desde hace veinticuatro horas, no me suceden más que desgracias.

Estas palabras no eran las más á propósito para tranquilizarme, y le rogué que se sentara y se explicase.

– Tras las desgracias que me suceden – me dijo – , hubiera sido la última la de no poder veros.

– Tranquilizáos, y decidme después por qué hubiera sido una desgracia para vos el no haberme visto.

– Porque una persona muy principal á quien temo mucho, me ha encargado que os vea.

– ¿A mí? ¿para qué?

– Para que os dé de su parte, en prenda de la mucha estima en que os tiene, esta alhaja.

Y me dió esa gargantilla.

– Yo no puedo aceptar un regalo – le dije – de una persona á quien no conozco.

– Podéis estar segura de que es muy principal.

– Pues siendo tan principal, y teniendo por mí tanto interés que me regala – le dije – , ¿qué interés puede tener en que yo no sepa su nombre?

– Tanto interés tiene – me replicó – en que vos no sepáis quién es, que desea veros misteriosamente.

– Explicáos.

– La alta persona que me envía – dijo el cocinero dando vueltas á su gorra, porque sin duda hallaba gran dificultad en cumplir con su mensaje – , quiere… pues… quiere que le recibáis sin luz.

– ¿Por quién me tenéis? – dije al cocinero mayor fingiéndome gravemente ofendida, á pesar de que tenía una viva curiosidad por saber quién era aquella persona – ; ¡ea! añadí: idos de mi casa, si no queréis que os haga echar á palos.

 

– Perdonad, señora – me dijo – ; pero temo más las consecuencias de no llevar una contestación vuestra á la persona… ¿qué digo? al ilustre personaje que me envía, que la riña que pudiera tener con vuestros criados.

– Ya lleváis contestación á esa persona.

– A la persona que me envía, no se la puede contestar de ese modo – me dijo – , porque esta persona…

– ¡Me ultraja!

– Será necesario deciros quién es, para que veáis que no hay ultraje.

– Sólo una persona pudiera no ultrajarme… una persona tal, que ni aun para mí pudiera pasar por galanteador.

– ¿Habéis adivinado?

– No, no he adivinado; he dicho únicamente que sólo hay una persona que pudiera pretender ser mi amante sin que yo le conociera.

– Pues bien; decidme el nombre de esa persona…

– Esa persona no podía ser otra que el rey.

Miróme fijamente el cocinero mayor, con la boca abierta y los ojos espantados.

– ¿No me comprometeréis – me dijo – , si os declaro la verdad?

– Os lo prometo.

– ¿Seréis prudente?

– Sí.

– Pues bien, señora; la persona que os solicita, que está ciegamente enamorado de vos, es… ¡el rey!

– ¡El rey! – dije sin poder contener mi asombro – ; ¡su majestad enamorado de mí!

– Esa rica gargantilla es una señal de ello – me contesto.

– ¿Y dónde me ha visto su majestad? – le dije.

– No lo sé. El rey me ha llamado y con gran secreto me ha dicho: Montiño, mi buen cocinero, yo, aunque soy rey, también soy hombre, y como hombre tengo debilidades; amo á una dama, y no puedo contener mi amor; toma, llévala esa joya y dila que te indique cuándo puedo yo ir á visitarla; pero ha de ser de modo que las luces estén muertas cuando yo entre y no pueda conocerme. Ofrécela cuanto quiera y más que quiera, y toma las señas de la casa donde vive y su nombre.

Yo – añadió el cocinero – , no me atreví á negarme; he venido, y temeroso de llevar á su majestad vuestra contestación, he preferido, confiado en vos, deciros lo que os he dicho; pero, por Dios, no pronunciéis ni una sola palabra imprudente, porque su majestad es muy mirado y nos perderíamos los dos.

Yo le juré guardar el más profundo secreto, acepté la gargantilla, y el cocinero se fué prometiéndome volver para decirme qué noche y á qué hora debe venir su majestad.

– En esto debe de haber andado el duque de Lerma… estoy casi seguro – dijo el sargento mayor – ; porque ¿á quién interesa más que al duque el tener bien cogido al rey? Además de eso, ¿no han desterrado al conde de Lemos porque había llevado una noche al príncipe de Asturias á casa de una de las queridas de don Rodrigo Calderón? ¿No han apartado de la crianza del príncipe á don Baltasar de Zúñiga, porque daba demasiado gusto á su alteza, y no han sacado también al duque de Uceda del cuarto del príncipe, sin duda porque han sabido que le traía aquí para que desde bien temprano se acostumbrase á las favoritas? Acaso ha sabido el duque de Lerma que su hijo se valía de ti para educar al niño príncipe, como, siendo aún más pequeño, se valió para ello de la Angélica el conde de Lemos, su sobrino, y habrá dicho: puesto que esa hermosa doña Ana servía para hacer adquirir al joven príncipe malas costumbres, puede servir también para corromper las del rey y extraviarle.

– Acaso, acaso – dijo doña Ana.

– Pues estamos de doble enhorabuena: confío en que sabrás manejar al rey.

