Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPÍTULO XLII
DE CÓMO DON JUAN TÉLLEZ GIRÓN SE ENCONTRÓ MÁS VIVO QUE NUNCA CUANDO PENSABA EN MORIR

Una hora después de haber salido de la estancia de doña Clara con el joven, volvieron.

Pero volvieron casados.

Don Juan miraba de una manera avara á la joven.

La alegría, la felicidad, la pasión brillaban en su semblante.

Doña Clara estaba vivamente excitada, y á duras penas podía disimular que era feliz.

Y sin embargo, no miraba al joven.

Y sin embargo, se mantenía duramente reservada.

Atravesó el aposento rápidamente, y al llegar á una puerta, como pretendiese pasar don Juan, le dijo:

– Esperad un momento, señor.

El joven respetó la voluntad de doña Clara, y se detuvo.

La puerta se cerró.

Don Juan se quitó la capa y el sombrero, la daga y la espada, las arrojó sobre un sillón y se sentó en otro descuidadamente junto al brasero, como pudiera haberlo hecho en su casa.

Y esto era lógico.

El cuarto de su mujer, era su cuarto.

¡Su mujer doña Clara! ¡aquella dama cuyo semblante apenas visto le había deslumbrado! ¡aquella divina y magnífica hermosura, que encubierta había asido á su brazo! ¡aquella dama tan gentil, tan joven, tan pura, que le había llamado para recoger una prenda de la reina y que había acabado de enamorarle! ¡aquel dulce imposible estaba vencido!

Don Juan gozaba de un bienestar completo; se adormía en las ardientes ilusiones de su pensamiento; abrasaba con deleite su alma en aquel amor afortunado.

¡Suya doña Clara!

¡Su mujer doña Clara!

¡Doña Clara la madre de sus hijos, el dorado rayo del sol de su casa, su compañera de por vida!

Don Juan se creía soñando, y cuando se convencía de que no soñaba, moría de impaciencia.

Al fin apareció doña Clara, sencillamente vestida de casa, pero elegante; con un ancho traje de seda negra y una toquita blanca en los cabellos.

– ¡Oh! ¡felicidad mía! – exclamó el joven levantándose con tal rapidez, que no pudo evitar doña Clara que la abrazase y la besase en la boca.

La joven dió un grito y quiso desasirse, pero no pudo.

Don Juan la retenía en sus brazos, reclinada sobre su hombro su cabeza, y lloraba.

– Apartad, señor, apartad – dijo doña Clara con voz dulce – ; vuestra esposa os lo suplica.

Don Juan soltó á doña Clara, que estaba ruborosa y trémula.

– ¿Es verdad que me amáis tanto?.. – exclamó la joven, mirando con toda la fuerza de sus ojos negros á don Juan.

– Si no os amara, si no fuérais para mí antes que todo, ¿me hubiera casado con vos, sin pretender aclarar antes de nuestro casamiento el misterio de tal casamiento?

– Sentáos, don Juan, sentáos y escuchadme: escuchadme como si jamás me hubiérais hablado de amores, como si no fuéramos marido y mujer.

– Pero…

– Hacedme la gracia de escuchadme: bien sé que casada con vos, vuestra voluntad es para mí una ley; pero yo apelo á vuestra hidalguía; yo os pido, y os lo pido con toda mi alma, que por ahora no miréis en mí más que á doña Clara Soldevilla, no á vuestra esposa. ¿Me lo concedéis?

– Será siempre, señora, todo lo que vos queráis, menos no amaros.

– No os pediré eso jamás, porque vuestro amor para mí lo es todo siendo como soy vuestra mujer.

– ¿Me decís al fin que me amáis?

– Os amo como debe amar una mujer casada á su marido… más claro: por el momento os respeto… os quiero… tengo en vos esperanzas…

– ¿Pero no sois para mí la mujer enamorada?

– No quitéis al tiempo lo que es suyo. ¡Yo no os conozco!

– Y sin embargo, os habéis casado conmigo.

– Os confieso que en la situación en que me he casado con vos, y por la razón que lo he hecho, me hubiera casado con cualquiera de quien hubiera podido buenamente ser esposa.

– ¿Sin amor?

– Sin amor.

– ¿Pero qué misterio, qué razones son esas?

– Las vais á oír: en primer lugar, tomad este rizo, guardadlo.

– ¡Este rizo vuestro! – exclamó el joven besándole con locura – . Pero esta joya…

– Es necesario que la dejéis en el rizo.

– La dejaré… pero tomad vos las de mi madre…

– Después, don Juan, después. ¿Queréis oírme?

– Seguid, señora.

– Cuando os pregunte alguien que por qué herísteis á don Rodrigo Calderón, inventad una mentira razonable… pero si el rey os preguntase por un acaso…

– No pienso que tenga ocasión de hablarme.

– Os engañáis; el rey tendrá ocasión de veros con mucha frecuencia.

– ¿Como esposo vuestro?

– Por eso no tiene el rey que veros. Pero sí como capitán de la guardia española.

– ¡Ah! ¡conque yo soy capitán!

– Tal vez después de saber quién sois, no queráis ser soldado:

– Por el contrario, señora, tengo obligación de servir al rey.

– Con tanta y tan grave cosa como me tiene en cuidado, me olvidé de daros una provisión de capitán que tengo para vos. Esperad. Voy á dárosla.

Y la joven se levantó, sacó del cajón de un mueble un papel, y le dió á don Juan.

– Esta provisión ha sido vendida y revendida – dijo el joven.

– Se ha comprado para vos.

– ¿Y quién la ha comprado?

– La reina.

– ¡Me paga el servicio casual que la he hecho!

– No, no por cierto: el servicio que habéis hecho á su majestad no hay con qué pagarlo.

– Demasiado recompensado estoy si por conoceros he servido á su majestad, y por servirla sois mía. Nada hay en el mundo que valga lo que este premio. Por lo tanto, esta provisión está demás… si la acepto, la pagaré.

– No llevéis vuestra altivez, muy digna sin duda, hasta el punto de ofender á su majestad: aceptad tal como se os da esa compañía, y estad seguro de que ya tendréis más de una grave ocasión de servir á la reina.

– Sea lo que vos queráis – dijo el joven guardando la provisión.

– Sea lo que debe ser – dijo doña Clara – ; continuemos: como capitán de la guardia del rey, cuando estéis de servicio, recibiréis en muchas ocasiones las órdenes directamente de su majestad, en particular en las partidas de caza, donde por vuestro oficio estaréis junto al rey. En una palabra: estáis al servicio inmediato de su majestad. Si un día, mañana acaso, el rey os preguntase acerca de mí… decidle… hacedle entender que entre nosotros mediaban amores… que… que en una palabra, por deber y por conciencia estábais obligado á casaros conmigo.

– Pero eso no es verdad… yo no puedo ofenderos… el rubor que tiñe vuestro semblante, dice bien claro que os ofendería.

– Don Juan, la reina es mi hermana – dijo profundamente doña Clara – : ella en su alta posición y yo en la mía, al conoceros… oíd desde el principio, don Juan. Yo tenía una madre buena, amante, hermosa… venid… vais á conocer á mi madre.

Doña Clara se levantó, tomó una bujía y precedió al joven.

Pasaron por un aposento de vestir, y entraron en un dormitorio.

En él había un pequeño lecho blanco que respiraba pureza, algunos ricos muebles, y en una de las paredes, un cuadro cubierto con un velo negro.

Doña Clara corrió aquel velo, y quedó á la vista de don Juan una dama de cuarenta años, pálida, excesivamente hermosa, y á juzgar por su traje y por su expresión, muy principal dama.

– Esa era mi madre – dijo doña Clara con acento vivamente conmovido.

– ¡Ah! ¡digna madre de tal hija! – dijo el joven no menos conmovido.

– ¿No es verdad, don Juan, que yo debo de estar orgullosa de mi madre?