– ¡Oh, ya lo veremos!

– No me ocultes nada.

– ¿Y cómo? ¿Qué soy yo sin ti?

– Don Rodrigo es lo que más nos conviene.

– Serviré á don Rodrigo. Creo que este asunto esté concluído; y ahora recuerdo que me han dicho que contigo venía una mujer joven, hermosa, ricamente vestida.

– Sí, muy hermosa y muy joven – dijo el sargento mayor apretando el gesto y retorciéndose los mostachos.

– ¿Y á qué traes tú esa mujer á mi casa?

– ¿Qué? ¿tendrás celos?

– Pudiera tenerlos.

– Pues bien, no los tengas, porque esa muchacha es mi hija.

– ¡Tu hija!

– Sí; la hija de aquella Margarita que yo robé de su casa; la hija que me quitó un hombre una noche cuando iba á dejarla en la puerta de un convento, dejándome tres puñaladas, de las cuales estuve á la muerte; la hija de quien no volví á saber, hasta que la conocí siendo á la vez querida secreta de don Rodrigo Calderón y pública del duque de Lerma. En una palabra: la comedianta Dorotea.

– ¿Pero estás seguro de que no te has engañado?

– ¡Si tú hubieras conocido á su madre!

– Sí; sí, ya me has dicho…

– Verla á ella, es ver á Margarita; además, yo le había hecho una señal…

– ¡Una señal!

– Sí; antes de salir de la casa, para, llevarla á exponer en el cajón de San Martín, sin saber por qué, pensando no sé en qué, la señalé.

– ¡Que la señalaste!

– Le arranqué un pequeño bocado de un brazo.

– ¡Ah! – exclamó con disgusto doña Ana.

– Fué la manera más pronta que se me ocurrió de señalarla.

– ¿Pero has visto tú esa señal?

– No; pero un día, don Rodrigo, que quiere más de lo que parece á la Dorotea, me dijo:

– Juan, yo te he hecho hombre.

– Indudablemente, señor – le contesté.

– Eres listo y astuto y parece que hueles las cosas.

– ¿Qué hay que averiguar?

– Tú sabes cuánto quiero á la Dorotea.

– Sí, señor.

– Hace mucho tiempo que estoy viendo en su hombro derecho una señal; pero nunca hasta ahora la he preguntado; es una cicatriz como la de una mordedura; ella ha dicho que recuerda haber tenido siempre esa señal; he preguntado al tío Manolillo, y me ha dicho que la encontró abandonada en la calle, y que efectivamente, cuando la llevó á su estancia en el alcázar, notó que las pobres ropas en que iba envuelta estaban manchadas de sangre; que la descubrió y vió una mordedura reciente, de la que costó trabajo curar á la niña. Ahora bien, la Dorotea sufre porque no conoce á sus padres; yo la quiero bien, y te recompensaría grandemente si encontrases esos padres perdidos.

Pude en el momento decirle:

– Su padre soy yo; su madre era una muchacha tan hermosa como ella, á la que conocí en su casa, donde estuve aposentado algunos días, y á la que me llevé conmigo. No sé si su madre vive ó ha muerto…

– ¡Conque esa hermosa mujer, esa famosa Dorotea, la querida de Lerma y de Calderón, es tu hija! ¡y ella no lo sabe!

– No.

– ¿Y para qué la traes aquí?

– Es como su madre, apasionada y violenta; de la misma manera que su madre se enamoró de mí á primera vista, ella se ha enamorado de un hombre; ese hombre es el que ha herido á don Rodrigo; ese hombre, que es sobrino del cocinero mayor de su majestad, ha hecho suerte en veinticuatro horas; anteayer por la noche entró en Madrid, y hoy se encuentra metido en palacio, protegido y casado con la dama más hermosa y más difícil de la corte: con doña Clara Soldevilla.

– ¡Y esa mujer, que es querida del duque de Lerma, está celosa de una dama que es la favorita de la reina!

– La reina importa ya poco… tal vez á estas horas… pero conviene, á pesar de esto, que esa muchacha siga enloqueciendo á Lerma; ella quería hacer un disparate, pero yo la he prometido que la vengaría si ella me ayudaba, y ha consentido en seguirme. Te la he traído y te la entrego… tú sabes envenenar el alma, Ana; envenena la de esa muchacha y haz de modo que nos sirva bien. Voy por ella.

Y se dirigió á la puerta por donde había entrado.

Pero al abrirla, se vió tras ella un hombre y se oyó una ronca voz que dijo temblorosa, colérica, rugiente, amenazadora:

– ¡Atrás! ¡atrás, sargento mayor! ¡tú no saldrás de aquí!

El hombre que había pronunciado estas palabras, que había adelantado sombrío y letal y que había cerrado por dentro la puerta, era el bufón del rey.

El sargento mayor retrocedió sorprendido.

En su semblante apareció la expresión del espanto.

Doña Ana miró con terror al bufón.

Y el bufón adelantó pálido hacia el sargento mayor, que retrocedía.