– Como debéis estarlo de vos misma.

– No hablemos de mí – dijo doña Clara corriendo de nuevo el velo – . Yo os he dado á conocer á mi madre de la única manera que me ha sido posible. Volvámonos á donde estábamos.

Don Juan salió suspirando de aquel dormitorio tan blanco y tan puro, pero enorgullecido por su mujer, porque la atmósfera de aquel dormitorio había venido á ser para don Juan un testimonio de la valía de doña Clara.

Sentáronse entrambos jóvenes de nuevo, el uno en un extremo, y en otro extremo el otro, de la ancha tarima del brasero.

– Nuestra familia, y la vuestra, porque en ella acabáis de entrar, se componía hace cuatro años: de mi padre Ignacio Soldevilla, coronel de infantería española, encanecido en los combates, de mi madre doña Violante de Saavedra, hija de un mayorazgo de la montaña, y de mí. Cuando conozcáis á mi padre, que espero sea pronto, él os relatará nuestro abolengo, él os dirá muchas de esas cosas que una mujer no debe decir á su marido. Yo sólo os hablaré de mis padres. Mi madre, criada con el recogimiento de una casa de solar de la montaña, no tuvo más amores que los de mi padre; le amó como yo os amaré: después de casada.

– ¡Ah! ¡ni vuestra madre amó á su esposo, sino después de casada, ni vos me amáis aún!

– Continuemos. Pasaba mi padre, hace más de diez y ocho años, con su compañía hacia Navarra, é hizo noche en casa de mi abuelo materno, donde fué aposentado. Vió á mi madre… durante la cena… y no pudo dormir.

– Como yo…

– Mi padre lo ha recordado muchas veces á mi madre delante de mí, y mi buena madre le contestaba sonriendo: yo, señor, no dormí tampoco.

– ¿Pero creo que vos habéis dormido esta noche pasada? – dijo don Juan.

Doña clara continuó, sin contestar á la pregunta del joven:

– Al día siguiente, mi padre, á pesar de que debía marchar, detuvo con un pretexto su marcha, y como es excesivamente franco, buscó á mi abuelo, y le suplicó que para hablarle de cierto negocio, quisiese dar un paseo con él por el campo. Accedió mi abuelo, y apenas se vieron fuera de la población, mi padre le dijo quién era, cuánto poseía, que estaba perdidamente enamorado de su hija, y que quería casarse sobre la marcha con ella. Mi abuelo le contestó que partiese con su compañía, por lo pronto, que él se informaría acerca de mi padre, y que con lo que hubiese resuelto le contestaría. Mi padre partió sin ver á mi madre, y al mes recibió en Navarra una carta de mi abuelo, en que le decía que, habiéndose informado lo que bastaba para saber que mi padre era noble, honrado y valiente, y no oponiéndose á ello su hija, podía, si persistía en su pensamiento, volver á recibir las bendiciones. Mi padre no vió por segunda vez á mi madre, sino á los pies del altar.

 

– Pero de seguro, y á pesar de no conocer bastantemente á vuestro padre, vuestra madre no le desesperó – dijo el joven, que no desaprovechaba ocasión.

Doña Clara no contestó tampoco á esta indirecta.

– Fueron felices; ricos, amantes, honrado mi padre por el rey, respetado por todos, respetada mi madre como merecían su virtud y su nobleza. Yo nací en el término preciso después de su matrimonio. Yo he sido su hija única. Crecí al lado de mi madre; lo que sé lo aprendí de ella: durante las largas ausencias de mi padre en la guerra, nuestra casa estaba cerrada, algunos criados antiguos eran nuestra única compañía. Yo era feliz. Mi madre lo parecía también. Hace cuatro años, mi madre murió.

Doña Clara se detuvo, inclinó la cabeza durante un momento, y luego la alzó.

En sus hermosos ojos brillaba una lágrima.

Don Juan la contemplaba extasiado: creía á cada momento que su amor no podía crecer, y sin embargo, á medida que se iba revelando el alma de doña Clara, su amor crecía.

La joven continuó:

– La muerte de mi madre fué mi primer dolor. Hasta entonces no había comprendido que podía yo quedarme sola en el mundo; pero cuando mi madre murió, cuando no la vi á mi lado durante el día, al acostarme, llamando sobre mí los buenos sueños con un dulce beso, al levantarme abriéndome con otro nuevo beso otro hermoso día, ¡ay! hasta que todo esto me faltó, no comprendí el horrible vacío á que puede verse condenada una mujer, porque para una mujer, su madre lo es todo. La mujer para su madre es siempre una niña. Mi pobre madre murió de tristeza, murió de amor.

– ¡De tristeza! ¡de amor! – exclamó don Juan.

– Del año, los nueve meses los pasaba mi padre en campaña, y aun había años en que no venía.

– ¡Ah! – exclamó el joven, arrastrado por el profundo sentimiento de la voz de doña Clara al pronunciar aquellas palabras.

– Mi madre no se quejaba á mi padre: si se hubiera quejado, mi padre hubiera dejado el servicio, pero hubiera enfermado de tristeza. Entre su propio sacrificio y el de su esposo, mi madre se decidió por sacrificarse. Y se sacrificó por completo. Cuando mi padre volvía, y contaba á mi madre los peligros que había arrostrado, mi madre le escuchaba sonriendo; cuando mi padre se despedía para una nueva campaña, le abrazaba sonriendo también; cuando nos quedábamos solas, mi madre se me mostraba alegre, tranquila. No quería ennegrecer mi alma de niña con su tristeza. Pero llegó un día… ya hacía tiempo que mi madre estaba enferma… un día de muerte me lo reveló todo, pero me hizo jurar que nada sabría mi padre. Entonces me hizo comprender cuán terrible es amar y saber que el hombre amado está en un continuo peligro. Recibir cada día noticias de batallas sangrientas, en que se quedaba tendida la flor de la nobleza española, y decir á cada noticia, recibida en carta de mi padre: ¡De esta ha salido salvo!.. pero ¡y de la siguiente! Esto es horrible, es una carcoma lenta que mata, ó la mujer que no muera en tal situación, no merece ser amada.

– ¡Oh! ¡no seré soldado! – exclamó don Juan – . Mi rey, mi orgullo, sois vos.

– Sí, sí, seréis soldado mientras sea necesario que lo seais; pero después no: ¡no quiero morir como mi madre!

– ¡Oh, Clara de mi alma! – exclamó el joven, recibiendo el puro, el glorioso relámpago de amor que destelló de los ojos de doña Clara al pronunciar sus últimas palabras – ; ¡vos me amáis!

– Os amaré si merecéis que os ame – dijo doña Clara volviendo á apagarse, por decirlo así.

Y luego, con acento reposado, mientras don Juan suspiraba dominado por la firmeza de carácter de su mujer, ésta continuó:

– Llegó por acaso mi padre á tiempo de recibir la última mirada, la última sonrisa de mi madre. Cuando la vió muerta, su dolor me espantó, me hizo olvidarme de mi propio dolor para acudir aterrada al socorro de mi padre. ¡Creí que se había vuelto loco! Y cuando pasó el primer acceso, me dijo:

– «¡Yo no puedo permanecer por más tiempo en esta casa! ¡está maldecida para mí! ¡no tengo parientes con los cuales llevarte, y no permanecerás aquí tampoco: ¡la reina! ¡yo he derramado mi sangre por el rey! ¡mi lealtad ha costado la vida á ese ángel! Mi padre había adivinado la causa de la muerte de mi madre. ¡El rey no me negará la gracia de que entre en la servidumbre y bajo el amparo de la reina… ó no hay Dios en los cielos!»

Y me trajo consigo á palacio; habló al rey, que le oyó benévolamente; y le envió á la reina, y la buena Margarita de Austria se conmovió de tal modo al ver tanto dolor, que me abrazó, me besó en la frente, y me recibió como menina en su servidumbre. Mi padre levantó la casa; me entregó las alhajas y las ropas de mi madre, y yo me traje á nuestros antiguos y leales criados que aún me sirven, y que os recomiendo, señor, porque desde hoy lo son vuestros.

– Amarélos yo porque vos los apreciáis – dijo don Juan.

– Muy pronto no fué ya amistad lo que me dispensó la reina, sino cariño; cariño que creció de día en día y que hoy – vos lo debéis saber, señor, porque debéis saber todo lo que tiene relación conmigo – ha llegado á ser amor de hermanas. Y este amor ha crecido por las mutuas confianzas. Este amor ha hecho que, por servir noble y dignamente siempre á su majestad, que de otro modo no le sirviera yo, haya salido muchas veces sola de noche, yo que no he estado nunca sola, ni aun en mi casa.

– ¡Bendito Dios sea, que tal lo ha dispuesto! – exclamó el joven – , porque anoche os vi durante un momento en el alcázar; si no hubiérais salido no me hubiérais encontrado, no os hubiérais amparado de mí, no hubieran empezado estos amores que para mí tan glorioso fin han tenido.

– Decid más bien que os han casado y me han casado á mí. ¿Os acordáis de las dudas que anoche teníais acerca de si yo era ó no la reina?

– Y no me he engañado, porque sois la reina de mi alma.

– Recordad las cartas que me trajísteis; anoche os preguntó doña Clara Soldevilla, hoy os pregunta vuestra esposa: ¿habéis leído aquellas cartas, señor?

– Os afirmo por mi honor, que no; sabía que contenían un secreto de la reina, y ese secreto no me atormentaba; hubiera querido conocerle porque yo creía que la mujer á quien amaba… Mi supuesto tío tuvo la culpa de que yo creyese, por esas exageraciones, que aquella mujer á quien yo tanto amaba, era su majestad. Y sin embargo de que sentía celos, no leí aquellas cartas.

– ¿Y qué habéis pensado de la reina?

– Dejándome guiar de las apariencias, hubiera pensado de ella mal si don Francisco de Quevedo y Villegas, mi amigo, no me hubiera hablado de su majestad bien.

– Si os guiáis por las apariencias, debéis haber pensado de mí muy mal.

– Yo… séquese mi pensamiento, si llego á pensar de vos…

– Sin embargo, una dama joven, que sale sola de noche… – dijo doña Clara con amargura.

– Hacíais un sacrificio por su majestad.

– Es verdad; mi padre me dijo hace un año, al ver cómo me trataba la reina: «Clara, hija mía, eres fuerte y valiente; vela por su majestad, y si es necesario, sacrifícaselo todo… todo menos el honor». Pero, volviendo á esas malhadadas cartas, es necesario que conozcáis ese secreto.

A seguida, doña Clara contó punto por punto á don Juan el estado en que la reina se encontraba, las traiciones de don Rodrigo, la historia, en fin, de aquellas cartas, su contenido, el incidente que en el principio de aquella noche había obligado á mentir á la reina; la historia del rizo, por último.

– En tal situación – prosiguió doña Clara – , habiendo tomado la reina en su apuro vuestro nombre, siendo muy posible que el rey desconfiase y os llamase y os preguntase, la reina, con las lágrimas en los ojos, me suplicó que la salvase; era preciso que yo os llamase; que os hablase á solas en las altas horas de la noche en mi aposento, que os revelase toda una sucesión de misterios… yo creía que todo aquello era necesario para salvar á su majestad, y… me sacrifiqué; me dije: «él se me ha mostrado ciegamente enamorado… le propondré que se case conmigo… Si acepta, al momento, al momento…», y se preparó todo… Me vestí de boda y os esperé anhelante… anhelante por consumar el sacrificio.

– Hay un medio, señora, de que ese sacrificio no caiga sobre vos.

– ¡El medio de vivir como dos amigos, como dos hermanos!

– Si no sois más que mi amiga ó mi hermana, podíais ver mañana á un hombre… amarle…

– ¡No he amado cuando era libre!.. ¡y me han importunado!

– Sufriríais vuestro amor, le callaríais, porque además de vuestra honra, tenéis que guardar la mía… lo sé bien, señora; sé que mi honor está seguro en vos: pero os sacrificaríais, moriríais. Yo os libraré de ese sacrificio.

El acento de don Juan era lúgubre.

Cuando acabó de pronunciar estas palabras se levantó.

– ¡Sentáos! – dijo con acento lleno y grave doña Clara.

El joven se sentó.

– ¿De qué manera pretendéis libertarme de éste que yo llamo mi sacrificio? – dijo con acento singular doña Clara.

– ¿De qué manera? ¿De qué manera decís? – exclamó el joven, con la mirada extraviada y la voz sombría – . ¡Muriendo! ¡Dejándoos viuda!

– ¡Dios mío! – exclamó doña Clara, levantándose de una manera violenta y asiendo una mano de don Juan – . ¿Qué habláis de morir?

– Tengo enemigos, enemigos que me he hecho por vos; los buscaré, los provocaré y me dejaré matar.

– ¡No! – contestó con la voz opaca doña Clara, fijando en don Juan una mirada ardiente, fija, aterrada, mientras la mano con que le asía temblaba de una manera violenta.

– Si no encontrare enemigos míos, buscaré los del rey, los de España y me matarán.

– ¡No! – repitió de una manera profunda doña Clara.

– ¿Y para qué quiero yo vivir – dijo el joven con profundísima amargura – , si vos no me amáis? ¿si al casaros conmigo habéis hecho un doloroso sacrificio por su majestad?

– ¡Y esa comedianta! – exclamó doña Clara con acento seco y rápido, acercándose más al joven.

– ¡Dorotea!

– Sí, esa hermosísima Dorotea, con quien habéis pasado el día.

– ¿Si yo os pruebo que no amo á esa mujer…?

– Si me lo probáis… pero no me lo podéis probar, no; ¿por qué me habéis dicho que os mataréis…? ¿por qué me habéis aterrado…?

– ¡Dios mío!

– Tengo no sé por qué, de una manera que me espanta, el alma desgarrada, ensangrentada, por lo que nunca había sentido: por los celos.

– ¡Celos vos de mí!

– Venid conmigo – dijo doña Clara tomando una bujía y encaminándose de nuevo á su dormitorio.

Y cuando estuvieron en él, descorrió de una manera nerviosa el velo que cubría el retrato de su madre.

– Juradme delante de ese cuadro, por vuestra alma y por la de vuestra madre, por vuestra honra y por la mía, que á nadie amáis más que á mí.

– Lo juro, lo juro, por mi madre, por la vuestra, por Jesucristo Sacramentado.

– Yo os amo con toda mi alma – exclamó doña Clara – , os amo desde que anoche salísteis de mi aposento; os amo no sé cómo; como… al recuerdo de mi madre… no sé por qué… pero yo os amo, señor; si la casualidad no lo hubiera hecho, si el honor de la reina no lo hubiera exigido, yo no me hubiera casado con vos… sino me hubiérais aterrado… ¡Oh Dios mío…! he visto que la palabra morir no era en vos una amenaza cobarde… os he creído ver muerto… ¡Por la sangre de Jesucristo, señor! yo no sé lo que me habéis dado que me habéis vuelto loca… y soy vuestra, vuestra esposa, vuestra amante, vuestra esclava… vuestra y solamente vuestra, sin que tengáis que temer que yo haya amado á otro hombre, ni autorizado galanteos, ni dado esperanzas… soy vuestra con toda la alegría de mi alma… no sé con cuánto amor… pero no moriréis, ¿no es verdad, que no moriréis ya…? porque mi amor es vuestra vida y yo os lo entrego entero y puro y resplandeciente como el sol.

El joven miró á doña Clara pálido, temblando, extendió hacia ella los brazos, cayó de rodillas y lloró.